Compartir
Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO IX Prosigue el viaje de las treinta lanzas hasta llegar al río de Ochile Admirados los españoles de lo que habían visto, pasaron por el pueblo, y, apenas habían salido de él, cuando hallaron dos indios gentileshombres que con sus arcos y flechas andaban cazando descuidados de ver cristianos aquel día, mas, como los vieron asomar, se recogieron debajo de un nogal muy grande que allí cerca había. El uno de ellos, no fiando mucho de la guarida, salió huyendo del árbol y fue a meterse en un monte que estaba a un lado del camino. Dos castellanos, bien contra la voluntad de su capitán, salieron a través y, antes que el indio llegase al monte, lo alancearon, hazaña bien pequeña para dos caballeros. Al otro indio, que tuvo más ánimo y esperó debajo del árbol, le sucedió mejor, porque a los osados, como a gente que lo merece, favorece la fortuna. El cual, poniendo una flecha en el arco, hizo rostro a todos los españoles que uno en pos de otro iban corriendo a media rienda, e hizo muestra de tirarla si se le acercasen. Algunos de ellos enojados del atrevimiento y desvergüenza del indio, o envidiosos de ver un ánimo y osadía tan rara y extraña, quisieron apearse y acometerle a pie con las lanzas en las manos, mas Juan de Añasco no lo consintió diciendo que no era valentía ni cordura, por matar un temerario y desesperado, aventurar que el indio matase o hiriese alguno de ellos o de sus caballos en tiempo que tanta necesidad tenían de ellos y donde tan mal recaudo llevaban para curar las heridas.
Diciendo estas palabras, como iba guiando a los demás, hizo un gran cerco apartándose del indio y del camino que pasaba cerca del árbol donde estaba porque el enemigo no les tirase al pasar e hiriese algún caballo, que era lo que más temían. El indio, con la flecha puesta en el arco, como iba pasando el español, le iba apuntando al rostro, amenazando tirarle y, habiendo pasado el primero, hacía lo mismo al segundo y al tercero y a los demás, como iban por su orden, y con estos ademanes estuvo hasta que pasaron todos, y cuando vio que no le habían acometido, antes se habían apartado y huido de él, empezó a darles grita con palabras afrentosas, diciéndoles: "Cobardes, pusilánimes, apocados, que treinta de a caballo no habéis osado acometer a uno de a pie". Con estas bravatas se quedó debajo de su árbol con más honra que ganaron todos los de la Fama. Así lo decían los castellanos con demasiada envidia que le habían, los cuales pasaron adelante, corridos de la grita que el indio les daba. En esto oyeron una gran vocería y alarido que los indios que estaban por los campos, a una parte y a otra del camino, daban apellidándose unos a otros para atajarles el camino. Los españoles se libraron de este peligro, y de otros semejantes, con la ligereza de los caballos, corriendo siempre y dejando los enemigos atrás. Este día, que fue el tercero de su camino, ya bien de noche, llegaron a un buen llano, limpio de monte, donde descansaron, habiendo corrido y caminado aquel día diez y siete leguas, las últimas ocho por la provincia de Vitachuco.
El cuarto día caminaron otras diez y siete leguas, todas por la provincia de Vitachuco. Los naturales de ella, como estaban lastimados y ofendidos de la batalla pasada, viéndolos ahora pasar por su tierra y que eran pocos, deseaban vengarse de ellos con matarlos, para lo cual se ponían en paradas y se iban dando la palabra de uno a otro para pasar adelante la nueva de la ida de los españoles y convocar alguna gente para los atajar y tomar algún paso estrecho. Los nuestros, sintiendo la intención de los indios, pusieron tanta diligencia tras ellos que ninguno que pretendió ser mensajero se les escapó, y así alancearon este día siete indios. Al anochecer llegaron a un llano, limpio de monte, donde les pareció descansar, porque no sintieron ruido de indios que hubiese por el campo. A poco más de media noche, salieron de esta dormida y al salir del sol, habiendo caminado cinco leguas, llegaron al río de Ocali, donde dijimos habían flechado los indios al lebrel Bruto. Iban los castellanos con alguna esperanza de hallar el río con menos agua que cuando lo pasaron, como habían hallado el de Osachile, mas sucedioles muy en contra, porque, buen rato antes que llegasen a él, vieron las barrancas, con ser, como dijimos, de dos picas en alto, todas cubiertas de agua, y que trasvertía fuera de ellas en el llano. El río venía tan feroz, tan turbio y bravo, con tantos remolinos por todas partes, que sólo mirarle ponía espanto, cuánto más haberlo de pasar a nado.
A esta dificultad y peligro se añadió otro mayor, que fue el alarido y vocería que los indios de la una parte y la otra del río levantaron en viendo asomar los cristianos, apellidándose unos a otros para matarlos al pasar del río. Los españoles, viendo que en su buen ánimo, esfuerzo y diligencia estaba el remedio de sus vidas, en un punto tomaron acuerdo de lo que en aquel peligro debían hacer y, como si lo trajeran prevenido y todos fueran capitanes, mandaron, nombrándose unos a otros por sus nombres, que doce de ellos, que eran los mejores nadadores, con solas las celadas y cotas sobre las camisas (sin llevar otra más ropa por no estorbar el nadar a los caballos), y las lanzas en las manos, se echasen al río para tomar la otra ribera antes que los indios llegasen a ella, porque en ella, por haber más y acudir toda la del pueblo, había más peligro y era necesario tenerla desembarazada y libre, porque al pasar nadando los castellanos no los flechasen a su salvo los indios. Viendo, pues, los doce nombrados el peligro tan eminente en que iban, esforzándose unos a otros, dijeron todos a una: "Salga el que saliere y muera el que muriere, que ya vemos que no se puede hacer otra cosa". Mandaron asimismo que catorce de ellos, con toda diligencia, cortasen cinco o seis palos gruesos de los árboles que por la ribera había caídos y secos y de ellos hiciesen balsa en que pasasen las sillas, ropa y alforjas y los españoles que no sabían nadar, y los cuatro que restan procurasen resistir los indios que destotra parte, por río arriba y abajo, acudían a toda furia a estorbarles el paso.
Como lo ordenaron así lo pusieron por obra en un punto los doce nombrados para pasar de la otra parte del río. Desembarazándose de la ropa, se echaron luego al agua y, con buen suceso, salieron los once de ellos a tierra por un gran portillo que en la barranca había. El doceno, que fue Juan López Cacho, no acertó a tomar la salida porque su caballo decayó algún tanto del portillo y, no pudiendo cortar la furia del agua para arribar a tomar la salida, se dejó ir el río abajo a ver si había otro portillo por do salir y, aunque procuró muchas veces subir la barranca para tomar tierra, no le fue posible por ser la barranca tan cortada como una pared y no hallar el caballo dónde afirmar los pies, por lo cual tuvo necesidad de volver a estotra ribera y, como el caballo hubiese nadado tanto tiempo sin descansar, iba muy fatigado. Juan López pidió socorro a los compañeros que cortaban la madera para la balsa. Cuatro de ellos, grandes nadadores, viendo el peligro en que venía, se echaron al agua y a él y a su caballo sacaron a tierra en salvamento, que no fue poca ventura según venían fatigados de lo que habían trabajado. Donde los dejaremos por decir lo que el gobernador hizo entretanto en Apalache.
Diciendo estas palabras, como iba guiando a los demás, hizo un gran cerco apartándose del indio y del camino que pasaba cerca del árbol donde estaba porque el enemigo no les tirase al pasar e hiriese algún caballo, que era lo que más temían. El indio, con la flecha puesta en el arco, como iba pasando el español, le iba apuntando al rostro, amenazando tirarle y, habiendo pasado el primero, hacía lo mismo al segundo y al tercero y a los demás, como iban por su orden, y con estos ademanes estuvo hasta que pasaron todos, y cuando vio que no le habían acometido, antes se habían apartado y huido de él, empezó a darles grita con palabras afrentosas, diciéndoles: "Cobardes, pusilánimes, apocados, que treinta de a caballo no habéis osado acometer a uno de a pie". Con estas bravatas se quedó debajo de su árbol con más honra que ganaron todos los de la Fama. Así lo decían los castellanos con demasiada envidia que le habían, los cuales pasaron adelante, corridos de la grita que el indio les daba. En esto oyeron una gran vocería y alarido que los indios que estaban por los campos, a una parte y a otra del camino, daban apellidándose unos a otros para atajarles el camino. Los españoles se libraron de este peligro, y de otros semejantes, con la ligereza de los caballos, corriendo siempre y dejando los enemigos atrás. Este día, que fue el tercero de su camino, ya bien de noche, llegaron a un buen llano, limpio de monte, donde descansaron, habiendo corrido y caminado aquel día diez y siete leguas, las últimas ocho por la provincia de Vitachuco.
El cuarto día caminaron otras diez y siete leguas, todas por la provincia de Vitachuco. Los naturales de ella, como estaban lastimados y ofendidos de la batalla pasada, viéndolos ahora pasar por su tierra y que eran pocos, deseaban vengarse de ellos con matarlos, para lo cual se ponían en paradas y se iban dando la palabra de uno a otro para pasar adelante la nueva de la ida de los españoles y convocar alguna gente para los atajar y tomar algún paso estrecho. Los nuestros, sintiendo la intención de los indios, pusieron tanta diligencia tras ellos que ninguno que pretendió ser mensajero se les escapó, y así alancearon este día siete indios. Al anochecer llegaron a un llano, limpio de monte, donde les pareció descansar, porque no sintieron ruido de indios que hubiese por el campo. A poco más de media noche, salieron de esta dormida y al salir del sol, habiendo caminado cinco leguas, llegaron al río de Ocali, donde dijimos habían flechado los indios al lebrel Bruto. Iban los castellanos con alguna esperanza de hallar el río con menos agua que cuando lo pasaron, como habían hallado el de Osachile, mas sucedioles muy en contra, porque, buen rato antes que llegasen a él, vieron las barrancas, con ser, como dijimos, de dos picas en alto, todas cubiertas de agua, y que trasvertía fuera de ellas en el llano. El río venía tan feroz, tan turbio y bravo, con tantos remolinos por todas partes, que sólo mirarle ponía espanto, cuánto más haberlo de pasar a nado.
A esta dificultad y peligro se añadió otro mayor, que fue el alarido y vocería que los indios de la una parte y la otra del río levantaron en viendo asomar los cristianos, apellidándose unos a otros para matarlos al pasar del río. Los españoles, viendo que en su buen ánimo, esfuerzo y diligencia estaba el remedio de sus vidas, en un punto tomaron acuerdo de lo que en aquel peligro debían hacer y, como si lo trajeran prevenido y todos fueran capitanes, mandaron, nombrándose unos a otros por sus nombres, que doce de ellos, que eran los mejores nadadores, con solas las celadas y cotas sobre las camisas (sin llevar otra más ropa por no estorbar el nadar a los caballos), y las lanzas en las manos, se echasen al río para tomar la otra ribera antes que los indios llegasen a ella, porque en ella, por haber más y acudir toda la del pueblo, había más peligro y era necesario tenerla desembarazada y libre, porque al pasar nadando los castellanos no los flechasen a su salvo los indios. Viendo, pues, los doce nombrados el peligro tan eminente en que iban, esforzándose unos a otros, dijeron todos a una: "Salga el que saliere y muera el que muriere, que ya vemos que no se puede hacer otra cosa". Mandaron asimismo que catorce de ellos, con toda diligencia, cortasen cinco o seis palos gruesos de los árboles que por la ribera había caídos y secos y de ellos hiciesen balsa en que pasasen las sillas, ropa y alforjas y los españoles que no sabían nadar, y los cuatro que restan procurasen resistir los indios que destotra parte, por río arriba y abajo, acudían a toda furia a estorbarles el paso.
Como lo ordenaron así lo pusieron por obra en un punto los doce nombrados para pasar de la otra parte del río. Desembarazándose de la ropa, se echaron luego al agua y, con buen suceso, salieron los once de ellos a tierra por un gran portillo que en la barranca había. El doceno, que fue Juan López Cacho, no acertó a tomar la salida porque su caballo decayó algún tanto del portillo y, no pudiendo cortar la furia del agua para arribar a tomar la salida, se dejó ir el río abajo a ver si había otro portillo por do salir y, aunque procuró muchas veces subir la barranca para tomar tierra, no le fue posible por ser la barranca tan cortada como una pared y no hallar el caballo dónde afirmar los pies, por lo cual tuvo necesidad de volver a estotra ribera y, como el caballo hubiese nadado tanto tiempo sin descansar, iba muy fatigado. Juan López pidió socorro a los compañeros que cortaban la madera para la balsa. Cuatro de ellos, grandes nadadores, viendo el peligro en que venía, se echaron al agua y a él y a su caballo sacaron a tierra en salvamento, que no fue poca ventura según venían fatigados de lo que habían trabajado. Donde los dejaremos por decir lo que el gobernador hizo entretanto en Apalache.