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CAPÍTULO VIII Dos entierros que hicieron al adelantado Hernando de Soto La muerte del gobernador y capitán general Hernando de Soto, tan digna de ser llorada, causó en todos los suyos gran dolor y tristeza, así por haberlo perdido y por la orfandad que les quedaba, que lo tenían por padre, como por no poderle dar la sepultura que su cuerpo merecía ni hacerle la solemnidad de obsequias que quisieran hacer a capitán y señor tan amado. Doblábaseles esta pena y dolor con ver que antes les era forzoso enterrarlo con silencio y en secreto, que no en público, porque los indios no supiesen dónde quedaba, porque temían no hiciesen en su cuerpo algunas ignominias y afrentas que en otros españoles habían hecho, que los habían desenterrado y atasajado y puéstolos por los árboles, cada coyuntura en su rama. Y era verosímil que en el gobernador, como en la cabeza principal de los españoles, para mayor afrenta de ellos, las hiciesen mayores y más vituperosas. Y decían los nuestros que, pues no las había recibido en vida, no sería razón que por negligencia de ellos las recibiese en muerte. Por lo cual acordaron enterrarlo de noche, con centinelas puestas, para que los indios no lo viesen ni supiesen dónde quedaba. Eligieron para sepultura una de muchas hoyas grandes y anchas que cerca del pueblo había en un llano, de donde los indios, para sus edificios, habían sacado tierra, y en una de ellas enterraron al famoso adelantado Hernando de Soto con muchas lágrimas de los sacerdotes y caballeros que a sus tristes obsequias se hallaron.

Y el día siguiente, para disimular el lugar donde quedaba el cuerpo y encubrir la tristeza que ellos tenían, echaron nueva por los indios que el gobernador estaba mejor de salud, y con esta novela subieron en sus caballos e hicieron muestras de mucha fiesta y regocijo, corriendo por el llano y trayendo galopes por las hoyas y encima de la misma sepultura, cosas bien diferentes y contrarias de las que en sus corazones tenían, que, deseando poner en el Mauseolo o en la aguja de Julio César al que tanto amaban y estimaban, los hollasen ellos mismos para mayor dolor suyo, mas hacíanlo por evitar que los indios no le hiciesen otras mayores afrentas. Y para que la señal de la sepultura se perdiese del todo no se habían contentado con que los caballos la hollasen, sino que, antes de las fiestas, habían mandado echar mucha agua por el llano y por las hoyas, con achaque de que al correr no hiciesen polvo los caballos. Todas estas diligencias hicieron los españoles por desmentir los indios y encubrir la tristeza y dolor que tenían; empero, como se pueda fingir mal el placer ni disimular el pesar que no se vea de muy lejos al que lo tiene, no pudieron los nuestros hacer tanto que los indios no sospechasen así la muerte del gobernador como el lugar donde lo habían puesto, que, pasando por el llano y por las hoyas, se iban deteniendo y con mucha atención miraban a todas partes y hablaban unos con otros y señalaban con la barba y guiñaban con los ojos hacia el puesto donde el cuerpo estaba.

Y como los españoles viesen y notasen estos ademanes, y con ellos les creciese el primer temor y la sospecha que habían tenido, acordaron sacarlo de donde estaba y ponerlo en otra sepultura no tan cierta, donde el hallarlo, si los indios lo buscasen, les fuese más dificultoso, porque decían que, sospechando los infieles que el gobernador quedaba allí, cavarían todo aquel llano hasta el centro y no descansarían hasta haberlo hallado, por lo cual les pareció sería bien darle por sepultura el Río Grande y, antes que lo pusiesen por obra, quisieron ver la hondura del río si era suficiente para esconderlo en ella. El contador Juan de Añasco y los capitanes Juan de Guzmán y Arias Tinoco y Alonso Romo de Cardeñosa y Diego Arias, alférez general del ejército, tomaron el cargo de ver el río y, llevando consigo un vizcaíno llamado Ioanes de Abbadía, hombre de la mar y gran ingeniero, lo sondaron una tarde con toda la disimulación posible, haciendo muestras que andaban pescando y regocijándose por el río porque los indios no lo sintiesen, y hallaron que en medio de la canal tenía diez y nueve brazas de fondo y un cuarto de legua de ancho, lo cual visto por los españoles, determinaron sepultar en él al gobernador, y, porque en toda aquella comarca no había piedra que echar con el cuerpo para que lo llevase a fondo, cortaron una muy gruesa encina y, a medida del altor de un hombre, la socavaron por un lado donde pudiesen meter el cuerpo. Y la noche siguiente, con todo el silencio posible, lo desenterraron y pusieron en el trozo de la encina, con tablas clavadas que abrazaron el cuerpo por el otro lado, y así quedó como en una arca, y, con muchas lágrimas y dolor de los sacerdotes y caballeros que se hallaron en este segundo entierro, lo pusieron en medio de la corriente del río encomendando su ánima a Dios, y le vieron irse luego a fondo.

Estas fueron las obsequias tristes y lamentables que nuestros españoles hicieron al cuerpo del adelantado Hernando de Soto, su capitán general y gobernador de los reinos y provincias de la Florida, indignas de un varón tan heroico, aunque, bien miradas, semejantes casi en todo a las que mil y ciento y treinta y un años antes hicieron los godos, antecesores de estos españoles, a su rey Alarico en Italia, en la provincia de Calabria, en el río Bisento, junto a la ciudad de Cosencia. Dije semejantes casi en todo, porque estos españoles son descendientes de aquellos godos, y las sepulturas ambas fueron ríos y los difuntos las cabezas y caudillos de su gente, y muy amados de ella, y los unos y los otros valentísimos hombres que, saliendo de sus tierras y buscando dónde poblar y hacer asiento, hicieron grandes hazañas en reinos ajenos. Y aun la intención de los unos y de los otros fue una misma, que fue sepultar sus capitanes donde sus cuerpos no se pudiesen hallar, aunque sus enemigos los buscasen. Sólo difieren en que las obsequias de éstos nacieron de temor y piedad que a su capitán general tuvieron no maltratasen los indios su cuerpo, y las de aquéllos nacieron de presunción y vanagloria, que al mundo, por honra y majestad de su rey, quisieron mostrar. Y para que se vea mejor la semejanza, será bien referir aquí el entierro que los godos hicieron a su rey Alarico, para los que no lo saben. Aquel famoso príncipe, habiendo hecho innumerables hazañas por el mundo con su gente y habiendo saqueado la imperial ciudad de Roma, que fue el primer saco que padeció después de su imperio y monarquía, a los 1162 años de su fundación y a los 412 del parto virginal de Nuestra Señora, quiso pasar a Sicilia y, habiendo estado en Regio y tentado el pasaje, se volvió a Cosencia, forzado de la mucha tempestad que en la mar había, donde falleció en pocos días.

Sus godos, que le amaban muy mucho, celebraron sus obsequias con muchos y excesivos honores y grandezas y, entre otras, inventaron una solemnísima y admirable, y fue que a muchos cautivos que llevaban mandaron divertir y sacar de madre al río Bisento, y en medio de su canal edificaron un solemne sepulcro donde pusieron el cuerpo de su rey con infinito tesoro (palabras son del Colenucio, y sin él lo dicen todos los historiadores antiguos y modernos, españoles y no españoles, que escriben de aquellos tiempos) y, habiendo cubierto el sepulcro, mandaron volver a echar el río a su antiguo camino, y a los cautivos que habían trabajado en la obra, porque en algún tiempo no dijesen dónde quedaba el rey Alarico, los mataron todos. Parecióme tocar aquí esta historia por la mucha semejanza que tiene con la nuestra y por decir que la nobleza de estos nuestros españoles, y la que hoy tiene toda España sin contradicción alguna, viene de aquellos godos, porque después de ellos no ha entrado en ella otra nación sino los alárabes de Berbería cuando la ganaron en tiempo del rey don Rodrigo. Mas las pocas reliquias que de esos mismos godos quedaron, los echaron poco a poco de toda España y la poblaron como hoy está, y aún la descendencia de los reyes de Castilla derechamente, sin haberse perdido la sangre de ellos, viene de aquestos reyes godos, en la cual antigüedad y majestad tan notoria hacen ventaja a todos los reyes del mundo. Todo lo que del testamento, muerte y obsequias del adelantado Hernando de Soto hemos dicho, lo refieren, ni más ni menos, Alonso de Carmona y Juan Coles en sus relaciones, y ambos añaden que los indios, no viendo al gobernador, preguntaban por él, y que los cristianos les respondían que Dios había enviado a llamarle para mandarle grandes cosas que había de hacer luego que volviese, y que con estas palabras, dichas por todos ellos, entretenían a los indios.

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