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Desarrollo


CAPÍTULO IX Batalla naval de dos navíos que duró cuatro días dentro en el puerto de Santiago de Cuba Para descargo de los de la ciudad, será razón que digamos la causa que les movió a dar este mal aviso, por el cual sucedió lo que se ha dicho. Que cierto, bien mirado el hecho que lo causó y la porfía tan obstinada que en él hubo, se verá que fue un caso notable y digno de memoria y que de alguna manera disculpa a estos ciudadanos, porque el miedo en los ánimos comunes y gente popular impide y estorba los buenos consejos. Para lo cual es de saber que, diez días antes que el gobernador llegase al puerto, había entrado en él una muy hermosa nao de un Diego Pérez, natural de Sevilla, que andaba contratando por aquellas islas y, aunque andaba en traje de mercader, era muy buen soldado de mar y tierra, como luego veremos. No se sabe cuál fuese la calidad de su persona, mas la nobleza de su condición y la hidalguía que en su conversación, tratos y contratos mostraba decían que derechamente era hijodalgo, porque ése lo es que hace hidalguías. Este capitán plático traía su navío muy pertrechado de gente, armas, artillería y munición para si fuese necesario pelear con los corsarios que por entre aquellas islas y mares topase, que allí son muy ordinarios. Pasados tres días que Diego Pérez estaba en el puerto, sucedió que otra nao, no menos que la suya, de un corsario francés que andaba a sus aventuras entró en él. Pues como los dos navíos se reconociesen por enemigos de nación, sin otra alguna causa, embistió el uno con el otro, y aferrados pelearon todo el día hasta que la noche los despartió.

Luego que cesó la pelea, se visitaron los dos capitanes por sus mensajeros que el uno al otro envió con recaudos de palabras muy comedidas y con regalos y presentes de vino y conservas, fruta seca y verde, de la que cada uno de ellos traía, como si fueran dos muy grandes amigos. Y, para adelante, pusieron treguas sobre sus palabras que no se ofendiesen ni fuesen enemigos de noche sino de día, ni se tirasen con artillería, diciendo que la pelea de manos con espadas y lanzas era más de valientes que las de las armas arrojadizas, porque las ballestas y arcabuces de suyo daban testimonio de haber sido invenciones de ánimos cobardes o necesitados, y que el no ofenderse con la artillería, demás de la gentileza de pelear y vencer a fuerza de brazos y con propia virtud, aprovecharía para que el vencedor llevase la nao y la presa que ganase, de manera que le fuese de provecho sana y no rota. Las treguas se guardaron inviolables, mas no se pudo saber de cierto qué intención hubiesen tenido para no ofenderse con la artillería, si no fue el temor de perecer ambos sin provecho de alguno de ellos. No embargante las paces puestas, se velaban y recataban de noche por no ser acometidos de sobresalto, porque de palabra de enemigo no se debe fiar el buen soldado para descuidarse por ella de lo que le conviene hacer en su salud y vida. El segundo día volvieron a pelear obstinadamente, y no cesaron hasta que el cansancio y la hambre los despartió; mas, habiendo comido y tomado aliento, tornaron a la batalla de nuevo, la cual duró hasta el sol puesto.

Entonces se retiraron y pusieron en sus sitios, y se visitaron y regalaron como el día antes, preguntando el uno por la salud del otro y ofreciéndose para los heridos las medicinas que cada cual de ellos tenía. La noche siguiente envió el capitán Diego Pérez un recaudo a los de la ciudad diciendo que bien habían visto lo que en aquellos días había hecho por matar o rendir al enemigo y cómo no le había sido posible por hallar en él gran resistencia; que les suplicaba (pues a la ciudad le importaba tanto quitar de su mar y costas un corsario tal como aquel), le hiciesen la merced de darle palabra, si en la batalla se perdiese, como era acaecedero, restituirían a él o a sus herederos lo que su nao podía valer, y mil pesos menos; que él se ofrecería a pelear con el contrario, hasta le vencer o morir a sus manos y que pedía esta recompensa porque era pobre y no tenía más caudal que aquel navío; que, si fuera rico, holgara de lo arriesgar libremente en su servicio y que, si venciese, no quería de ellos premio alguno. La ciudad no quiso conceder esta gracia a Diego Pérez, antes le respondió desabridamente diciendo que hiciese lo que quisiese, que ellos no querían obligarse a cosa alguna. El cual, vista la mala respuesta a su petición y tanta ingratitud a su buen ánimo y deseo, acordó pelear por su honra, vida y hacienda sin esperar en premio ajeno diciendo: "Quien puede servirse a sí mismo mal hace en servir a otro, que las pagas de los hombres casi siempre son como ésta".

Luego que amaneció el día tercero de la batalla de estos bravos capitanes, Diego Pérez se halló a punto de guerra y acometió a su enemigo con el mismo ánimo y gallardía que los dos pasados, por dar a entender a los de la ciudad que no peleaba en confianza de ellos sino en la de Dios y de su buen ánimo y esfuerzo. El francés salió a recibir con no menos deseo de vencer o morir aquel día que los pasados, que cierto parece la obstinación y el haberlo hecho caso de honra les instigaba a la pelea más que el interés que se les podía seguir de despojarse el uno al otro, porque, sacados los navíos, debía de valer bien poco lo que había en ellos. Aferrados, pues, el uno con el otro, pelearon todo aquel día como habían hecho los dos pasados, apartándose solamente para comer y descansar cuando sentían mucha necesidad. Y, en habiendo descansado, volvían a la batalla tan de nuevo como si entonces la empezaran, y siempre con mayor enojo y rabia de no poderse vencer. La falta del día los despartió, con muchos heridos y algunos muertos que de ambas partes hubo; mas, luego que se retiraron, se visitaron y regalaron como solían con sus dádivas y presentes, como si entre ellos no hubiera pasado cosa alguna de mal. Así pasaron la noche, con admiración de toda la ciudad, que dos hombres particulares, que andaban a buscar la vida, sin otra necesidad ni obligación que les forzase, porfiasen tan obstinadamente en matarse el uno al otro, no habiendo de llevar más premio que el haberse muerto, ni pudiendo esperar gratificación alguna de sus reyes, pues no andaban en servicio de ellos ni a su sueldo. Empero todo esto, y más, pueden las pasiones humanas cuando empiezan a reinar.

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