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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXVIII Que prosigue la batalla de Mauvila hasta el segundo tercio de ella Cuando pasó lo que en el capítulo precedente contamos, ya había más de cuatro horas que sin cesar peleaban los indios y castellanos matándose unos a otros cruelísimamente, porque los indios parecía que cuanto más daño recibían tanto más se obstinaban y desesperaban de la vida y, en lugar de rendirse, peleaban con mayor ansia por matar los españoles, y ellos, viendo pertinacia, porfía y rabia de los indios, los herían y mataban sin piedad alguna. El gobernador, que había peleado todas las cuatro horas a pie delante de los suyos, se salió del pueblo y, subiendo en un caballo para con él acrecentar el temor a los enemigos y el ánimo y esfuerzo a los suyos, y acompañado del buen Nuño Tovar, que también venía a caballo, volvió a entrar en el pueblo, y ambos caballeros, apellidando el nombre de Nuestra Señora y del Apóstol Santiago, y dando grandes voces a los suyos que les hiciesen lugar, pasaron rompiendo del un cabo al otro del escuadrón de los enemigos que en la calle principal y en la plaza peleaban, y revolvieron sobre ellos alanceándolos a una mano y a otra como valientes diestros caballeros que eran. En estas vueltas y revueltas, al tiempo que el gobernador se enastaba sobre los estribos para dar una lanzada a un indio, otro que se halló a sus espaldas le tiró una flecha por cima del arzón trasero y le acertó en lo poco que el general descubrió desarmado entre el arzón y las coracinas y, aunque tenía cota de malla, se la rompió la flecha y le entró una sexma de ella por la asentadura izquierda y el buen general, así por no dar a entender que estaba herido porque los suyos no se estorbasen por su herida como porque con la prisa de pelear no tuvo lugar de quitarse la flecha, peleó con ella todo lo que la batalla después duró, que fueron casi cinco horas, sin poder asentarse sobre la silla, que no fue poca prueba de la valentía de este capitán y de la destreza que en la silla jineta tenía.
A Nuño Tovar dieron otro flechazo en la lanza que, con ser delgada, la atravesaron por medio junto a la mano y el asta de la lanza se mostró tan fina que no se hendió, antes pareció que la flecha había sido un taladro que sutilmente la había barrenado y así, después cortada la flecha por ambas partes, sirvió la lanza como antes. Cuéntase este tiro, aunque de tan poca importancia, porque raras veces acaecen semejantes tiros, y también porque en él se vea lo que muchas veces hemos dicho de la ferocidad y destreza que en sus arcos y flechas los indios de la Florida tienen. Estos dos caballeros, aunque pelearon todo el día y rompieron muchas veces los escuadrones que a cada paso los indios formaban y rehacían, y entraron en los trances más peligrosos de esta batalla, no sacaron más heridas de las que hemos dicho, que no fue poca ventura. El fuego que se puso a las casas iba creciendo por momentos y hacía mucho daño en los indios porque, como eran muchos y no podían pelear todos en las calles y plaza porque no cabían en ellas, peleaban de los terrados y azoteas y allí los cogía el fuego y los quemaba o les forzaba a que, huyendo de él, se despeñasen de los terrados abajo. No hacía menos daño en las casas que tomaba por la puerta que, como se ha dicho, eran salas grandes con no más de una puerta, y, como el fuego la ocupaba, los que estaban dentro, no pudiendo salir fuera, se quemaban y ahogaban con el fuego y con el humo, y de esta manera perecieron muchas mujeres que estaban encerradas en las casas.
En las calles no era menos perjudicial el fuego porque con el viento unas veces cargaba la llama y el humo sobre los indios y les cegaba la vista y ayudaba a que los españoles los llevasen de arrancada sin poderles resistir. Otras veces volvía en favor de los indios contra los cristianos y hacía que volviesen a ganar cuanto de la calle habían perdido. Así andaba el fuego favoreciendo ya a los unos, ya a los otros, con que hacía crecer la mortandad de la batalla. Con la crueldad y rabia que se ha visto se sustentó la pelea de ambas partes hasta las cuatro de la tarde, habiendo pasado siete horas de tiempo que peleaban sin cesar. A esta hora, viendo los indios los muchos que de los suyos habían muerto a fuego y hierro y que, por faltar quien pelease, enflaquecían sus fuerzas y crecían las de los castellanos, apellidaron las mujeres y les mandaron que, tomando armas de las muchas que por las calles había caídas, hiciesen por vengar la muerte de los suyos y, cuando no los pudiesen vengar, a lo menos hiciesen como todos: muriesen antes que ser esclavos de los españoles. Cuando les mandaron esto a las mujeres ya muchas de ellas había buen rato que valerosamente andaban peleando entre sus maridos; mas con el nuevo mandato no quedó alguna que no saliese a la batalla tomando las armas que por el suelo hallaban, que asaz había de ellas. Hubieron a las manos muchas espadas, partesanas y lanzas de las que los españoles habían perdido y las convirtieron contra sus dueños, hiriéndoles con sus mismas armas.
También tomaban arcos y flechas, y no las tiraban con menos destreza y ferocidad que sus maridos, y se ponían delante de ellos a pelear, y determinadamente se ofrecían a la muerte con más temeridad que los varones, y con toda rabia y despecho se metían por las armas de los enemigos, mostrando bien que la desesperación y ánimo de las mujeres, en lo que han determinado hacer, es mayor y más desenfrenado que el de los hombres. Empero los españoles, viendo que aquello hacían las indias con deseo más de morir que de vencer, se abstenían de las herir y matar, y también miraban que eran mujeres. Entretanto que duraba esta larga y porfiada batalla, las trompetas, pífaros y atambores no cesaban de tocar arma con grande instancia para que los españoles que habían quedado en la retaguardia se diesen prisa a venir al socorro de los suyos. El maese de campo y los que con él venían, caminaban derramados por el campo cazando y habiendo placer, descuidados de lo que pasaba en Mauvila. Pues, como sintiesen el ruido de los instrumentos militares y la grita y vocería que dentro y fuera del pueblo andaba, y viesen el mucho humo que por delante se les descubría, sospechando lo que podía ser, dieron arma de mano en mano hasta los últimos y todos caminaron a toda prisa y llegaron al postrer cuarto de la batalla. Entre éstos venía el capitán Diego de Soto, sobrino del gobernador y cuñado de don Carlos Enríquez, cuya desgracia contamos atrás. El cual, como supiese el suceso del cuñado, a quien amaba tiernamente, sintiendo el dolor de tanta pérdida, con deseo de la vengar se arrojó del caballo abajo y, tomando una rodela y la espada en la mano, entró en el pueblo y llegó donde la batalla andaba más feroz y cruel, que era en la calle principal, aunque es verdad que en todas las otras no faltaba sangre, fuego y mortandad, que todo el pueblo estaba lleno de fiera pelea.
En aquel lugar, y a las cuatro de la tarde, entró Diego de Soto en la batalla más a imitar en la desdicha de su cuñado que a vengar su muerte, que no era tiempo de propias venganzas sino de la ira de la fortuna militar, la cual parece que, con hastío de haberles dado tanta paz en tierra de tan crueles enemigos, había querido darles en un día toda junta la guerra que en un año podían haber tenido, y quizá no les hubiera sido tan cruel como la de sólo este día, según veremos adelante que, para batalla de indios y españoles, pocas o ninguna ha habido en el nuevo mundo que igualase a ésta así en la obstinada porfía del pelear como en el espacio de tiempo que duró, si no fue la del confiado Pedro de Valdivia, que contaremos en la historia del Perú, si Dios se sirve de darnos algunos días de vida. Pues como decíamos, el capitán Diego de Soto llegó a lo más recio de la batalla y, apenas hubo entrado en ella, cuando le dieron un flechazo por un ojo que le salió al colodrillo, de que cayó luego en tierra, y sin habla estuvo agonizando hasta otro día, que murió sin que hubiesen podido quitarle la flecha. Esta fue la venganza que hizo a su pariente don Carlos para mayor dolor y pérdida del general y de todo el ejército, porque eran dos caballeros que dignamente merecían ser sobrinos de tal tío.
A Nuño Tovar dieron otro flechazo en la lanza que, con ser delgada, la atravesaron por medio junto a la mano y el asta de la lanza se mostró tan fina que no se hendió, antes pareció que la flecha había sido un taladro que sutilmente la había barrenado y así, después cortada la flecha por ambas partes, sirvió la lanza como antes. Cuéntase este tiro, aunque de tan poca importancia, porque raras veces acaecen semejantes tiros, y también porque en él se vea lo que muchas veces hemos dicho de la ferocidad y destreza que en sus arcos y flechas los indios de la Florida tienen. Estos dos caballeros, aunque pelearon todo el día y rompieron muchas veces los escuadrones que a cada paso los indios formaban y rehacían, y entraron en los trances más peligrosos de esta batalla, no sacaron más heridas de las que hemos dicho, que no fue poca ventura. El fuego que se puso a las casas iba creciendo por momentos y hacía mucho daño en los indios porque, como eran muchos y no podían pelear todos en las calles y plaza porque no cabían en ellas, peleaban de los terrados y azoteas y allí los cogía el fuego y los quemaba o les forzaba a que, huyendo de él, se despeñasen de los terrados abajo. No hacía menos daño en las casas que tomaba por la puerta que, como se ha dicho, eran salas grandes con no más de una puerta, y, como el fuego la ocupaba, los que estaban dentro, no pudiendo salir fuera, se quemaban y ahogaban con el fuego y con el humo, y de esta manera perecieron muchas mujeres que estaban encerradas en las casas.
En las calles no era menos perjudicial el fuego porque con el viento unas veces cargaba la llama y el humo sobre los indios y les cegaba la vista y ayudaba a que los españoles los llevasen de arrancada sin poderles resistir. Otras veces volvía en favor de los indios contra los cristianos y hacía que volviesen a ganar cuanto de la calle habían perdido. Así andaba el fuego favoreciendo ya a los unos, ya a los otros, con que hacía crecer la mortandad de la batalla. Con la crueldad y rabia que se ha visto se sustentó la pelea de ambas partes hasta las cuatro de la tarde, habiendo pasado siete horas de tiempo que peleaban sin cesar. A esta hora, viendo los indios los muchos que de los suyos habían muerto a fuego y hierro y que, por faltar quien pelease, enflaquecían sus fuerzas y crecían las de los castellanos, apellidaron las mujeres y les mandaron que, tomando armas de las muchas que por las calles había caídas, hiciesen por vengar la muerte de los suyos y, cuando no los pudiesen vengar, a lo menos hiciesen como todos: muriesen antes que ser esclavos de los españoles. Cuando les mandaron esto a las mujeres ya muchas de ellas había buen rato que valerosamente andaban peleando entre sus maridos; mas con el nuevo mandato no quedó alguna que no saliese a la batalla tomando las armas que por el suelo hallaban, que asaz había de ellas. Hubieron a las manos muchas espadas, partesanas y lanzas de las que los españoles habían perdido y las convirtieron contra sus dueños, hiriéndoles con sus mismas armas.
También tomaban arcos y flechas, y no las tiraban con menos destreza y ferocidad que sus maridos, y se ponían delante de ellos a pelear, y determinadamente se ofrecían a la muerte con más temeridad que los varones, y con toda rabia y despecho se metían por las armas de los enemigos, mostrando bien que la desesperación y ánimo de las mujeres, en lo que han determinado hacer, es mayor y más desenfrenado que el de los hombres. Empero los españoles, viendo que aquello hacían las indias con deseo más de morir que de vencer, se abstenían de las herir y matar, y también miraban que eran mujeres. Entretanto que duraba esta larga y porfiada batalla, las trompetas, pífaros y atambores no cesaban de tocar arma con grande instancia para que los españoles que habían quedado en la retaguardia se diesen prisa a venir al socorro de los suyos. El maese de campo y los que con él venían, caminaban derramados por el campo cazando y habiendo placer, descuidados de lo que pasaba en Mauvila. Pues, como sintiesen el ruido de los instrumentos militares y la grita y vocería que dentro y fuera del pueblo andaba, y viesen el mucho humo que por delante se les descubría, sospechando lo que podía ser, dieron arma de mano en mano hasta los últimos y todos caminaron a toda prisa y llegaron al postrer cuarto de la batalla. Entre éstos venía el capitán Diego de Soto, sobrino del gobernador y cuñado de don Carlos Enríquez, cuya desgracia contamos atrás. El cual, como supiese el suceso del cuñado, a quien amaba tiernamente, sintiendo el dolor de tanta pérdida, con deseo de la vengar se arrojó del caballo abajo y, tomando una rodela y la espada en la mano, entró en el pueblo y llegó donde la batalla andaba más feroz y cruel, que era en la calle principal, aunque es verdad que en todas las otras no faltaba sangre, fuego y mortandad, que todo el pueblo estaba lleno de fiera pelea.
En aquel lugar, y a las cuatro de la tarde, entró Diego de Soto en la batalla más a imitar en la desdicha de su cuñado que a vengar su muerte, que no era tiempo de propias venganzas sino de la ira de la fortuna militar, la cual parece que, con hastío de haberles dado tanta paz en tierra de tan crueles enemigos, había querido darles en un día toda junta la guerra que en un año podían haber tenido, y quizá no les hubiera sido tan cruel como la de sólo este día, según veremos adelante que, para batalla de indios y españoles, pocas o ninguna ha habido en el nuevo mundo que igualase a ésta así en la obstinada porfía del pelear como en el espacio de tiempo que duró, si no fue la del confiado Pedro de Valdivia, que contaremos en la historia del Perú, si Dios se sirve de darnos algunos días de vida. Pues como decíamos, el capitán Diego de Soto llegó a lo más recio de la batalla y, apenas hubo entrado en ella, cuando le dieron un flechazo por un ojo que le salió al colodrillo, de que cayó luego en tierra, y sin habla estuvo agonizando hasta otro día, que murió sin que hubiesen podido quitarle la flecha. Esta fue la venganza que hizo a su pariente don Carlos para mayor dolor y pérdida del general y de todo el ejército, porque eran dos caballeros que dignamente merecían ser sobrinos de tal tío.