Retrato en la Edad Moderna

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Se habla, y con razón, de que a finales de la Baja Edad Media las opciones que condujeron al Renacimiento eran, esencialmente, dos. En efecto, hubo dos Renacimientos: el de los Países Bajos evita toda referencia a la Antigüedad clásica, carece de una base teórica o científica que pueda ser aplicada al arte y se concentra, sobre todo, en la respuesta visual ante el mundo. Los cuadros de Van der Weyden, Bouts y, en especial, de los hermanos Van Eyck testimonian su fidelidad a la apariencia de las cosas reales. Precisamente por esto el retrato conoce en el mundo flamenco un auge espectacular, para dar satisfacción a una clientela comercial e individualista, que aspira a dejar, mediante el arte, una imagen de sí mismos para la posteridad. La situación era muy distinta al sur de Europa, en Italia. Como había sucedido en los Países Bajos, el auge económico fue muy temprano y dio forma a una sociedad muy diferente respecto a la tardomedieval. Todo el mapa político se estructuró en ciudades-estado, que combatían entre sí por el control económico y militar de su región. De esas nuevas entidades que surgieron a comienzos de la Edad Moderna se destacaron pronto dos: Siena y Florencia. En Siena la sociedad seguía muy vinculada a la Edad Media, convirtiéndose en una corte donde el lujo, la ostentación y la elegancia eran las señas de identidad. A comienzos del Trecento (s. XIV) destacaron Duccio, los hermanos Lorenzetti y Simone Martini entre los pintores, decididos a encontrar una síntesis entre ecos del arte gótico y la aceptación de las innovaciones más modernas, como la invención de la perspectiva lineal.

Por desgracia, el curso de los acontecimientos abortó esta opción: la Peste Negra de 1348 se llevó a uno de los hermanos Lorenzetti y dejó un ambiente de miseria y desolación. El futuro lo iba a escribir su rival más directa, la ciudad de Florencia. En el Trecento fueron Cimabue y, sobre todo, Giotto, los pioneros en ese campo, añadiendo a sus figuras un volumen y una corporeidad únicos pero habría que esperar al Quattrocento (s. XV) para hablar de una verdadera revolución en los modelos y en los objetivos del arte. Florencia continúa siendo uno de los centros destacados del arte renacentistas en ese siglo. Poco a poco se dominan los principios técnicos y científicos que permitirán una representación creíble de la realidad a través del arte: la perspectiva lineal, el volumen de los cuerpos, la aplicación naturalista de los colores, las sombras, etc. Ghirlandaio o Botticelli, activos en la segunda mitad del siglo, aplican esos conocimientos para crear un nuevo tipo de retrato, el simbólico. Son los artistas predilectos de las clases privilegiadas, que no cesan de encargarles retratos de sus miembros más preeminentes. Se crean las categorías estándar para ese género de pintura: el retrato de perfil, el de tres cuartos, el de cuerpo entero, etc. Además, hacen rodear a sus retratados de una serie de atributos que permiten identificarles y poner de manifiesto sus virtudes: caridad, intelectualidad, etc.

En paralelo, por todo el territorio italiano se empiezan a desarrollar otros núcleos; en Urbino, Piero della Francesca añade otro elemento al retrato, la sublimación de la geometría y de las relaciones matemáticas como medio de alcanzar la perfección. Basándose en la filosofía neoplatónica, afirma que la apariencia sólo es débil reflejo de la esencia interior e ideal. Muy diferente va a ser el discurso que se emplee en la República de Venecia, una ciudad eminentemente comercial y muy vinculada a las influencias orientales. A comienzos del s. XV cobra forma la que llegará a ser toda una Escuela de la pintura renacentista, con sus características propias e inconfundibles. La dinastía de pintores de los Bellini anticipa en la pintura en general, y en el retrato en particular, las líneas maestras de un nuevo estilo: se concede una importancia extraordinaria a la captación de la atmósfera, del aire que existe entre las personas y que condiciona su imagen final en un cuadro. Los medios principales a utilizar serán la luz y el color, tan sabiamente aplicados que consiguen crear una ilusión de estar ante la misma realidad. A finales del s. XV la aparición de tres genios de la pintura universal - Leonardo da Vinci, Miguel Angel y Rafael - impulsa el discurrir del arte. De los tres, sin duda el más interesado en el retrato fue Da Vinci, que realizó aportaciones definitivas para el género, como la perspectiva aérea o el sfumato, difuminado de los perfiles por efecto de las condiciones de luz que existen en la atmósfera.

Además, introdujo un nuevo elemento en el retrato: el misterio, tan evidente en La Gioconda, que no hace sino resaltar la magia que estaba adquiriendo el artista en esa época, como creador de ilusiones y como traductor inmejorable de la realidad cotidiana. Da Vinci, y en menor medida Rafael, tienen una influencia destacada sobre otro de los grandes retratistas del primer Renacimiento, el alemán Alberto Durero. En él se sintetizan las características de los Renacimientos nórdico y mediterráneo porque a una aguda capacidad de observación de la naturaleza unirá todo el conocimiento de la Antigüedad clásica y del arte que se estaba imponiendo en Italia. Además, Durero debe ocupar un lugar de privilegio en cualquier historia del retrato porque es el primer pintor que se ocupa - de manera casi obsesiva - por su propia imagen. A lo largo de toda su vida, los diferentes autorretratos que realiza se convierten en un documento excepcional de su vida, de sus esperanzas y fracasos. Ya en la segunda mitad del s. XVI es preciso resaltar dos fenómenos como son el triunfo de la Escuela veneciana y la llegada de un nuevo estilo, el Manierismo. Respecto al primero, la evolución en la observación de la naturaleza llevó a un artista de transición pero muy importante como Giorgione, maestro y precedente directo del que será el gran retratista de todo este periodo en Europa: Tiziano. Casi ningún artista ha sabido captar la energía vital que tienen las personas a las que retrataba.

Tiziano supone un avance notable respecto a las prácticas anteriores porque en lugar de dar prioridad a la forma, al perfil, elige el color y la luz como medios de crear la figura. Por otra parte, su estrecha vinculación a los señores más poderosos del continente le permite retratar de forma admirable en varias ocasiones al emperador Carlos V de Alemania y a su hijo, el futuro rey de España Felipe II. En esos retratos consagra dos tipologías como son el retrato ecuestre, con una innegable inspiración en modelos de la antigua Roma, y el retrato de corte, donde el monarca aparece de cuerpo entero y rodeado de los símbolos de su poder. No tardarán mucho en imitarle una legión de magníficos retratistas, como Antonio Moro o Sánchez Coello. Junto a la aportación de Tiziano, el Manierismo supuso la otra novedad de relevancia en ese momento previo al Barroco. Los pintores manieristas realizan una interpretación diferente de la obra de arte y de la realidad, por la cual en vez de los valores objetivos priman los subjetivos, la mirada personal del artista. Andrea del Sarto, Rosso, Primaticcio, Vasari o Giulio Romano son algunos de sus mejores representantes, pero como retratista posiblemente ninguno superó a Bronzino. En sus retratos ofrece una imagen en apariencia irreal de los seres humanos, con rostros exageradamente blanquecinos, multitud de símbolos alrededor y una mirada fría y distante que intenta dejar sentado la diferencia de status entre unos y otros. Pero el tiempo del Manierismo, con su potente abstracción de la realidad, no podía durar mucho, y pronto se pudieron contemplar otras interpretaciones, aquéllas que agrupamos bajo la denominación de arte barroco.

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