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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XXIV Cómo prendieron a Vitachuco, y el rompimiento de batalla que hubo entre indios y españoles Habiéndose, pues, ordenado la gente de una parte y otra como se ha dicho, salieron los españoles hermosamente aderezados, armados y puestos a punto de guerra en sus escuadrones, divididos los caballeros de los infantes. El gobernador, por más fingir que no sabía la traición de los indios, quiso salir a pie con el curaca. Cerca del pueblo había un gran llano. Tenía a un lado un monte alto y espeso que ocupaba mucha tierra; al otro lado tenía dos lagunas. La primera era pequeña, que bojaba una legua en contorno, era limpia de monte y cieno; empero, tan honda que a tres o cuatro pasos de la orilla no se hallaba pie. La segunda, que estaba más apartada del pueblo, era muy grande, tenía de ancho más de media legua y de largo parecía un gran río, que no sabían dónde iba a parar. Entre el monte y estas dos lagunas pusieron su escuadrón los indios, quedándoles a mano derecha las lagunas y a la izquierda el monte. Serían casi diez mil hombres de guerra, gente escogida, valientes y bien dispuestos; sobre las cabezas tenían unos grandes plumajes, que son el mayor ornamento de ellos, aderezados y compuestos de manera que suben media braza en alto, con ellos parecen los indios más altos de lo que son. Tenían sus arcos y flechas en el suelo cubiertas con hierba para dar a entender que, como amigos, estaban sin armas. El escuadrón tenía formado en toda perfección militar, no cuadrado sino prolongado, las hileras derechas y algo abiertas, con dos cuernos a los lados de sobresalientes, puestos en tan buena orden, que, cierto, era cosa hermosa a la vista.
Esperaban los indios a Vitachuco, su señor, y a Hernando de Soto, que saliesen a los ver. Los cuales salieron a pie acompañados de cada doce de los suyos, ambos con un mismo ánimo y deseo el uno contra el otro. A mano derecha del gobernador iban los escuadrones de los españoles: el de la infantería arrimado al monte y la caballería por medio del llano. Llegados el gobernador y el cacique al puesto donde Vitachuco había dicho daría la seña para que los indios prendiesen al general, el general la dio primero porque su contrario, que llevaba el mismo juego, no le ganase por la mano, que por ella se había de ganar este envite que entre los dos iba hecho. Hizo disparar un arcabuz, que era seña para los suyos. Alonso de Carmona dice que la seña fue toque de trompeta; pudo ser lo uno y lo otro. Los doce españoles que iban cerca de Vitachuco le echaron mano, y, aunque los indios que entre ellos iban quisieron defenderle y se pusieron a ello, no pudieron librarlo de prisión. Hernando de Soto, que secretamente iba armado y llevaba cercano de sí dos caballos de rienda, subiendo en uno de ellos, que era rucio rodado y le llamaban Aceituno, porque Mateo de Aceituno (de quien atrás dijimos había ido a reedificar La Habana, el cual se quedó en ella por alcaide de una fortaleza que había de fundar, que es la que hoy tiene aquella ciudad y puerto, que la fundó este caballero, aunque no en la grandeza y majestad que ahora tiene) se lo había dado, y era un bravísimo y hermosísimo animal digno de haber tenido tales dueños.
Subiendo, pues, el gobernador en él, arremetió al escuadrón de los indios y por él entró primero que otro alguno de los castellanos, así porque iba más cerca del escuadrón como porque este valiente capitán en todas las batallas y recuentros que de día o de noche en esta conquista y en la del Perú se le ofrecieron, presumía siempre ser de los primeros, que, de cuatro lanzas, las mejores que a las Indias Occidentales hayan pasado o pasen, fue la suya una de ellas. Y, aunque muchas veces sus capitanes se le quejaban de que ponía su persona a demasiado riesgo y peligro, porque en la conservación de su vida y su salud, como de cabeza, estaba la de todo su ejército, y aunque él viese que tenían razón, no podía refrenar su ánimo belicoso ni gustaba de las victorias, si no era el primero en ganarlas. No deben ser los caudillos tan arriscados. Los indios, que a este punto tenían ya sus armas en las manos, recibieron al gobernador con el mismo ánimo y gallardía que él llevaba y no le dejaron romper muchas filas del escuadrón, porque a las primeras que llegó, de muchas flechas que le tiraron, le acertaron con ocho, y todas dieron en el caballo, que, como veremos en el discurso de la historia, siempre estos indios procuraban matar primero los caballos que los caballeros, por la ventaja que con ellos les hacían. Las cuatro le clavaron por los pechos y las otras cuatro por los codillos, dos por cada lado, con tanta destreza y ferocidad que sin que menease pie ni mano, como si con una pieza de artillería le dieran en la frente, lo derribaron muerto.
Los españoles, oyendo el tiro del arcabuz, arremetieron al escuadrón de los indios siguiendo a su capitán general. Los caballos iban tan cerca de él que pudieron socorrerle antes que los enemigos le hiciesen algún otro mal. Un paje suyo, llamado Fulano Viota, natural de Zamora e hijodalgo, apeándose del caballo, se lo dio y ayudó a subir en él. El gobernador arremetió de nuevo a los indios, los cuales, no pudiendo resistir el ímpetu de trescientos caballos juntos porque no tenían picas, volvieron las espaldas sin hacer muchas pruebas de sus fuerzas y valentía, bien contra la opinión que poco antes su cacique y ellos de sí tenían, que les parecía imposible que tan pocos españoles venciesen a tantos y tan valientes indios como ellos presumían ser. Rompido el escuadrón, huyeron los indios a las guaridas que más cerca hallaron. Una gran banda de ellos entró en el monte, donde salvaron sus vidas; otros muchos se arrojaron en la laguna grande, donde escaparon de la muerte; otros, que eran de retaguarda y tenían lejos las guaridas, fueron huyendo por el llano adelante, donde alanceados murieron más de trescientos y fueron presos algunos, aunque pocos. Los de la avanguardia, que eran los mejores y, como tales, en las batallas suelen pagar siempre por todos, fueron los más desdichados, porque recibieron el primer encuentro y el mayor ímpetu de los caballos, y, no pudiendo acogerse al monte ni a la laguna grande, que eran las mejores guaridas, se arrojaron en la más pequeña más de novecientos de ellos.
Este fue el primer lance de las bravosidades de Vitachuco. El recuentro sucedió a las nueve o diez de la mañana. Los españoles siguieron el alcance por todas partes hasta entrar en el monte y en la laguna grande, mas, viendo que toda la diligencia que hacían no les valía para prender siquiera un indio, se volvieron todos y acudieron a la laguna pequeña, donde, como dijimos, se habían echado más de novecientos indios. A los cuales, para que se rindiesen, combatieron todo el día, más con las amenazas y asombros que no con las armas. Tirábanles con las ballestas y arcabuces para amedrentarlos y no para matarlos, porque, como a gente casi rendida que no se les podía huir, no les querían hacer mal. Los indios no cesaron todo el día de tirar flechas a los castellanos, hasta que se les acabaron, y, para poderlas tirar desde el agua, porque no podían hacer pie, se subía un indio sobre tres o cuatro de ellos que andaban juntos nadando y le tenían en peso, hasta que gastaban las flechas de toda su cuadrilla. De esta manera se entretuvieron todo el día sin rendirse alguno. Venida la noche, los españoles cercaron la laguna, poniéndose a trechos de dos en dos los de a caballo y de seis en seis los infantes los unos cerca de los otros, porque con la oscuridad de la noche no se les fuesen los indios. Así los estuvieron molestando sin dejarles poner los pies en la orilla, y, cuando los sentían cerca de ella, les tiraban para que se alejasen y, cansados de nadar, se rindiesen más aína. Amenazábanles por una parte con la muerte, si no se rendían, y por otra les convidaban con el perdón, paz y amistad a los que quisiesen recibirla.
Esperaban los indios a Vitachuco, su señor, y a Hernando de Soto, que saliesen a los ver. Los cuales salieron a pie acompañados de cada doce de los suyos, ambos con un mismo ánimo y deseo el uno contra el otro. A mano derecha del gobernador iban los escuadrones de los españoles: el de la infantería arrimado al monte y la caballería por medio del llano. Llegados el gobernador y el cacique al puesto donde Vitachuco había dicho daría la seña para que los indios prendiesen al general, el general la dio primero porque su contrario, que llevaba el mismo juego, no le ganase por la mano, que por ella se había de ganar este envite que entre los dos iba hecho. Hizo disparar un arcabuz, que era seña para los suyos. Alonso de Carmona dice que la seña fue toque de trompeta; pudo ser lo uno y lo otro. Los doce españoles que iban cerca de Vitachuco le echaron mano, y, aunque los indios que entre ellos iban quisieron defenderle y se pusieron a ello, no pudieron librarlo de prisión. Hernando de Soto, que secretamente iba armado y llevaba cercano de sí dos caballos de rienda, subiendo en uno de ellos, que era rucio rodado y le llamaban Aceituno, porque Mateo de Aceituno (de quien atrás dijimos había ido a reedificar La Habana, el cual se quedó en ella por alcaide de una fortaleza que había de fundar, que es la que hoy tiene aquella ciudad y puerto, que la fundó este caballero, aunque no en la grandeza y majestad que ahora tiene) se lo había dado, y era un bravísimo y hermosísimo animal digno de haber tenido tales dueños.
Subiendo, pues, el gobernador en él, arremetió al escuadrón de los indios y por él entró primero que otro alguno de los castellanos, así porque iba más cerca del escuadrón como porque este valiente capitán en todas las batallas y recuentros que de día o de noche en esta conquista y en la del Perú se le ofrecieron, presumía siempre ser de los primeros, que, de cuatro lanzas, las mejores que a las Indias Occidentales hayan pasado o pasen, fue la suya una de ellas. Y, aunque muchas veces sus capitanes se le quejaban de que ponía su persona a demasiado riesgo y peligro, porque en la conservación de su vida y su salud, como de cabeza, estaba la de todo su ejército, y aunque él viese que tenían razón, no podía refrenar su ánimo belicoso ni gustaba de las victorias, si no era el primero en ganarlas. No deben ser los caudillos tan arriscados. Los indios, que a este punto tenían ya sus armas en las manos, recibieron al gobernador con el mismo ánimo y gallardía que él llevaba y no le dejaron romper muchas filas del escuadrón, porque a las primeras que llegó, de muchas flechas que le tiraron, le acertaron con ocho, y todas dieron en el caballo, que, como veremos en el discurso de la historia, siempre estos indios procuraban matar primero los caballos que los caballeros, por la ventaja que con ellos les hacían. Las cuatro le clavaron por los pechos y las otras cuatro por los codillos, dos por cada lado, con tanta destreza y ferocidad que sin que menease pie ni mano, como si con una pieza de artillería le dieran en la frente, lo derribaron muerto.
Los españoles, oyendo el tiro del arcabuz, arremetieron al escuadrón de los indios siguiendo a su capitán general. Los caballos iban tan cerca de él que pudieron socorrerle antes que los enemigos le hiciesen algún otro mal. Un paje suyo, llamado Fulano Viota, natural de Zamora e hijodalgo, apeándose del caballo, se lo dio y ayudó a subir en él. El gobernador arremetió de nuevo a los indios, los cuales, no pudiendo resistir el ímpetu de trescientos caballos juntos porque no tenían picas, volvieron las espaldas sin hacer muchas pruebas de sus fuerzas y valentía, bien contra la opinión que poco antes su cacique y ellos de sí tenían, que les parecía imposible que tan pocos españoles venciesen a tantos y tan valientes indios como ellos presumían ser. Rompido el escuadrón, huyeron los indios a las guaridas que más cerca hallaron. Una gran banda de ellos entró en el monte, donde salvaron sus vidas; otros muchos se arrojaron en la laguna grande, donde escaparon de la muerte; otros, que eran de retaguarda y tenían lejos las guaridas, fueron huyendo por el llano adelante, donde alanceados murieron más de trescientos y fueron presos algunos, aunque pocos. Los de la avanguardia, que eran los mejores y, como tales, en las batallas suelen pagar siempre por todos, fueron los más desdichados, porque recibieron el primer encuentro y el mayor ímpetu de los caballos, y, no pudiendo acogerse al monte ni a la laguna grande, que eran las mejores guaridas, se arrojaron en la más pequeña más de novecientos de ellos.
Este fue el primer lance de las bravosidades de Vitachuco. El recuentro sucedió a las nueve o diez de la mañana. Los españoles siguieron el alcance por todas partes hasta entrar en el monte y en la laguna grande, mas, viendo que toda la diligencia que hacían no les valía para prender siquiera un indio, se volvieron todos y acudieron a la laguna pequeña, donde, como dijimos, se habían echado más de novecientos indios. A los cuales, para que se rindiesen, combatieron todo el día, más con las amenazas y asombros que no con las armas. Tirábanles con las ballestas y arcabuces para amedrentarlos y no para matarlos, porque, como a gente casi rendida que no se les podía huir, no les querían hacer mal. Los indios no cesaron todo el día de tirar flechas a los castellanos, hasta que se les acabaron, y, para poderlas tirar desde el agua, porque no podían hacer pie, se subía un indio sobre tres o cuatro de ellos que andaban juntos nadando y le tenían en peso, hasta que gastaban las flechas de toda su cuadrilla. De esta manera se entretuvieron todo el día sin rendirse alguno. Venida la noche, los españoles cercaron la laguna, poniéndose a trechos de dos en dos los de a caballo y de seis en seis los infantes los unos cerca de los otros, porque con la oscuridad de la noche no se les fuesen los indios. Así los estuvieron molestando sin dejarles poner los pies en la orilla, y, cuando los sentían cerca de ella, les tiraban para que se alejasen y, cansados de nadar, se rindiesen más aína. Amenazábanles por una parte con la muerte, si no se rendían, y por otra les convidaban con el perdón, paz y amistad a los que quisiesen recibirla.