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Datos principales
Desarrollo
LIBRO TERCERO DE LA HISTORIA DE LA FLORIDA DEL INCA Dice de la salida de los españoles de Apalache; la buena acogida que en cuatro provincias les hicieron; la hambre que en unos despoblados pasaron; la infinidad de perlas y de otras grandezas y riquezas que en un templo hallaron; las generosidades de la señora de Cofachiqui y de otros caciques, señores de vasallos; una batalla muy sangrienta que debajo de amistad los indios les dieron; un motín que trataron ciertos castellanos; las leyes de los indios contra las adúlteras; otra batalla muy brava que hubo de noche. Contiene treinta y nueve capítulos. CAPÍTULO I Sale el gobernador de Apalache y dan una batalla de siete a siete El gobernador y adelantado Hernando de Soto, habiendo despachado al capitán Diego Maldonado que fuese a La Habana para lo que atrás se dijo y habiendo mandado proveer el bastimento y las demás cosas necesarias pasa salir de Apalache, que era ya tiempo, sacó su ejército de aquel alojamiento a los últimos de marzo de mil y quinientos y cuarenta años y caminó tres jornadas hacia el norte por la misma provincia sin topar enemigos que le diesen pesadumbre, con haber sido los de aquella tierra muy enfadosos y belicosos. El último día de los tres, se alojaron los castellanos en un pueblo pequeño, hecho península, casi todo él rodeado de una ciénaga que era de más de cien pasos en ancho, con mucho cieno, hasta medios muslos. Tenían puentes de madera a trechos para salir por ella a todas partes.
El pueblo estaba asentado en un sitio alto de donde se descubría mucha tierra y se veían otros muchos pueblos pequeños que por un hermoso valle estaban derramados. En este pueblo, que era el principal de los de aquel valle, y todos eran de la provincia de Apalache, pasó el ejército tres días. El segundo día sucedió que salieron a medio día del real cinco alabarderos de los de guarda del general y otros dos soldados, naturales de Badajoz. El uno había nombre Francisco de Aguilera y el otro Andrés Moreno, que por otro nombre le llamaban Ángel Moreno porque, por ser hombre alegre y regocijado, siempre en todo lo que hablaba mezclaba sin propósito ninguno esta palabra "Ángeles, ángeles". Estos siete españoles salieron del pueblo principal sin orden de los ministros del ejército, sólo por su recreación, a ver lo que en los otros poblezuelos había. Los cinco de la guardia llevaban sus alabardas, y Andrés Moreno, su espada ceñida y una lanza en las manos, y Francisco de Aguilera, una espada y rodela. Con estas armas salieron del pueblo sin acordarse de la mucha vigilancia y cuidado que los indios de aquella provincia en matar los desmandados tenían. Pasaron la ciénaga y una manga de monte que no tenía veinte pasos de travesía; de la otra parte había tierra limpia y muchas sementeras de maíz. Apenas se habían alejado los siete españoles doscientos pasos del real, cuando dieron los indios en ellos, que, como hemos visto, no se dormían en sus asechanzas contra los que salían de orden.
A la grita y vocería que unos y otros traían peleando y dando arma y pidiendo socorro, salieron del pueblo muchos españoles a defender los suyos y, por no perder tiempo buscando paso a la ciénaga, la pasaban por donde más cerca se hallaron, con el agua y el cieno a la cinta y a los pechos. Más, por prisa que se dieron, hallaron muertos los cinco alabarderos, cada uno de ellos con diez o doce flechas atravesadas por el cuerpo, y Andrés Moreno vivo, empero con una flecha de arpón de pedernal, que, sin otras que por el cuerpo tenía, le atravesaba de los pechos a las espaldas, y, luego que se la quitaron para le curar, murió. Francisco de Aguilar, que era hombre fuerte y robusto más que los otros, y como tal se había defendido mejor que los demás, quedó vivo, aunque salió con dos flechazos que le pasaban ambos muslos y muchos palos que en la cabeza y por todo el cuerpo le dieron con los arcos, porque llegó a cerrar con los indios, y ellos, habiendo gastado las flechas y viéndole solo, a dos manos le dieron con los arcos tan grandes palos que le hicieron pedazos la rodela, que no le quedó más que las manijas, y, de un golpe que le dieron a soslayo en la frente, le derribaron toda la carne de ella hasta las cejas y le dejaron los cascos de fuera. De esta manera quedaron siete españoles y los indios se pusieron en cobro antes que el socorro llegase, porque lo habían sentido cerca. Los cristianos no pudieron ver cuántos eran los enemigos, y Francisco de Aguilar les dijo que eran más de cincuenta y que por ser tantos contra tan pocos los habían muerto en tan breve tiempo.
Empero después, de día en día, fue descubriendo en favor de los indios cosas que pasaron en la refriega y, más de veinte días después de ella, ya que estaba sano de sus heridas, aunque todavía flaco y convaleciente, burlándose otros soldados con él acerca de los palos que los indios le habían dado y diciéndole si los había contado, si le habían dolido mucho, si pretendía vengarlos, si pensaba desafiar los enemigos con condición que saliesen uno a uno porque se excusase la ventaja de salir tantos juntos contra uno solo, y otras cosas semejantes y graciosas que los soldados unos con otros en sus burlas suelen decir, respondió Francisco de Aguilar diciendo: "Yo no conté los palos, porque no me dieron ese lugar, ni se daban tan a espacio que se pudieran contar. Si me dolieron mucho o poco, vosotros lo sabréis cuando os den otros tantos, que no os faltará día para recibirlos, yo os lo prometo. Y porque hablemos de veras y veáis quién son los indios de esta provincia, os quiero contar, fuera de burla, sin quitar ni poner nada en el hecho (aunque lo que dijere sea contra mí mismo), una cortesía y valerosidad de ánimo que aquel día usaron con nosotros." "Sabréis que, como entonces dije, salieron más de cincuenta indios a darnos vista, mas, luego que vieron y reconocieron que no éramos más de siete y que no iban caballos en nuestra defensa, se apartaron del escuadrón que traían hecho otros siete indios y los demás se retiraron a lejos y no quisieron pelear.
Y los siete solos nos acometieron y, como no llevásemos ballestas ni arcabuces con que los pudiésemos arredrar, y ellos sean más sueltos y ligeros que nosotros, andábansenos delante saltando y haciendo burla de nosotros, flechándonos a todo su placer como si fuéramos fieras atadas, sin que los pudiésemos alcanzar a herir. De esta manera mataron a mis compañeros, y, viéndome solo, porque no me fuese alabando cerraron todos siete conmigo y con los arcos a dos manos me pusieron cual me hallasteis y, pues me dejaron con la vida, yo les perdono los palos y no pienso desafiarles, porque no pidan que, para que valga el desafío, me vuelvan a poner como me dejaron. Por mi honra he callado todo esto y no lo he dicho hasta ahora, mas ello pasó así realmente y Dios os libre de salir desmandados porque no os acaezca otra tal." Los compañeros y amigos de Francisco de Aguilar quedaron admirados de haberle oído, porque nunca habían imaginado que los indios fueran para hacer tanta gentileza, que quisieron pelear uno a uno con los castellanos pudiéndolos acometer con ventaja. Mas todos los de este gran reino presumen tanto de su ánimo, fuerzas y ligereza que, no viendo caballos, no quieren reconocer ventaja a los españoles, antes presumen tenerla ellos principalmente si de armas defensivas anduviesen los cristianos tan mal proveídos como andan los indios.
El pueblo estaba asentado en un sitio alto de donde se descubría mucha tierra y se veían otros muchos pueblos pequeños que por un hermoso valle estaban derramados. En este pueblo, que era el principal de los de aquel valle, y todos eran de la provincia de Apalache, pasó el ejército tres días. El segundo día sucedió que salieron a medio día del real cinco alabarderos de los de guarda del general y otros dos soldados, naturales de Badajoz. El uno había nombre Francisco de Aguilera y el otro Andrés Moreno, que por otro nombre le llamaban Ángel Moreno porque, por ser hombre alegre y regocijado, siempre en todo lo que hablaba mezclaba sin propósito ninguno esta palabra "Ángeles, ángeles". Estos siete españoles salieron del pueblo principal sin orden de los ministros del ejército, sólo por su recreación, a ver lo que en los otros poblezuelos había. Los cinco de la guardia llevaban sus alabardas, y Andrés Moreno, su espada ceñida y una lanza en las manos, y Francisco de Aguilera, una espada y rodela. Con estas armas salieron del pueblo sin acordarse de la mucha vigilancia y cuidado que los indios de aquella provincia en matar los desmandados tenían. Pasaron la ciénaga y una manga de monte que no tenía veinte pasos de travesía; de la otra parte había tierra limpia y muchas sementeras de maíz. Apenas se habían alejado los siete españoles doscientos pasos del real, cuando dieron los indios en ellos, que, como hemos visto, no se dormían en sus asechanzas contra los que salían de orden.
A la grita y vocería que unos y otros traían peleando y dando arma y pidiendo socorro, salieron del pueblo muchos españoles a defender los suyos y, por no perder tiempo buscando paso a la ciénaga, la pasaban por donde más cerca se hallaron, con el agua y el cieno a la cinta y a los pechos. Más, por prisa que se dieron, hallaron muertos los cinco alabarderos, cada uno de ellos con diez o doce flechas atravesadas por el cuerpo, y Andrés Moreno vivo, empero con una flecha de arpón de pedernal, que, sin otras que por el cuerpo tenía, le atravesaba de los pechos a las espaldas, y, luego que se la quitaron para le curar, murió. Francisco de Aguilar, que era hombre fuerte y robusto más que los otros, y como tal se había defendido mejor que los demás, quedó vivo, aunque salió con dos flechazos que le pasaban ambos muslos y muchos palos que en la cabeza y por todo el cuerpo le dieron con los arcos, porque llegó a cerrar con los indios, y ellos, habiendo gastado las flechas y viéndole solo, a dos manos le dieron con los arcos tan grandes palos que le hicieron pedazos la rodela, que no le quedó más que las manijas, y, de un golpe que le dieron a soslayo en la frente, le derribaron toda la carne de ella hasta las cejas y le dejaron los cascos de fuera. De esta manera quedaron siete españoles y los indios se pusieron en cobro antes que el socorro llegase, porque lo habían sentido cerca. Los cristianos no pudieron ver cuántos eran los enemigos, y Francisco de Aguilar les dijo que eran más de cincuenta y que por ser tantos contra tan pocos los habían muerto en tan breve tiempo.
Empero después, de día en día, fue descubriendo en favor de los indios cosas que pasaron en la refriega y, más de veinte días después de ella, ya que estaba sano de sus heridas, aunque todavía flaco y convaleciente, burlándose otros soldados con él acerca de los palos que los indios le habían dado y diciéndole si los había contado, si le habían dolido mucho, si pretendía vengarlos, si pensaba desafiar los enemigos con condición que saliesen uno a uno porque se excusase la ventaja de salir tantos juntos contra uno solo, y otras cosas semejantes y graciosas que los soldados unos con otros en sus burlas suelen decir, respondió Francisco de Aguilar diciendo: "Yo no conté los palos, porque no me dieron ese lugar, ni se daban tan a espacio que se pudieran contar. Si me dolieron mucho o poco, vosotros lo sabréis cuando os den otros tantos, que no os faltará día para recibirlos, yo os lo prometo. Y porque hablemos de veras y veáis quién son los indios de esta provincia, os quiero contar, fuera de burla, sin quitar ni poner nada en el hecho (aunque lo que dijere sea contra mí mismo), una cortesía y valerosidad de ánimo que aquel día usaron con nosotros." "Sabréis que, como entonces dije, salieron más de cincuenta indios a darnos vista, mas, luego que vieron y reconocieron que no éramos más de siete y que no iban caballos en nuestra defensa, se apartaron del escuadrón que traían hecho otros siete indios y los demás se retiraron a lejos y no quisieron pelear.
Y los siete solos nos acometieron y, como no llevásemos ballestas ni arcabuces con que los pudiésemos arredrar, y ellos sean más sueltos y ligeros que nosotros, andábansenos delante saltando y haciendo burla de nosotros, flechándonos a todo su placer como si fuéramos fieras atadas, sin que los pudiésemos alcanzar a herir. De esta manera mataron a mis compañeros, y, viéndome solo, porque no me fuese alabando cerraron todos siete conmigo y con los arcos a dos manos me pusieron cual me hallasteis y, pues me dejaron con la vida, yo les perdono los palos y no pienso desafiarles, porque no pidan que, para que valga el desafío, me vuelvan a poner como me dejaron. Por mi honra he callado todo esto y no lo he dicho hasta ahora, mas ello pasó así realmente y Dios os libre de salir desmandados porque no os acaezca otra tal." Los compañeros y amigos de Francisco de Aguilar quedaron admirados de haberle oído, porque nunca habían imaginado que los indios fueran para hacer tanta gentileza, que quisieron pelear uno a uno con los castellanos pudiéndolos acometer con ventaja. Mas todos los de este gran reino presumen tanto de su ánimo, fuerzas y ligereza que, no viendo caballos, no quieren reconocer ventaja a los españoles, antes presumen tenerla ellos principalmente si de armas defensivas anduviesen los cristianos tan mal proveídos como andan los indios.