El Siglo de Oro

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Desarrollo


El siglo XVII es una centuria ocupada por los últimos monarcas de la casa de Austria. Son los llamados Austrias menores: Felipe III, Felipe IV y Carlos II. A comienzos del siglo XVII, la Monarquía hispana es un poderosísimo imperio con posesiones en buena parte del mundo. Desde la corte de Madrid se gobierna sobre el resto de reinos peninsulares, mientras en la Europa del norte y central son españoles los Países Bajos y el Franco Condado. En Italia, los Habsburgo dominan el Milanesado y los reinos de Nápoles y Sicilia. La presencia hispana en Africa es pequeña aunque estratégica, con las plazas de Orán y Melilla, además de las Canarias, escala esencial en la navegación hacia América. En el Caribe americano, la expansión española ha conseguido controlar las islas de Cuba y La Española, además de la península de Florida. Ya en Tierra Firme, se han creado el Virreinato de Nueva España, con capital en México, y el del Perú, gobernado desde la ciudad de Lima, fundada en 1535. Por último, en Asia, la presencia española se traduce en la colonización de las islas Filipinas. Desde 1581 y hasta 1640 el reino de Portugal se integra en la Monarquía Hispánica, lo que suma a ésta nuevos territorios. Los navegantes portugueses, volcados en el comercio con Oriente, han establecido numerosas e importantes escalas, como las Azores y Madeira. En Africa, cuentan con factorías en Tánger, Ceuta, Guinea, Accra, Angola, y la costa oriental africana. En la península Arábiga, los portugueses controlan el estrecho de Ormuz.

En la India, establecen factorías en Diu, Goa y Ceilán. En Indonesia, cuentan con colonias en Syriam, Malaca, Sumatra, Java, Célebes y Timor. Finalmente, la estratégica Macao les abre las puertas de la Gran China. También hay que considerar las posesiones portuguesas en América, una amplia franja costera en Brasil que cuenta con ciudades como Río o Recife. A pesar de poseer tan vasto imperio, estos son años de decadencia y un tremendo desgaste. Durante el siglo XVII se manifiesta en toda su crudeza el derrumbamiento de un Imperio forjado a través de conquistas y herencias. España se ve acosada por múltiples frentes en el exterior, incapaz de gestionar los extensos y diversos territorios que conforman la Monarquía hispánica. Francia e Inglaterra se perfilan como grandes potencias, dispuestas a ocupar el lugar hegemónico que España abandona paso a paso. La culminación de este proceso de descomposición de la dinastía es el acto final de los Austrias: una Guerra de Sucesión, a la muerte de Carlos II, en la que España no tiene sino un papel pasivo, ante la avidez de las potencias por controlar las posesiones españolas o por, al menos, evitar que éstas caigan en manos del enemigo. El tremendo esfuerzo realizado por la Corona en defensa de los territorios bajo su soberanía dificulta la adopción de reformas en el interior, necesarias ante los graves problemas económicos y políticos que acucian al país. Las reformas son reiteradamente solicitadas por los arbitristas, y la falta de respuesta de los monarcas y sus validos facilita el enfrentamiento con las oligarquías locales que gobiernan los reinos, opuestas a realizar sacrificios fiscales y a cualquier atisbo de transformación que suponga menoscabo de su poder.

Pero si la situación política permite hablar de una crisis continuada en lo político y en lo económico -pese a ciertos logros institucionales y proyectos de reforma-, paradójicamente en el ámbito de la cultura y las artes se asiste a un periodo de esplendor y plenitud. Son los años de Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo, Velázquez, Zurbarán o Murillo, entre tantas otras figuras. Estamos en el llamado Siglo de Oro de la cultura española, un periodo de límites difusos e imprecisos marcado por la eclosión del Barroco y la Contrarreforma. El arte del momento llama a la piedad y al recogimiento interior. El mundo católico se siente amenazado por protestantes, judíos y musulmanes, y observa en el arte, especialmente en la pintura y la escultura, un medio para hacer llegar a la población el mensaje de la ortodoxia y los valores cristianos. Santos mártires o penitentes, escenas de piedad o pasión, cristos yacentes... componen el imaginario de un catolicismo que busca imperiosamente referentes con los que enfrentarse a un mundo cambiante. Los autores del Siglo de Oro nos hablan de una España con ciudades populosas, como Madrid o Sevilla, donde conviven juntas las casas de ricos y pobres. La vida de las ciudades se organiza en torno a la Plaza Mayor. En ella se celebran espectáculos públicos, como corridas de toros o autos de fe. También en ella se reúnen las personas para dar rienda suelta a otro de sus placeres favoritos: la conversación. Estos lugares de reunión son llamados mentideros, ya que en ellos se expanden rumores, cuchicheos y maledicencias.

En las calles también hay pobres, unos ciertos y otros fingidos. Los pordioseros y pedigüeños se sitúan en las puertas de las iglesias, donde esperan arrancar una limosna apelando a la misericordia de los devotos que acuden a misa. En la España del Siglo de Oro el teatro fue una de las diversiones principales. Las obras se representaban en los llamados corrales de comedias, a menudo los patios interiores de alguna manzana de casas, cubiertos por un toldo. El público disfrutaba especialmente con las comedias de capa y espada, en las que no faltaban las damas virtuosas, los galanes embozados y los criados chismosos. Gustaban también, y mucho, los duelos de espada. El siglo XVII es, en definitiva, una época de grandes cambios, en la que España se verá forzada a abandonar la posición hegemónica que ocupó en la centuria anterior. Esta crisis del imperio hispánico, sin embargo, no tendrá correspondencia en los campos del saber, la ciencia, las artes y el pensamiento, en los que surgen figuras que marcan una época y cuya trascendencia supera las fronteras y llega hasta nuestros días.

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