¿Qué aprendían las niñas?
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Datos principales
Rango
Edad Moderna
Desarrollo
Entre el siglo XVI y el XVIII la mejora en la educación de las niñas sólo se puede medir de manera cualitativa, por la proliferación de las escuelas femeninas, pero no cualitativamente, puesto que ese será un proceso que necesitará de mucho más tiempo y de cambios sociales. Cuando terminó la Edad Moderna, el número de chicas escolarizadas había aumentado considerablemente, no así los conocimientos que las chicas adquirían o se las impartían. Acudiese a la escuela que fuese, las niñas no corrían el riesgo de salir eruditas en ninguna materia. Los conventos y escuelas básicas ofrecían una muy limitada experiencia del saber, tanto por el poco tiempo que pasaban en estos lugares las chicas como por el programa mermado de conocimientos que se las impartía. Como venía siendo tónica habitual, únicamente las educaciones familiares bien conducidas -esto es, con medios para ello-, eran capaces de formar mujeres con cultura comparable a la que los colegios masculinos ofrecían a sus alumnos. El bagaje cultural de la mayoría de las mujeres se reducía a trabajos de aguja y formación religiosa, evitando toda curiosidad académica. Gráfico En los conventos, el mayor lastre para la educación de ellas eran los deseos de sus familias. Éstas, que gastaban elevadas sumas en los internados, retiraban a sus hijas de ellos cuando les venía en gana, sin tener en cuenta si la dama había completado o no su educación. Las religiosas se encontraban con dificultades para gestionar la escolaridad en las aulas, que podían incluir a chicas desde los 10 a los 18 años de edad.
La noción de año escolar es casi inexistente en estos colegios femeninos, entrando o saliendo de ellos las alumnas a lo largo de todo el año. En comparación con los colegios de varones, en los que se solía comenzar el curso hacia el otoño, los de mujeres tenían un calendario mucho más anárquico. Únicamente las hermanas ursulinas se aproximaban a un ritmo escolar que se puede considerar un curso. Además, existe la diferencia de duración de la educación. Mientras que los niños acudían al colegio de tres a ocho años, las niñas lo hacían uno o dos en el mayor de los casos. La brevedad de su permanencia las impedía seguir un verdadero currículo de contenidos, puesto que el primer año de estudio en los conventos se solía dedicar al estudio profundo del catecismo, dedicando no más de 6 horas diarias a las labores escolares. En las escuelas estatales o en las externas, el tiempo transcurre de acuerdo con otro ritmo. La escuela, gratuita o de muy bajo coste, impone su calendario a los designios de las familias, que al verse exentas de pagar no pueden tener potestad sobre los horarios pedagógicos. Aquí las niñas se quedaban entre tres y cuatro años, normalmente cuando son menores de 10 años, pero el interés económico empujaba a las maestras a aceptar a alumnas de cualquier edad. En las instituciones caritativas imperaba todo lo contrario, buscando la mínima estancia de las chicas en las clases para dejar su sitio a otras en cuanto hubiesen aprendido lo necesario.
Por ello, en estos sectores, muchas veces las niñas se veían obligadas a posponer su entrada a la escuela hasta los ocho o nueve años. La división de los alumnos se hacía en dos o tres niveles de aprendizaje, condicionados por el dominio de la lectura y la iniciación a la escritura, en los casos en los que tenía lugar dicho aprendizaje. El año escolar de las escuelas externas dejaba a los alumnos poco menos de un mes de vacaciones en otoño, cifra que se veía prolongada en las poblaciones del campo, según las necesidades de mano de obra para la cosecha. Al igual que en la actualidad, las fiestas religiosas servían de vacaciones intermedias. Para las chicas, estudiantes pero también obreras, se entrecruzan el tiempo de la escuela con el de la participación en las labores del hogar. Se temía enseñar demasiado a las niñas, con el pretexto de "evitar hundirlas en la vanidad de los conocimientos superfluos. Iniciaciones expeditivas en temas de conocimiento muy limitados, un material escolar escaso y una pedagogía más dependiente de la tolerancia hacia las niñas que de su instrucción dieron fe durante todo el período moderno de la grave sospecha que siempre pesó sobre el saber femenino. En las clases de las niñas, el abanico de conocimientos propuestos se basa en los tres mismos pilares durante todo el Antiguo Régimen: una religión profundamente teñida de moral, unas rudimentarias dotes de lectura-escritura-cálculo y el manejo del hilo y las agujas.
Únicamente cambia este panorama en algunas instituciones de mayor pujanza financiera donde gracias a profesores particulares, se consiguen enseñanzas en otras materias y temas. Ante todo, la escuela enseña a las pequeñas a "amar, conocer y servir a Dios", ya que la educación religiosa es la que más se prodiga en las aulas. Más allá de esta instrucción religiosa centrada en el aprendizaje de las plegarias y la preparación para la recepción de los diferentes sacramentos, toda la vida dentro de los muros de la escuela femenina está impregnada de piedad. En este contexto, se hace sumamente difícil discernir qué corresponde a la enseñanza de la moral, qué a la enseñanza de valores cívicos y qué a la religión, puesto que estos tres dominios están casi unidos en la educación de las féminas, con gran dedicación del cuerpo educativo en su formación religiosa. Toda esta formación en la fe ocupa tiempo destinado, en principio, a los saberes necesarios, por lo que las escolares tienen que aprender a leer desglosando en sílabas las plegarias y a escribir copiando sentencias piadosas. Incluso lo más rudimentario de la enseñanza general no escapa a la invasión de lo sacro. Que las niñas aprendan a leer, escribir y a calcular -en el caso de que prolonguen su estancia en la escuela tanto tiempo-, es algo secundario, un añadido que hace más atractiva la asistencia al colegio. Es tan evidente esta degradación del aprendizaje básico que muchos programas de enseñanza, tras describir los pormenores del aprendizaje piadoso, incluían la curiosa cita "también se las enseñará a leer y escribir".
Como la mayoría de lo aprendido, la lectura es un agregado al servicio de la instrucción religiosa: ayuda a memorizar los versículos y facilita su recitado, reforzando el mensaje cristiano que debía de enseñar las futuras madres a sus descendientes. Pero no más allá. Fuera de este aprendizaje, la lectura era un instrumento que podía caer en malos usos, por lo que las niñas eran educadas para no leer más allá de las Sagradas Escrituras, evitando las obras de literatura infantil femenina, que hacia 1750 tuvo sus primeros defensores en el mundo de las educadoras ilustradas. Todo libro, considerado objeto piadoso que podía volverse licencioso, no entraba en ninguna escuela o convento sin ser vigilado y previamente supervisado. Paulatinamente y teniendo en cuenta el poco tiempo que pasan las niñas en la escuela, se empieza a enseñarlas a leer en la lengua materna, ya no en latín, excepto las hermanas ursulinas, siempre más preocupadas que el resto por el mantenimiento de la cultura clásica. En cuanto a la escritura, no siempre su enseñanza era efectiva, muchas veces porque no todas las maestras la dominaban correctamente. Por otra parte, la escritura corresponde a un segundo momento de la escolaridad, al que se accede una vez que se domina con fluidez la lectura, pero no todas las escolares llegan a esa etapa educativa. Las diferentes instituciones pondrán en práctica pedagogías de la escritura variables según el empleo que se supone que tendrán las niñas cuando sean más mayores.
La mayoría de las escolares, una vez recibida la iniciación mínima a la lectura, la escritura y el cálculo, tenían que practicarlo fuera del aula, para no olvidar lo aprendido. Solo con la práctica frecuente de los escasos saberes aprendidos se podía conseguir dominar alguna de las tres disciplinas, lo cual no era siempre posible. La finalidad última de la educación femenina del Antiguo Régimen era, lamentablemente, el poner a las niñas en condiciones de ganarse honestamente la vida y poder así servir mejor a sus maridos, evitando durante el proceso pedagógico todo conocimiento "inútil" para ellas. De todo este aprendizaje, lo que ha quedado como muestra del proceso de aprendizaje y sus resultados en un número más elevado han sido las firmas de mujeres en las actas notariales, de matrimonio y de defunción. El mero hecho de estampar la signatura da testimonio de un mínimo de aptitud para la lectura y la escritura. Aunque parezca un dato nimio, el impacto del desarrollo de la red escolar femenina tuvo un evidente impacto en la proliferación de las firmas de mujeres en documentos a lo largo de todo el Siglo de las Luces, aunque no hace falta contabilizar las cifras para darse cuenta de que la alfabetización de las mujeres seguía siendo durante esta centuria algo secundario, siempre por detrás de la educación de los varones. Atadas indudablemente a su función reproductora vital, las mujeres estaban condicionadas durante su educación para esa labor, sin posibilidad de elegir otra opción, por supuesto impensable el no tener hijos o la soltería, opciones que nadie quería para su hija en la época por el descrédito social que suponían, excepto en el caso de que fuesen mujeres de vida religiosa.
Estaban "condenadas" a convertirse en madres. A modo de resumen, conviene recordar que, principalmente, las niñas eran instruidas para fijar las enseñanzas de la religión y ser buenas esposas y madres en el futuro. La sociedad no estaba interesada en que supiesen mucho más, y no será hasta el siglo XVIII cuando, al coincidir una mayor seguridad demográfica con una reducción del poder eclesiástico en la sociedad y la llegada de nuevas razones permitiesen que una mayor cantidad de padres reconsiderasen el que sus hijas se forjasen un mejor porvenir. Pese a esto, el principio de igualdad de los sexos siguió siendo una quimera hasta muy avanzada la edad contemporánea, a pesar de los esfuerzos de un profesorado talentoso y tolerante, escritores y escritoras y pensadores, por conseguir que el acceso de las mujeres a la educación estuviese menos obstruido.
La noción de año escolar es casi inexistente en estos colegios femeninos, entrando o saliendo de ellos las alumnas a lo largo de todo el año. En comparación con los colegios de varones, en los que se solía comenzar el curso hacia el otoño, los de mujeres tenían un calendario mucho más anárquico. Únicamente las hermanas ursulinas se aproximaban a un ritmo escolar que se puede considerar un curso. Además, existe la diferencia de duración de la educación. Mientras que los niños acudían al colegio de tres a ocho años, las niñas lo hacían uno o dos en el mayor de los casos. La brevedad de su permanencia las impedía seguir un verdadero currículo de contenidos, puesto que el primer año de estudio en los conventos se solía dedicar al estudio profundo del catecismo, dedicando no más de 6 horas diarias a las labores escolares. En las escuelas estatales o en las externas, el tiempo transcurre de acuerdo con otro ritmo. La escuela, gratuita o de muy bajo coste, impone su calendario a los designios de las familias, que al verse exentas de pagar no pueden tener potestad sobre los horarios pedagógicos. Aquí las niñas se quedaban entre tres y cuatro años, normalmente cuando son menores de 10 años, pero el interés económico empujaba a las maestras a aceptar a alumnas de cualquier edad. En las instituciones caritativas imperaba todo lo contrario, buscando la mínima estancia de las chicas en las clases para dejar su sitio a otras en cuanto hubiesen aprendido lo necesario.
Por ello, en estos sectores, muchas veces las niñas se veían obligadas a posponer su entrada a la escuela hasta los ocho o nueve años. La división de los alumnos se hacía en dos o tres niveles de aprendizaje, condicionados por el dominio de la lectura y la iniciación a la escritura, en los casos en los que tenía lugar dicho aprendizaje. El año escolar de las escuelas externas dejaba a los alumnos poco menos de un mes de vacaciones en otoño, cifra que se veía prolongada en las poblaciones del campo, según las necesidades de mano de obra para la cosecha. Al igual que en la actualidad, las fiestas religiosas servían de vacaciones intermedias. Para las chicas, estudiantes pero también obreras, se entrecruzan el tiempo de la escuela con el de la participación en las labores del hogar. Se temía enseñar demasiado a las niñas, con el pretexto de "evitar hundirlas en la vanidad de los conocimientos superfluos. Iniciaciones expeditivas en temas de conocimiento muy limitados, un material escolar escaso y una pedagogía más dependiente de la tolerancia hacia las niñas que de su instrucción dieron fe durante todo el período moderno de la grave sospecha que siempre pesó sobre el saber femenino. En las clases de las niñas, el abanico de conocimientos propuestos se basa en los tres mismos pilares durante todo el Antiguo Régimen: una religión profundamente teñida de moral, unas rudimentarias dotes de lectura-escritura-cálculo y el manejo del hilo y las agujas.
Únicamente cambia este panorama en algunas instituciones de mayor pujanza financiera donde gracias a profesores particulares, se consiguen enseñanzas en otras materias y temas. Ante todo, la escuela enseña a las pequeñas a "amar, conocer y servir a Dios", ya que la educación religiosa es la que más se prodiga en las aulas. Más allá de esta instrucción religiosa centrada en el aprendizaje de las plegarias y la preparación para la recepción de los diferentes sacramentos, toda la vida dentro de los muros de la escuela femenina está impregnada de piedad. En este contexto, se hace sumamente difícil discernir qué corresponde a la enseñanza de la moral, qué a la enseñanza de valores cívicos y qué a la religión, puesto que estos tres dominios están casi unidos en la educación de las féminas, con gran dedicación del cuerpo educativo en su formación religiosa. Toda esta formación en la fe ocupa tiempo destinado, en principio, a los saberes necesarios, por lo que las escolares tienen que aprender a leer desglosando en sílabas las plegarias y a escribir copiando sentencias piadosas. Incluso lo más rudimentario de la enseñanza general no escapa a la invasión de lo sacro. Que las niñas aprendan a leer, escribir y a calcular -en el caso de que prolonguen su estancia en la escuela tanto tiempo-, es algo secundario, un añadido que hace más atractiva la asistencia al colegio. Es tan evidente esta degradación del aprendizaje básico que muchos programas de enseñanza, tras describir los pormenores del aprendizaje piadoso, incluían la curiosa cita "también se las enseñará a leer y escribir".
Como la mayoría de lo aprendido, la lectura es un agregado al servicio de la instrucción religiosa: ayuda a memorizar los versículos y facilita su recitado, reforzando el mensaje cristiano que debía de enseñar las futuras madres a sus descendientes. Pero no más allá. Fuera de este aprendizaje, la lectura era un instrumento que podía caer en malos usos, por lo que las niñas eran educadas para no leer más allá de las Sagradas Escrituras, evitando las obras de literatura infantil femenina, que hacia 1750 tuvo sus primeros defensores en el mundo de las educadoras ilustradas. Todo libro, considerado objeto piadoso que podía volverse licencioso, no entraba en ninguna escuela o convento sin ser vigilado y previamente supervisado. Paulatinamente y teniendo en cuenta el poco tiempo que pasan las niñas en la escuela, se empieza a enseñarlas a leer en la lengua materna, ya no en latín, excepto las hermanas ursulinas, siempre más preocupadas que el resto por el mantenimiento de la cultura clásica. En cuanto a la escritura, no siempre su enseñanza era efectiva, muchas veces porque no todas las maestras la dominaban correctamente. Por otra parte, la escritura corresponde a un segundo momento de la escolaridad, al que se accede una vez que se domina con fluidez la lectura, pero no todas las escolares llegan a esa etapa educativa. Las diferentes instituciones pondrán en práctica pedagogías de la escritura variables según el empleo que se supone que tendrán las niñas cuando sean más mayores.
La mayoría de las escolares, una vez recibida la iniciación mínima a la lectura, la escritura y el cálculo, tenían que practicarlo fuera del aula, para no olvidar lo aprendido. Solo con la práctica frecuente de los escasos saberes aprendidos se podía conseguir dominar alguna de las tres disciplinas, lo cual no era siempre posible. La finalidad última de la educación femenina del Antiguo Régimen era, lamentablemente, el poner a las niñas en condiciones de ganarse honestamente la vida y poder así servir mejor a sus maridos, evitando durante el proceso pedagógico todo conocimiento "inútil" para ellas. De todo este aprendizaje, lo que ha quedado como muestra del proceso de aprendizaje y sus resultados en un número más elevado han sido las firmas de mujeres en las actas notariales, de matrimonio y de defunción. El mero hecho de estampar la signatura da testimonio de un mínimo de aptitud para la lectura y la escritura. Aunque parezca un dato nimio, el impacto del desarrollo de la red escolar femenina tuvo un evidente impacto en la proliferación de las firmas de mujeres en documentos a lo largo de todo el Siglo de las Luces, aunque no hace falta contabilizar las cifras para darse cuenta de que la alfabetización de las mujeres seguía siendo durante esta centuria algo secundario, siempre por detrás de la educación de los varones. Atadas indudablemente a su función reproductora vital, las mujeres estaban condicionadas durante su educación para esa labor, sin posibilidad de elegir otra opción, por supuesto impensable el no tener hijos o la soltería, opciones que nadie quería para su hija en la época por el descrédito social que suponían, excepto en el caso de que fuesen mujeres de vida religiosa.
Estaban "condenadas" a convertirse en madres. A modo de resumen, conviene recordar que, principalmente, las niñas eran instruidas para fijar las enseñanzas de la religión y ser buenas esposas y madres en el futuro. La sociedad no estaba interesada en que supiesen mucho más, y no será hasta el siglo XVIII cuando, al coincidir una mayor seguridad demográfica con una reducción del poder eclesiástico en la sociedad y la llegada de nuevas razones permitiesen que una mayor cantidad de padres reconsiderasen el que sus hijas se forjasen un mejor porvenir. Pese a esto, el principio de igualdad de los sexos siguió siendo una quimera hasta muy avanzada la edad contemporánea, a pesar de los esfuerzos de un profesorado talentoso y tolerante, escritores y escritoras y pensadores, por conseguir que el acceso de las mujeres a la educación estuviese menos obstruido.