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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO VII Van cuatro capitanes a descubrir la tierra, y un extraño castigo que Patofa hizo a un indio Habiendo considerado el gobernador las dificultades e inconvenientes en que su ejército se hallaba, le pareció era lo más acertado, y aun forzoso, no caminar el real hasta haber hallado camino y salida de aquellos desiertos y así, luego que amaneció el día siguiente, mandó que saliesen cuatro cuadrillas, dos de caballo y dos de infantes, y que las dos fuesen el río arriba y las otras dos el río abajo, con orden y aviso que cada una de ellas fuese siguiendo la ribera del río, sin apartarse de él, y las otras dos siguiesen el mismo viaje una legua la tierra adentro a ver si por una vía o por la otra topaban algún camino o descubrían tierra poblada. Mandó a cada uno de los capitanes que volviesen dentro en cinco días con lo que hubiesen hallado. Estos capitanes fueron el contador Juan de Añasco, Andrés de Vasconcelos, Juan de Guzmán y Arias Tinoco. Con el capitán Juan de Añasco fue el general Patofa, que no quiso quedar en el real, y acertaron a ser los que fueron por la orilla del río arriba. Con ellos fue el indio Pedro, que estaba corrido de haber perdido el tino y le parecía que, yendo por aquel viaje, había de salir con su empresa y poner los españoles en la provincia de Cofachiqui, como lo había prometido. Con cada compañía de los españoles fueron mil indios de los de guerra para que, derramados por los montes, procurasen hallar algún camino.
El gobernador se quedó en la ribera del río aguardando las nuevas que los suyos le trajesen, donde él y su gente pasaron extrema necesidad de comida, porque no comían sino pámpanos de parrizas que había por los montes y arroyos. Los cuatro mil indios de servicio que quedaron con el general salían en amaneciendo a buscar de comer por los campos y volvían a la noche con hierbas y raíces que eran de comer, y con algunas aves y animalejos que habían muerto con los arcos. Otros traían peces que habían pescado, que ninguna diligencia que les fuese posible dejaban de hacer por haber comida, y todo lo que así hallaban, sin tocar en ello ni esconder parte alguna, lo traían a los españoles, en cuyas camaradas ellos iban repartidos; y era tanta la fidelidad y respeto que en esto los indios les tenían que, aunque se cayesen de hambre, no tomaban cosa alguna antes de haberla presentado a los españoles. Los cuales, vencidos con este comedimiento, daban a los indios de lo que así traían la mayor parte, mas todo era nada para tanta gente. El gobernador, pasados tres días que habían estado en aquel alojamiento, viendo que no se podía llevar tanta hambre, que cierto era más que se puede encarecer, mandó que matasen algunos cochinos de los que llevaban para criar y se diesen de socorro ocho onzas de carne a cada español, socorro más para acrecentar la hambre que para la entretener; de la carne también partieron los españoles con sus indios porque viesen que no querían aventajarse en cosa alguna sino pasar igual necesidad con ellos.
Era cosa de grandísimo contento para los soldados ver el buen semblante que el general mostraba a los suyos en esta aflicción por esforzarles y ayudar a pasar la hambre, aunque él no era aventajado en cosa alguna, como si fuera el menor de todos ellos. Lo mismo hacían los soldados con el capitán, que por consolarle de la pena que haciendo oficio de buen padre sentía de ver los suyos en tanto trabajo disimulaban la hambre que sentían y fingían menos necesidad de la que pasaban; mostraban en sus rostros alegría y contento de hombres que estuviesen en toda abundancia y prosperidad. Olvidádosenos ha de haber dicho atrás, en su lugar, un ejemplar castigo que el capitán Patofa hizo en un indio de los suyos. Por ser tan extraño será razón que no quede en olvido y caerá bien dondequiera que se ponga. Es así que, al quinto día que vinieron caminando por el despoblado, un indio de los que llevaban carga (que en lengua de la isla Española llaman tameme), sin haber recibido agravio, movido de cobardía o deseo de ver a su mujer e hijos o porque el diablo le hubiese dicho la hambre que habían de pasar, o por otra causa que él se sabía, acordó huirse. El español a cuyo cargo iba, echándolo menos, dio cuenta de ello al general Patofa, el cual mandó a cuatro indios mozos, gentileshombres, que a toda diligencia volviesen por aquel indio y no parasen hasta haberlo alcanzado y se lo trajesen maniatado. Los indios se dieron tan buena prisa que en breve espacio lo alcanzaron y volvieron al real y pusieron delante de su capitán.
El cual, después de haberle en presencia de sus soldados afeado de cobardía y pusilanimidad y el desacato de su príncipe y curaca y el poco respeto a su capitán general y la traición y alevosía que a sus compañeros y a toda su nación había hecho, le dijo: "No quedará tu delito y maldad sin castigo, porque otros no tomen de ti mal ejemplo." Diciendo esto, mandó que lo llevasen a un arroyo pequeño, que pasaba por el alojamiento, y Patofa presente, le quitaron esa poca ropa que llevaba, que no le dejaron más de los pañetes. Luego, por mandato del capitán, trajeron muchos renuevos de árboles de más de una braza en largo, y dijo al indio: "Échate de pechos sobre ese arroyo y bebe toda esa agua, y no ceses hasta que la agotes." Mandó a cuatro gandules que, en alzando la cabeza del agua, le diesen con las varas hasta que volviese a beber, e hizo que le enturbiasen el agua porque la bebiese con mayor pena. El indio, puesto en el tormento, bebió hasta que no pudo más; empero los verdugos le daban, en parando de beber, cruelísimos varazos, que lo tomaban de la cabeza a los pies, y no cesaban de darle hasta que volvía a beber. Algunos parientes suyos, viendo el castigo tan riguroso y sabiendo que no había de parar hasta haberlo muerto, fueron corriendo al gobernador y, echados a sus pies, le suplicaron hubiese piedad del pobre pariente. El general envió un recaudo al capitán Patofa diciéndole tuviese por bien cesase el castigo tan justificado y no pasase adelante su enojo. Con esto dejaron al indio ya medio muerto, que sin sed había bebido tanta agua.
El gobernador se quedó en la ribera del río aguardando las nuevas que los suyos le trajesen, donde él y su gente pasaron extrema necesidad de comida, porque no comían sino pámpanos de parrizas que había por los montes y arroyos. Los cuatro mil indios de servicio que quedaron con el general salían en amaneciendo a buscar de comer por los campos y volvían a la noche con hierbas y raíces que eran de comer, y con algunas aves y animalejos que habían muerto con los arcos. Otros traían peces que habían pescado, que ninguna diligencia que les fuese posible dejaban de hacer por haber comida, y todo lo que así hallaban, sin tocar en ello ni esconder parte alguna, lo traían a los españoles, en cuyas camaradas ellos iban repartidos; y era tanta la fidelidad y respeto que en esto los indios les tenían que, aunque se cayesen de hambre, no tomaban cosa alguna antes de haberla presentado a los españoles. Los cuales, vencidos con este comedimiento, daban a los indios de lo que así traían la mayor parte, mas todo era nada para tanta gente. El gobernador, pasados tres días que habían estado en aquel alojamiento, viendo que no se podía llevar tanta hambre, que cierto era más que se puede encarecer, mandó que matasen algunos cochinos de los que llevaban para criar y se diesen de socorro ocho onzas de carne a cada español, socorro más para acrecentar la hambre que para la entretener; de la carne también partieron los españoles con sus indios porque viesen que no querían aventajarse en cosa alguna sino pasar igual necesidad con ellos.
Era cosa de grandísimo contento para los soldados ver el buen semblante que el general mostraba a los suyos en esta aflicción por esforzarles y ayudar a pasar la hambre, aunque él no era aventajado en cosa alguna, como si fuera el menor de todos ellos. Lo mismo hacían los soldados con el capitán, que por consolarle de la pena que haciendo oficio de buen padre sentía de ver los suyos en tanto trabajo disimulaban la hambre que sentían y fingían menos necesidad de la que pasaban; mostraban en sus rostros alegría y contento de hombres que estuviesen en toda abundancia y prosperidad. Olvidádosenos ha de haber dicho atrás, en su lugar, un ejemplar castigo que el capitán Patofa hizo en un indio de los suyos. Por ser tan extraño será razón que no quede en olvido y caerá bien dondequiera que se ponga. Es así que, al quinto día que vinieron caminando por el despoblado, un indio de los que llevaban carga (que en lengua de la isla Española llaman tameme), sin haber recibido agravio, movido de cobardía o deseo de ver a su mujer e hijos o porque el diablo le hubiese dicho la hambre que habían de pasar, o por otra causa que él se sabía, acordó huirse. El español a cuyo cargo iba, echándolo menos, dio cuenta de ello al general Patofa, el cual mandó a cuatro indios mozos, gentileshombres, que a toda diligencia volviesen por aquel indio y no parasen hasta haberlo alcanzado y se lo trajesen maniatado. Los indios se dieron tan buena prisa que en breve espacio lo alcanzaron y volvieron al real y pusieron delante de su capitán.
El cual, después de haberle en presencia de sus soldados afeado de cobardía y pusilanimidad y el desacato de su príncipe y curaca y el poco respeto a su capitán general y la traición y alevosía que a sus compañeros y a toda su nación había hecho, le dijo: "No quedará tu delito y maldad sin castigo, porque otros no tomen de ti mal ejemplo." Diciendo esto, mandó que lo llevasen a un arroyo pequeño, que pasaba por el alojamiento, y Patofa presente, le quitaron esa poca ropa que llevaba, que no le dejaron más de los pañetes. Luego, por mandato del capitán, trajeron muchos renuevos de árboles de más de una braza en largo, y dijo al indio: "Échate de pechos sobre ese arroyo y bebe toda esa agua, y no ceses hasta que la agotes." Mandó a cuatro gandules que, en alzando la cabeza del agua, le diesen con las varas hasta que volviese a beber, e hizo que le enturbiasen el agua porque la bebiese con mayor pena. El indio, puesto en el tormento, bebió hasta que no pudo más; empero los verdugos le daban, en parando de beber, cruelísimos varazos, que lo tomaban de la cabeza a los pies, y no cesaban de darle hasta que volvía a beber. Algunos parientes suyos, viendo el castigo tan riguroso y sabiendo que no había de parar hasta haberlo muerto, fueron corriendo al gobernador y, echados a sus pies, le suplicaron hubiese piedad del pobre pariente. El general envió un recaudo al capitán Patofa diciéndole tuviese por bien cesase el castigo tan justificado y no pasase adelante su enojo. Con esto dejaron al indio ya medio muerto, que sin sed había bebido tanta agua.