DOCUMENTO III
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DOCUMENTO III ANTECEDENTES Y DETALLES DE LA REBELIÓN OCURRIDA EN EL PUERTO DE SAN JULIÁN ...Suscitó Cartagena otro altercado sobre el modo de saludar y faltó al respeto a Magallanes. Éste, como estuviesen las naves detenidas por veinte días de calma, que le sobrevino en las costas de Guinea, actual Senegambia (África), reunió a su bordo los capitanes y pilotos de todas y hubo acalorada disputa sobre la derrota y saludo. Magallanes, que no olvidaba el irreverente proceder de Cartagena, lo cogió por el pecho, diciéndole: Sed preso. No atreviéndose nadie a protegerle, aunque clamaba favor, fue aprisionado de pies en el cepo. Pero a ruego de los oficiales que pidieron al Capitán entregase el preso a uno de ellos, lo dio al Tesorero Luis de Mendoza, bajo pleito homenaje de que se lo devolvería cuando lo dispusiese. En su virtud puso de Capitán de la nave de Cartagena, San Antonio, al Contador Antonio Coca, a quien luego relevó de este mando, para confiarlo a su propio primo Álvaro de Mezquita. La armada atravesó el Océano Atlántico, y en 29 de Noviembre de 1519 se hallaba a 27 leguas del Nuevo Mundo, o sea, a 7? latitud Sur, en la altura del Cabo de San Agustín (Brasil), en cuya costa, desde allí al Sur también, siguió reconociendo cuidadosamente, a vueltas de borrascas y peligros, cuantos ríos, bahías y golfos se presentaban a la vista, esperando que alguno de ellos fuese el estrecho que buscaba. El último día de Marzo de 1520 entró la expedición en el puerto de San Julián, en la costa de Patagonia: la gente desesperanzada ya de hallar el estrecho, mal racionada y aburrida de la esterilidad y frío de la tierra, murmuraba del viaje y no encubría sus deseos de volverse atrás.
Había ya llegado a una latitud tan elevada, que aunque encontrase el estrecho ofrecía pocas ventajas a la navegación; y quejábanse muchos de que se les sacrificase a una empresa casi inútil. Sólo la superioridad de carácter de Magallanes era capaz de dominar el descontento, prefiriendo la muerte a retroceder. Mas los capitanes Cartagena, Quesada y Mendoza, aprovechándose del disgusto general y de las reyertas entre castellanos y portugueses, agriadas por la misma lentitud del viaje, trataron de apoderarse de la Armada a pretexto de que Magallanes ni tomaba consejo de sus oficiales ni les daba la derrota que habían de seguir. Causa grima el ver a unos hombres a tantas leguas de su patria, corriendo igual fortuna en país bárbaro y desconocido; expuestos a los innumerables peligros de mar y a las asechanzas de la tierra, aborrecerse y aumentar con su conducta el número de los riesgos. Cartagena y Mendoza, dispuestos a probar un alzamiento, hablaron con Elcano, diciéndole que obedeciese las órdenes del Rey de que se separaba Magallanes; y que les diese su auxilio para obligar a éste a cumplir lo que las Reales instrucciones mandaban. Sospechoso tal vez para Elcano, como para muchos, el Capitán extranjero, y oyendo hablar en nombre del Rey, respondió que obedecía y que estaba pronto a requerir con ello al mismo Magallanes. Éste, que tenía sospechas de Mendoza, que lo sucedido muestra cuán justas eran, había hecho sacar de su poder al preso Cartagena, entregándolo al jefe de la Concepción, Quesada, que no era más de fiar que el primero, supuesto que consentía que el Maestre de su nave, Elcano, estuviese preparado para seguir a los revoltosos.
Quesada no esperaba más que el poder contar con la leal cooperación de Elcano, para declararse de parte de Cartagena y Mendoza, de suerte que su nave puede ya contarse en abierta sublevación. El Domingo de Ramos, primero de Abril, mandó Magallanes que todos saltasen a tierra a oír misa, convidando, para después de oída, a los oficiales y pilotos a comer en su nao. Sólo Álvaro de Mezquita y Antonio de Coca salieron a tierra, a pesar de la exactitud que en las prácticas religiosas tenían los españoles y Mezquita, el único que fue a comer con el general. Presagios mal disimulados de una revuelta venían a ser tales indicios. En efecto, por la noche Quesada y Cartagena pasaron con treinta hombres de la Concepción a la San Antonio, mandada por Mezquita, al cual prendieron. En seguida intimaron a la gente rindiese la nave, jactándose de que ya estaban apoderados todos de la Concepción y Victoria, persuadiéndoles de que, unidos todos, podrían obligar mejor al tirano Magallanes a seguir los mandatos del Rey. Juan de Elorriaga, honrado guipuzcoano, habló a favor de su Capitán Mezquita, aunque portugués; mas los sublevados necesitaban de gente adicta y no estaban para gastar el tiempo en palabras. Quesada cerró los labios de Elorriaga con cuatro puñaladas, dejándole por muerto. Si no murió al pronto, de resultas acabó sus días dos meses después (11 de julio). Nadie se atrevió a encargarse del mando de esta nao, porque el Maestre Elorriaga estaba herido por haberse opuesto a los conjurados; el Contramaestre, preso en la Concepción, y a tres de los tripulantes los tenían con grillos.
Ciertamente que era muy expuesto el mando de una nave de que no podía contarse libre de complicidad. Encargose de él a nuestro Juan Sebastián que, franco en sus odios como en su amistad, no esquivó el cuerpo al peligro y lo aceptó. Seguidamente puso la artillería sobre cubierta, y preparando los bombarderos, la aderezó como si tuviera el enemigo al frente. Cartagena pasó a mandar la Concepción; Quesada quedó para auxiliar a Elcano en la San Antonio, que era la más difícil de gobernar y Mendoza se reunió a ellos con la Victoria, tan célebre después en los anales del mundo. Orgullosos al ver suya la mayor parte de la Armada, requirieron a Magallanes que siguiese las Reales provisiones, uniendo al requerimiento expresiones burlescas e irreverentes. Magallanes, ahogando su cólera, les envió a decir que fuesen a su nao y les oiría: ellos querían que la reunión fuese en la San Antonio. No era Magallanes hombre que se dejaba amilanar: comprendió que sólo un rasgo de temeraria audacia podía impedir las funestas resultas de tan mal ejemplo y se dispuso a obrar. La nao San Antonio, en que iba el mayor número de los portugueses, única gente en que podía fiar, estaba en poder de Quesada y Elcano. ¿Con qué medios contar para resistir? Pero este contratiempo no entibió su resolución y dispuso que lo que no podía la fuerza lo hiciese la astucia. Contando con ser bien servido del alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa, le envió con una carta y seis hombres armados ocultamente, al tesorero Luis de Mendoza, Capitán de la nao Victoria, con secretas instrucciones para obrar según el efecto que la carta produjese.
Mendoza la leyó con maligna sonrisa y burla manifiesta, por lo cual, viendo el alguacil que a buenas nada podía obtenerse, le dio una puñalada en la garganta y un marinero, una cuchillada en la cabeza, de que cayó muerto. Apoderáronse entonces, sin resistencia, de la nao quince hombres armados, que por orden de Magallanes acudieron en un batel con Duarte de Barbosa, sobresaliente de la Trinidad e izando bandera se acercaron a la Capitana: lo mismo hizo entonces la nao Santiago, que por ser de poco porte permanecía a la expectativa sin declararse, aunque el capitán Juan Serrano era de Magallanes. La nao San Antonio y la Concepción quisieron huir, pero, juzgándolo expuesto, Quesada ordenó soltar a Álvaro de Mezquita, para enviarle a Magallanes y pedir un acomodamiento. Mezquita repuso que era inútil y se pasó el resto del día entre las angustias de la indecisión. Mas como aquella noche, mientras tomaba algún descanso la gente, garrase la San Antonio y fuese a abordar con la Capitana; Magallanes, que vigilaba creyendo que acometía la San Antonio, la hizo disparar tiros gruesos y menudos que la destrozaron la obra muerta. La confusión reinaba en su bordo, porque no toda su gente estaba comprometida, y Elcano no sabía qué hacer. Su intención no había sido arremeter, sino que involuntariamente fue lanzada la nave por las corrientes. No contestó, pues, la San Antonio a los disparos. Asaltada por la gente de Magallanes, cuando aún los jefes no habían tomado una resolución, se entregó toda la chusma, que más estaba oprimida que rebelada.
Prendiose a Quesada, a Elcano, al contador Antonio Coca y a otros sobresalientes, cuyo delito estaba por demás probado con sola esta circunstancia, y se envió por Juan de Cartagena, que estaba en la Concepción, que se rindió sin resistencia. Luego que hubo amanecido, mandó Magallanes a tierra el cadáver de Mendoza y lo hizo descuartizar, pregonándolo por traidor; ahorcó a Gaspar de Quesada y lo descuartizó, con igual pregón, por mano de Luis de Molino, su cómplice y criado; sentenciado a quedar desterrado en aquella tierra Juan de Cartagena y a un clérigo, su confidente. Acto de ferocidad disculpable porque las circunstancias lo hacían necesario; sin él, la anarquía hubiera destruido la expedición y acabado con la vida de su caudillo. Hecha esta terrible justicia, mostrose clemente y perdonó a más de cuarenta personas entradas en la conjuración. Si más que restablecer la obediencia por medio del terror, hubiera tratado de vengarse oyendo los gritos de su resentimiento, Juan Sebastián de Elcano también habría sido muerto y el rigor de la justicia hubiera cortado el hilo de su glorioso destino. Toda esta revolución quedó hecha en menos de veinticuatro horas, del 1 al 2 de Abril. A la verdad, ni Mendoza, ni Quesada pueden considerarse como traidores, porque reclamaban el cumplimiento de las Reales provisiones, y, sin incurrir fea nota, pudieron muchos seguirles, creyendo que la razón estaba de su parte. No hay, sin embargo, duda de que ambos faltaron a la buena correspondencia que debían al Capitán y a las leyes de la Caballería. Luis Mendoza, que a Magallanes tenía hecho pleito homenaje de custodiar al preso que le había encargado para devolvérselo cuando le fuese pedido, correspondió mal a su confianza. Quesada, en cuyas manos le puso después, le dio libertad para que se mostrase al frente de un levantamiento contra su caudillo. Semejante conducta no tiene disculpa. Fernández de Navarrete, Eustaquio: Historia de Juan Sebastián Elcano, pp. 36-46 (Tomado del apéndice documentos de la obra de Walls y Merino, Madrid, 1899, pp. 194-198). Véase bibliografía.
Había ya llegado a una latitud tan elevada, que aunque encontrase el estrecho ofrecía pocas ventajas a la navegación; y quejábanse muchos de que se les sacrificase a una empresa casi inútil. Sólo la superioridad de carácter de Magallanes era capaz de dominar el descontento, prefiriendo la muerte a retroceder. Mas los capitanes Cartagena, Quesada y Mendoza, aprovechándose del disgusto general y de las reyertas entre castellanos y portugueses, agriadas por la misma lentitud del viaje, trataron de apoderarse de la Armada a pretexto de que Magallanes ni tomaba consejo de sus oficiales ni les daba la derrota que habían de seguir. Causa grima el ver a unos hombres a tantas leguas de su patria, corriendo igual fortuna en país bárbaro y desconocido; expuestos a los innumerables peligros de mar y a las asechanzas de la tierra, aborrecerse y aumentar con su conducta el número de los riesgos. Cartagena y Mendoza, dispuestos a probar un alzamiento, hablaron con Elcano, diciéndole que obedeciese las órdenes del Rey de que se separaba Magallanes; y que les diese su auxilio para obligar a éste a cumplir lo que las Reales instrucciones mandaban. Sospechoso tal vez para Elcano, como para muchos, el Capitán extranjero, y oyendo hablar en nombre del Rey, respondió que obedecía y que estaba pronto a requerir con ello al mismo Magallanes. Éste, que tenía sospechas de Mendoza, que lo sucedido muestra cuán justas eran, había hecho sacar de su poder al preso Cartagena, entregándolo al jefe de la Concepción, Quesada, que no era más de fiar que el primero, supuesto que consentía que el Maestre de su nave, Elcano, estuviese preparado para seguir a los revoltosos.
Quesada no esperaba más que el poder contar con la leal cooperación de Elcano, para declararse de parte de Cartagena y Mendoza, de suerte que su nave puede ya contarse en abierta sublevación. El Domingo de Ramos, primero de Abril, mandó Magallanes que todos saltasen a tierra a oír misa, convidando, para después de oída, a los oficiales y pilotos a comer en su nao. Sólo Álvaro de Mezquita y Antonio de Coca salieron a tierra, a pesar de la exactitud que en las prácticas religiosas tenían los españoles y Mezquita, el único que fue a comer con el general. Presagios mal disimulados de una revuelta venían a ser tales indicios. En efecto, por la noche Quesada y Cartagena pasaron con treinta hombres de la Concepción a la San Antonio, mandada por Mezquita, al cual prendieron. En seguida intimaron a la gente rindiese la nave, jactándose de que ya estaban apoderados todos de la Concepción y Victoria, persuadiéndoles de que, unidos todos, podrían obligar mejor al tirano Magallanes a seguir los mandatos del Rey. Juan de Elorriaga, honrado guipuzcoano, habló a favor de su Capitán Mezquita, aunque portugués; mas los sublevados necesitaban de gente adicta y no estaban para gastar el tiempo en palabras. Quesada cerró los labios de Elorriaga con cuatro puñaladas, dejándole por muerto. Si no murió al pronto, de resultas acabó sus días dos meses después (11 de julio). Nadie se atrevió a encargarse del mando de esta nao, porque el Maestre Elorriaga estaba herido por haberse opuesto a los conjurados; el Contramaestre, preso en la Concepción, y a tres de los tripulantes los tenían con grillos.
Ciertamente que era muy expuesto el mando de una nave de que no podía contarse libre de complicidad. Encargose de él a nuestro Juan Sebastián que, franco en sus odios como en su amistad, no esquivó el cuerpo al peligro y lo aceptó. Seguidamente puso la artillería sobre cubierta, y preparando los bombarderos, la aderezó como si tuviera el enemigo al frente. Cartagena pasó a mandar la Concepción; Quesada quedó para auxiliar a Elcano en la San Antonio, que era la más difícil de gobernar y Mendoza se reunió a ellos con la Victoria, tan célebre después en los anales del mundo. Orgullosos al ver suya la mayor parte de la Armada, requirieron a Magallanes que siguiese las Reales provisiones, uniendo al requerimiento expresiones burlescas e irreverentes. Magallanes, ahogando su cólera, les envió a decir que fuesen a su nao y les oiría: ellos querían que la reunión fuese en la San Antonio. No era Magallanes hombre que se dejaba amilanar: comprendió que sólo un rasgo de temeraria audacia podía impedir las funestas resultas de tan mal ejemplo y se dispuso a obrar. La nao San Antonio, en que iba el mayor número de los portugueses, única gente en que podía fiar, estaba en poder de Quesada y Elcano. ¿Con qué medios contar para resistir? Pero este contratiempo no entibió su resolución y dispuso que lo que no podía la fuerza lo hiciese la astucia. Contando con ser bien servido del alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa, le envió con una carta y seis hombres armados ocultamente, al tesorero Luis de Mendoza, Capitán de la nao Victoria, con secretas instrucciones para obrar según el efecto que la carta produjese.
Mendoza la leyó con maligna sonrisa y burla manifiesta, por lo cual, viendo el alguacil que a buenas nada podía obtenerse, le dio una puñalada en la garganta y un marinero, una cuchillada en la cabeza, de que cayó muerto. Apoderáronse entonces, sin resistencia, de la nao quince hombres armados, que por orden de Magallanes acudieron en un batel con Duarte de Barbosa, sobresaliente de la Trinidad e izando bandera se acercaron a la Capitana: lo mismo hizo entonces la nao Santiago, que por ser de poco porte permanecía a la expectativa sin declararse, aunque el capitán Juan Serrano era de Magallanes. La nao San Antonio y la Concepción quisieron huir, pero, juzgándolo expuesto, Quesada ordenó soltar a Álvaro de Mezquita, para enviarle a Magallanes y pedir un acomodamiento. Mezquita repuso que era inútil y se pasó el resto del día entre las angustias de la indecisión. Mas como aquella noche, mientras tomaba algún descanso la gente, garrase la San Antonio y fuese a abordar con la Capitana; Magallanes, que vigilaba creyendo que acometía la San Antonio, la hizo disparar tiros gruesos y menudos que la destrozaron la obra muerta. La confusión reinaba en su bordo, porque no toda su gente estaba comprometida, y Elcano no sabía qué hacer. Su intención no había sido arremeter, sino que involuntariamente fue lanzada la nave por las corrientes. No contestó, pues, la San Antonio a los disparos. Asaltada por la gente de Magallanes, cuando aún los jefes no habían tomado una resolución, se entregó toda la chusma, que más estaba oprimida que rebelada.
Prendiose a Quesada, a Elcano, al contador Antonio Coca y a otros sobresalientes, cuyo delito estaba por demás probado con sola esta circunstancia, y se envió por Juan de Cartagena, que estaba en la Concepción, que se rindió sin resistencia. Luego que hubo amanecido, mandó Magallanes a tierra el cadáver de Mendoza y lo hizo descuartizar, pregonándolo por traidor; ahorcó a Gaspar de Quesada y lo descuartizó, con igual pregón, por mano de Luis de Molino, su cómplice y criado; sentenciado a quedar desterrado en aquella tierra Juan de Cartagena y a un clérigo, su confidente. Acto de ferocidad disculpable porque las circunstancias lo hacían necesario; sin él, la anarquía hubiera destruido la expedición y acabado con la vida de su caudillo. Hecha esta terrible justicia, mostrose clemente y perdonó a más de cuarenta personas entradas en la conjuración. Si más que restablecer la obediencia por medio del terror, hubiera tratado de vengarse oyendo los gritos de su resentimiento, Juan Sebastián de Elcano también habría sido muerto y el rigor de la justicia hubiera cortado el hilo de su glorioso destino. Toda esta revolución quedó hecha en menos de veinticuatro horas, del 1 al 2 de Abril. A la verdad, ni Mendoza, ni Quesada pueden considerarse como traidores, porque reclamaban el cumplimiento de las Reales provisiones, y, sin incurrir fea nota, pudieron muchos seguirles, creyendo que la razón estaba de su parte. No hay, sin embargo, duda de que ambos faltaron a la buena correspondencia que debían al Capitán y a las leyes de la Caballería. Luis Mendoza, que a Magallanes tenía hecho pleito homenaje de custodiar al preso que le había encargado para devolvérselo cuando le fuese pedido, correspondió mal a su confianza. Quesada, en cuyas manos le puso después, le dio libertad para que se mostrase al frente de un levantamiento contra su caudillo. Semejante conducta no tiene disculpa. Fernández de Navarrete, Eustaquio: Historia de Juan Sebastián Elcano, pp. 36-46 (Tomado del apéndice documentos de la obra de Walls y Merino, Madrid, 1899, pp. 194-198). Véase bibliografía.