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Desarrollo


CAPÍTULO III Los españoles matan a la guía. Cuéntase un hecho particular de un indio El gobernador Luis de Moscoso mandó llamar ante sí al indio que le había guiado y por sus intérpretes le preguntó cómo no los sacaba de aquel despoblado al fin de ocho días que había que andaban perdidos por él, pues a la salida de su pueblo se había ofrecido pasarlo en cuatro días y salir a tierra poblada. El indio no respondió a propósito, antes dijo impertinencias que le parecía le disculpaban del cargo que le hacían, de lo cual, enojado el gobernador, y de ver su ejército en tanta necesidad por malicia del indio, mandó lo atasen a un árbol y le echasen los alanos que llevaban, y uno de ellos lo zamarreó malamente. El indio, viéndose lastimar, y con el miedo que cobró de que lo habían de matar, pidió le quitasen el perro, que él diría la verdad de todo lo que en aquel caso pasaba y, habiéndoselo quitado, dijo: "Señores, mi curaca y señor natural me mandó a vuestra partida hiciese lo que he hecho con vosotros, porque me abrió su pecho diciendo que porque él no tenía fuerza para degollaros todos en una batalla, como lo quisiera, había determinado mataros con astucia y maña metiéndoos en estos montes y desiertos bravos, donde pereciésedes de hambre, y que, para poner en obra este su deseo, me elegía a mí como a uno de sus más fieles criados para que os descaminase por donde nunca acertásedes a salir a poblado, y que, si yo saliese con la empresa, me haría grandes mercedes, y donde no, me mataría cruelmente.

Yo, como siervo, hice lo que mi señor me mandó, como creo que lo hiciera cualquiera de vosotros si el vuestro os lo mandara. Fui forzado a lo hacer por el respeto y obediencia del superior, y no por voluntad y ánimo que yo haya tenido de mataros, que cierto no lo he deseado ni lo deseo porque no me habéis hecho por qué. Y, bien mirado, vosotros tenéis la mayor parte de esta culpa que me ponéis, porque os habéis dejado traer así con tanto descuido de vosotros mismos, que no habéis sido para hablarme una palabra acerca del camino, que, si el primer día que se perdió me preguntárades algo de lo que ahora me pedís, os hubiera dicho todo esto y con tiempo se hubiera remediado el mal presente. Y aún ahora no es tarde, que, si me queréis otorgar la vida (pues para lo pasado fui mandado y no pude hacer otra cosa), yo enmendaré el yerro que todos hemos hecho, que yo me ofrezco a sacaros de este desierto y poneros en tierra poblada antes que pasen los tres días venideros, que, caminando siempre hacia el poniente, sin torcer a otra parte, saldremos presto de este despoblado, y, si dentro de este término no os sacare de él, matadme entonces, que yo me ofrezco al castigo." El general Luis de Moscoso y sus capitanes se indignaron tanto de saber la mala intención del curaca y el engaño que el indio les había hecho que ni admitieron sus buenas razones para que le disculparan de su delito ni quisieron concederle sus ruegos para otorgarle la vida, ni aceptar sus promesas para fiarse en ellas; antes, diciendo todos a una "quien tan malo nos ha sido hasta aquí peor nos será de aquí adelante", mandaron soltar los perros, los cuales, con la mucha hambre que tenían, en breve espacio lo despedazaron y se lo comieron.

Esta fue la venganza que nuestros castellanos tomaron del pobre indio que les había descaminado, como si ella fuera de alguna satisfacción para el trabajo pasado o remedio para el mal presente, y después de haberla hecho, vieron que no quedaban vengados, sino peor librados que antes estaban, porque totalmente les faltó quien los guiase, por haber dado licencia para que se volviesen a sus tierras los demás indios que habían traído el maíz luego que se les acabó la comida, y así se hallaron del todo perdidos. Puestos en esta necesidad los españoles, confusos y arrepentidos de haber muerto al indio, el cual, si lo dejaran vivo, pudiera ser que, como lo había prometido, los sacara a poblado, viendo que no tenían otro remedio, tomaron el mismo que el indio les había dicho, dándole crédito después de muerto a lo que no le habían querido creer en vida, que era que caminasen hacia el poniente sin torcer a una mano ni a otra. Así lo hicieron y caminaron tres días con grandísima hambre y necesidad, porque en los otros tres pasados no habían comido sino hierbas y raíces. Valioles mucho en este trabajo ser los montes de aquel despoblado claros, y no cerrados como los hay en otras partes de Indias, que son como un muro, que, si lo fueran, perecieran de hambre antes de salir de ellos. Con estas dificultades siguieron su camino, siempre al poniente, y, al fin de los tres días, desde lo alto de unos cerros por donde iban descubrieron tierras pobladas, de que recibieron el contento que se puede imaginar, aunque llegando a ellas hallaron que los indios se habían ido al monte y que las tierras eran flacas y estériles, con pueblos no como los pasados, sino de casas derramadas por el campo de cuatro en cuatro y de cinco en cinco, mal hechas y peor aliñadas, que más parecían chozas de meloneros que casas de morada, mas con todo eso mataron su hambre con mucha carne fresca de vaca, que en ellas hallaron, y pellejos de poco tiempo quitados, aunque nunca hallaron vacas en pie, ni los indios quisieron decir jamás de dónde las traían.

El segundo día que caminaron por aquella provincia estéril y mal poblada, la cual los nuestros llamaron de los Vaqueros por la carne y pellejos de vacas que en ella hallaron, quiso un indio mostrar su ánimo y valentía con un hecho extraño, que hizo de loco, y fue que, habiendo caminado los españoles la jornada de aquel día, se alojaron en un llano y, estando todos sosegados, vieron salir de un monte, que estaba no lejos del real, un indio solo, y venir hacia ellos con un hermoso plumaje en la cabeza y su arco en la mano y el carcaj de las flechas a las espaldas, que declinaba algún tanto sobre el hombre derecho, como todos ellos lo traen siempre. Los castellanos, que estaban por donde el indio acertó a salir del monte, viéndole venir solo y tan pacífico, no se alborotaron, antes, entendiendo que traía algún recaudo del cacique para el gobernador, le dejaron llegar. El cual, viéndose a menos de cincuenta pasos de una rueda de españoles, que en pie estaban hablando, puso con toda presteza y gallardía una flecha en el arco y, apuntando a los de la rueda que le estaban mirando, la soltó con grandísima pujanza. Los cristianos, viendo que les tiraba, se apartaron aprisa a una mano y a otra, y algunos se dejaron caer en el suelo, y así se libraron del tiro, mas la flecha pasó adelante y dio en cinco o seis indias que debajo de un árbol estaban aderezando de comer para sus amos, y a una de ellas dio por las espaldas, y la pasó de claro, y a otra que estaba de frente dio por los pechos, y también la pasó, aunque quedó la flecha en ella, y las indias cayeron luego muertas. Habiendo hecho este bravo tiro, volvió el indio huyendo al monte, y corría con tanta velocidad y ligereza que bien mostraba haberse fiado en ella para venir a hacer lo que hizo. Los españoles tocaron arma y dieron grita al indio, ya que no podían seguirle. El capitán Baltasar de Gallegos, que acertó a hallarse a caballo, acudió al arma, y, viendo ir huyendo al indio y oyendo que los españoles decían "muera, muera", sospechó lo que podía haber hecho y corrió en pos de él y cerca de la guarida lo alcanzó y mató, que no gozó el triste de su valentía temeraria, como son todas las más que en la guerra se hacen.

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