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Datos principales


Desarrollo


CAPÍTULO V De los trabajos que pasó Juan de Añasco para descubrir la costa de la mar Dijimos que uno de los capitanes que fueron a descubrir la comarca de Apalache fue Juan de Añasco. Pues para que se sepa más en particular el trabajo que pasó, es de saber que llevó cuarenta caballos y cincuenta peones. Con él fue un caballero, deudo de la mujer del gobernador, que había nombre Gómez Arias, gran soldado, y, dondequiera que se hallaba, era de mucho provecho, porque con su buena soldadesca y mucha industria y buen consejo y con ser grandísimo nadador (cosa útil y necesaria para las conquistas), facilitaba las dificultades que en agua y tierra se le ofrecían. Había sido esclavo en Berbería, donde aprendió la lengua morisca, y la habló tan propiamente que de muchas leguas la tierra adentro salió a una frontera de cristianos sin que los moros que le topaban echasen de ver que era esclavo. Este caballero y la gente que hemos dicho fueron con Juan de Añasco hacia el mediodía a descubrir la mar, que había nueva que estaba menos de treinta leguas de Apalache. Llevaron un indio que los guiase, el cual se había ofrecido a los guiar haciendo mucho del fiel y muy amigo de los cristianos. En dos jornadas de a seis leguas que anduvieron de muy buen camino, ancho y llano, llegaron a un pueblo llamado Aute; halláronlo sin gente, pero lleno de comida. En este camino, pasaron dos ríos pequeños y de buen paso. Del pueblo de Aute salieron en seguimiento de su demanda, llevando comida para cuatro días.

El segundo día que caminaron por el mismo camino ancho y bueno, empezó el indio que los guiaba a malear, pareciéndole que era mal hecho hacer buena guía a sus enemigos. Con esto los sacó del camino llano y bueno que hasta allí habían llevado y los metía por unos montes espesos y cerrados, de mucha aspereza, con muchos árboles caídos, sin camino ni senda, y algunos pedazos de tierra, que se hallaban como navazos sin monte, era de suyo tan cenagosa que los caballos y peones se hundían en ella, y por cima estaba cubierta de hierba y parecía tierra firme, que se podía andar seguramente por ella. Hallaron en este camino, o monte, por mejor decir, un género de zarzas con ramas largas y gruesas que se tendían por el suelo y ocupaban mucha tierra; tenían unas púas largas y derechas que a los caballos y a la gente de a pie lastimaba cruelmente, y, aunque quisiesen guardarse de estas malas zarzas, no les era posible porque había muchas y estaban entre dos tierras tendidas y cubiertas con cieno, o con arena, o con agua. Con estas dificultades, y otras cuales se pueden imaginar, anduvieron estos castellanos descaminados cinco días, dando vueltas a unas partes y a otras, por donde el indio, según su antojo, quería llevarlos para burlar de ellos o meterlos donde no saliesen. Cuando se les acabó la comida que sacaron del pueblo Aute, acordaron volverse a él para tomar más provisión y porfiar en su demanda. Al volver para Aute pasaron más trabajo en el camino que a la ida, porque les era forzoso desandar lo andado por los mismos pasos por no perderse y, como hallasen la tierra ya hollada del camino pasado, atollaban los caballos, y aun los infantes, más que cuando estaba fresca.

En estas dificultades y trabajos, bien entendían los castellanos que el indio, a sabiendas, los traía perdidos, porque tres veces se hallaron por aquellos montes tan cerca de la mar que oían la resaca de ella. Mas el indio, luego que la sentía, volvía a meterlos la tierra adentro con deseo de entramparlos donde no pudiesen salir y pereciesen de hambre, y, aunque él muriese con ellos, se daba por contento a trueque de matarlos. Todo esto sentían los cristianos, mas no osaban dárselo a entender por no le dañar más de lo que de suyo lo estaba y también porque no llevaban otra guía. Vueltos a Aute, donde llegaron muertos de hambre como gente que había cuatro días que no habían comido sino hierbas y raíces, tomaron bastimento para otros cinco o seis días, que lo había en el pueblo en gran abundancia, y volvieron a su descubrimiento, no por mejores caminos que los pasados, sino por otros peores, si peores podían ser o si la diligencia y malicia de la guía los hallaba como los deseaba. Una noche de las que durmieron en los montes, el indio, que se le hacía largo el plazo de matar los cristianos, no lo pudiendo sufrir, tomó un tizón de fuego y dio con él a uno de ellos en la cara y se la maltrató. Los demás soldados quisieron matarlo por la desvergüenza y atrevimiento que había tenido, mas el capitán lo defendió diciendo que le sufriesen algo, que era guía y no tenían otra. Vueltos a reposar, donde a una hora hizo lo mismo a otro castellano. Entonces, por castigo, le dieron muchos palos, coces y bofetadas, mas el indio no escarmentó, que, antes que amaneciese, sacudió a otro soldado con otro tizón.

Los españoles ya no sabían qué hacer de él. Por entonces se contentaron con darle muchos palos, y entregarlo por la cadena en que iba atado a uno de ellos mismos, para que tuviese particular cuidado de él. Luego que amaneció volvieron a caminar bien lastimados de la mucha aspereza del camino pasado y del presente y enfadados de la maldad de la guía. El cual, a poco trecho que hubieron caminado, viéndose en poder de sus enemigos sin los poder matar ni huirse de ellos, desesperado de la vida, arremetió con el soldado que lo llevaba asido por la cadena y, abrazándolo por detrás, lo levantó en alto y dio con él tendido en el suelo, y, antes que se levantase, saltó de pies sobre él y le dio muchas coces. Los castellanos y su capitán, no pudiendo ya sufrir tanta desvergüenza, le dieron tantas cuchilladas y lanzadas que lo dejaron por muerto; aunque se notó una cosa extraña, y fue que las espadas y hierros de las lanzas entraban y cortaban en él tan poco que parecía encantado, que muchas cuchilladas hubo que no le hicieron más herida que el verdugón que suele hacer una vara de membrillo o de acebuche cuando dan con ella. De lo cual, enojado Juan de Añasco, se levantó sobre los estribos, y a toda su fuerza, tomando la lanza con ambas manos, le dio una lanzada y, con ser hombre robusto y fuerte, no le metió medio hierro de lanza, de que, habiéndolo notado los españoles, se admiraron todos y le echaron un lebrel para que lo acabase de matar y se encarnizase y cebase en él. Así quedó el indio pérfido y malvado como él merecía.

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