Compartir
Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXVII Do se cuentan los sucesos de la batalla de Mauvila hasta el primer tercio de ella Los pocos caballeros que pudieron subir en sus caballos, de los que salieron del pueblo, con otros pocos que habían llegado de camino, descuidados de hallar batalla tan cruel, juntándose todos arremetieron a resistir el ímpetu y furia con que los indios perseguían a los españoles que peleaban a pie, los cuales, por mucho que se esforzaban, no podían hacer que los indios no los llevasen retirando por el llano adelante hasta que vieron arremeter los caballos contra ellos. Entonces se detuvieron algún tanto y dieron lugar a que los nuestros se recogiesen, y hechos dos cuadrillas, una de infantes y otra de caballos, arremetieron a ellos con tanto coraje y vergüenza de la afrenta pasada que no pararon hasta volverlos a encerrar en el pueblo. Y, queriendo entrar dentro, fue tanta la flecha y piedra que de la cerca y de sus troneras llovió sobre ellos, que les convino apartarse de ella. Los indios, viéndolos retirar, salieron con el mismo ímpetu que la primera vez. Unos por la puerta y otros derribándose por la cerca abajo, cerraron con los nuestros temerariamente hasta asirse de las lanzas de los caballeros y, mal que les pesó, los llevaron retirando más de doscientos pasos lejos de la cerca. Los españoles, como se ha dicho, se retiraban sin volver las espaldas peleando con todo concierto y buena orden, porque en ella consistía la salud de ellos, que eran pocos, y faltaban los más que habían quedado en la retaguardia, la cual aún no había llegado.
Luego cargaron los nuestros sobre los enemigos y los retiraron hasta el pueblo, mas de la cerca les hacían grande ofensa, por lo cual vinieron a entender que les estaba mejor pelear en el llano, lejos del pueblo, que cerca de él. Y así, de allí en adelante, cuando se retiraban, se retiraban de industria más tierra de la que los indios les forzaban a perder por alejarlos del pueblo para que en la retirada de ellos tuviesen los caballeros más campo y lugar donde poderlos alancear. De esta suerte, acometiendo y retirándose ya los unos, ya los otros, a manera de juego de cañas, aunque en batalla muy cruel y sangrienta, y otras veces a pie quedo, pelearon indios y españoles tres horas de tiempo con muertes y heridas que unos a otros se daban rabiosamente. En estas acometidas y retiradas que así se hacían andaba a caballo a las espaldas de los españoles y a vueltas de ellos un fraile dominico llamado fray Juan de Gallegos, hermano del capitán Baltasar de Gallegos, no que pelease, sino que deseaba dar el caballo al hermano, y con este deseo daba voces diciendo que saliese a subir en el caballo. El capitán, que nunca había perdido ser de los primeros como al principio de la batalla le había cabido en suerte, no curó de responder al hermano, porque no se permitía, ni a su reputación y honra convenía, dejar el puesto que traía. En estas entradas y salidas que el buen fraile con ansia de socorrer con el caballo al hermano hacía, a una arremetida que los indios hicieron, uno de ellos puso los ojos en él y, aunque andaba lejos, le tiró una flecha al tiempo que el fraile acertaba a volver las riendas huyendo de ellos y le dio con ella en las espaldas y le hirió, aunque poco, porque traía puestas sus dos capillas y toda la demás ropa que en su religión usan traer, que es mucha, y encima de toda ella traía un gran sombrero de fieltro que, asido de un cordón al cuello, pendía sobre las espaldas.
Por toda esta defensa no fue mortal la herida, que el indio de buena gana le había tirado la flecha. El fraile quedó escarmentado y se hizo a lo largo con temor no le tirasen más. Muchas heridas y muertes hubo en esta porfiada batalla, mas la que mayor lástima y dolor causó a los españoles, así por la desdicha con que sucedió como por la persona en quien cayó, fue la de don Carlos Enríquez, caballero natural de Jerez de Badajoz, casado con una sobrina del gobernador, y, por su mucha virtud y afabilidad, querido y amado de todos, de quien otra vez hemos hecho mención. Este caballero, desde el principio de la batalla, en todas las arremetidas y retiradas había peleado como muy valiente caballero y, habiendo sacado de la última retirada herido el caballo de una flecha, la cual traía hincada por un lado del pecho encima del pretal, para habérsela de sacar, pasó la lanza de la mano derecha a la izquierda y, asiendo de la flecha, tiró de ella tendiendo el cuerpo a la larga por el cuello del caballo adelante y, haciendo fuerza, torció un poco la cabeza sobre el hombro izquierdo de manera que descubrió en tan mala vez la garganta. A este punto cayó una flecha desmandada con un arpón de pedernal y acertó a darle en lo poco de la garganta que tenía descubierta y desarmada, que todo lo demás del cuerpo estaba muy bien armado, y se la cortó de manera que el pobre caballero cayó luego del caballo abajo degollado, aunque no murió hasta otro día. Con semejantes sucesos propios de las batallas peleaban indios y castellanos con mucha mortandad de ambas partes, aunque por no traer armas defensivas era mayor la de los indios.
Los cuales habiendo peleado más de tres horas en el llano, reconociendo que les iba mal con pelear en el campo raso por el daño que los caballos les hacían, acordaron retirarse todos al pueblo y cerrar las puertas y ponerse en la muralla. Así lo hicieron, habiéndose apellidado unos a otros para recogerse de todas partes. El gobernador, viendo los indios encerrados, mandó que todos los de a caballo, por ser gente más bien armada que los infantes, se apeasen, y, tomando rodelas para su defensa y hachas para romper las puertas, que los más de ellos las traían consigo, acometiesen al pueblo y como valientes españoles hiciesen lo que pudiesen por ganarlo. Luego, en un punto, se formó un escuadrón de doscientos caballeros que arremetieron con la puerta y a golpe de hacha la rompieron y entraron por ella no con poco mal de ellos. Otros españoles, no pudiendo entrar por la puerta por ser angosta, por no detenerse en el campo y perder tiempo de pelear, daban con las hachas grandes golpes en la cerca y derribaban la mezcla de barro y paja que por cima tenía y descubrían las vigas atravesadas y las ataduras con que estaban atadas, y por ellas, ayudándose unos a otros, subían sobre la cerca y entraban en el pueblo en socorro de los suyos. Los indios, viendo los castellanos dentro en el pueblo, que ellos tenían por inexpugnable, y que lo iban ganando, peleaban con ánimo de desesperados así en las calles como de las azoteas que había, de donde hacían mucho daño a los cristianos.
Los cuales, por defenderse de los que peleaban de los terrados, y por asegurarse de que no les ofendiesen por las espaldas, y también porque los indios no les volviesen a ganar las casas que ellos iban ganando, acordaron pegarles fuego. Así lo pusieron por la obra y, como ellas fuesen de paja, en un punto se levantó grandísima llama y humo que ayudó a la mucha sangre, heridas y mortandad que en un pueblo tan pequeño había. Los indios, luego que se encerraron en el pueblo, acudieron muchos de ellos a la casa que se había señalado para el servicio y recámara del gobernador, la cual no habían acometido hasta entonces por parecerles que la tenían segura. Entonces fueron con mucho denuedo a gozar de los despojos de ella. Mas en la casa hallaron buena defensa, porque había dentro tres ballesteros y cinco alabarderos de los de la guarda del gobernador, que solían acompañar su recámara y servicio, y un indio de los primeros que en aquella tierra habían preso, el cual era ya amigo y fiel criado y, como tal, traía su arco y flechas para cuando fuese necesario pelear contra los de su misma nación en favor y servicio de la ajena. Acertaron a hallarse asimismo en la casa dos sacerdotes, un clérigo y un fraile y dos esclavos del gobernador. Toda esta gente se puso en defensa de la casa: los sacerdotes con sus oraciones y los seglares con las armas. Y pelearon tan animosamente que no pudieron los enemigos ganarles la puerta, los cuales acordaron entrarles por el techo, y así lo abrieron por tres o cuatro partes. Mas los ballesteros y el indio flechero lo hicieron tan bien que a todos los que se atrevieron a entrar por lo destechado, en viéndolos asomar, los derribaron muertos o mal heridos. En esta animosa defensa estaban pocos españoles cuando el general y sus capitanes y soldados llegaron peleando a la puerta de la casa y retiraron de ella los enemigos, con lo cual quedaron libres los de la casa, y se salieron y fueron al campo dando gracias a Dios que los hubiese librado de tanto peligro.
Luego cargaron los nuestros sobre los enemigos y los retiraron hasta el pueblo, mas de la cerca les hacían grande ofensa, por lo cual vinieron a entender que les estaba mejor pelear en el llano, lejos del pueblo, que cerca de él. Y así, de allí en adelante, cuando se retiraban, se retiraban de industria más tierra de la que los indios les forzaban a perder por alejarlos del pueblo para que en la retirada de ellos tuviesen los caballeros más campo y lugar donde poderlos alancear. De esta suerte, acometiendo y retirándose ya los unos, ya los otros, a manera de juego de cañas, aunque en batalla muy cruel y sangrienta, y otras veces a pie quedo, pelearon indios y españoles tres horas de tiempo con muertes y heridas que unos a otros se daban rabiosamente. En estas acometidas y retiradas que así se hacían andaba a caballo a las espaldas de los españoles y a vueltas de ellos un fraile dominico llamado fray Juan de Gallegos, hermano del capitán Baltasar de Gallegos, no que pelease, sino que deseaba dar el caballo al hermano, y con este deseo daba voces diciendo que saliese a subir en el caballo. El capitán, que nunca había perdido ser de los primeros como al principio de la batalla le había cabido en suerte, no curó de responder al hermano, porque no se permitía, ni a su reputación y honra convenía, dejar el puesto que traía. En estas entradas y salidas que el buen fraile con ansia de socorrer con el caballo al hermano hacía, a una arremetida que los indios hicieron, uno de ellos puso los ojos en él y, aunque andaba lejos, le tiró una flecha al tiempo que el fraile acertaba a volver las riendas huyendo de ellos y le dio con ella en las espaldas y le hirió, aunque poco, porque traía puestas sus dos capillas y toda la demás ropa que en su religión usan traer, que es mucha, y encima de toda ella traía un gran sombrero de fieltro que, asido de un cordón al cuello, pendía sobre las espaldas.
Por toda esta defensa no fue mortal la herida, que el indio de buena gana le había tirado la flecha. El fraile quedó escarmentado y se hizo a lo largo con temor no le tirasen más. Muchas heridas y muertes hubo en esta porfiada batalla, mas la que mayor lástima y dolor causó a los españoles, así por la desdicha con que sucedió como por la persona en quien cayó, fue la de don Carlos Enríquez, caballero natural de Jerez de Badajoz, casado con una sobrina del gobernador, y, por su mucha virtud y afabilidad, querido y amado de todos, de quien otra vez hemos hecho mención. Este caballero, desde el principio de la batalla, en todas las arremetidas y retiradas había peleado como muy valiente caballero y, habiendo sacado de la última retirada herido el caballo de una flecha, la cual traía hincada por un lado del pecho encima del pretal, para habérsela de sacar, pasó la lanza de la mano derecha a la izquierda y, asiendo de la flecha, tiró de ella tendiendo el cuerpo a la larga por el cuello del caballo adelante y, haciendo fuerza, torció un poco la cabeza sobre el hombro izquierdo de manera que descubrió en tan mala vez la garganta. A este punto cayó una flecha desmandada con un arpón de pedernal y acertó a darle en lo poco de la garganta que tenía descubierta y desarmada, que todo lo demás del cuerpo estaba muy bien armado, y se la cortó de manera que el pobre caballero cayó luego del caballo abajo degollado, aunque no murió hasta otro día. Con semejantes sucesos propios de las batallas peleaban indios y castellanos con mucha mortandad de ambas partes, aunque por no traer armas defensivas era mayor la de los indios.
Los cuales habiendo peleado más de tres horas en el llano, reconociendo que les iba mal con pelear en el campo raso por el daño que los caballos les hacían, acordaron retirarse todos al pueblo y cerrar las puertas y ponerse en la muralla. Así lo hicieron, habiéndose apellidado unos a otros para recogerse de todas partes. El gobernador, viendo los indios encerrados, mandó que todos los de a caballo, por ser gente más bien armada que los infantes, se apeasen, y, tomando rodelas para su defensa y hachas para romper las puertas, que los más de ellos las traían consigo, acometiesen al pueblo y como valientes españoles hiciesen lo que pudiesen por ganarlo. Luego, en un punto, se formó un escuadrón de doscientos caballeros que arremetieron con la puerta y a golpe de hacha la rompieron y entraron por ella no con poco mal de ellos. Otros españoles, no pudiendo entrar por la puerta por ser angosta, por no detenerse en el campo y perder tiempo de pelear, daban con las hachas grandes golpes en la cerca y derribaban la mezcla de barro y paja que por cima tenía y descubrían las vigas atravesadas y las ataduras con que estaban atadas, y por ellas, ayudándose unos a otros, subían sobre la cerca y entraban en el pueblo en socorro de los suyos. Los indios, viendo los castellanos dentro en el pueblo, que ellos tenían por inexpugnable, y que lo iban ganando, peleaban con ánimo de desesperados así en las calles como de las azoteas que había, de donde hacían mucho daño a los cristianos.
Los cuales, por defenderse de los que peleaban de los terrados, y por asegurarse de que no les ofendiesen por las espaldas, y también porque los indios no les volviesen a ganar las casas que ellos iban ganando, acordaron pegarles fuego. Así lo pusieron por la obra y, como ellas fuesen de paja, en un punto se levantó grandísima llama y humo que ayudó a la mucha sangre, heridas y mortandad que en un pueblo tan pequeño había. Los indios, luego que se encerraron en el pueblo, acudieron muchos de ellos a la casa que se había señalado para el servicio y recámara del gobernador, la cual no habían acometido hasta entonces por parecerles que la tenían segura. Entonces fueron con mucho denuedo a gozar de los despojos de ella. Mas en la casa hallaron buena defensa, porque había dentro tres ballesteros y cinco alabarderos de los de la guarda del gobernador, que solían acompañar su recámara y servicio, y un indio de los primeros que en aquella tierra habían preso, el cual era ya amigo y fiel criado y, como tal, traía su arco y flechas para cuando fuese necesario pelear contra los de su misma nación en favor y servicio de la ajena. Acertaron a hallarse asimismo en la casa dos sacerdotes, un clérigo y un fraile y dos esclavos del gobernador. Toda esta gente se puso en defensa de la casa: los sacerdotes con sus oraciones y los seglares con las armas. Y pelearon tan animosamente que no pudieron los enemigos ganarles la puerta, los cuales acordaron entrarles por el techo, y así lo abrieron por tres o cuatro partes. Mas los ballesteros y el indio flechero lo hicieron tan bien que a todos los que se atrevieron a entrar por lo destechado, en viéndolos asomar, los derribaron muertos o mal heridos. En esta animosa defensa estaban pocos españoles cuando el general y sus capitanes y soldados llegaron peleando a la puerta de la casa y retiraron de ella los enemigos, con lo cual quedaron libres los de la casa, y se salieron y fueron al campo dando gracias a Dios que los hubiese librado de tanto peligro.