Desarrollo
La falange es como las escamas de un pez: impenetrable mientras cada escudo permanezca en su sitio, protegiendo no sólo al portador sino a sus vecinos Aunque ya en época de Homero, durante el silo VIII a.C, e incluso desde antes, los campos de batalla helenos presenciaron batallas entre masas compactas de infantería, no fue sino a principios del s. VII a.C. cuando apareció la falange hoplita, una combinación única de formación rígidamente mantenida, táctica de combate cuerpo a cuerpo, nuevo armamento específicamente diseñado para tal fin, y composición social del ejército a base de ciudadanos de la recién nacida polis (Aristóteles, Política IV, 1297b). Este sistema táctico iba a dominar la guerra en Grecia durante los siguientes siglos, hasta época de Alejandro Magno, y en el intervalo iba a mostrarse capaz de vencer a enemigos tan temibles como el persa. La unidad básica de la falange de época arcaica y clásica, una comunidad cívica en armas -no confundir con la falange macedonia y helenística, muy diferente-, era el hoplita, ciudadano más o menos pudiente, capaz de costearse una pesada panoplia que garantizaba su protección en el tipo de combate especialmente letal a que se dirigía. Aunque se ha dicho muy a menudo que el hoplita tomaba su nombre del escudo hoplon, lo cierto es que esta palabra se refiere a armas en general; el término técnico griego era aspis. En todo caso, si non é vero, é ben trovato, porque en efecto el escudo era, junto con la lanza o dory, el arma más significativa de la panoplia de un hoplita.
Veremos por qué. Estaba formado por un gran cuenco circular y un borde muy reforzado casi plano, alcanzando un diámetro total de unos 90-110 cm.; tomaba, pues, la forma de un gran plato sopero con base redondeada. Se construía con láminas de madera (por ejemplo, de álamo) curvadas y encoladas entre sí. El interior se forraba con cuero fino; el exterior podía ir cubierto por una delgada lámina de bronce de no más de 0,5 mm de grosor, puramente decorativa, o ir simplemente pintado y decorado con un motivo de lámina de bronce. Su grosor no era uniforme: la madera oscilaba entre 0,9 cm en el centro y 1,8 cm en los bordes. El peso oscilaba en torno a los 6,5-8 kg, lo que en cierto modo desmitifica la supuesta pesadez del aspis: el escudo romano imperial en forma de teja pesaba también entre 7 y 7,5 kg, y algunos ejemplares llegan a los 10 kg. La concavidad interior y el amplio borde del escudo tenían una función importante: el hoplita podía apoyarlo sobre su hombro izquierdo, descargando así peso de su brazo en combates prolongados; además, podía empujar mejor con él -y con todo su propio peso detrás- para desequilibrar al rival (othismos). Ya en el s. VII lo describía gráficamente el poeta Tirteo: "el pecho y los hombros/tras la amplia curva del ancho escudo" (frg. 158 Diehl). Durante las marchas, el escudo se llevaba colgado de los hombros por una correa o telamon, y a menudo iba cubierto con fundas protectoras de tela o cuero. El rasgo más distintivo del aspis era su sistema de agarre, único en el Mediterráneo antiguo: en lugar de agarrar una empuñadura central, el aspis se embrazaba pasando primero el antebrazo izquierdo por una gran embrazadera central de lámina de bronce (porpax) remachada al interior del escudo y empuñando luego con la mano una agarradera de cuero en el borde del escudo (antilabé).
Este sistema es mucho más descansado (parte de peso cae sobre el antebrazo, parte sobre el hombro y muy poco sobre la muñeca), seguro (si los dedos sueltan el antilabé, el escudo no se cae) y reparte bien los golpes de enemigo (que no repercute sólo sobre la muñeca, sin sobre todo el antebrazo). Si embargo, tiene también inconvenientes: escasa movilidad en un combate individual y ágil; y dificultad para soltarlo pues hay que apoyarlo primero en el suelo; por tanto en caso de huida, soltar el escudo podía ser difícil, mientras que replegarse con él sería un verdadero estorbo. En estas condiciones, se entiende que para los antiguos griegos perder el escudo fuera signo de deshonra: implicaba una huida a todo correr. De ahí, también, el aforismo espartano en el que la madre ordenaba a su hijo que volviera con el escudo o sobre él -esto es, vencedor o cadáver, a hombros de sus compañeros y con el escudo como parihuela- (Plutarco, Moralia 241F). En resumen, el portador del escudo hoplita sacrificaba movilidad y protección lateral para ganar enormemente en protección frontal. Otra peculiaridad de este gran escudo circular es que aparentemente desperdicia superficie útil, pues toda la mitad izquierda sobresale si proteger al portador. En realidad, el aspis sólo se entiende cabalmente en una formación bien alineada; es entonces cuando tamaño, forma y empuñadura del escudo cobran todo su sentido; la mitad izquierda de un escudo protege el flanco derecho del compañero de la izquierda, mientras que la propia derecha, mal cubierta por el escudo propio, es protegida por la parte del escudo que sobresale del camarada de la derecha.
La falange es así como las escamas de un pez: invencible mientras cada escudo permanezca en su sitio, protegiendo no sólo al portador sino a sus vecinos; la solidaridad, la cohesión de grupo no es sólo deseable, es imprescindible tanto en la victoria como en la derrota, porque la fuerza de los escudos unidos es muy superior a la de cada uno de ellos individualmente. También se entiende mejor en esta formación el rígido sistema de agarre: no se trata de esgrimir el escudo individualmente para parar golpes, sino de presentar un frente continuo y sólido. Plutarco informa de que los espartanos no despreciaban a quien perdía su casco, pero sí su escudo, "porque se revisten de éstos (cascos) para su propio beneficio, pero del escudo en beneficio del frente común" (Moralia 220A). En relación con todo esto, los propios clásicos como Tucídides (5, 71) observaron un fenómeno curioso: las falanges, al avanzar, tendían a desviarse hacía la derecha, pues cada guerrero procuraba instintivamente cobijar su flanco menos protegido tras el escudo de su compañero de ese lado; los generales trataron en ocasiones de obtener ventaja táctica aprovechando este fenómeno psicológico. Ya hemos dicho que la metálica superficie exterior del escudo no era realmente una protección, sino una decoración; aunque a veces el espectáculo de cientos de escudos moviéndose a la vez a una orden dada, y reflejando los rayos del sol, podía asombrar y atemorizar a los bárbaros orientales, como cuenta Jenofonte (Anabasis, 1,1,17) Los escudos solían llevar símbolos pintados o recortados en lámina broncínea.
A menudo, son verdaderos emblemas heráldicos de un héroe o de su familia, como un águila con alas extendidas, un triskeles, o el Eros de Alcibíades que escandalizó a la sociedad ateniense de su época; otras veces, símbolos protectores como una fiera cabeza de Gorgona que, simbólicamente, petrificaría al enemigo; otras, alusiones religiosas como un tridente, símbolo de Poseidon. Sólo la orgullosa Esparta eliminó pronto los símbolos individuales, sustituidos por una gran lambda, la L inicial de Lacedemonia, cuya sola visión en los campos de batalla bastaba para atemorizar a sus enemigos (Eupolis, frg. 359 Kock). Con el tiempo, otras ciudades siguieron el ejemplo, y comenzaron a aparecer letras o símbolos que caracterizaban una polis, por ejemplo la sigma de Sición, o la maza de Hércules en Tebas. Los escudos eran así, en la práctica y también psicológicamente, consustanciales al hoplita, parte de su identidad guerrera. No es, pues, extraño que figuren entre las armas que más a menudo aparecen depositadas en santuarios griegos, bien como ofrendas, bien como orgullosos símbolos de victoria, caso del escudo espartano tomado en 425/4 a.C. en la batalla de Esfacteria, y que durante siglos adornó, para orgullo de sus habitantes, la Stoa Poikilé del ágora de Atenas. Un combatiente podía formar en la falange sin coraza, grebas e, incluso, sin espada, pero el escudo y la lanza eran necesarios, no sólo individualmente, sino como parte funcional del colectivo humano y táctico en el que se integraba.
Veremos por qué. Estaba formado por un gran cuenco circular y un borde muy reforzado casi plano, alcanzando un diámetro total de unos 90-110 cm.; tomaba, pues, la forma de un gran plato sopero con base redondeada. Se construía con láminas de madera (por ejemplo, de álamo) curvadas y encoladas entre sí. El interior se forraba con cuero fino; el exterior podía ir cubierto por una delgada lámina de bronce de no más de 0,5 mm de grosor, puramente decorativa, o ir simplemente pintado y decorado con un motivo de lámina de bronce. Su grosor no era uniforme: la madera oscilaba entre 0,9 cm en el centro y 1,8 cm en los bordes. El peso oscilaba en torno a los 6,5-8 kg, lo que en cierto modo desmitifica la supuesta pesadez del aspis: el escudo romano imperial en forma de teja pesaba también entre 7 y 7,5 kg, y algunos ejemplares llegan a los 10 kg. La concavidad interior y el amplio borde del escudo tenían una función importante: el hoplita podía apoyarlo sobre su hombro izquierdo, descargando así peso de su brazo en combates prolongados; además, podía empujar mejor con él -y con todo su propio peso detrás- para desequilibrar al rival (othismos). Ya en el s. VII lo describía gráficamente el poeta Tirteo: "el pecho y los hombros/tras la amplia curva del ancho escudo" (frg. 158 Diehl). Durante las marchas, el escudo se llevaba colgado de los hombros por una correa o telamon, y a menudo iba cubierto con fundas protectoras de tela o cuero. El rasgo más distintivo del aspis era su sistema de agarre, único en el Mediterráneo antiguo: en lugar de agarrar una empuñadura central, el aspis se embrazaba pasando primero el antebrazo izquierdo por una gran embrazadera central de lámina de bronce (porpax) remachada al interior del escudo y empuñando luego con la mano una agarradera de cuero en el borde del escudo (antilabé).
Este sistema es mucho más descansado (parte de peso cae sobre el antebrazo, parte sobre el hombro y muy poco sobre la muñeca), seguro (si los dedos sueltan el antilabé, el escudo no se cae) y reparte bien los golpes de enemigo (que no repercute sólo sobre la muñeca, sin sobre todo el antebrazo). Si embargo, tiene también inconvenientes: escasa movilidad en un combate individual y ágil; y dificultad para soltarlo pues hay que apoyarlo primero en el suelo; por tanto en caso de huida, soltar el escudo podía ser difícil, mientras que replegarse con él sería un verdadero estorbo. En estas condiciones, se entiende que para los antiguos griegos perder el escudo fuera signo de deshonra: implicaba una huida a todo correr. De ahí, también, el aforismo espartano en el que la madre ordenaba a su hijo que volviera con el escudo o sobre él -esto es, vencedor o cadáver, a hombros de sus compañeros y con el escudo como parihuela- (Plutarco, Moralia 241F). En resumen, el portador del escudo hoplita sacrificaba movilidad y protección lateral para ganar enormemente en protección frontal. Otra peculiaridad de este gran escudo circular es que aparentemente desperdicia superficie útil, pues toda la mitad izquierda sobresale si proteger al portador. En realidad, el aspis sólo se entiende cabalmente en una formación bien alineada; es entonces cuando tamaño, forma y empuñadura del escudo cobran todo su sentido; la mitad izquierda de un escudo protege el flanco derecho del compañero de la izquierda, mientras que la propia derecha, mal cubierta por el escudo propio, es protegida por la parte del escudo que sobresale del camarada de la derecha.
La falange es así como las escamas de un pez: invencible mientras cada escudo permanezca en su sitio, protegiendo no sólo al portador sino a sus vecinos; la solidaridad, la cohesión de grupo no es sólo deseable, es imprescindible tanto en la victoria como en la derrota, porque la fuerza de los escudos unidos es muy superior a la de cada uno de ellos individualmente. También se entiende mejor en esta formación el rígido sistema de agarre: no se trata de esgrimir el escudo individualmente para parar golpes, sino de presentar un frente continuo y sólido. Plutarco informa de que los espartanos no despreciaban a quien perdía su casco, pero sí su escudo, "porque se revisten de éstos (cascos) para su propio beneficio, pero del escudo en beneficio del frente común" (Moralia 220A). En relación con todo esto, los propios clásicos como Tucídides (5, 71) observaron un fenómeno curioso: las falanges, al avanzar, tendían a desviarse hacía la derecha, pues cada guerrero procuraba instintivamente cobijar su flanco menos protegido tras el escudo de su compañero de ese lado; los generales trataron en ocasiones de obtener ventaja táctica aprovechando este fenómeno psicológico. Ya hemos dicho que la metálica superficie exterior del escudo no era realmente una protección, sino una decoración; aunque a veces el espectáculo de cientos de escudos moviéndose a la vez a una orden dada, y reflejando los rayos del sol, podía asombrar y atemorizar a los bárbaros orientales, como cuenta Jenofonte (Anabasis, 1,1,17) Los escudos solían llevar símbolos pintados o recortados en lámina broncínea.
A menudo, son verdaderos emblemas heráldicos de un héroe o de su familia, como un águila con alas extendidas, un triskeles, o el Eros de Alcibíades que escandalizó a la sociedad ateniense de su época; otras veces, símbolos protectores como una fiera cabeza de Gorgona que, simbólicamente, petrificaría al enemigo; otras, alusiones religiosas como un tridente, símbolo de Poseidon. Sólo la orgullosa Esparta eliminó pronto los símbolos individuales, sustituidos por una gran lambda, la L inicial de Lacedemonia, cuya sola visión en los campos de batalla bastaba para atemorizar a sus enemigos (Eupolis, frg. 359 Kock). Con el tiempo, otras ciudades siguieron el ejemplo, y comenzaron a aparecer letras o símbolos que caracterizaban una polis, por ejemplo la sigma de Sición, o la maza de Hércules en Tebas. Los escudos eran así, en la práctica y también psicológicamente, consustanciales al hoplita, parte de su identidad guerrera. No es, pues, extraño que figuren entre las armas que más a menudo aparecen depositadas en santuarios griegos, bien como ofrendas, bien como orgullosos símbolos de victoria, caso del escudo espartano tomado en 425/4 a.C. en la batalla de Esfacteria, y que durante siglos adornó, para orgullo de sus habitantes, la Stoa Poikilé del ágora de Atenas. Un combatiente podía formar en la falange sin coraza, grebas e, incluso, sin espada, pero el escudo y la lanza eran necesarios, no sólo individualmente, sino como parte funcional del colectivo humano y táctico en el que se integraba.