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Desarrollo


CAPÍTULO XXI Cómo sacan las perlas de sus conchas, y la relación que trajeron los descubridores de las minas de oro Luego otro día que los dos españoles se fueron a ver las minas de oro que tanto deseaban hallar, vino el curaca a visitar al gobernador y le hizo un presente de una hermosa sarta de perlas, que, si no fueran agujereadas con fuego, fuera una gran dádiva, porque la sarta era de dos brazas y las perlas como avellanas y todas casi parejas de un tamaño. El gobernador las recibió con mucho agradecimiento y en recompensa le dio piezas de terciopelo y paños de diversas colores y otras cosas de España que el indio tuvo en mucho. Al cual preguntó el gobernador si aquellas perlas se pescaban en su tierra. El cacique respondió que sí, y que en el templo y entierro que en aquel mismo pueblo tenía de sus padres y abuelos había mucha cantidad de ellas, que si las quería se las llevase todas, o la parte que quisiese. El adelantado le dijo que agradecía su buena voluntad, que, aunque las deseara, no hiciera agravio al entierro de sus mayores, cuanto más que no las quería; que, aunque las que le había dado en la sarta las había recibido por ser dádiva de sus manos, que no quería saber más que cómo se sacaban de las conchas donde se criaban. El cacique dijo que otro día, a las ocho de la mañana, lo vería su señoría, que aquella tarde y la noche siguiente las pescarían los indios. Luego, al mismo punto, mandó despachar cuarenta canoas con orden que a toda diligencia pescasen las conchas y volviesen por la mañana.

La cual venida, mandó el curaca (antes que las canoas llegasen) traer mucha leña y amontonarla en un llano ribera del río, y la hizo quemar y que se hiciese mucha brasa, y, luego que las canoas vinieron, mandó tenderla y echar sobre ellas las conchas que los indios traían, las cuales, con el calor del fuego, se abrían y daban lugar a que entre la carne de ellas buscasen las perlas. Casi en las primeras conchas que se abrieron, sacaron los indios diez o doce perlas gruesas como garbanzos medianos y las trajeron al curaca y al gobernador, que estaban juntos mirando cómo las sacaban, y vieron que eran muy buenas en toda perfección, salvo que todavía el fuego con su calor y humo les ofendía su buen color natural. El gobernador, habiendo visto sacar las perlas, se fue a comer a su posada, y, poco después que hubo comido, entró un soldado natural de Guadalcanal, que había por nombre Pedro López, el cual, descubriendo una perla que en la mano traía, dijo: "Señor, comiendo de las ostras que hoy trajeron los indios, de las cuales llevé unas pocas a mi posada y las hice cocer, topé ésta entre los dientes, que me los hubiera quebrado. Y, por parecerme buena, la traigo a vuesa señoría para que de su mano la envíe a mi señora doña Isabel de Bobadilla." El adelantado le respondió diciendo: "Yo os agradezco vuestra buena voluntad y he por recibido el presente y la gracia que hacéis a doña Isabel para os la agradecer y satisfacer en cualquiera ocasión que se ofrezca.

Mas la perla será mejor que la guardéis y que la lleven a La Habana para que del valor de ella os traigan un par de caballos y dos yeguas y otra cosa que habéis menester. Lo que yo haré por el buen ánimo que nos habéis mostrado, será que de mi hacienda pagaré el quinto que le pertenece a la de Su Majestad." Los españoles que con el gobernador estaban miraron la perla y los que de ellos presumían algo de lapidarios la apreciaron que valía en España cuatrocientos ducados, porque era del tamaño de una gruesa avellana con su cáscara y todo, y redonda en toda perfección, y de color claro y resplandeciente, que, como no había sido sacada con fuego como las otras, no había recibido daño en su color y hermosura. Damos cuenta de estas particularidades, aunque tan menudas, porque por ellas se vea la riqueza de aquella tierra. Un día de los que los españoles estuvieron en este pueblo de Ychiaha, acaeció una desgracia que a todos ellos lastimó mucho, y fue que un caballero natural de Badajoz, llamado Luis Bravo de Jerez, andando con una lanza en la mano paseándose por un llano cerca del río, vio pasar un perro cerca de sí. Tirole la lanza con deseo de matarle para comérselo, porque por la falta general que en toda aquella tierra había de carne, comían los castellanos cuantos perros podían haber a las manos. Del tiro no acertó al perro, y la lanza pasó deslizándose por el llano adelante hasta caer por la barranca abajo en el río, y acertó a dar por la una sien y salir por la otra a un soldado que con una caña estaba pescando en él, de que cayó luego muerto.

Luis Bravo, descuidado de haber hecho tiro tan cruel, fue a buscar su lanza, y la halló atravesada por las sienes de Juan Mateos, que así había el nombre el soldado. Era natural de Almendral, el cual, solo entre todos los españoles que andaban en este descubrimiento, tenía canas, por las cuales todos le llamaban padre y respetaban como si lo fuera de cada uno de ellos, y así generalmente sintieron su desgracia, que habiéndose ido a holgar lo hubiesen muerto tan miserablemente. Tan cerca como cierta tenemos la muerte en todo tiempo y lugar. Las cosas referidas sucedieron en el real entretanto que los dos compañeros fueron y vinieron de descubrir las minas, los cuales gastaron diez días en su viaje. Dijeron que las minas eran de muy fino azófar, como el que atrás habían visto, mas que entendían, según la disposición de la tierra, que no dejarían de hallarse minas de oro y de plata, si buscasen las vetas y mineros. Demás de esto, dijeron que la tierra que habían visto era toda muy buena para sementeras y pastos; y que los indios, por los pueblos que habían pasado, los habían recibido con mucho amor y regocijo y les habían hecho mucha fiesta y regalo, tanto que, cada noche, después de haberles banqueteado, les enviaban dos mozas hermosas que durmiesen con ellos y los entretuviesen la noche, mas que ellos no osaban tocarles temiendo no les flechasen otro día los indios, porque sospechaban que se las enviaban para tener ocasión de los matar, si llegasen a ellas. Esto temían los españoles, y quizá sus huéspedes lo hacían para regalarlos demasiadamente viendo que eran mozos, porque, si quisieran matarlos, no tenían necesidad de buscar achaques.

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