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Datos principales
Desarrollo
CAPÍTULO XIV Pueblo San José. --Iglesia de paja. --El cura. --Resistencia de un indio. --Afecto de los indios. --Jornada a Maní. --La Sierra. --Hacienda Santa María. --Montículo arruinado. --Buen camino. --Llegada a la ciudad de Tekax. --Revolución incruenta. --Situación y apariencia de la ciudad. --Encuentro interesante. --Curiosidad de las gentes del pueblo. --Akil. --Asiento de una ciudad arruinada. --Piedras esculpidas. --Continuación de la jornada. --Arribo a Maní. --Noticia histórica. --Tutul Xiu. --Embajada dirigida a los señores de Sotuta. --Asesinato de estos embajadores. --Maní fue el primer pueblo del interior que se sometió a los españoles. --Escasez de agua por todo el país. --Consideración de peso. --Descubrimiento interesante Marzo 5. A la mañana siguiente muy temprano nos pusimos en marcha para las ruinas de San José, y a las siete llegamos al pueblecito de aquel nombre situado agradablemente entre la sierra y una hilera de colinas, y contenía como unos doscientos habitantes, entre quienes había varios blancos, según pude observar al tiempo de encaminarme a la plaza. Encontramos en la casa real un cacique de respetable apariencia, quien nos dijo que no había paredes viejas en el pueblo, cuya aserción ratificaron otros varios indios que estaban presentes. No nos pesó mucho de ello, porque ciertamente no deseábamos encontrarnos con nada que nos distrajese y obligase a cambiar nuestros planes; y, por consiguiente, para no perder tiempo, determinamos proseguir a Maní, distante de allí ocho leguas, pidiendo un indio que llevase nuestras hamacas, y del cual se encargó de proveernos el cacique.
En el lado opuesto de la casa real en la plaza había una iglesia techada de guano o paja, cuya campana llamaba a misa, y en cuya puerta había un grupo de hombres que rodeaba a un grave anciano vestido de chaqueta, que yo conocí, debía ser el cura. Todos ellos me ratificaron el relato que se me había hecho en la casa real respecto de la no existencia de ruinas en el pueblo; pero el cura, reforzando sus palabras con la exclamación de "¡Ave María!", me dijo que en Ticum, la cabecera de aquel curato, había bastantes de ellas. Pensaba regresar allí después de decir misa, y deseaba que le acompañásemos a verlas y escribir en seguida su descripción. Yo me sentía inclinado a verificarlo así, si sólo se hubiese tratado de pasar un día en su compañía en el convento; pero luego supe que las paredes viejas en cuestión estaban en la más completa ruina, pues que habían suministrado materiales para la fábrica de la iglesia, del convento y de todas la casas de piedra que había en el pueblo. Mientras pasaba esta conversación en la puerta de la iglesia, el bendito sacristán indio tiraba de la cuerda de la campana con tal furor y tenacidad, llamando a misa, que parecía como indignado de que su anuncio no fuese obsequiado; y con eso nos ensordecía en términos de costarnos mucho trabajo poder oírnos mutuamente. El cura no parecía darse mucha prisa; pero yo tuve algunos escrupulillos de estar haciendo esperar demasiado a la congregación, y tuve a bien regresarme a la casa real.
Allí acababa de ocurrir una escena que el rumor de la campana me había impedido saber anticipadamente. Fue el caso que el cacique envió a buscar a un indio que cargase nuestro equipaje; mas este individuo rehusó obedecer redondamente, insolentándose contra el cacique, quien desde luego mandó que se le metiese en el cepo. Cuando yo entré, silencioso y ceñudo el delincuente esperaba la ejecución de la sentencia, y a los pocos momentos yacía echado en el suelo con las piernas metidas en el cepo, aseguradas más arriba de las rodillas. El cacique envió a buscar a otro indio, y entretanto una pobre anciana, con la expresión más lastimosa en la fisonomía, se presentó trayendo unas tortillas al preso. Era la madre; sentose en el cepo para permanecer con él y darle consuelos, y, al ver girar la cabeza de aquel hombre en el suelo y la actitud de la mujer que nos contemplaba con aire de azoramiento, nos reprochamos haber sido la causa de aquel desastre, y procuramos que se aliviase el castigo a aquel desgraciado; pero el cacique no quiso ni escucharnos, diciendo que no le castigaba por rehusar acompañarnos, aunque podía obligársele a ello en razón a que debía contribuciones en el pueblo, sino por habérsele insolentado. Evidentemente era éste un cacique de aquéllos que no gustaban ver burlada su autoridad; y viendo que, si insistíamos demasiado, sin poder servir de nada al indio, nos exponíamos a perder la buena disposición del cacique en favor nuestro, desistimos en fin de hablar más del asunto.
Al cabo de algún tiempo, y a la cuenta no sin alguna dificultad, hubo de proporcionarnos otro cargador. Al tiempo de ponernos en marcha, hicimos un esfuerzo final en favor del pobre hombre que yacía con las piernas en el cepo, y el cacique nos ofreció ponerle en libertad, aunque aparentemente no podía comprender qué clase de interés podíamos tener en un negocio que, a su juicio, en nada nos atañía. Terminado este incidente, nos encontramos con que habíamos introducido la confusión en otra familia. La mujer y una hijita del cargador le acompañaron hasta la cima de la colina que estaba fuera del pueblo, en donde se despidieron de él como si partiese a un viaje largo y peligroso. La afición decidida del indio a su hogar es uno de sus distintivos más característicos. Los primitivos escritores de las cosas de América suponían que en ellos no existía la afición tierna de los dos sexos, y es probable que el refinamiento de este afecto no existiese en realidad; pero las circunstancias y el hábito ligan al marido y mujer indios con tanta fuerza como cualquier otro vínculo. Cuando el indio llega a la edad viril, busca a una mujer que le haga las tortillas y le provea de agua caliente para bañarse de noche. En la mujer que escoge, alguna vez por dirección de su amo, no busca mucho la semejanza de gustos, ni la proporción de la edad, y aunque él sea joven y vieja la mujer, viven juntos muy razonablemente. Si la mujer se hace culpable de una gran ofensa, o que su marido la reputa como tal, la demanda ante el amo o ante el alcalde del lugar hace que le den una azotaina y en seguida la toma del brazo y se vuelve tranquilamente con ella a su casa.
El marido indio raras veces es cruel para con su esposa, y la adhesión de ésta al marido es siempre muy digna de notar: ambos participan de unos mismos placeres, labores y cuidados; juntos van acompañados de sus hijuelos a la fiesta de algún pueblo, y uno de los incidentes más aflictivos que pudiera sobrevenirles es la necesidad que obliga al marido a salir de casa por algún tiempo. En los suburbios del pueblo comenzamos a subir la sierra, desde cuya cima vimos a nuestros pies la hacienda Santa María. Detrás de ésta descollaba un elevado montículo, cubierto de árboles, indicio cierto de que allí existían también las ruinas de alguna ciudad antigua. Luego que bajamos de la sierra nos encaminamos a la hacienda, en donde vimos a tres individuos que estaban almorzando a la sombra. Uno de ellos gastaba sombrero de pelo, muestra de civilización que hacía largo tiempo no veíamos e indicio además de que era de la ciudad de Tekax y solo había ido allí a dar un paseo matutino. El propietario de la finca salió a recibirnos, y, designándole el montículo, le hicimos algunas preguntas relativas al edificio; pero él no nos comprendió y, suponiendo que le hablábamos de algunos ranchos antiguos existentes en aquella dirección, nos dijo que eran para los sirvientes. Albino le explicó que viajábamos por el país investigando las ruinas, y aquel buen hombre se le quedó mirando casi con el mismo aire de azoramiento y sorpresa con que el ventero contemplaba a Sancho Panza al hacerle éste la explicación de que su amo era un caballero andante, que andaba deshaciendo agravios y enderezando entuertos.
Sin embargo, logramos entendernos al fin acerca del montículo, y entonces me dijo el dueño de la finca que nunca había estado allí, ni existía paso alguno que guiase hasta él, y que, si pretendíamos examinarlos, nos comerían vivos las garrapatas. Por último hizo comparecer a algunos indios que dijeron que el tal montículo estaba enteramente reducido a un montón de escombros. Quedé muy satisfecho de este resultado, porque la idea de cargarme de garrapatas y permanecer así hasta la noche casi me había hecho desistir de toda investigación. Al mismo tiempo, los otros caballeros hicieron mención de otras ruinas a distancia de una legua de Tekax, en la hacienda de un señor Galera. Yo me sentí muy dispuesto a practicar un rodeo y visitarlas, pero nuestro cargador ya había pasado de largo y la pequeña dificultad de alcanzarle, procurarnos otro para cambiar de camino y perder acaso un día entero eran objeciones un tanto graves. Al dejar la hacienda, entramos con satisfacción indecible en un construido camino para carros y calesas: hubimos salido de los estrechos y tortuosos senderos de milpas para entrar de nuevo en un camino real. Hubimos tenido la satisfacción de realizar una incursión, que se nos había anunciado como impracticable al tiempo de emprenderla; y nos hallábamos ya en aquella parte del Estado, la más rica y afamada por sus plantaciones de caña de azúcar. Encontramos varios carros pesados, tirados de bueyes y caballos, que conducían azúcar de las haciendas.
Muy luego llegamos a la ciudad de Tekax, que es una de las cinco poblaciones que en Yucatán tienen el título de ciudad, y confieso que al entrar en ésta experimenté cierta emoción. Nuestro viaje en todo Yucatán había sido tan tranquilo, tan exento de peligros o interrupciones de ninguna clase, que todo eso me parecía extraordinario después de lo que había experimentado en mis viajes por Centroamérica. Yucatán estaba en completa escisión de México, y habíamos oído hablar algo relativo a ciertas maquinaciones de arreglo; pero en esto no había ocurrido tumulto, confusión, ni mucho menos derramamiento de sangre. Sólo Tekax había perturbado la tranquilidad general, y, mientras que todo el país permanecía inalterable, esta ciudad del interior había hecho de su cuenta y riesgo una pequeña revolución, a beneficio de quien en ello tenía interés. Según lo que yo oí decir acerca de este incidente, la tal revolución fue promovida por tres patriotas, cuyos nombres se me han extraviado por desgracia. Estos individuos pertenecían al partido llamado de los independientes, que querían se declarase la independencia de México. El resultado de las elecciones locales les había sido contrario y tomaron posesión de sus oficios los alcaldes del bando opuesto. Entretanto unos comisionados de Santa Anna habían llegado a Yucatán a negociar con su gobierno, instándole que no se hiciese una declaración abierta de independencia, sino que se continuase quietamente con el estado que guardaban las cosas hasta que se arreglasen las dificultades de México, y que entonces se escucharían las quejas y repararían todos los agravios.
Temerosos de la influencia que podían ejercer estos comisionados, los tres patriotas de Tekax resolvieron dar el grito de libertad, se dirigieron a los ranchos de la sierra, reclutaron una partida de indios desnudos a quienes armaron de machetes, de escopetas viejas y de aquellas armas primitivas con que David derribó al gigante Goliath, cayeron sobre Tekax y, con terrible alarma de las mujeres y los muchachos, tomaron posesión de la plaza, colgaron la figura de Santa Anna, la apedrearon, la fusilaron, la quemaron y gritaron "Viva la independencia". Pero poquísimos de entre ellos habían oído hablar nunca de Santa Anna, lo cual no era una razón para no apedrearle y quemar su efigie. No conocían una palabra de las relaciones entre México y Yucatán, y con su grito de independencia no querían significar otro deseo que el de que se les librase de las contribuciones al gobierno y de sus deudas a los amos. Poco prácticos en las revoluciones, lo que hicieron fue deponer a los nuevos alcaldes, echar derramas sobre sus adversarios y fulminar la formidable amenaza de que marcharían trescientos hombres a la capital a obligarla a que hiciese la declaración de independencia. La noticia de todos estos movimientos llegó inmediatamente a Mérida, y las más temibles amenazas de guerra se cruzaron entre las dos ciudades. Cada una de ellas esperaba que la otra hiciese la primera demostración; pero al fin la capital se determinó a enviar una división, que llegó a Ticul precisamente un día después de mi última salida de allí, mientras el Dr.
Cabot aún permanecía en aquel pueblo. No faltaba más que un día de marcha para llegar al foco de la rebelión; pero la tropa hizo alto para descansar y esperar el efecto moral que su aproximación produciría. Sin duda alguna el lector (americano) jamás ha oído hablar antes de la tal ciudad de Tekax, y sin embargo no hace un año que la turba de sansculotes armados allí para proclamar la independencia creía positivamente que el mundo entero tenía abiertos los ojos sobre ella. A los tres días, la división de Mérida prosiguió su marcha con cañones a vanguardia, banderas desplegadas y tambor batiente, mientras que las mujeres de Ticul se reían de buena gana, seguras de que no habría derramamiento de sangre. Ese mismo día llegaron las tropas a Tekax, y a la mañana siguiente, en vez de arremeterse unos y otros como bestias bravas, viose a los oficiales de las fuerzas de la capital y a los tres caudillos independientes pasearse públicamente de bracero por la plaza. Los primeros ofrecieron sus buenos oficios en favor de sus nuevos amigos, y dos reales a cada uno de los indios pronunciados: con eso quedó sofocada la revolución. Tales eran las noticias y relatos que recibíamos, acompañado todo de ciertas denuncias que nos representaban a la ciudad de Tekax como revolucionaria y radical, y a su pueblo como la gente más cavilosa de Yucatán. A pesar de tan mala reputación, me fue muy satisfactorio hallar que aquella ciudad tiene una apariencia más bella y que anuncia mejor porvenir que cualquier otra de las poblaciones del interior, que hasta allí habíamos visto; y a su aspecto no pude menos de pensar que sería mucho mejor para Yucatán que muchos de sus decadentes e inertes pueblos tuviesen gente tan cavilosa (rabble) como la de Tekax.
La ciudad se encuentra a la falda de la sierra. Al entrar por ella teníamos a la vista la iglesia de la Ermita con un ancho ramal de escaleras trazado en la montaña. Las calles eran anchas, grandes y perfectamente arregladas las casas, y una de éstas tenía tres pisos con galerías y balcones a la calle. Había tal apariencia de vida y movimiento, que no pudo menos de excitarnos vivamente, viniendo como veníamos de los ranchos de indios, y privados por tanto tiempo de las comodidades y de la vista de algo que pudiera llamarse una ciudad. Mientras hacíamos nuestra entrada en Tekax, aproximábanse a nosotros una lucida calesa ocupada por un caballero y su señora, que era hermosa y estaba muy bien vestida. Con sorpresa nuestra reconocimos en la señora a la bella persona que había sido el objeto de nuestras primeras labores daguerrotípicas en Mérida, y cuyo presente de un pastel había penetrado hasta el cuero mismo de los cojinillos de mi silla de montar. El transcurso de unas pocas semanas había producido un cambio notable en su condición, y estaba ahora paseando al lado de su legítimo dueño. Por la cortesía de nuestro saludo procuramos distraer su atención del pésimo estado de nuestro pergeño; pero desgraciadamente el sombrero del Dr. Cabot estaba atado a su barba por una cinta, y por tanto no pudo quitárselo de la cabeza: el mío, al cual faltaba una de las cintas, describió un círculo en el aire hasta desaparecer bajo mi caballo, como el doctor decía maliciosamente.
El caballero condescendió con hacernos una inclinación de cabeza, pero nos lisonjeamos en creer que la señora no hizo alto ninguno en nuestras personas. Pero, si bien olvidábanse de nosotros los amigos antiguos, los ciudadanos de Tekax no nos dejaron pasar desapercibidos. Conforme marchábamos a través de las calles, los ojos de todo el mundo se convertían a nosotros. Detuvímonos en la plaza, que, con su gran iglesia y hermosos edificios alrededor, era la más bella que yo había visto hasta allí, en el interior; y todos salieron a los corredores para contemplarnos. Era un suceso sin precedente el que unos viajeros extranjeros pasasen a través de aquella población: las sillas europeas, las fundas de las pistolas y aun las armas, todo les parecía extraño. Para mayor abundamiento, con inclusión de Albino, formábamos el cabalístico número de tres, que había ejecutado la última revolución. Conociendo la curiosidad que estábamos excitando y que todos querían hablarnos, sin desmontar ni cruzar con persona alguna una sola palabra, pasamos de largo y continuamos nuestra jornada. El pueblo estaba tan asombrado, como si la destrozada cola de un cometa hubiese pasado sobre sus cabezas; y después, hallándonos en otro pueblo lejano, llegó hasta nosotros la noticia que habíamos pasado por Tekax vestidos como moros. Como aquellas buenas gentes no habían visto jamás a ningún moro, ni estaban familiarizadas con los trajes moriscos, tomaron por tales las blusas que llevábamos.
Lo extraño del traje con que nos presentamos allí mitigaba en algo la mortificación de no haber sido reconocidos de la bella señora de Mérida. Nuestro camino se extendía por alguna distancia a lo largo de la sierra: como era ancho y abierto, el sol nos hostigaba fieramente. A las diez y media de la mañana llegamos al pueblo de Akil, y nos encaminamos a la casa real, a cuya puerta estaba una de aquellas piedras huecas llamadas pilas, de que ya hemos hecho referencia. En las escaleras y paredes había piedras esculpidas tomadas de los montículos arruinados, que existían en las inmediaciones; y a la alzada que cruzaba el atrio de la iglesia guiando a la puerta de ésta, se hallaba trazada sobre un montículo, dejando parte de él a cada uno de los lados, y formando los escombros extraídos parte de las paredes del patio de la casa cural. El resto de estas paredes, la iglesia y el convento estaban construidos con piedras tomadas de los antiguos edificios. Estábamos, pues, en el asiento de otra de las ciudades arruinadas de la cual nunca habíamos oído hablar, y de cuya existencia ni aún se hubiera sospechado, sino por los elocuentes vestigios que aún se ven en la puerta de la casa real. Poco antes de las tres proseguimos nuestro camino. El sol calentaba mucho todavía: el camino era estrecho, pedregoso, poco interesante y trazado en gran parte a través de milpas bastante crecidas. A las cinco y media llegamos al pueblo de Maní, descubriendo aún sobre la puerta y en los costados de la casa real piedras esculpidas, algunas de ellas de nuevos y curiosos diseños: en un compartimento existía una figura sentada, llevando una cosa que podía parecer corona y cetro, y teniendo a los lados imágenes del sol y de la luna, curiosas e interesantes en sí mismas, aparte del recuerdo que nos hacía de hallarnos actualmente en el asiento de otra ciudad antigua.
No teníamos guía ni historia ninguna para gobernarnos en nuestro viaje a través de todo aquel país. Día tras día veíamos y pasábamos por una multitud de lugares desconocidos más allá de los límites de Yucatán, sin historia ninguna que atrajese sobre ellos la atención y excitase algún sentimiento o recuerdo. Maní, sin embargo, es la excepción de la regla, y puede decirse que su historia se encuentra ampliamente escrita, comparada con la profunda oscuridad o equívoca luz en que están sepultados los demás lugares monumentales de la península. Cuando los altivos caciques mayas se rebelaron contra su señor supremo destruyendo la ciudad de Mayapán, el monarca reinante se vio confinado al solo territorio de Maní, cuyo pueblo no había tomado parte ninguna en la rebelión. Abatido allí su poder hasta el nivel del que tenían los demás caciques, la raza de los antiguos señores mayas gobernó en paz y tranquilidad aquel territorio hasta la época de la invasión de los españoles: la sombra del trono le cubría, gozaba del afecto de los indios, y todavía mucho tiempo después de la Conquista llevaba el orgulloso nombre de "La corona real de Maní". Ya se ha dicho que, al llegar los españoles a Thoo, acamparon sobre un cerro o montículo que estuvo situado en el sitio mismo que hoy ocupa la plaza mayor de Mérida. En esta disposición y cercados de todas partes de indios hostiles, cortadas las provisiones y reducidos a una penosa extremidad, los centinelas avanzados llevaron la noticia a don Francisco de Montejo de que una gran masa de indios, guerreros según todas las apariencias, avanzaba en aquella dirección.
Desde la cima del cerro se descubría toda aquella multitud y en medio de ella a un personaje traído en hombros de indios, y extendido en una especie de litera. Suponiendo los españoles la proximidad inminente de una batalla, encomendáronse a Dios, el capellán enarboló la santa cruz, y, postrándose todos ante ella, apoderáronse desde luego de sus armas para prepararse a la lid. Luego que los indios estuvieron próximos al cerro, bajaron de sus hombros al que traían cargado, y éste comenzó a aproximarse solo, depuso en el suelo su arco y sus flechas, y levantando ambas manos hizo signo de que venía de paz. Inmediatamente todos los indios también depusieron sus arcos y flechas, y, tocando la tierra con las puntas de sus dedos, besáronla en signo igualmente de benevolencia. El jefe avanzó hasta el pie del cerro y comenzó a subir: don Francisco Montejo saliole al encuentro, y el indio le hizo una reverencia profunda. Montejo le hizo un recibimiento muy cordial, y, tomándole de la mano, le condujo a sus cuarteles. Este indio era Tutul Xiu, el mayor cacique de aquella tierra, el descendiente en línea recta de la estirpe real de los señores de Mayapán, y el actual régulo de Maní. Dijo que, movido del valor y perseverancia de los españoles, había venido espontáneamente a tributarles obediencia, y a ofrecerles su auxilio y el de sus vasallos para la pacificación de todo el resto del país; y trajo, además de eso, un cuantioso regalo de pavos, frutas y otras provisiones.
Había venido, en suma, con el objeto de hacerse amigo de los españoles y además deseaba hacerse cristiano, para lo cual suplicó al Adelantado que se ejecutasen en su presencia algunas ceremonias religiosas. Don Francisco hizo entonces una solemnísima adoración de la santa cruz, y Tutul Xiu, contemplando atentamente lo que se hacía, imitó a los españoles como mejor supo, hasta que con grandes demostraciones de alegría llegó a besar el pie de la cruz. Encantados con eso estaban los españoles, y, concluida la adoración, notaron que aquel para ellos tan afortunado día era el del glorioso San Ildefonso, al cual eligieron inmediatamente por su santo patrono. Tutul Xiu fue acompañado de otros varios caciques, cuyos nombres, expresados en un manuscrito indio, habían sido también inscritos en la sumisión. Permanecieron todos setenta días en compañía de los españoles, y, al despedirse, Tutul Xiu prometió enviar embajadores a los demás caciques, que no eran vasallos suyos, a fin de que prestasen obediencia a los conquistadores. Con eso, y dejándoles una gran cantidad de provisiones y muchos indios de servicio, dio la vuelta a Maní. Allí convocó a todos sus súbditos, dioles noticia de sus intenciones, y del pacto que había hecho con los españoles, al cual todos los vasallos se sometieron de conformidad. En seguida despachó a los caciques que fueron en compañía suya a prestar su obediencia a los españoles, en calidad de embajadores cerca de los señores de Sotuta, llamados Cocomes, y las otras naciones del oriente hasta la región en que hoy existe la ciudad de Valladolid, dándoles a conocer su resolución, la amistad que había trabado con los españoles; suplicándoles que hiciesen lo mismo, en atención a que los conquistadores estaban resueltos a permanecer en la tierra, a que se habían establecido de asiento en Campeche, y a que estaban preparándose para verificar lo mismo en Thoo.
Recordábales el número de batallas en que habían lidiado, y las muchas vidas de los naturales que se habían sacrificado; y, por último, les informaba que durante su presencia entre los españoles había permanecido con ellos en los mejores términos de amistad, y que juzgaba que sería mucho más conveniente a todos sus compatriotas el que siguiesen su ejemplo, considerando los peligros que resultarían de una conducta diferente. Los embajadores se dirigieron al distrito de Sotuta, y expusieron su embajada a Nachí Cocom, el principal señor de aquel territorio. Suplicoles éste que esperasen su respuesta por cuatro o cinco días, y entre tanto convocó a todos los caciques que de él dependían, quienes de acuerdo con su principal señor dispusieron una gran cacería con el pretexto ostensible de festejar a los embajadores. Con eso, alejáronlos hasta una espesa y solitaria floresta y allí les festejaron por tres días: al cuarto sentáronse para comer bajo un gran árbol de zapote, y el último acto de la fiesta fue degollar a los embajadores no exceptuando sino a uno solo, a quien se dio el encargo de informar a Tutul Xiu cuál había sido la recepción que se hizo de su embajada, y de reprocharle por su cobardía, pero, aunque dejaron con vida a este solo embajador, arrancáronle los ojos con una flecha y le enviaron bajo la guarda de cuatro capitanes hasta el territorio de Tutul Xiu, en donde le dejaron para volverse a su país. Tales fueron las desgraciadas circunstancias en que los españoles conocieron a Maní, que fue la primera población del interior que se les sometió.
Si se echa una ojeada sobre el mapa de Yucatán, se verá que, después de la ruda, tortuosa e irregular ruta que habíamos seguido, nos encontrábamos entonces a la sola distancia de cuatro leguas de Ticul y a once de Uxmal por el camino ordinario, si bien en línea recta esa distancia era todavía mucho menor. Entre las cosas maravillosas que se presentan con el descubrimiento de estas numerosas y antiguas ciudades arruinadas, nada hizo en nuestro ánimo una impresión más viva, como el hecho de que su inmensa población existía en unas regiones tan escasamente provistas de agua. En efecto, ya lo he dicho, en toda la extensión de esta comarca no hay río, arroyo, pozo o fuente de agua viva; y, si no fuese por las extraordinarias cavernas y concavidades de las rocas de donde los habitantes de hoy se abastecen de agua, no hay duda de que la primitiva población debió depender ciertamente de fuentes artificiales, esto es, del agua que caía del cielo. Sin embargo, hay en este particular una importante consideración que es preciso tener presente, y es que los aborígenes de este país no tenían caballos ni ganado de ninguna otra clase, y que la cantidad de agua que se necesitaba para los usos del hombre era comparativamente pequeña. Acaso hoy, con diferentes necesidades y hábitos, el mismo país no podría sostener el mismo número de habitantes. Además de eso, el indio que habita hoy en aquella seca y sedienta región ha adquirido la costumbre de dominar sus apetitos y contener los estímulos de la sed.
El agua es para él, lo mismo que para el árabe del desierto, una escasa y preciosa comodidad como de lujo. Cuando echa en tierra la enorme carga que lleva a cuestas, y su cuerpo está literalmente bañado en sudor, unas pocas gotas de agua recogidas en la palma de la mano del hueco de alguna roca bastan para apagar su sed. Como quiera, los medios de proveerse de agua presentan una de las circunstancias más características relacionadas con el descubrimiento de esas arruinadas ciudades, y confirma la creencia del número, poder y laboriosa industria de los antiguos habitantes. Estaba ya muy adelantada la tarde del sábado cuando llegamos a Maní. El guardia o tupil de indios había terminado su semana en turno de cuidar la casa real e iba a retirarse, como de ordinario, completamente ebrio; pero a pesar de eso conseguimos tener una amplia pieza limpia, provista de asientos y mesas, y allí colgamos nuestras hamacas, hallándonos tan en cabal ruina como los restos de las ciudades que nos rodeaban. Porque ha de saberse que antes de echarnos en las hamacas hicimos un triste y alarmante descubrimiento, cual era el que entre todos no quedaba sino una sola camisa limpia; y, si el lector hubiera conocido la extensión de nuestro equipaje, más se admiraría de que aun hubiese todavía esa sola camisa. Sin embargo, el descubrimiento nos puso en apuros. El día siguiente amanecía domingo, todo el pueblo se iba a presentar vestido de limpio, y nos era muy penoso no poder hacer otro tanto, a la vez que nos era sensible también por el lado de la comodidad personal. En Europa con una levita abotonada hasta el cuello, una corbata negra, un par de pantalones, otro de botas y un sombrero el viajero queda independiente de todo el mundo; pero esto no podía suceder en el ardiente y abrasador clima de Yucatán. Así es que inmediatamente destacamos a Albino para que viese modo de remediar esta falta; pero regresó sin haber conseguido su objeto, logrando a duras penas celebrar un contrato con una mujer a fin de que nos lavase una muda entera de ropa para el día siguiente; pero trabajo costó que entendiese que en una muda de ropa debían incluirse las medias.
En el lado opuesto de la casa real en la plaza había una iglesia techada de guano o paja, cuya campana llamaba a misa, y en cuya puerta había un grupo de hombres que rodeaba a un grave anciano vestido de chaqueta, que yo conocí, debía ser el cura. Todos ellos me ratificaron el relato que se me había hecho en la casa real respecto de la no existencia de ruinas en el pueblo; pero el cura, reforzando sus palabras con la exclamación de "¡Ave María!", me dijo que en Ticum, la cabecera de aquel curato, había bastantes de ellas. Pensaba regresar allí después de decir misa, y deseaba que le acompañásemos a verlas y escribir en seguida su descripción. Yo me sentía inclinado a verificarlo así, si sólo se hubiese tratado de pasar un día en su compañía en el convento; pero luego supe que las paredes viejas en cuestión estaban en la más completa ruina, pues que habían suministrado materiales para la fábrica de la iglesia, del convento y de todas la casas de piedra que había en el pueblo. Mientras pasaba esta conversación en la puerta de la iglesia, el bendito sacristán indio tiraba de la cuerda de la campana con tal furor y tenacidad, llamando a misa, que parecía como indignado de que su anuncio no fuese obsequiado; y con eso nos ensordecía en términos de costarnos mucho trabajo poder oírnos mutuamente. El cura no parecía darse mucha prisa; pero yo tuve algunos escrupulillos de estar haciendo esperar demasiado a la congregación, y tuve a bien regresarme a la casa real.
Allí acababa de ocurrir una escena que el rumor de la campana me había impedido saber anticipadamente. Fue el caso que el cacique envió a buscar a un indio que cargase nuestro equipaje; mas este individuo rehusó obedecer redondamente, insolentándose contra el cacique, quien desde luego mandó que se le metiese en el cepo. Cuando yo entré, silencioso y ceñudo el delincuente esperaba la ejecución de la sentencia, y a los pocos momentos yacía echado en el suelo con las piernas metidas en el cepo, aseguradas más arriba de las rodillas. El cacique envió a buscar a otro indio, y entretanto una pobre anciana, con la expresión más lastimosa en la fisonomía, se presentó trayendo unas tortillas al preso. Era la madre; sentose en el cepo para permanecer con él y darle consuelos, y, al ver girar la cabeza de aquel hombre en el suelo y la actitud de la mujer que nos contemplaba con aire de azoramiento, nos reprochamos haber sido la causa de aquel desastre, y procuramos que se aliviase el castigo a aquel desgraciado; pero el cacique no quiso ni escucharnos, diciendo que no le castigaba por rehusar acompañarnos, aunque podía obligársele a ello en razón a que debía contribuciones en el pueblo, sino por habérsele insolentado. Evidentemente era éste un cacique de aquéllos que no gustaban ver burlada su autoridad; y viendo que, si insistíamos demasiado, sin poder servir de nada al indio, nos exponíamos a perder la buena disposición del cacique en favor nuestro, desistimos en fin de hablar más del asunto.
Al cabo de algún tiempo, y a la cuenta no sin alguna dificultad, hubo de proporcionarnos otro cargador. Al tiempo de ponernos en marcha, hicimos un esfuerzo final en favor del pobre hombre que yacía con las piernas en el cepo, y el cacique nos ofreció ponerle en libertad, aunque aparentemente no podía comprender qué clase de interés podíamos tener en un negocio que, a su juicio, en nada nos atañía. Terminado este incidente, nos encontramos con que habíamos introducido la confusión en otra familia. La mujer y una hijita del cargador le acompañaron hasta la cima de la colina que estaba fuera del pueblo, en donde se despidieron de él como si partiese a un viaje largo y peligroso. La afición decidida del indio a su hogar es uno de sus distintivos más característicos. Los primitivos escritores de las cosas de América suponían que en ellos no existía la afición tierna de los dos sexos, y es probable que el refinamiento de este afecto no existiese en realidad; pero las circunstancias y el hábito ligan al marido y mujer indios con tanta fuerza como cualquier otro vínculo. Cuando el indio llega a la edad viril, busca a una mujer que le haga las tortillas y le provea de agua caliente para bañarse de noche. En la mujer que escoge, alguna vez por dirección de su amo, no busca mucho la semejanza de gustos, ni la proporción de la edad, y aunque él sea joven y vieja la mujer, viven juntos muy razonablemente. Si la mujer se hace culpable de una gran ofensa, o que su marido la reputa como tal, la demanda ante el amo o ante el alcalde del lugar hace que le den una azotaina y en seguida la toma del brazo y se vuelve tranquilamente con ella a su casa.
El marido indio raras veces es cruel para con su esposa, y la adhesión de ésta al marido es siempre muy digna de notar: ambos participan de unos mismos placeres, labores y cuidados; juntos van acompañados de sus hijuelos a la fiesta de algún pueblo, y uno de los incidentes más aflictivos que pudiera sobrevenirles es la necesidad que obliga al marido a salir de casa por algún tiempo. En los suburbios del pueblo comenzamos a subir la sierra, desde cuya cima vimos a nuestros pies la hacienda Santa María. Detrás de ésta descollaba un elevado montículo, cubierto de árboles, indicio cierto de que allí existían también las ruinas de alguna ciudad antigua. Luego que bajamos de la sierra nos encaminamos a la hacienda, en donde vimos a tres individuos que estaban almorzando a la sombra. Uno de ellos gastaba sombrero de pelo, muestra de civilización que hacía largo tiempo no veíamos e indicio además de que era de la ciudad de Tekax y solo había ido allí a dar un paseo matutino. El propietario de la finca salió a recibirnos, y, designándole el montículo, le hicimos algunas preguntas relativas al edificio; pero él no nos comprendió y, suponiendo que le hablábamos de algunos ranchos antiguos existentes en aquella dirección, nos dijo que eran para los sirvientes. Albino le explicó que viajábamos por el país investigando las ruinas, y aquel buen hombre se le quedó mirando casi con el mismo aire de azoramiento y sorpresa con que el ventero contemplaba a Sancho Panza al hacerle éste la explicación de que su amo era un caballero andante, que andaba deshaciendo agravios y enderezando entuertos.
Sin embargo, logramos entendernos al fin acerca del montículo, y entonces me dijo el dueño de la finca que nunca había estado allí, ni existía paso alguno que guiase hasta él, y que, si pretendíamos examinarlos, nos comerían vivos las garrapatas. Por último hizo comparecer a algunos indios que dijeron que el tal montículo estaba enteramente reducido a un montón de escombros. Quedé muy satisfecho de este resultado, porque la idea de cargarme de garrapatas y permanecer así hasta la noche casi me había hecho desistir de toda investigación. Al mismo tiempo, los otros caballeros hicieron mención de otras ruinas a distancia de una legua de Tekax, en la hacienda de un señor Galera. Yo me sentí muy dispuesto a practicar un rodeo y visitarlas, pero nuestro cargador ya había pasado de largo y la pequeña dificultad de alcanzarle, procurarnos otro para cambiar de camino y perder acaso un día entero eran objeciones un tanto graves. Al dejar la hacienda, entramos con satisfacción indecible en un construido camino para carros y calesas: hubimos salido de los estrechos y tortuosos senderos de milpas para entrar de nuevo en un camino real. Hubimos tenido la satisfacción de realizar una incursión, que se nos había anunciado como impracticable al tiempo de emprenderla; y nos hallábamos ya en aquella parte del Estado, la más rica y afamada por sus plantaciones de caña de azúcar. Encontramos varios carros pesados, tirados de bueyes y caballos, que conducían azúcar de las haciendas.
Muy luego llegamos a la ciudad de Tekax, que es una de las cinco poblaciones que en Yucatán tienen el título de ciudad, y confieso que al entrar en ésta experimenté cierta emoción. Nuestro viaje en todo Yucatán había sido tan tranquilo, tan exento de peligros o interrupciones de ninguna clase, que todo eso me parecía extraordinario después de lo que había experimentado en mis viajes por Centroamérica. Yucatán estaba en completa escisión de México, y habíamos oído hablar algo relativo a ciertas maquinaciones de arreglo; pero en esto no había ocurrido tumulto, confusión, ni mucho menos derramamiento de sangre. Sólo Tekax había perturbado la tranquilidad general, y, mientras que todo el país permanecía inalterable, esta ciudad del interior había hecho de su cuenta y riesgo una pequeña revolución, a beneficio de quien en ello tenía interés. Según lo que yo oí decir acerca de este incidente, la tal revolución fue promovida por tres patriotas, cuyos nombres se me han extraviado por desgracia. Estos individuos pertenecían al partido llamado de los independientes, que querían se declarase la independencia de México. El resultado de las elecciones locales les había sido contrario y tomaron posesión de sus oficios los alcaldes del bando opuesto. Entretanto unos comisionados de Santa Anna habían llegado a Yucatán a negociar con su gobierno, instándole que no se hiciese una declaración abierta de independencia, sino que se continuase quietamente con el estado que guardaban las cosas hasta que se arreglasen las dificultades de México, y que entonces se escucharían las quejas y repararían todos los agravios.
Temerosos de la influencia que podían ejercer estos comisionados, los tres patriotas de Tekax resolvieron dar el grito de libertad, se dirigieron a los ranchos de la sierra, reclutaron una partida de indios desnudos a quienes armaron de machetes, de escopetas viejas y de aquellas armas primitivas con que David derribó al gigante Goliath, cayeron sobre Tekax y, con terrible alarma de las mujeres y los muchachos, tomaron posesión de la plaza, colgaron la figura de Santa Anna, la apedrearon, la fusilaron, la quemaron y gritaron "Viva la independencia". Pero poquísimos de entre ellos habían oído hablar nunca de Santa Anna, lo cual no era una razón para no apedrearle y quemar su efigie. No conocían una palabra de las relaciones entre México y Yucatán, y con su grito de independencia no querían significar otro deseo que el de que se les librase de las contribuciones al gobierno y de sus deudas a los amos. Poco prácticos en las revoluciones, lo que hicieron fue deponer a los nuevos alcaldes, echar derramas sobre sus adversarios y fulminar la formidable amenaza de que marcharían trescientos hombres a la capital a obligarla a que hiciese la declaración de independencia. La noticia de todos estos movimientos llegó inmediatamente a Mérida, y las más temibles amenazas de guerra se cruzaron entre las dos ciudades. Cada una de ellas esperaba que la otra hiciese la primera demostración; pero al fin la capital se determinó a enviar una división, que llegó a Ticul precisamente un día después de mi última salida de allí, mientras el Dr.
Cabot aún permanecía en aquel pueblo. No faltaba más que un día de marcha para llegar al foco de la rebelión; pero la tropa hizo alto para descansar y esperar el efecto moral que su aproximación produciría. Sin duda alguna el lector (americano) jamás ha oído hablar antes de la tal ciudad de Tekax, y sin embargo no hace un año que la turba de sansculotes armados allí para proclamar la independencia creía positivamente que el mundo entero tenía abiertos los ojos sobre ella. A los tres días, la división de Mérida prosiguió su marcha con cañones a vanguardia, banderas desplegadas y tambor batiente, mientras que las mujeres de Ticul se reían de buena gana, seguras de que no habría derramamiento de sangre. Ese mismo día llegaron las tropas a Tekax, y a la mañana siguiente, en vez de arremeterse unos y otros como bestias bravas, viose a los oficiales de las fuerzas de la capital y a los tres caudillos independientes pasearse públicamente de bracero por la plaza. Los primeros ofrecieron sus buenos oficios en favor de sus nuevos amigos, y dos reales a cada uno de los indios pronunciados: con eso quedó sofocada la revolución. Tales eran las noticias y relatos que recibíamos, acompañado todo de ciertas denuncias que nos representaban a la ciudad de Tekax como revolucionaria y radical, y a su pueblo como la gente más cavilosa de Yucatán. A pesar de tan mala reputación, me fue muy satisfactorio hallar que aquella ciudad tiene una apariencia más bella y que anuncia mejor porvenir que cualquier otra de las poblaciones del interior, que hasta allí habíamos visto; y a su aspecto no pude menos de pensar que sería mucho mejor para Yucatán que muchos de sus decadentes e inertes pueblos tuviesen gente tan cavilosa (rabble) como la de Tekax.
La ciudad se encuentra a la falda de la sierra. Al entrar por ella teníamos a la vista la iglesia de la Ermita con un ancho ramal de escaleras trazado en la montaña. Las calles eran anchas, grandes y perfectamente arregladas las casas, y una de éstas tenía tres pisos con galerías y balcones a la calle. Había tal apariencia de vida y movimiento, que no pudo menos de excitarnos vivamente, viniendo como veníamos de los ranchos de indios, y privados por tanto tiempo de las comodidades y de la vista de algo que pudiera llamarse una ciudad. Mientras hacíamos nuestra entrada en Tekax, aproximábanse a nosotros una lucida calesa ocupada por un caballero y su señora, que era hermosa y estaba muy bien vestida. Con sorpresa nuestra reconocimos en la señora a la bella persona que había sido el objeto de nuestras primeras labores daguerrotípicas en Mérida, y cuyo presente de un pastel había penetrado hasta el cuero mismo de los cojinillos de mi silla de montar. El transcurso de unas pocas semanas había producido un cambio notable en su condición, y estaba ahora paseando al lado de su legítimo dueño. Por la cortesía de nuestro saludo procuramos distraer su atención del pésimo estado de nuestro pergeño; pero desgraciadamente el sombrero del Dr. Cabot estaba atado a su barba por una cinta, y por tanto no pudo quitárselo de la cabeza: el mío, al cual faltaba una de las cintas, describió un círculo en el aire hasta desaparecer bajo mi caballo, como el doctor decía maliciosamente.
El caballero condescendió con hacernos una inclinación de cabeza, pero nos lisonjeamos en creer que la señora no hizo alto ninguno en nuestras personas. Pero, si bien olvidábanse de nosotros los amigos antiguos, los ciudadanos de Tekax no nos dejaron pasar desapercibidos. Conforme marchábamos a través de las calles, los ojos de todo el mundo se convertían a nosotros. Detuvímonos en la plaza, que, con su gran iglesia y hermosos edificios alrededor, era la más bella que yo había visto hasta allí, en el interior; y todos salieron a los corredores para contemplarnos. Era un suceso sin precedente el que unos viajeros extranjeros pasasen a través de aquella población: las sillas europeas, las fundas de las pistolas y aun las armas, todo les parecía extraño. Para mayor abundamiento, con inclusión de Albino, formábamos el cabalístico número de tres, que había ejecutado la última revolución. Conociendo la curiosidad que estábamos excitando y que todos querían hablarnos, sin desmontar ni cruzar con persona alguna una sola palabra, pasamos de largo y continuamos nuestra jornada. El pueblo estaba tan asombrado, como si la destrozada cola de un cometa hubiese pasado sobre sus cabezas; y después, hallándonos en otro pueblo lejano, llegó hasta nosotros la noticia que habíamos pasado por Tekax vestidos como moros. Como aquellas buenas gentes no habían visto jamás a ningún moro, ni estaban familiarizadas con los trajes moriscos, tomaron por tales las blusas que llevábamos.
Lo extraño del traje con que nos presentamos allí mitigaba en algo la mortificación de no haber sido reconocidos de la bella señora de Mérida. Nuestro camino se extendía por alguna distancia a lo largo de la sierra: como era ancho y abierto, el sol nos hostigaba fieramente. A las diez y media de la mañana llegamos al pueblo de Akil, y nos encaminamos a la casa real, a cuya puerta estaba una de aquellas piedras huecas llamadas pilas, de que ya hemos hecho referencia. En las escaleras y paredes había piedras esculpidas tomadas de los montículos arruinados, que existían en las inmediaciones; y a la alzada que cruzaba el atrio de la iglesia guiando a la puerta de ésta, se hallaba trazada sobre un montículo, dejando parte de él a cada uno de los lados, y formando los escombros extraídos parte de las paredes del patio de la casa cural. El resto de estas paredes, la iglesia y el convento estaban construidos con piedras tomadas de los antiguos edificios. Estábamos, pues, en el asiento de otra de las ciudades arruinadas de la cual nunca habíamos oído hablar, y de cuya existencia ni aún se hubiera sospechado, sino por los elocuentes vestigios que aún se ven en la puerta de la casa real. Poco antes de las tres proseguimos nuestro camino. El sol calentaba mucho todavía: el camino era estrecho, pedregoso, poco interesante y trazado en gran parte a través de milpas bastante crecidas. A las cinco y media llegamos al pueblo de Maní, descubriendo aún sobre la puerta y en los costados de la casa real piedras esculpidas, algunas de ellas de nuevos y curiosos diseños: en un compartimento existía una figura sentada, llevando una cosa que podía parecer corona y cetro, y teniendo a los lados imágenes del sol y de la luna, curiosas e interesantes en sí mismas, aparte del recuerdo que nos hacía de hallarnos actualmente en el asiento de otra ciudad antigua.
No teníamos guía ni historia ninguna para gobernarnos en nuestro viaje a través de todo aquel país. Día tras día veíamos y pasábamos por una multitud de lugares desconocidos más allá de los límites de Yucatán, sin historia ninguna que atrajese sobre ellos la atención y excitase algún sentimiento o recuerdo. Maní, sin embargo, es la excepción de la regla, y puede decirse que su historia se encuentra ampliamente escrita, comparada con la profunda oscuridad o equívoca luz en que están sepultados los demás lugares monumentales de la península. Cuando los altivos caciques mayas se rebelaron contra su señor supremo destruyendo la ciudad de Mayapán, el monarca reinante se vio confinado al solo territorio de Maní, cuyo pueblo no había tomado parte ninguna en la rebelión. Abatido allí su poder hasta el nivel del que tenían los demás caciques, la raza de los antiguos señores mayas gobernó en paz y tranquilidad aquel territorio hasta la época de la invasión de los españoles: la sombra del trono le cubría, gozaba del afecto de los indios, y todavía mucho tiempo después de la Conquista llevaba el orgulloso nombre de "La corona real de Maní". Ya se ha dicho que, al llegar los españoles a Thoo, acamparon sobre un cerro o montículo que estuvo situado en el sitio mismo que hoy ocupa la plaza mayor de Mérida. En esta disposición y cercados de todas partes de indios hostiles, cortadas las provisiones y reducidos a una penosa extremidad, los centinelas avanzados llevaron la noticia a don Francisco de Montejo de que una gran masa de indios, guerreros según todas las apariencias, avanzaba en aquella dirección.
Desde la cima del cerro se descubría toda aquella multitud y en medio de ella a un personaje traído en hombros de indios, y extendido en una especie de litera. Suponiendo los españoles la proximidad inminente de una batalla, encomendáronse a Dios, el capellán enarboló la santa cruz, y, postrándose todos ante ella, apoderáronse desde luego de sus armas para prepararse a la lid. Luego que los indios estuvieron próximos al cerro, bajaron de sus hombros al que traían cargado, y éste comenzó a aproximarse solo, depuso en el suelo su arco y sus flechas, y levantando ambas manos hizo signo de que venía de paz. Inmediatamente todos los indios también depusieron sus arcos y flechas, y, tocando la tierra con las puntas de sus dedos, besáronla en signo igualmente de benevolencia. El jefe avanzó hasta el pie del cerro y comenzó a subir: don Francisco Montejo saliole al encuentro, y el indio le hizo una reverencia profunda. Montejo le hizo un recibimiento muy cordial, y, tomándole de la mano, le condujo a sus cuarteles. Este indio era Tutul Xiu, el mayor cacique de aquella tierra, el descendiente en línea recta de la estirpe real de los señores de Mayapán, y el actual régulo de Maní. Dijo que, movido del valor y perseverancia de los españoles, había venido espontáneamente a tributarles obediencia, y a ofrecerles su auxilio y el de sus vasallos para la pacificación de todo el resto del país; y trajo, además de eso, un cuantioso regalo de pavos, frutas y otras provisiones.
Había venido, en suma, con el objeto de hacerse amigo de los españoles y además deseaba hacerse cristiano, para lo cual suplicó al Adelantado que se ejecutasen en su presencia algunas ceremonias religiosas. Don Francisco hizo entonces una solemnísima adoración de la santa cruz, y Tutul Xiu, contemplando atentamente lo que se hacía, imitó a los españoles como mejor supo, hasta que con grandes demostraciones de alegría llegó a besar el pie de la cruz. Encantados con eso estaban los españoles, y, concluida la adoración, notaron que aquel para ellos tan afortunado día era el del glorioso San Ildefonso, al cual eligieron inmediatamente por su santo patrono. Tutul Xiu fue acompañado de otros varios caciques, cuyos nombres, expresados en un manuscrito indio, habían sido también inscritos en la sumisión. Permanecieron todos setenta días en compañía de los españoles, y, al despedirse, Tutul Xiu prometió enviar embajadores a los demás caciques, que no eran vasallos suyos, a fin de que prestasen obediencia a los conquistadores. Con eso, y dejándoles una gran cantidad de provisiones y muchos indios de servicio, dio la vuelta a Maní. Allí convocó a todos sus súbditos, dioles noticia de sus intenciones, y del pacto que había hecho con los españoles, al cual todos los vasallos se sometieron de conformidad. En seguida despachó a los caciques que fueron en compañía suya a prestar su obediencia a los españoles, en calidad de embajadores cerca de los señores de Sotuta, llamados Cocomes, y las otras naciones del oriente hasta la región en que hoy existe la ciudad de Valladolid, dándoles a conocer su resolución, la amistad que había trabado con los españoles; suplicándoles que hiciesen lo mismo, en atención a que los conquistadores estaban resueltos a permanecer en la tierra, a que se habían establecido de asiento en Campeche, y a que estaban preparándose para verificar lo mismo en Thoo.
Recordábales el número de batallas en que habían lidiado, y las muchas vidas de los naturales que se habían sacrificado; y, por último, les informaba que durante su presencia entre los españoles había permanecido con ellos en los mejores términos de amistad, y que juzgaba que sería mucho más conveniente a todos sus compatriotas el que siguiesen su ejemplo, considerando los peligros que resultarían de una conducta diferente. Los embajadores se dirigieron al distrito de Sotuta, y expusieron su embajada a Nachí Cocom, el principal señor de aquel territorio. Suplicoles éste que esperasen su respuesta por cuatro o cinco días, y entre tanto convocó a todos los caciques que de él dependían, quienes de acuerdo con su principal señor dispusieron una gran cacería con el pretexto ostensible de festejar a los embajadores. Con eso, alejáronlos hasta una espesa y solitaria floresta y allí les festejaron por tres días: al cuarto sentáronse para comer bajo un gran árbol de zapote, y el último acto de la fiesta fue degollar a los embajadores no exceptuando sino a uno solo, a quien se dio el encargo de informar a Tutul Xiu cuál había sido la recepción que se hizo de su embajada, y de reprocharle por su cobardía, pero, aunque dejaron con vida a este solo embajador, arrancáronle los ojos con una flecha y le enviaron bajo la guarda de cuatro capitanes hasta el territorio de Tutul Xiu, en donde le dejaron para volverse a su país. Tales fueron las desgraciadas circunstancias en que los españoles conocieron a Maní, que fue la primera población del interior que se les sometió.
Si se echa una ojeada sobre el mapa de Yucatán, se verá que, después de la ruda, tortuosa e irregular ruta que habíamos seguido, nos encontrábamos entonces a la sola distancia de cuatro leguas de Ticul y a once de Uxmal por el camino ordinario, si bien en línea recta esa distancia era todavía mucho menor. Entre las cosas maravillosas que se presentan con el descubrimiento de estas numerosas y antiguas ciudades arruinadas, nada hizo en nuestro ánimo una impresión más viva, como el hecho de que su inmensa población existía en unas regiones tan escasamente provistas de agua. En efecto, ya lo he dicho, en toda la extensión de esta comarca no hay río, arroyo, pozo o fuente de agua viva; y, si no fuese por las extraordinarias cavernas y concavidades de las rocas de donde los habitantes de hoy se abastecen de agua, no hay duda de que la primitiva población debió depender ciertamente de fuentes artificiales, esto es, del agua que caía del cielo. Sin embargo, hay en este particular una importante consideración que es preciso tener presente, y es que los aborígenes de este país no tenían caballos ni ganado de ninguna otra clase, y que la cantidad de agua que se necesitaba para los usos del hombre era comparativamente pequeña. Acaso hoy, con diferentes necesidades y hábitos, el mismo país no podría sostener el mismo número de habitantes. Además de eso, el indio que habita hoy en aquella seca y sedienta región ha adquirido la costumbre de dominar sus apetitos y contener los estímulos de la sed.
El agua es para él, lo mismo que para el árabe del desierto, una escasa y preciosa comodidad como de lujo. Cuando echa en tierra la enorme carga que lleva a cuestas, y su cuerpo está literalmente bañado en sudor, unas pocas gotas de agua recogidas en la palma de la mano del hueco de alguna roca bastan para apagar su sed. Como quiera, los medios de proveerse de agua presentan una de las circunstancias más características relacionadas con el descubrimiento de esas arruinadas ciudades, y confirma la creencia del número, poder y laboriosa industria de los antiguos habitantes. Estaba ya muy adelantada la tarde del sábado cuando llegamos a Maní. El guardia o tupil de indios había terminado su semana en turno de cuidar la casa real e iba a retirarse, como de ordinario, completamente ebrio; pero a pesar de eso conseguimos tener una amplia pieza limpia, provista de asientos y mesas, y allí colgamos nuestras hamacas, hallándonos tan en cabal ruina como los restos de las ciudades que nos rodeaban. Porque ha de saberse que antes de echarnos en las hamacas hicimos un triste y alarmante descubrimiento, cual era el que entre todos no quedaba sino una sola camisa limpia; y, si el lector hubiera conocido la extensión de nuestro equipaje, más se admiraría de que aun hubiese todavía esa sola camisa. Sin embargo, el descubrimiento nos puso en apuros. El día siguiente amanecía domingo, todo el pueblo se iba a presentar vestido de limpio, y nos era muy penoso no poder hacer otro tanto, a la vez que nos era sensible también por el lado de la comodidad personal. En Europa con una levita abotonada hasta el cuello, una corbata negra, un par de pantalones, otro de botas y un sombrero el viajero queda independiente de todo el mundo; pero esto no podía suceder en el ardiente y abrasador clima de Yucatán. Así es que inmediatamente destacamos a Albino para que viese modo de remediar esta falta; pero regresó sin haber conseguido su objeto, logrando a duras penas celebrar un contrato con una mujer a fin de que nos lavase una muda entera de ropa para el día siguiente; pero trabajo costó que entendiese que en una muda de ropa debían incluirse las medias.