Los primeros años
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Desarrollo
Los primeros años Hemos esbozado brevemente los factores que pueden ayudar a comprender las peculiaridades del Estado jesuita del Paraguay. Vamos ahora a intentar reflejar las líneas maestras del desarrollo de aquella experiencia. Todo el siglo XVII constituye un periodo de expansión de las misiones paraguayas, que crecen ininterrumpidamente, aunque se enfrentan a multitud de agresiones externas. En un primer momento, como ya se ha señalado, fue necesario vencer una resistencia, casi diríamos que natural, de sectores significativos de las sociedades indígenas, pero una vez desarmada aquella oposición, los guaraníes aceptaron mayoritariamente su reconversión, a poblaciones grandes y a vida política y humana, a beneficiar algodón con que se vistan, como definiría el ya citado P. Ruiz de Montoya a las reducciones. Así, las nuevas poblaciones fueron surgiendo en las regiones más aisladas, como el Guairá, el Tape o los Itatines, y a los pocos años contaban con un número considerable de neófitos. Fue precisamente este éxito inicial el que las convertiría en botín muy codiciable para los cazadores de esclavos de Sao Paulo, quienes empezaron a atacar los incipientes asentamientos donde podían capturar sin mucha dificultad a un gran número de indígenas. Los jesuitas reaccionaron trasladando, en un éxodo extremadamente penoso, a los grupos que todavía controlaban hacia regiones que suponían menos expuestas y que a la postre serían las que conformarían el territorio clásico del llamado Estado Jesuita del Paraguay.
Nos referimos básicamente a la zona delimitada por los ríos Paraná y Uruguay y los paralelos 25 y 30, aproximadamente, de latitud sur. Cuando las bandeiras paulistas comenzaron a internarse en aquel área para repetir sus ataques, los jesuitas hubieron de movilizar todas sus influencias en la Corte y entre los altos funcionarios coloniales, para conseguir un permiso excepcional, contrario a toda la legislación existente, que les permitía dotar a las tropas indígenas de armas de fuego. Cuando tras muchas negociaciones, la deseada autorización se consiguió, los ejércitos misioneros detuvieron el avance portugués en la zona, infringiéndoles una severa derrota y se convirtieron en un grupo de poder nada desdeñable, que intranquilizaba a todos sus antagonistas. En bastantes ocasiones, muchas de ellas reflejadas por Cardiel en su Breve relación, los guaraníes actuaron bajo requerimientos de los gobernadores del Paraguay o del Río de la Plata, para atacar a los portugueses, a partidas de indígenas rebeldes o a los propios vecinos de Asunción en alguno de sus relativamente habituales motines. De hecho, desde 1641, en que tuvo lugar la batalla del río Mbororé y se desbarató la presión portuguesa sobre el área, va a ser el antagonismo encomenderos misioneros el que pase a un primer plano. La mayoría de las acusaciones a las que se intenta responder en el texto que a continuación se publica, sólo pueden entenderse teniendo en cuenta esto. ¿Cuáles eran los motivos que provocaban las continuas fricciones entre los dos proyectos coloniales? En primer lugar, los encomenderos envidiaban las riquezas potenciales y reales que los jesuitas les habían escamoteado.
Deseaban contar con aquellos contingentes importantes de trabajadores que desarrollaban sus actividades fuera del sistema de encomiendas; deseaban los territorios del Estado Jesuita, particularmente las plantaciones de yerba mate y las enormes estancias ganaderas y deseaban, en fin, comprobar si eran ciertas las extraordinariamente populares leyendas sobre la existencia de minas ocultas en aquella zona. Además, a medida que la experiencia misionera fue desarrollándose, las reducciones se convirtieron en un peligroso contrincante comercial que ofrecía, a precios muy competitivos, los mismos productos agrícolas que los encomenderos, y normalmente de mejor calidad. Por si esto fuera poco, la sociedad criolla del Paraguay sabía que los guaraníes representaban el último y más formidable recurso con que contaban las autoridades coloniales para reprimir sus rebeliones, en general de carácter autonomista. Como se ve, las dos tentativas de colonización tenían necesariamente que enfrentarse una y otra vez y así lo estuvieron haciendo hasta la expulsión definitiva de los jesuitas en 1767. El siglo XVIII El siglo XVIII se considera generalmente la etapa clásica del Estado Jesuita del Paraguay, con sus misiones asentadas y por lo menos hasta 1753, sin grandes convulsiones. También es en esa época en la que pueden valorarse con más claridad los logros y las limitaciones del experimento misionero. Todos los pueblos se fundaban siguiendo criterios arquitectónicos similares, que se apartaban sustancialmente de la clásica cuadrícula colonial.
La estructura de las poblaciones estaba dominada por las iglesias, cada vez más y más grandiosas, que ocupaban junto al colegio de los Padres y al cementerio, uno de los lados de la gran plaza central. Las casas de los indígenas se extendían en hileras paralelas y regulares por los otros tres lados de la plaza y por el resto del pueblo. La vida colectiva, e incluso la privada, se encontraban perfectamente reglamentadas. Las ocupaciones de cada uno estaban determinadas con claridad y los toques de las campanas de las iglesias indicaban el inicio y el fin de cada actividad. Existía un libro que llevaba por título Del recto uso del tiempo, donde se explicaba, en guaraní, #cómo pasar el día íntegro santa y dignamente, ya sea trabajando en casa, ya cultivando el campo, ora camino de la iglesia o asistiendo a la Santa Misa, ora recitando el Santo Rosario o haciendo cualquier otra cosa# Da la sensación, leyendo relaciones y cartas como la que a continuación se publica, de que las estaciones se sucedían repitiendo una y otra vez los mismos actos y gestos. Parece, en suma, que el tiempo se ha estancado y la historia no existe. Cada día es igual al siguiente y repite las acciones del anterior. Para romper esa monotonía tienen lugar algunas fiestas y celebraciones religiosas, majestuosas en su ritualismo. Los misioneros comprendieron que los indígenas eran extremadamente sensibles a esa sacralización de la vida social y acentuaron ese aspecto. Normalmente había dos jesuitas en cada uno de los pueblos, que fácilmente podía alcanzar los 5.
000 habitantes. Un ordenamiento tan absoluto de todas las actividades públicas y privadas sólo podía conseguirse mediante un alto grado de consenso, que se había alcanzado gracias a la combinación de tres elementos esenciales. El mantenimiento de la estructura de caciques, que al parecer determinaba la distribución espacial en las misiones, una ritualización religiosa que impregnaba todas las tareas, unida a una ceremonialidad muy elaborada y una organización económica en la que primaban los aspectos comunitarios sobre los individuales. La agricultura y la ganadería de tipo colectivista, controladas y dirigidas por el sacerdote, tenían sin lugar a dudas más importancia que la producción particular de cada familia. Comunes eran las tierras más extensas (llamadas Tupambaé o propiedad de Dios), los yerbales, los algodonales y las grandes estancias ganaderas. Todos los hombres debían trabajar unos días a la semana en esas propiedades colectivas y con lo recogido, se mantenía a las viudas, niños y necesitados, se pagaba a los artesanos y los tributos reales y se almacenaban algunas cantidades, en previsión de plagas o escaseces. También algunos bienes, como la carne o la yerba mate, se repartían diariamente a todas las familias después de la misa. Los guaraníes, al parecer, mostraron claramente preferencia por este sistema de base colectivista frente a la agricultura de tipo individual que, pese a los intentos iniciales de los jesuitas por potenciarla, no alcanzó nunca una importancia similar.
Las misiones así organizadas gozaban de un bienestar material innegable, su agricultura se encontraba bastante desarrollada con una extensa variedad de cultivos y sus artesanos convertían a cada pueblo en una unidad prácticamente autosuficiente. Culturalmente, los avances fueron también muy llamativos, sobre todo si los comparamos con la situación general de las colonias americanas. En todos los pueblos existían escuelas para enseñar a leer y escribir y algunos rudimentos de contabilidad, a las que asistían un buen número de niños, fundamentalmente los hijos de los caciques. También había escuelas de danza, canto y música, actividades a las que los guaraníes eran extraordinariamente aficionados. La defensa de la lengua indígena y su mantenimiento frente al castellano es otro fenómeno que no conviene olvidar, pues tuvo consecuencias históricas importantes, al salvaguardar un idioma nativo y permitir posteriormente su expansión. Incluso llegaron a publicarse en una imprenta que funcionó en las misiones a principios del siglo XVIII varias obras en guaraní. También merecen ser recordados los avances que, desde el punto de vista humanitario, se recogían en el código penal que se aplicaba en las misiones. En una época en la que los suplicios estaban a la orden del día (basta recordar la horrible muerte a que fueron sometidos en Cuzco Tupac Amaru y otros miembros de su familia en 1781), la no aplicación de la pena de muerte en las misiones no dejaba de ser una auténtica novedad.
Los únicos castigos que se utilizaban eran los azotes y la reclusión. Ahora bien, las misiones, desde el punto de vista demográfico, alcanzan un máximo en 1732, con 141.182 habitantes, para, desde entonces, entrar en una fase de decadencia, en la que a duras penas sobrepasan los 100.000 indígenas reducidos. Aparte de algunas epidemias notables y de importantes conflictos, que no pueden olvidarse (rebelión de los comuneros, guerra guaranítica#), da la impresión de que las misiones hubiesen entrado en una etapa de estancamiento en la que el desarrollo de los primeros tiempos dio paso a una cierta paralización. En resumen, parece que lo que habían ganado en ordenación lo habían perdido en vitalidad. Muchos críticos del sistema misionero, en particular Félix de Azara12, se dieron cuenta de este hecho y criticaron a los jesuitas su presunto apoltronamiento y el poco impulso que parecían conservar. Es muy difícil expresar una opinión justificada sobre cuál era la situación de las misiones poco tiempo antes de que se ejecutase el decreto de extrañamiento de los jesuitas de todos los dominios españoles. Es cierto que las misiones clásicas carecían de la dinámica de crecimiento que había caracterizado su historia durante todo el siglo pasado. Por contra, la Compañía de Jesús manifestó en los últimos años de su estancia en el Río de la Plata, un enorme dinamismo, promoviendo otras empresas misioneras en regiones muy alejadas. En los llanos de los indios chiquitos, en tierras de la gobernación de Santa Cruz de la Sierra, los jesuitas habían fundado diez reducciones, con más de 23.
000 indígenas asentados en ellas, que repetían el esquema ya conocido de las misiones paraguayas. En este área la labor misionera estaba claramente en auge. Además, los jesuitas intentaban adentrarse en el extenso territorio del Chaco, habitado por un número importante de tribus indígenas de cazadores nómadas, en general muy belicosas, entre las que era extremadamente difícil realizar un proceso de sedentarización y reconversión agrícola. La labor apenas conseguía resultados; los indígenas iban y venían sin aceptar un cambio tan radical en sus modos de vida y muy a menudo destruían los precarios asentamientos y asesinaban a algún misionero. Puede decirse que fue aquella una tarea plagada de desengaños y fracasos. En el momento de la expulsión había unas 15 misiones chaqueñas, algunas solamente nominales, que agrupaban a unas 6.000 personas, aunque muchas no residían en ellas con carácter permanente. También la Compañía intentó la colonización de la extensísima región patagónica, donde las naciones indígenas tampoco conocían la agricultura, lo que dificultaba enormemente su reducción a vida política y civilizada, como pretendían los jesuitas. Cardiel fue uno de los protagonistas de aquel empeño fracasado, pues las misiones del sur, como las llamaban, fueron abandonadas pocos años antes de la expulsión de los jesuitas. Para concluir este breve repaso, hay que referirse a una última entrada que los misioneros realizaron entre grupos guaraníes que se hallaban al norte de la ciudad de Asunción, en el territorio del Taruma, muy alejados del área clásica del Estado Jesuita. En 1767 existían dos poblaciones considerables en aquella zona con más de 4.000 habitantes.
Nos referimos básicamente a la zona delimitada por los ríos Paraná y Uruguay y los paralelos 25 y 30, aproximadamente, de latitud sur. Cuando las bandeiras paulistas comenzaron a internarse en aquel área para repetir sus ataques, los jesuitas hubieron de movilizar todas sus influencias en la Corte y entre los altos funcionarios coloniales, para conseguir un permiso excepcional, contrario a toda la legislación existente, que les permitía dotar a las tropas indígenas de armas de fuego. Cuando tras muchas negociaciones, la deseada autorización se consiguió, los ejércitos misioneros detuvieron el avance portugués en la zona, infringiéndoles una severa derrota y se convirtieron en un grupo de poder nada desdeñable, que intranquilizaba a todos sus antagonistas. En bastantes ocasiones, muchas de ellas reflejadas por Cardiel en su Breve relación, los guaraníes actuaron bajo requerimientos de los gobernadores del Paraguay o del Río de la Plata, para atacar a los portugueses, a partidas de indígenas rebeldes o a los propios vecinos de Asunción en alguno de sus relativamente habituales motines. De hecho, desde 1641, en que tuvo lugar la batalla del río Mbororé y se desbarató la presión portuguesa sobre el área, va a ser el antagonismo encomenderos misioneros el que pase a un primer plano. La mayoría de las acusaciones a las que se intenta responder en el texto que a continuación se publica, sólo pueden entenderse teniendo en cuenta esto. ¿Cuáles eran los motivos que provocaban las continuas fricciones entre los dos proyectos coloniales? En primer lugar, los encomenderos envidiaban las riquezas potenciales y reales que los jesuitas les habían escamoteado.
Deseaban contar con aquellos contingentes importantes de trabajadores que desarrollaban sus actividades fuera del sistema de encomiendas; deseaban los territorios del Estado Jesuita, particularmente las plantaciones de yerba mate y las enormes estancias ganaderas y deseaban, en fin, comprobar si eran ciertas las extraordinariamente populares leyendas sobre la existencia de minas ocultas en aquella zona. Además, a medida que la experiencia misionera fue desarrollándose, las reducciones se convirtieron en un peligroso contrincante comercial que ofrecía, a precios muy competitivos, los mismos productos agrícolas que los encomenderos, y normalmente de mejor calidad. Por si esto fuera poco, la sociedad criolla del Paraguay sabía que los guaraníes representaban el último y más formidable recurso con que contaban las autoridades coloniales para reprimir sus rebeliones, en general de carácter autonomista. Como se ve, las dos tentativas de colonización tenían necesariamente que enfrentarse una y otra vez y así lo estuvieron haciendo hasta la expulsión definitiva de los jesuitas en 1767. El siglo XVIII El siglo XVIII se considera generalmente la etapa clásica del Estado Jesuita del Paraguay, con sus misiones asentadas y por lo menos hasta 1753, sin grandes convulsiones. También es en esa época en la que pueden valorarse con más claridad los logros y las limitaciones del experimento misionero. Todos los pueblos se fundaban siguiendo criterios arquitectónicos similares, que se apartaban sustancialmente de la clásica cuadrícula colonial.
La estructura de las poblaciones estaba dominada por las iglesias, cada vez más y más grandiosas, que ocupaban junto al colegio de los Padres y al cementerio, uno de los lados de la gran plaza central. Las casas de los indígenas se extendían en hileras paralelas y regulares por los otros tres lados de la plaza y por el resto del pueblo. La vida colectiva, e incluso la privada, se encontraban perfectamente reglamentadas. Las ocupaciones de cada uno estaban determinadas con claridad y los toques de las campanas de las iglesias indicaban el inicio y el fin de cada actividad. Existía un libro que llevaba por título Del recto uso del tiempo, donde se explicaba, en guaraní, #cómo pasar el día íntegro santa y dignamente, ya sea trabajando en casa, ya cultivando el campo, ora camino de la iglesia o asistiendo a la Santa Misa, ora recitando el Santo Rosario o haciendo cualquier otra cosa# Da la sensación, leyendo relaciones y cartas como la que a continuación se publica, de que las estaciones se sucedían repitiendo una y otra vez los mismos actos y gestos. Parece, en suma, que el tiempo se ha estancado y la historia no existe. Cada día es igual al siguiente y repite las acciones del anterior. Para romper esa monotonía tienen lugar algunas fiestas y celebraciones religiosas, majestuosas en su ritualismo. Los misioneros comprendieron que los indígenas eran extremadamente sensibles a esa sacralización de la vida social y acentuaron ese aspecto. Normalmente había dos jesuitas en cada uno de los pueblos, que fácilmente podía alcanzar los 5.
000 habitantes. Un ordenamiento tan absoluto de todas las actividades públicas y privadas sólo podía conseguirse mediante un alto grado de consenso, que se había alcanzado gracias a la combinación de tres elementos esenciales. El mantenimiento de la estructura de caciques, que al parecer determinaba la distribución espacial en las misiones, una ritualización religiosa que impregnaba todas las tareas, unida a una ceremonialidad muy elaborada y una organización económica en la que primaban los aspectos comunitarios sobre los individuales. La agricultura y la ganadería de tipo colectivista, controladas y dirigidas por el sacerdote, tenían sin lugar a dudas más importancia que la producción particular de cada familia. Comunes eran las tierras más extensas (llamadas Tupambaé o propiedad de Dios), los yerbales, los algodonales y las grandes estancias ganaderas. Todos los hombres debían trabajar unos días a la semana en esas propiedades colectivas y con lo recogido, se mantenía a las viudas, niños y necesitados, se pagaba a los artesanos y los tributos reales y se almacenaban algunas cantidades, en previsión de plagas o escaseces. También algunos bienes, como la carne o la yerba mate, se repartían diariamente a todas las familias después de la misa. Los guaraníes, al parecer, mostraron claramente preferencia por este sistema de base colectivista frente a la agricultura de tipo individual que, pese a los intentos iniciales de los jesuitas por potenciarla, no alcanzó nunca una importancia similar.
Las misiones así organizadas gozaban de un bienestar material innegable, su agricultura se encontraba bastante desarrollada con una extensa variedad de cultivos y sus artesanos convertían a cada pueblo en una unidad prácticamente autosuficiente. Culturalmente, los avances fueron también muy llamativos, sobre todo si los comparamos con la situación general de las colonias americanas. En todos los pueblos existían escuelas para enseñar a leer y escribir y algunos rudimentos de contabilidad, a las que asistían un buen número de niños, fundamentalmente los hijos de los caciques. También había escuelas de danza, canto y música, actividades a las que los guaraníes eran extraordinariamente aficionados. La defensa de la lengua indígena y su mantenimiento frente al castellano es otro fenómeno que no conviene olvidar, pues tuvo consecuencias históricas importantes, al salvaguardar un idioma nativo y permitir posteriormente su expansión. Incluso llegaron a publicarse en una imprenta que funcionó en las misiones a principios del siglo XVIII varias obras en guaraní. También merecen ser recordados los avances que, desde el punto de vista humanitario, se recogían en el código penal que se aplicaba en las misiones. En una época en la que los suplicios estaban a la orden del día (basta recordar la horrible muerte a que fueron sometidos en Cuzco Tupac Amaru y otros miembros de su familia en 1781), la no aplicación de la pena de muerte en las misiones no dejaba de ser una auténtica novedad.
Los únicos castigos que se utilizaban eran los azotes y la reclusión. Ahora bien, las misiones, desde el punto de vista demográfico, alcanzan un máximo en 1732, con 141.182 habitantes, para, desde entonces, entrar en una fase de decadencia, en la que a duras penas sobrepasan los 100.000 indígenas reducidos. Aparte de algunas epidemias notables y de importantes conflictos, que no pueden olvidarse (rebelión de los comuneros, guerra guaranítica#), da la impresión de que las misiones hubiesen entrado en una etapa de estancamiento en la que el desarrollo de los primeros tiempos dio paso a una cierta paralización. En resumen, parece que lo que habían ganado en ordenación lo habían perdido en vitalidad. Muchos críticos del sistema misionero, en particular Félix de Azara12, se dieron cuenta de este hecho y criticaron a los jesuitas su presunto apoltronamiento y el poco impulso que parecían conservar. Es muy difícil expresar una opinión justificada sobre cuál era la situación de las misiones poco tiempo antes de que se ejecutase el decreto de extrañamiento de los jesuitas de todos los dominios españoles. Es cierto que las misiones clásicas carecían de la dinámica de crecimiento que había caracterizado su historia durante todo el siglo pasado. Por contra, la Compañía de Jesús manifestó en los últimos años de su estancia en el Río de la Plata, un enorme dinamismo, promoviendo otras empresas misioneras en regiones muy alejadas. En los llanos de los indios chiquitos, en tierras de la gobernación de Santa Cruz de la Sierra, los jesuitas habían fundado diez reducciones, con más de 23.
000 indígenas asentados en ellas, que repetían el esquema ya conocido de las misiones paraguayas. En este área la labor misionera estaba claramente en auge. Además, los jesuitas intentaban adentrarse en el extenso territorio del Chaco, habitado por un número importante de tribus indígenas de cazadores nómadas, en general muy belicosas, entre las que era extremadamente difícil realizar un proceso de sedentarización y reconversión agrícola. La labor apenas conseguía resultados; los indígenas iban y venían sin aceptar un cambio tan radical en sus modos de vida y muy a menudo destruían los precarios asentamientos y asesinaban a algún misionero. Puede decirse que fue aquella una tarea plagada de desengaños y fracasos. En el momento de la expulsión había unas 15 misiones chaqueñas, algunas solamente nominales, que agrupaban a unas 6.000 personas, aunque muchas no residían en ellas con carácter permanente. También la Compañía intentó la colonización de la extensísima región patagónica, donde las naciones indígenas tampoco conocían la agricultura, lo que dificultaba enormemente su reducción a vida política y civilizada, como pretendían los jesuitas. Cardiel fue uno de los protagonistas de aquel empeño fracasado, pues las misiones del sur, como las llamaban, fueron abandonadas pocos años antes de la expulsión de los jesuitas. Para concluir este breve repaso, hay que referirse a una última entrada que los misioneros realizaron entre grupos guaraníes que se hallaban al norte de la ciudad de Asunción, en el territorio del Taruma, muy alejados del área clásica del Estado Jesuita. En 1767 existían dos poblaciones considerables en aquella zona con más de 4.000 habitantes.