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RELACIÓN DEL PRIMER VIAJE ALREDEDOR DEL MUNDO. NOTICIAS DEL MUNDO NUEVO CON LAS FIGURAS DE LOS PAISES QUE SE DESCUBRIERON SEÑALADOS POR ANTONIO PIGAFETTA. VICENTINO. CABALLERO DE RODAS ANTONIO PIGAFETTA Patricio Vicentino y Caballero de Rodas Al Ilustrísimo y Excelentísimo Señor FILIPPO VILLERS LISLEADAM Ínclito gran maestre de Rodas y su observantísimo señor Como son muchos los curiosos, Ilustrísimo y Excelentísimo Señor, que no se contentan sólo con saber y entender las grandes y admirables cosas que Dios me ha concedido ver o sufrir en la mi luego escrita, larga y peligrosa navegación, sino que quieren conocer aún los medios y modos y caminos porque conseguí solventarla --no prestando aquella fe absoluta al éxito sin certidumbre muy declarada de su ruta--, por tanto, sabrá Vuestra Señoría Ilustrísima que, topándome en el año de la Natividad de Nuestro Salvador de 1519, en España, en la corte del Serenísimo Rey de Romanos, con el reverendo Monseñor Francesco Chieregato, a la sazón pronotario apostólico y orador de la santa memoria del Papa León X --el cual, aquél, fue elevado más tarde por su virtud al episcopado de Aprutino y principado de Téramo--, y habiéndome sobrado a mí las noticias, a través de muchos libros leídos y diversas personas que con su Señoría solían platicar de las grandes y estupendas cosas del Mar Océano, determiné, con amable licencia de la Majestad cesárea, y del antepuesto mi señor, de experimentar el ir en busca de tales cosas: así pudiesen proporcionarme a mí mismo satisfacción y me alumbraran también renombre en la posteridad.
Llegándome a oídos que estaba aprestada en tal hora una escuadra junto a la ciudad de Sevilla --y de cinco naves-- para marchar tras el descubrimiento de las especias en la isla de Maluco, de la que era capitán general Ferando de Magaglianes (sic), gentilhombre portugués, comendador, con muchas y diversas guisas y naves, del Mar Océano, partime con muchas cartas de recomendación desde la ciudad de Barcelona, donde paraba Su Majestad entonces, y llegué embarcado a Málaga. De allí, optando por el camino de tierra, alcanzaba la de Sevilla; y, tras cerca de tres meses de aguardar que dicha flota anduviese en orden de partida, por fin, como bien claro preverá Vuestra Señoría en este punto, iniciamos, con felicísimos auspicios, nuestra navegación. Y, ya que durante mis jornadas en Italia, posteriores, cuando, en busca de la Santidad del Papa Clemente, Vuestra Gracia, en Monteroso, mostrose asaz benigna y humana, hasta advertirme que le sería grato que copiase yo todas aquellas cosas que vi y pasé en navegación --aunque bien poco cómodas me fueron--, no podía por menos, en fin, pese a la debilidad de mis fuerzas, de intentar complacerle. Y, así, le ofrezco, en este librillo mío, todas mis vigilias, fatigas y peregrinaciones: rogándole, cuando le vague en su solícito gobierno rodiense, que se abaje a recorrerlas. Con lo cual me vanagloriaré de no poco remunerado por su Señoría ilustrísima, a cuya magnanimidad me doy y recomiendo. Habiendo determinado el capitán general emprender una tan larga navegación por el Mar Océano, que habitan vientos impetuosos y caprichosos azares, y con voluntad de que ignorase el destino toda su gente, para que a nadie aterrara el emprender tan grande y estupenda cosa como luego obtuvo por auxilio de Dios (sus capitanes, tan próximos a él, le aborrecían; ignoro el porqué, salvo porque fuese portugués y ellos españoles); queriendo, en fin, cumplir lo que ofreció bajo juramento al Emperador Don Carlos, rey de España, y con el propósito de que ni ninguna eventualidad, ni la noche, consiguiesen desunir a cualquier nave de las otras, dictó esta orden a todos los pilotos y oficiales de su flota.
Cuya orden era: Su nao capitana debía ir, de noche, siempre ante las demás; quienes la seguirían merced a una pequeña antorcha de leña, llamada "farol", pendiente a perpetuidad de la popa de su barco. Esta señal servía para el inmediato. Obteníase otro fuego con una linterna o con un cabo de cuerda de junco, que la llaman strengue, o de esparto, con muchas horas ya bajo el agua y secado después al sol o al humo; para el caso, óptimo. Con otro fuego exacto a éste como señal, debían responderle, para que él supiera que seguían todos. Si, aparte el del farol, encendía dos fuegos, era para que virasen o enfilaran otra derrota, pues el viento no resultaba conveniente para seguir, o convenía aminorar la andadura. De encender tres fuegos, entonces había que arriar la bonetta, que es una parte de vela que se iza debajo de la mayor, cuando hay bonanza, para adelantar; teniéndola arriada, es más fácil recoger también la mayor, en caso de borrasca, con pocos minutos. Si eran cuatro fuegos, todo el velamen abajo, indicándole después, con otra llama, su quietud. Más fuegos o bien el disparo de alguna bombarda, eran señal de tierra o de bajíos. Más tarde, cuatro fuegos otra vez, y era reizar el draperío entero, y seguir el rumbo que les marcaba siempre su hachón en la popa. Y tres fuegos ahora equivalían a izar la bonetta; como dos, virazón. Para asegurarse de que todas las carabelas le seguían y en grupo, dejaba el solo fuego que al principio; porque desde todas se le respondiese igual.
Cada noche montábanse tres guardias. Una, al decidirse la oscuridad; la segunda, llamada modora, en medio; la tercera, hasta el amanecer. Toda la dotación se partía las tres guardias: la primera, regida por el capitán o por el contramaestre --turnándose cada noche--; la segunda, por el piloto o por el timonel; la tercera, por el suboficial. El lunes 10 de agosto, día de San Lorenzo, del año antedicho, encontrándose la escuadra abastecida de todo lo necesario para el mar, demás de sus tripulaciones (éramos doscientos treinta y siete), nos aprestamos de buena mañana a salir del puerto de Sevilla, y con disparo de muchas salvas dimos el trinquete al viento. Y fuimos descendiendo por el río Betis, modernamente llamado Gadalcavir (sic), cruzando ante un lugar que nombran Gioan Dalfarax (sic), que era ya gran población bajo los moros, y cuyas dos riberas unía un puente --cortando ese camino del río hacia Sevilla--: del cual llegaron hasta hoy, cubiertas por el agua, dos pilastras. Y son menester hombres que conozcan bien su sitio y ayuden al paso de las naves, para que no topen con aquellas; e importa también aviar cuando llega hasta allá la marea alta; y aun la busca de vericuetos, pues no tiene el río tanto fondo que admita embarcaciones muy cargadas o profundas. Después apareció otro lugar, que se llama Coria, dejando muchos otros al borde del río, hasta el alcance de un castillo del Duque de Medina Sidonia, el cual se llama San Lúcar, y es por donde se penetra en el Mar Océano --levante-poniente, con el cabo de San Vicente, que está a 37 grados de latitud y a unas 10 leguas--.
De Sevilla, por el río, distaríamos ya como 17 ó 20. A los pocos días, apareció el capitán general, con los otros capitanes, navegando río abajo en las lanchas de las carabelas; y permanecimos allá muchos días aún, para terminar de armar muchas cosas que faltaban; y, en todos, bajábamos a tierra, para oír misa en un lugar que dicen Nuestra Señora de Barrameda, cerca de San Lúcar. Y, antes de la partida, el capitán general quiso que todos confesasen, y no consintió que ninguna mujer viniese en la armada, para mayor respeto. El martes 20 de septiembre del mismo año partimos de ese lugar llamado San Lúcar, enfilando al Sudoeste, y, antes de terminar el mes, el 26, arribamos a una isla de la Gran Canaria (sic) que se llama Tenerife, a 28 grados de latitud, para repostar carne, agua y leña. Anclamos allí tres días y medio, como provisión de la escuadra en dichas cosas; después, nos acercamos a otro puerto de la misma isla, Monte Rosso (sic) por nombre, tardando dos días. Sabrá Vuestra Ilustrísima Señoría que en aquellas islas de la Gran Canaria, que vienen una tras otra, no se encuentra ni una mala gota de agua que brote; sino que, al mediodía, se ve abajarse una nube del cielo, y circunda un enorme árbol que en aquella isla hay; destilando entonces sus hojas y ramas agua a placer. Y al pie de dicho árbol se dispuso como una cavidad a modo de fuente, donde el agua se alberga; con lo cual, los hombres que allá habitan y los animales --así domésticos como selváticos--, todos los días, de esta agua, y no de otra, abundantísimamente se saturan.
El lunes 3 de octubre, a medianoche, largamos velas en la dirección austral, engolfándose en el Mar Océano, pasando --en los 14 grados y medio-- Cabo Verde y sus islas; y así navegamos muchas jornadas frente a la costa de la Guinea o Etiopía (en la que existe una montaña, que dicen Sierra Leona, por los 8 grados de latitud): con vientos contrarios, calmas y lluvias sin viento, hasta la línea equinoccial. Lloviendo sesenta días sin pausa, contra la opinión de los antiguos. Antes de alcanzar la línea, a 14 grados, muchos golpetazos de viento y corrientes de agua pusieron en peligro nuestra ruta. No pudiendo mantenerla sin que las naves peligraran --caladas las velas por completo--, capeábamos en tajamar una y otra vez, hasta que pasaba el turbión, que venía con furia. Cuando la lluvia, ni un soplo de viento; cuando sol, bonanza. Seguían el rastro de nuestras carabelas ciertos peces grandes, que se llaman tiburones, que tienen dientes terribles, y, si encuentran a un hombre en el mar, lo devoran. A arponazos cazábamos muchos, aunque no son buenos para comer, salvo los pequeños; y tampoco demasiado. En cuyos avatares aparecía en más de una ocasión el Cuerpo Santo, esto es, Santo Elmo, como otra luz entre las nuestras sobre la noche oscurísima; y de tal esplendor cual antorcha ardiendo en la punta de la gabia; y permanecía dos horas, y aún más, con nosotros, para consuelo de los que nos quejábamos. Cuando esa bendita luz determinaba irse, permanecíamos medio cuarto de hora todos ciegos, implorando misericordia y realmente creyéndonos muertos ya.
El mar amainó, de súbito. Vi muchas clases de pájaros, entre los cuales uno que no tenía culo otro que, cuando la hembra quiere poner un huevo, lo pone sobre la espalda del macho, y allí se incuban. No tienen pies, y viven siempre en el mar. Los de otra especie viven del estiércol de los demás pájaros, y les basta: así, vi tantas veces a los tales, a quienes llaman cagassela, correr detrás de los otros pájaros, hasta el momento en que éstos se ven en la precisión de echar fuera su detritus; inmediatamente se apodera de él el perseguidor, y deja de perseguir. Vi, aún, muchos peces que volaban, y muchos otros agrupados juntos, que parecían una isla. Pasado que hubimos la línea equinoccial, hacia el mediodía, se perdió la referencia de la estrella polar; y, así, navegose con rumbo Sur-Suroeste hasta una tierra que se llama la Tierra del Verzin, en los 23 grados y medio del Polo Antártico, que es tierra del Cabo de San Agustín, que está en los 8 grados del mismo Polo; donde hicimos gran acopio de gallinas, patatas, piñas muy dulces --fruto verdaderamente el más gentil que haya--, carne de ánade como vaca, caña de azúcar y otras infinitas cosas, que dejo para no resultar prolijo. Por un anzuelo de pesca o un cuchillo daban cinco o seis gallinas; por un peine, un par de ánsares; por un espejo o unas tijeras, tanto pescado, que para diez hombres bastara; por un cencerro o una correa, un saco de patatas. Cuyas patatas saben, al comerlas, a castañas, y son largas como nabos.
Y por un "rey de oros", que es una carta de la baraja, diéronme seis gallinas, con el temor, aún, de haberme engañado. Anclamos en ese puerto el día de Santa Lucía, y en tal fecha sufrimos al sol en su cenit, y más calor --tanto en aquella como en las siguientes, en el momento mollar del astro-- que en cualquier otro sitio bajo la línea equinoccial. Esta tierra de Verzin es abundantísima, mayor que España, Francia e Italia juntas; pertenece al Rey de Portugal. Sus indígenas no son cristianos, y no adoran cosa alguna. Proceden según los usos naturales, y viven ciento veinticinco años y ciento cuarenta. Andan desnudos, así hombres como mujeres; habitan en ciertas casas amplias llamadas "bohíos", y duermen en redes de algodón que denominan "hamacas", anudadas --en el interior de aquellas viviendas-- de un extremo a otro, en troncos gruesos; entre las cuales encienden lumbres. En alguno de estos bohíos se junta hasta un centenar de hombres, con sus mujeres e hijos, armando gran rumor. Poseen barcas de una sola pieza --de un tronco afilado con utensilios de piedra--, llamadas "canoas". Utilizan estos pueblos la piedra como nosotros el hierro, que no conocen . En cada una de esas embarcaciones se meten treinta o cuarenta hombres, bogan con palas como de panadería, y, tan negros y afeitados, parecen los remeros de la Laguna Estigia. Se desenvuelven los hombres y las mujeres como entre nosotros; comen carne humana, la de sus enemigos, no por considerarla buena, sino por costumbre.
Inició ésta --como ley de Talión-- una anciana, quien tenía un solo hijo, que fue muerto por los de una tribu rival; pasados algunos días, los de la suya apresaron a uno de los de la que le habían matado al hijo, y lo trajeron a donde se encontraba la vieja. Ella, viéndole y acordándose de su muerto, corrió hasta el muchacho como perra rabiosa, mordiéndole la espalda. Aquél, a poco, pudo huir, y mostró a los suyos la señal, como si lo fuese de que querían devorarlo. Cuando los suyos, más tarde, apresaron a alguno de los otros, se lo comieron; y los parientes de los comidos a los de los que comieran: de lo cual nació la costumbre. No se lo comen de una vez: antes uno corta una rebanada para llevársela a su vivienda y ahumarla allí; y vuelve a los ocho días para llevarse otro pedacito que comer asado entre los demás manjares..., y siempre como memoria de sus enemigos. Esto me contó Ioanne Carvagio, piloto que con nosotros venía, quien anduvo antes cuatro años por estas tierras. Esta gente se pinta a maravilla todo el cuerpo y el rostro con fuego y de distintas maneras, incluso las mujeres. Van completamente tonsos y sin barba --porque se la afeitan--. Abríganse con vestiduras de plumas de papagayo, con ruedas grandes en el culo hechas con las plumas más largas; cosa ridícula. A excepción de las mujeres y niños, ostentan todos tres agujeros en el labio inferior, de donde cuelgan piedras redondas y de un dedo de largo --unas menos, otras más--.
No son negros completamente; más bien oliváceos; llevan al aire las partes vergonzosas, y carecen de vello en cualquiera. Y así hombres como mujeres, andan del todo desnudos. Llaman a su rey "cacique". Disponen de infinidad de papagayos, y cambian ocho o diez por un espejo; y gatos maimones pequeños, semejantes a los cachorros de león, pero amarillos: una preciosidad. Amasan un pan redondo, blanco, de médula de árbol, de sólo regular sabor; se halla dicha médula bajo la corteza, y parece requesón. Tienen cerdos con la particularidad del ombligo en la espalda, y grandes pájaros con el pico como un cucharón y sin lengua. Por un hacha pequeña o un cuchillo de buen tamaño entregaban a una o dos de sus hijas como esclavas; pero a su mujer por nada la habrían dado. Ni hubiesen ellas ofendido tampoco al esposo a ningún precio. De día nada consentían a éste, sólo de noche. Ellas trabajan y cargan con toda la comida en unas mochilas de mimbre, o bien en canéforas --sobre la cabeza o a la cabeza atadas--; pero siempre con su marido cerca, y él con un arco de verzin, o de palma negra, y un haz de flechas de caña. Todo lo cual no olvidan, por ser muy celosos. Llevan las mujeres a sus hijos colgados del cuello por una red de algodón. Y callo las demás cosas para no alargarme. Dos veces se dijo misa en aquellos lugares, ante la que guardaban ellos tamaña contrición, de rodillas y alzando juntas las manos, que era grandísimo placer verlos. Edificaron una casa para nosotros, pensando que deberíamos permanecer algún tiempo aún, y cortaron mucho verzin para regalárnoslo en la marcha.
Haría cerca de dos meses que no habría llovido por allá; y, cuando alcanzábamos el puerto, por casualidad, llovió. Por lo que dieron en decir que descendíamos del cielo, y que habíamos traído con nosotros la lluvia. Estos pueblos fácilmente se convertirían a la fe de Jesucristo. Al principio, pensaban que las lanchas fuesen hijas de las carabelas, e incluso que éstas las parían en el momento en que se soltaban por la borda sobre el mar; y, observándolas más tarde a su costado, según es uso, creían que cada carabela las amamantaba. Una hermosa joven subió un día a la nao capitana, donde me encontraba yo, no con otro propósito que el de aprovechar alguna nadería de desecho. Andando en lo cual, le echó el ojo, en la cámara del suboficial, abierta, a un clavo, largo más que un dedo; y, apoderándose de él con gran gentileza y galantería, hundiolo entero, de punta a cabo, entre los labios de su natura; tras ello, marchose pasito a pasito. Viéndolo todo perfectamente el capitán general y yo. Trece días permanecimos en aquella tierra. Continuando después nuestro camino, llegamos hasta el grado 34, más un tercio del Polo Antártico, encontrando allá, junto a un río de agua dulce, a unos hombres que se llaman "caníbales" y comen la carne humana. Acercósenos a la nave capitana uno de estatura casi como de gigante para garantizar a los otros. Tenía un vozarrón de toro. Mientras éste permaneció en la nave, los otros recogieron sus enseres y los adentraron más en la tierra, por miedo a nosotros.
Viendo lo cual, saltamos un centenar de hombres a tierra en busca de entendernos algo, trabar conversación; por lo menos retener a alguno. Pero huían, huían con tan largos pasos, que ni con todo nuestro correr podíamos alcanzarlos. Hay en este río siete islas. En la mayor de ellas encuéntranse piedras preciosas; se llama Cabo de Santa María. Todos pensábamos que se pasaba desde allí al mar del Sur, que no lo es del todo (aunque lo pareciera, por no haberse descubierto más en esa dirección). En definitiva, no es aquel un cabo, sino el desemboque de un río que tiene de boca 17 leguas. Río, junto al que, en anterior ocasión, y por fiar demasiado, un capitán español, por nombre Iohan de Solís, fue devorado por los caníbales, junto con sesenta hombres. Fueron a descubrir tierras, como nosotros. Continuando nuestro rumbo, hacia el Polo Antártico, costeando ahora, vinimos a dar con dos islas llenas de ansarones, y de lobos marinos. Verdaderamente, el número de ansarones no se podría referir. En una hora abarrotamos las cinco naves. Esos ansarones son negros, y tienen exacto el plumaje del cuerpo y de las alas; no pueden volar, y viven de la pesca. Tienen tal desarrollo, que no era menester desplumarlos, sino que los desollábamos. El pico es como de cuervo. En cuanto a los lobos marinos, los hay de diversos colores, gordos, como terneros y con la cabeza igual: orejas pequeñas y ralas, largos dientes, no tienen patas, sino unos pies que les arrancan del mismo tronco, parecidos a nuestras manos --con uñas pequeñitas, y entre los dedos la misma suerte de membrana que las ocas--.
Resultarían ferocísimos si pudiesen correr: nadan y viven de la pesca. Aquí nuestras naos supieron los mejores augurios al aparecer en frecuentes ocasiones los tres Cuerpos Santos, o sea: San Telmo, San Nicolás y Santa Clara. Luces que se extinguían súbitamente. Arrancando de allí, alcanzamos hasta los 49 grados del Antártico. Echándose encima el frío, los barcos descubrieron un buen puerto para invernar. Permanecimos en él dos meses, sin ver a persona alguna. Un día, de pronto, descubrimos a un hombre de gigantesca estatura, el cual, desnudo sobre la ribera del puerto, bailaba, cantaba y vertía polvo sobre su cabeza. Mandó el capitán general a uno de los nuestros hacia él para que imitase tales acciones en signo de paz y lo condujera ante nuestro dicho jefe, sobre una islilla. Cuando se halló en su presencia, y la muestra, se maravilló mucho, y hacía gestos con un dedo hacia arriba, creyendo que bajábamos del cielo. Era tan alto él, que no le pasábamos de la cintura, y bien conforme; tenía las facciones grandes, pintadas de rojo, y alrededor de los ojos, de amarillo, con un corazón trazado en el centro de cada mejilla. Los pocos cabellos que tenía aparecían tintos en blanco; vestía piel de animal, cosida sutilmente en las juntas. Cuyo animal, tiene la cabeza y orejas grandes, como una mula, el cuello y cuerpo como un camello, de ciervo las patas y la cola de caballo --como éste relincha--. Abunda por las partes aquellas. Calzaban sus pies abarcas del mismo bicho, que no los cubrían peor que zapatos, y empuñaban un arco corto y grueso con la cuerda más recia que las de un laúd --de tripa del mismo animal--, aparte un puñado de flechas de caña, más bien cortas y emplumadas como las nuestras.
Por hierro, unas púas de yesca blanca y negra --como en las flechas turcas--, conseguidas afilando sobre otra piedra. Hizo el capitán general que le dieran de comer y de beber, y, entre las demás cosas que le mostró, púsole, ante un espejo de acero grande. Cuando se miró allí, se asustó sobre manera y saltó atrás, derribando por el suelo a tres o cuatro de nuestros hombres. Luego le entregó campanillas, un espejo, un peine y algunos paternostri y enviolo a tierra en compañía de cuatro hombres armados. Un compañero suyo, que hasta aquel momento no había querido acercarse a la nao, cuando le vio volver en compañía de los nuestros, corrió a avisar a donde se encontraban los otros; y alineáronse, así, todos desnudos. Cuando llegaron los nuestros, empezaron a bailar y a cantar, siempre con un dedo en lo alto, y ofreciéndose polvo blanco, de raíces de hierba, en vasijas de barro: no otra cosa hubiesen podido darles para comer. Indicáronles los nuestros por señas que se acercaran a los barcos, que ya les ayudarían a llevar sus cosas. Ante cuya demanda, los hombres tomaron solamente sus arcos, mientras sus mujeres, cargadas como burros, traían el resto. Ellas no eran tan altas, pero sí mucho más gordas. Cuando las vimos de cerca, nos quedamos atónitos: tienen las tetas largas hasta mitad del brazo. Van pintadas y desvestidas como sus maridos, si no es que ante el sexo llevan un pellejín que lo cubre. Tiraba cada una de cuatro de aquellos animales, cachorros aún, atados con fibras a manera de ronzal.
Esas gentes, cuando quieren apoderarse de tales bichos, atan a uno de los pequeños a alguna zarza. Acércanse los mayores para jugar con él, y los salvajes, escondidos, lo matan a flechazos. Dieciocho nos trajeron a las naos, entre machos y hembras, y regresaron a las dos orillas del puerto después que nos quedamos con aquella mercadería. Fue visto, a los seis días, un gigante, pintado y vestido de igual suerte, por algunos que hacían leña. Empuñaba arco y flechas. Acercándose a los nuestros, primero se tocaba la cabeza, el rostro y el tronco; después hacía lo mismo con los de ellos, y, por fin, elevaba al cuello la mano. Cuando el capitán general lo supo, mandó un esquife para que se apoderasen de él y que lo retuvieran en aquella isla del puerto, donde habíanse construido ya una casa para los herreros y para almacén de los barcos. Éste era más alto aún y mejor construido que los demás, y tan tratable y simpático. Frecuentemente bailaba, y, al hacerlo, más de una vez hundía los pies en tierra hasta un palmo. Permaneció entre nosotros muchos días; tantos, que lo bautizamos, llamándole Juan. Pronunciaba tan claro como nosotros, sino que con resonantísima voz, "Jesús", "Padre nuestro", "Ave María" y "Juan". Después, el capitán general le dio una camisa, un jubón de paño, calzas de paño, una barretina, un espejo, un peine, campanillas y otras cosas, despidiéndolo. Fuese muy contento y feliz. Al día siguiente, trajo uno de aquellos animales grandes al capitán general, por el que le dieron muchas cosas a fin de que trajese más.
Pero nunca volvió. Pensamos si lo habrían muerto por haber conversado con nosotros. A los quince días encontramos a cuatro de estos gigantes sin armas, que las tenían ocultas entre unos espinos: los dos a quienes apresamos nos las mostraban después. Cada uno iba pintado de diferente manera. El capitán general retuvo a dos --los más jóvenes y despejados-- con ejemplar astucia para conducirlos a España. A haber procedido sin ella, lo probable es que alguno de nosotros no lo contara. El ardid de que se valió para retenerlos fue éste: les dio muchos cuchillos, tijeras, espejos, esquilones y cuentas de vidrio. Teniendo los dos las manos rebosantes de dichas cosas, hizo el capitán general que trajeran un par de grilletes, que se depositaron a sus pies como tratándose de un regalo; y a ellos, por ser hierro, placíales mucho. Pero no sabían cómo llevárselos, y les apenaba renunciar: no teniendo dónde guardar las mercedes, y debiendo sujetar con las manos la piel que las envolvía. Quisieron ayudarles los otros dos, pero el capitán se opuso. Viendo lo que les preocupaba abandonar aquellos grilletes, indicoles por señas que se los haría ceñir a los pies, y que así podrían llevarlos. Respondieron con la cabeza que sí. Rápidamente, y al mismo tiempo, hizo que los argollaran a los dos; y, aunque, cuando notaron el hierro transversal, les asaltó la duda, ante el gesto de seguridad del capitán permanecieron firmes. Sólo después, al comprender el engaño, bufaban como toros, pidiendo a grandes gritos a "Setebos" que les ayudara.
A duras penas conseguimos maniatar a los otros dos, y fueron enviados a tierra con nueve hombres, para que condujesen a los nuestros hasta donde estaba la esposa de uno de los que habíamos apresado. Porque él la lloraba a voces, según dedujimos de sus ademanes. Al avanzar, uno consiguió liberar sus manos, y echó a correr tan velozmente que al punto se le perdió de vista. Iba en busca de los suyos, pero ni encontró en su casa a quien había dejado en cuidado de la mujer, durante su ausencia. Hubo de salir, de nuevo, en su busca, para referírselo todo. Mientras, tanto se esforzaba nuestro otro maniatado por liberarse, que hubieron de herirlo ligeramente en la cabeza; con lo que, bufando, condujo a los nuestros adonde las mujeres aguardaban. Juan Carvalho, piloto, jefe del grupo, no quiso apresar a la mujer entonces, porque anochecía, dejándola dormir en su choza. Aproximáronse los otros dos indígenas, aunque, al hacerse cargo del herido, titubeaban, y nada dijeron a la sazón. Pero, de amanecida, hablaron con las mujeres. Y, de repente, emprendieron franca huida, a todo correr, más aún los chicos que los grandes, llevándoselo todo consigo. Dos se rezagaron para disparar sus flechas sobre los nuestros; el otro preocupose de poner a salvo a aquellos cachorros con que se cazaban los animales mayores. Y, así, en combate, uno de aquellos dos atravesó de un flechazo el muslo a uno de los nuestros, y éste murió en seguida. Ante lo cual, desaparecieron rápidos.
Los nuestros, aunque disponían de escopetas y ballestas, jamás les pudieron herir; pues ellos, cuando pelean, no se están quietos nunca, antes saltan de acá para allá. Enterró a su muerto nuestra cuadrilla, e incendió cuanto abandonaron los fugitivos. Ciertamente, tales gigantes corren más que un caballo, y son celosísimos de sus esposas. Cuando a esta gente le duele el estómago, en lugar de purgarse se meten por la garganta dos palmos, o más, de una flecha y vomitan una masa verde mezclada con sangre, según comen cierta clase de cardos. Cuando les duele la cabeza, se dan un corte transversal en la frente y así en los brazos, en las piernas y en cualquier lugar del cuerpo, procurando que se desangre mucho. Uno de los que habíamos apresado, que estaba en nuestra embarcación, decía que aquella sangre no quería estarse allí y que por ello le había causado tal dolor. Llevan el pelo cortado con una gran coronilla, al modo que los frailes, pero más largo, con un cordón de algodón en torno a la cabeza, donde ajustan las flechas al partir de caza. Átanse el miembro viril entre las piernas para preservarlo del grandísimo frío. Cuando uno de ellos muere, se le aparecen diez o doce demonios bailando alegres alrededor del cuerpo, muy pintarrajeados. Por encima de ellos surge otro, mucho más grande, gritando y con más algazara aún. El que el demonio se les aparezca pintado es la razón de que se pinten ellos. Llaman al demonio mayor "Setebos"; a los otros, "Cheleulle".
También nuestro prisionero me informó con ademanes, de haber visto al demonio con dos cuernos en la cabeza y pelos largos que le cubrían las piernas, y lanzar fuego por la boca y por el culo. El capitán general llamó a los de este pueblo "Patagones". Todos se visten con la piel de aquel animal ya dicho. No tienen casas, sino cobertizos de la piel del mismo animal y con ellas se mueven, de acá para acullá, como es también costumbre de los zíngaros. Aliméntanse con carne cruda y con una raíz dulce que llaman chapae. Cada uno de nuestros dos prisioneros se comía un esportón de galleta y bebía sin resollar medio balde de agua. Y zampábanse las ratas sin hacerles ascos ni a la piel. Estuvimos en ese puerto, al que bautizamos Puerto de San Julián, cerca de cinco meses, durante los que ocurrieron múltiples cosas. A fin de que vuestra Ilustrísima Señoría conozca alguna, sepa que apenas anclados allá, los capitanes de los otros cuatro navíos conjuráronse en traición para asesinar al capitán general; y eran ellos: el veedor de las armas, que se llamaba Juan de Cartagena; el tesorero, Luis de Mendoza; el contador, Antonio Coca y Gaspar de Quesada. Descuartizado el veedor por sus hombres, fue muerto el tesorero a puñaladas, descubriéndose la conjura. A los pocos días, Gaspar de Quesada, por querer organizar otra, fue desterrado en esa tierra patagona en compañía de un clérigo. El capitán general no quiso ordenar que lo matasen porque le había dado la capitanía el emperador Don Carlos.
Una nave llamada Santiago se perdió al salir a explorar la costa. Todos sus hombres se salvaron milagrosamente. Dos de ellos consiguieron llegar hasta nosotros y nos dieron la noticia. El capitán general destacó a algunos hombres con sacos de galleta. Durante dos meses nos vimos forzados a proveerlos de víveres, pues cada día rescataban alguna cosa de la perdida nao. La distancia hasta allá era de 24 leguas, que son cien millas; la senda, áspera y maleza todo. Invertíamos cuatro jornadas en el viaje; dormíamos sobre matojos; no encontrábamos agua que beber, sino hielo y en suma, nos agotaba la fatiga. En nuestro puerto abundaban sobremanera unos moluscos alargados, que llamamos "mejillones". Solían tener perlas, pero muy chicas, que nos estorbaban comerlos. Había también por allá incienso, avestruces, zorras; corrían conejos, menos grandes que los de Europa. En la cima del monte más alto, plantamos una cruz en demostración de que aquellas tierras eran del Rey de España y llamamos a aquél "Monte de Cristo". Partiendo de aquí, en los 51 grados menos un tercio del Antártico, dimos con otro río de agua dulce, al que las naves se acogieron de los vientos terribles; mas Dios y el Cuerpo Santo no nos regatearon ayuda. En este río anclamos cerca de dos meses para hacer provisión de agua, de leña y de peces --que eran largos como un brazo y más, con mucha escama y tan sabrosos cuanto escasos--. Y antes que navegáramos de nuevo, el capitán general y todos nosotros confesamos y comulgamos como verdaderos cristianos.
Después, a los 52 grados del mismo rumbo, encontramos en el día de las Once mil Vírgenes, un estrecho, cuyo cabo denominamos "Cabo de las Once mil Vírgenes", por un milagro grandísimo. Ese estrecho tiene de largo 110 leguas, que son 440 millas y un ancho --más o menos-- como de media legua y va a desembocar en otro mar, llamado Mar Pacífico, circundado de montañas altísimas con copetes de nieve. No había calado suficiente para pasar, salvo que se enfilase a unas 25 ó 30 brazas sólo, de tierra. Y si no fuese por el capitán general, nunca habríamos navegado aquel estrecho; porque pensábamos todos y decíamos, que todo se nos cerraba alrededor. Pero el capitán, que sabía tener que seguir su derrota por un estrecho muy justo, según viera antes en un mapa hecho por aquel excelentísimo hombre Martín de Bohemia, destacó dos naves, la San Antonio y la Concepción --así se llamaban--, para ver qué había al fondo de la oquedad. Nosotros, con las otras dos naves --la capitana, por nombre Trinidad, y la Victoria--, anclamos a resguardo de la bahía. Sobrevino aquella noche una fuerte virazón; tal, que fue forzoso levar anclas y dejar que nuestras carabelas bailasen por la bahía cuanto cupo. A las otras dos, en marcha, les iba a resultar imposible doblar un cabo que se les abría al fondo de aquella garganta ni volver hasta nosotros, con lo que, sin la menor duda, su fin era el choque violento con algún bajo. Ya cerquísima del fondo del embudo y dándose por cadáveres todos, avistaron una boca minúscula, que ni boca parece sino esquina y hacia allí se abandonaron los abandonados por la esperanza: con lo que descubrieron el estrecho a su pesar.
Pues, viendo que no era esquina, sino paso, adentráronse hasta descubrir una ensenada. Siguiendo aún, conocieron otro estrecho y una tercera bahía, mayor que esas dos primeras. Con alegres ánimos, volviéronse al punto atrás para que el capitán general lo supiese. Los dábamos ya nosotros por perdidos; primero, por la tempestad inmensa; después, porque habían transcurrido dos jornadas desde la separación e incluso, por creer señales de naufragio unos humos que nos hacían desde tierra dos marineros, a quienes ellos enviaron para avisarnos la noticia. Hallándonos en cuyos pensamientos, vimos aparecer ambas naos, inflado el velamen, y acercarse batiendo a la brisa sus banderolas. Ya junto a las nuestras, atronaron muchas bombardas y gritos; después, alineadas las cuatro, dando gracias a Dios y a la Virgen María, avanzamos en busca de más allá. Adentrándonos por aquel estrecho, advertimos dos bocas: una al siroco, otra al garbino. El capitán general adelantó a la nao San Antonio, en compañía de la Concepción, para que viesen si la boca de la parte de siroco desembocaba en el Mar Pacífico. La nao San Antonio no quiso aguardar a la Concepción, pues se proponía huir para volver a España, lo cual hizo. Su Piloto, Esteban Gómez por nombre, odiaba sin límites al capitán general, a causa de que, antes que se aparejase nuestra escuadra, había él acudido al emperador en busca de que le diese algunas carabelas para descubrir tierras; pero, con la aparición del capitán general, Su Majestad no se las dio.
En esa nave iba el otro gigante que apresáramos; pero murió apenas entraron en zona calurosa. La Concepción, incapaz de seguirla al partir, andaba aguardándola inocentemente de una a otra parte. Ignorando que la San Antonio, aprovechando la noche, había hecho marcha atrás y recatándose junto a sus compañeras, ganado la boca por donde antes entraran. Nosotros andábamos en el empeño de explorar la de garbino. Recorriendo el estrecho detenidamente, llegamos a un río que llamamos "Río de las Sardinas", según la gran cantidad de ellas en su barra; y fuimos entreteniéndonos en todo cuatro días, por tal de hacer tiempo en que se nos unieran las otras dos naos. Durante cuyos días enviamos una lancha bien acondicionada para que otease el cabo del otro mar. Volvió, anocheciendo el tercer día y explicándonos que habían entrado el cabo, sí, y el ancho mar también. El capitán general lloró de alegría, designando a aquél "Cabo Deseado", porque lo deseamos todos tanto tiempo. Volvimos atrás en busca de las otras dos naves, pero no encontramos sino a la Concepción. Y preguntándosele dónde estaba su pareja, respondió Gioan Serrano que sólo de la que pisaba era capitán y piloto como lo fue antes de la que se perdió; pero que de la otra no sabía, ni volviera a verla jamás desde que enfilaron a siroco. Buscámosla entonces por todo el estrecho, hasta por la boca por la que había huido. Envió atrás el capitán general a la Victoria, hasta la misma entrada del estrecho, porque viese si andaba por allí; y que de no encontrarla, clavase una bandera sobre algún montículo, con una carta metida en ella y ahincada en tierra junto al mástil; de forma que, con descubrirla, encontrando la carta, supiesen el rumbo que seguíamos.
Porque ésas eran nuestras órdenes estipuladas, para caso de que una nave se distanciase de las otras. Dos banderas con cartas se clavaron esta vez. Una, sobre un alcor de la primera bahía; la otra, en un islote de la tercera, materialmente lleno de lobos marinos y grandes pájaros. Aguardando el capitán general con sus dos naves que esa Victoria se le reuniera ante la desembocadura del "Río Isleo", dispuso una tercera cruz sobre un escollo frontero al río: éste bajaba entre montañas hartas de nieve y toma el mar muy cercano al "Río de las Sardinas". Si no hubiéramos encontrado ese estrecho, tenía proyectado el capitán general descender hasta los 75 grados del Polo Antártico, pues a tal latitud y en aquella estación, no se hace nunca la noche o es muy breve: es decir, como en invierno ocurre con el día. Así Vuestra Señoría Ilustrísima me crea, que mientras permanecimos en aquel estrecho, eran las noches sólo tres horas y nos encontrábamos en octubre. Las tierras a nuestra izquierda orientábanse al siroco y eran bajas. Llamamos a ese estrecho el "Estrecho Patagónico"; en el cual, se encuentran, cada media legua, puertos segurísimos, inmejorables aguas, leña --aunque sólo de cedro--, peces, sardinas, mejillones y apio, hierba dulce --también otras amargas--. Nace esa hierba junto a los arroyos y bastantes días sólo de ella pudimos comer. No creo haya en el mundo estrecho más hermoso ni mejor. Por este mar Océano puede practicarse la más dilectísima de las pescas.
Hay tres suertes de peces, largos como el brazo y más, que nombran dorados, albacoras y bonitos, los cuales persiguen a otros peces que vuelan, llamados "colondrinos" --largos, un palmo más también--, de óptimo sabor. Cuando los de aquellas tres especies encuentran a alguno de estos voladores, éstos, con prontitud, saltan fuera del agua y vuelan --pese a tener empapadas las alas-- por trecho mayor que un tiro de ballesta. Durante cuyo vuelo córrenle los otros detrás por debajo del agua a su sombra. No acaba aún de caer el primero en el agua, que ya en un decir Jesús, lo han apresado y comido. Cosa, en verdad, bellísima de ver. Me enseñó todas esas palabras aquel gigante que en la nao teníamos, de resultas de que, pidiéndome capac, esto es, pan --que así conocen aquella raíz que como pan usan ellos--, y oli, esto es, agua, me vio a mí escribir ambos nombres; pidiéndole después otros, pluma en mano me entendía. Una vez hice la cruz y la besé, presentándosela. Gritó al punto: "¡Setebos!", indicándome con ademanes que, si volvía a hacer la cruz, aquél me entraría en el cuerpo, haciéndome estallar. Cuando este gigante se encontró mal, pidió, en cambio, un crucifijo, abrazándolo y besándolo mucho. Quería hacerse cristiano antes de morir. Le dimos por nombre Pablo. Cuando esa gente quiere encender fuego, frota dos ramas ásperas entre sí, al objeto de que la chispa que brote prenda en cierta médula de árbol que ponen entre dichas ramas. El miércoles 28 de noviembre de 1520 nos desencajonamos de aquel estrecho, sumiéndonos en el mar Pacífico.
Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, porque lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos de cuero de buey, que en la cofa del palo mayor, protegían del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y después un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín, que tampoco despreciábamos. Las ratas se vendían a medio ducado la pieza y más que hubieran aparecido. Pero por encima de todas las penalidades, ésta era la peor: que les crecían a algunos las encías sobre los dientes --así los superiores como los inferiores de la boca--, hasta que de ningún modo les era posible comer: que morían de esta enfermedad. Diecinueve hombres murieron, más el gigante y otro indio de la tierra del Verzin. Otros veinticinco o treinta hombres enfermaron, quién en los brazos, quién en las piernas o en otra parte; así, que sanos quedaban pocos. Por la gracia de Dios, yo no sufrí ninguna enfermedad. En estos tres meses y veinte días recorrimos cerca de cuatro mil leguas del Mar Pacífico, en una sola derrota (bien pacífico, en verdad, pues en tanto tiempo no conocimos ni una borrasca); sin ver tierra alguna, sino dos islotes deshabitados, en los que nada se encontró fuera de pájaros y árboles.
Los llamamos "Islas Infortunadas". Están a doscientas leguas la una de la otra. No había donde fondear a su alrededor; sí muchos tiburones. La primera de las islas está en los 15 grados de latitud austral; la otra, en los 9. Cubríamos cada jornada, sesenta o setenta leguas a la cadena o a popa. Y, si Dios y su Madre Bendita no nos hubieran ayudado con tan buen tiempo, por seguro que habríamos perecido todos de hambre en aquel inmenso mar. Si, a la salida de aquel estrecho, hubiésemos enfilado sin variación el rumbo de poniente, habríamos dado una vuelta al Mundo sin encontrar tierra alguna hasta el "Cabo de las Once mil Vírgenes": pues éste marca la entrada en dicho estrecho por el Mar Océano a Levante, como la salida es, a Poniente, el "Cabo Deseado" sobre el Mar Pacífico. Ambos cabos hallábanse con exactitud en los 52 grados de latitud del Polo Antártico. No está el Polo Antártico tan estrellado como el Ártico. Vense muchas estrellas menudas agrupadas, que forman dos nebulosas no muy distantes entre sí ni tampoco con demasiado resplandor. En el espacio entre ambas surgen dos estrellas mayores, tampoco de gran brillo y muy quietas. Nuestra brújula se desviaba siempre con aquella proximidad del Polo Antártico, cuya atracción era de gran fuerza. De todas formas, adelante aquellas aguas, preguntó el capitán general a todos sus pilotos sobre, avanzando siempre a vela, qué rumbo marcaban en sus cartas de navegar. Respondieron a coro que el rumbo que puntualmente él les había trazado.
Explicándoles él entonces que dicho rumbo falseaba --gran razón-- y que convenía auxiliar con cálculos la brújula, dada la atracción polar magnética. En estas singladuras percibimos una cruz de cinco estrellas radiantes en dirección poniente y dispuestas con gran simetría. Singlábamos esos días entre poniente y mistral y a la cuarta del mistral cargando entre él y el primer viento: todo, hasta que alcanzásemos el ecuador 125 grados largos de la línea de repartición. La línea de partición está 30 grados de longitud Sur y 3 al Levante de Cabo Verde. Con lo cual pasamos cerca de dos islas riquísimas; una a 20 grados de latitud antártica, por nombre Cipangu; la otra a 15 grados, conocida por Sumdit Pradit. Cruzada la línea del ecuador, navegamos entre poniente y mistral y a la cuarta del poniente hacia el mistral; después doscientas leguas al poniente, mudando el rumbo a la cuarta hacia el garbino hasta los 13 grados del Polo Ártico. Así, íbamos aproximándonos a la tierra del Cabo de Gaticara, cuyo cabo, con perdón de los cosmógrafos --que no lo conocen--, no se halla donde ellos creen, sino 12 grados más al septentrión, aproximadamente. A las casi setenta leguas de esta bitácora, en los 12 grados de latitud y los de longitud, el miércoles 6 de marzo descubrimos un islote al mistral y hacia el garbino, dos. De estas últimas, una era más alta y espaciosa. Quería atracar en ella el capitán general, por busca de algún alimento fresco; pero no pudo, porque los naturales de dicha isla deslizábanse en nuestras naos y robaban aquí una cosa, otra allá.
.., de forma que no la había para tenerlas seguras. Estábamos arriando velas para bajar a tierra, cuando --con insólita rapidez-- nos robaron el esquife amarrado a la popa de la nave capitana. Furioso por dicha fechoría, bajó a tierra el capitán general con cuarenta ballesteros; incendiaron cuarenta o cincuenta casas y muchas canoas, mataron a siete hombres y se recuperó el esquife. Antes de nuestro desembarco, nos rogaba más de uno de los enfermos que, si matábamos a hombre o a mujer, les trajéramos sus intestinos, comiendo los cuales pronto sanarían146. Cuando a ballestazos traspasábamos completamente a alguno de aquellos indios por los ijares, tiraban de la flecha, bien en un sentido, bien en otro, mirándola; conseguían extraerla finalmente, maravillándose mucho y morían así. Y aquellos a quienes herían en el pecho obraban igual. Nos despertaron verdadera compasión. A poco, viéndonos partir, escoltáronnos con más de cien embarcaciones una legua. Arrimábanse a las naos mostrándonos peces en simulación de querérnoslos dar; pero lo que pretendían era apedrearnos, huyendo después. A pesar de navegar nosotros a toda vela, metían sus canoas habilidosísimamente, entre las carabelas y nuestras remolcadas lanchas. Notamos a alguna mujer entre ellos gritando y mesándose la cabellera. Supongo que por amor a sus muertos. Cada uno de ellos vive según su voluntad; no existe quien les mande. Van desnudos, alguno con barba; les cuelgan los negros cabellos hasta la cintura, aunque enlazados.
Tócanse con sombrerillos de palma como los albaneses. Tienen nuestra estatura y son proporcionados. No adoran a ningún dios. Su tez es olivácea aunque nazcan blancos y se tiñen los dientes de rojo y de negro, reputándolo cosa bellísima. Las mujeres andan igualmente desnudas, si no es que se cubren el sexo con una estrecha membrana de papel, que arrancan de entre el tronco y la corteza de las palmeras; son bellas, delicadas y más blancas que los hombres, con los cabellos sueltos y largos, negrísimos, hasta los pies. Estas no trabajan, sino que permanecen en sus hogares tejiendo esteras o confeccionan cajas y otros objetos útiles. Comen cocos, batatas, pájaros, higos --de a palmo--, caña de azúcar, peces voladores y más cosas. Úntanse el cuerpo y la cabellera con aceite de coco y de ajonjolí; sus casas son de troncos enteramente y techadas de tablas y hojas de higuera: más de dos brazas de altura, con pavimento y ventanas. En las habitaciones y lechos abundan las bellísimas esteras de palma. Duermen sobre paja, muy desmenuzada y tierna. No disponen de armas, aparte una especie de jabalina con la punta de hueso de pescado, afilada. Esa gente es pobre, pero es ingeniosa y ladrona por demás: que así llaman a estas tres "islas de los Ladrones". Su diversión es navegar --la esposa a bordo-- sobre sus ágiles lanchas. Vienen a ser éstas como góndolas, más afiladas aún; unas negras; otras blancas, rojas... Al otro bordo que la vela, un tronco grueso, afilado en lo alto, se empalma con travesaños a la separada embarcación: así se sostienen más seguros sobre el agua.
La vela es de hojas de palma, cosidas para formar una al modo que la latina. Por timón usan una especie de pala como de horno, cuya asa cruza un barrote. Hacen de la popa proa y de la proa popa y en el agua saltan de ola en ola como delfines. Por lo poco en que les vimos actuar, estos ladrones pensaban ser, sin duda, los únicos habitantes del planeta. El sábado 16 de marzo de 1521, dimos hacia la aurora, con una tierra elevada, distante alrededor de trescientas leguas de las islas de los Ladrones y por nombre Zamal. Quiso el capitán general, al siguiente día, desembarcar en otra, deshabitada y detrás de aquélla --por considerarlo más seguro--: había que cargar agua y observar. Hizo que levantasen en la orilla dos tiendas para los enfermos y que les sacrificasen un cochino. El lunes 18 de marzo, vimos después del almuerzo, cómo se nos acercaba un pequeño batel con nueve hombres; ante lo que el capitán general ordenó que nadie se moviese, ni pronunciara palabra alguna sin su autorización. Apenas atracaron aquellos, su jefe aproximose al capitán general, al parecer satisfecho de nuestra venida. Cinco de los más empeñados permanecieron con nosotros; el resto desapareció en busca de sus camaradas, entregados por allí a la pesca. Con lo que finalmente, los vimos a todos. Apreciando el capitán general que éstos eran hombres razonables, hizo que se les diera comida, así como barretinas encarnadas, espejos, peines, campanillas, marfil, tela y otras cosas.
Ante la cortesía del capitán, correspondieron con peces, un jarro de vino de palma (que llaman vraca), higos de más de un palmo y otros pequeños --y de mejor sabor-- y dos cocos. Era de lo que disponían entonces; pero, con hartos gestos, nos hicieron entender que a los cuatro días traerían umay (arroz), cocos y otras vituallas. Los cocos son fruto de las palmeras. Mientras nosotros tenemos el pan, el vino, el aceite y el vinagre, este pueblo lo tiene todo en el árbol antedicho. El vino lo extraen con la industria siguiente: perforan el árbol en su parte más alta y tierna, llamada "palmito", la cual destila un licor como el mosto, blanco, dulce, pero un poco agrio también. Con él se llenan unas cañas tanto o más gordas que una pierna, que dejan atadas al tronco por la mañana --para beber de noche-- y por la noche --para beber por la mañana--. Da también la palmera el ya mencionado fruto del coco. Es éste, más o menos grande como una cabeza humana. Su corteza más exterior es verde, dos dedos gruesa y la constituyen en parte unos filamentos con los que los nativos tejen las cuerdas para sus barcas. Bajo esa costra hay una segunda, dura y considerablemente mayor que la de la mayor nuez. Esta suelen quemarla y aprovechan sus cenizas para su pintura. Debajo, por fin, viene una pulpa endurecida blanca, de un dedo de espesor, que comen fresca con la carne del pescado, como el pan nosotros y que al paladar le recuerda la almendra. Secándola se amasaría pan.
Dentro de esa pulpa encuéntrase una agua clara, dulce y refrescantísima; agua que cuando se deja posar, se congela y termina como una manzana. Cuando les interesa disponer de aceite, dejan que se pudran pulpa y agua, las hierven después y sale un aceite como de mantequilla. Puede hacerse leche aún, que eso hacíamos nosotros. Rallábamos la pulpa, la mezclábamos con agua después, bien colada y estrujada a través de un paño y era como leche de cabra. Son estas palmeras como las de los dátiles, pero no tan nudosas; más bien lisas. Una familia de diez personas se mantendría con dos de ellas, aunque a base de extraer el vino ocho días de una y los ocho siguientes de la otra; pues perforándolas sin reposo terminarían por secarse. Cien años duran. Gran familiaridad adquirieron con nosotros estos pueblos. Nos dijeron cómo denominaban muchas cosas y el nombre de cuantas islas divisábanse desde allá. La de ellos se llamaba Zuluán y no era demasiado extensa. Nos satisfizo mucho su trato, porque eran asaz agradables y conversadores. El capitán general, para rendirles más honor, los condujo a su nave, mostrándoles toda su mercancía: clavo, canela, pimienta, nuez moscada, macia, oro, más cuanto encerraba el casco. Disparó incluso alguna bombarda; con lo que ellos, aterrorizados, pretendieron saltar por la borda. Hacían signos de advertir que aquellas muestras que llevábamos decían producirse en las tierras hacia las que se orientaba nuestra navegación.
Antes de marcharse pidieron licencia para ello con mucha educación y donosura y tras repetir que iban a volver, según su promesa. El islote que ocupábamos era Humunu; aunque nosotros, por haber encontrado allí dos fuentes de agua clarísima, le pusimos "Agua de las buenas señales". Lo último referíase a los primeros rastros de oro, patentes también. No dejan de encontrarse, para ser breve, gran cantidad de coral blanco, así como árboles enormes; éstos dan un fruto algo menos que la almendra, como los piñones. Y hay muchas palmeras, aunque bastante estériles. Las islas parecen multiplicarse allí; así que también bautizamos el archipiélago: "San Lázaro", por descubrirlo en su domingo. Está en los 10 grados de latitud del Polo Ártico y a 161 de longitud desde el punto de partida. El viernes 22 de marzo, reaparecieron a mediodía aquellos hombres, según prometieron, sobre dos barcas, con cocos, naranjas dulces, un odre de vino de palma y hasta un gallo: para demostrar que allá se criaban gallinas. Mostráronse contentísimos por volvernos a ver y compramos de todo. Su jefe era un viejo muy pintado, con aros de oro macizo en las orejas; más muchos brazaletes, por igual de oro y un pañuelo anudado a la cabeza. Permanecimos en el lugar ocho días, todos los cuales bajaba nuestro capitán a visitar a los enfermos. Y cada mañana les servía de propia mano aquel agua de coco, lo que los reconfortaba mucho. Próximos a aquella isla habitan hombres de cuyas orejas penden tan descomunales aros que pueden meter sus brazos en ellos.
Esos pueblos son cafres, o sea gentiles; van desnudos, sin más que un tejido de corteza de árbol que les cubre las vergüenzas y sólo sus principales usan lienzos de algodón recamado de seda, como turbante particular. Son oliváceos, gordos, pintarrajeados y se ungen con aceite de coco o de ajonjolí para preservarse del sol y del viento. Les cuelga el pelo, negrísimo, hasta la cintura y poseen dagas, cuchillos, lanzas de oro, escudos, anzuelos, arpones y redes para pescar encestando. Sus barcas son semejantes a nuestras falúas. En el lunes santo (25 de marzo, día de la Anunciación), poco después del mediodía y estando como quien dice para levar anclas, me dirigí a la nave para pescar y, apoyando el pie sobre un cordaje, camino de la cámara, me resbalé por estar el esparto húmedo de lluvias y caí a la mar sin que ninguno me viera. Y casi completamente inmerso ya, vínome a la mano el cabo final de cuerda de la vela mayor, que providencialmente pendía de la borda. Asime a él y comencé a gritar; tanto que di ocasión a que viniesen en la lancha por mí. No creo que me salvasen mis merecimientos, sino la misericordia de aquella Fuente de Piedad. La misma tarde enfilamos entre poniente y garbino cuatro islas: Cenalo, Hiunangan, Ibusson y Abarien. Por haber visto fuego la noche anterior en una isla, en la mañana del jueves 28 de marzo, se ancló frente a ésta y observamos que una barca reducida --que llaman allá boloto--, con ocho hombres de tripulación, acercábase a la carabela capitana.
Un esclavo del capitán general, que era de Sumatra (llamada anteriormente Traprobana), les habló e inmediatamente le entendieron. Arrimáronse a nuestro casco, pero en modo alguno quisieron subir, mostrándose recelosos. Notando el capitán esa desconfianza, les arrojó una barretina encarnada y otras cosas, atadas sobre un pedazo de tablero. Alcanzáronlo muy alegres e inmediatamente emprendieron la vuelta para avisar a su rey. A las casi dos horas, vimos venir dos balangai (así las llaman y son embarcaciones mayores) llenas de gente; en la más amplia, bajo un dosel tejido, venía sentado su rey. Cuando se encontraban junto a la capitana ya, le habló el esclavo. El rey lo entendió, pues por aquellos parajes los reyes conocen más idiomas que sus súbditos. Ordenó que algunos de éstos subiesen, pero sin abandonar él nunca su balangai, a poca distancia nuestra. Aguardaba el regreso de sus emisarios y, apenas ocurrido, dio media vuelta. Hizo el capitán general grandes honores a cuantos subieron a la nave y aun dioles alguna cosa, por lo que el rey, antes de irse, quería entregar al capitán una barra de oro grande y una espuerta llena de jengibre. Pero él, agradeciéndolo mucho, no quiso aceptar. Al atardecer, acercamos la nave a los recintos del monarca. El otro día, que era Viernes Santo, mandó a tierra el capitán general, en un esquife, al esclavo que era nuestro intérprete, para que suplicara al rey, que, si disponía de alimentos, los hiciese traer a la nave, que no quedaría desacorde de nosotros, pues como amigos recalábamos en su reino, no como enemigos.
Entonces volvió el rey con seis u ocho de sus hombres en la misma embarcación y subió a la nuestra, abrazándose con el capitán general. Y le entregó tres vasijas de porcelana, cubiertas de hojas y llenas de arroz en crudo y dos doradas grandísimas y más víveres. El capitán entregó al rey una túnica de paño roja y amarilla al gusto turco y una barretina de buen lienzo, encarnada también; a los que le acompañaban, bien cuchillos, bien espejos. Hízoles luego comer y al monarca decirle por el esclavo que quería ser respecto a él casi casi es decir, hermano; respondió que así quería él igualmente. Tras ello, el capitán le enseñó paños de diversos colores, tela, corales y mucha mercancía; la artillería al cabo, haciéndola disparar. Mucho se espantaron algunos. Después hizo que un hombre se armara de coraza completa y puso a tres a su alrededor que, con espadas y puñales, le daban por todo el cuerpo: ante cuyo ejemplo quedó el rey fuera de sí. Manifestó a través del esclavo, que uno de aquellos armados valía por cien de los suyos; se le respondió que así era y que en cada nave había doscientos que se armaban de tal forma. Presentole petos, espadas y rodelas, cuya utilidad iba demostrándole un hombre. Le condujo, en fin, sobre el puente de mando en la popa e hizo que le subieran su carta de navegar y la brújula, explicándole por el intérprete cómo encontró el estrecho para pasar hasta allí y cuántas lunas siguieron sin ver tierra.
Maravillose. Al despedirse, indicó que le gustaría recibir a su vez a dos hombres para enseñarles alguna de sus cosas. Respondió el capitán que de buen grado. Fui yo, con otro. Apenas pisé tierra firme, alzó el rey las manos al cielo, volviéndose después hacia nosotros dos; escrupulosamente le imitamos e igual hicieron todos los demás. Tomome el rey de la mano; uno de sus conspicuos hizo lo propio con mi camarada y así penetramos en un cobertizo de cañas que encerraba un balangai muy largo --como de ochenta palmos de los míos--, delgado y esbelto cual góndola. Tomamos asiento en la popa de él, siempre expresándonos por ademanes. Nos rodeaba toda la tribu en pie con espadas, dagas, lanzas y escudos. Ordenó traer un plato con carne de cerdo y una jarra grande llena de vino. Bebíamos una taza de vino a cada bocado; el que le sobraba al rey alguna vez --pocas-- lo vertía en otra jarra de su solo uso. Su taza aparecía cubierta siempre y nadie bebía de ella salvo él y yo. A cada trago que se disponía el rey a echar, alzaba las manos juntas al cielo y hacia nosotros; luego, antes aún de beber, avanzaba el puño izquierdo hacia mí (que al principio creí que quería darme un puñetazo). Finalmente bebía y al tocarme mi turno, yo le imitaba. Ademanes a los que inmediatamente se entregaron también los otros. Con tanto ceremonial y variadísimas señales amistosas, dimos fin a la merienda.
Llegándome a oídos que estaba aprestada en tal hora una escuadra junto a la ciudad de Sevilla --y de cinco naves-- para marchar tras el descubrimiento de las especias en la isla de Maluco, de la que era capitán general Ferando de Magaglianes (sic), gentilhombre portugués, comendador, con muchas y diversas guisas y naves, del Mar Océano, partime con muchas cartas de recomendación desde la ciudad de Barcelona, donde paraba Su Majestad entonces, y llegué embarcado a Málaga. De allí, optando por el camino de tierra, alcanzaba la de Sevilla; y, tras cerca de tres meses de aguardar que dicha flota anduviese en orden de partida, por fin, como bien claro preverá Vuestra Señoría en este punto, iniciamos, con felicísimos auspicios, nuestra navegación. Y, ya que durante mis jornadas en Italia, posteriores, cuando, en busca de la Santidad del Papa Clemente, Vuestra Gracia, en Monteroso, mostrose asaz benigna y humana, hasta advertirme que le sería grato que copiase yo todas aquellas cosas que vi y pasé en navegación --aunque bien poco cómodas me fueron--, no podía por menos, en fin, pese a la debilidad de mis fuerzas, de intentar complacerle. Y, así, le ofrezco, en este librillo mío, todas mis vigilias, fatigas y peregrinaciones: rogándole, cuando le vague en su solícito gobierno rodiense, que se abaje a recorrerlas. Con lo cual me vanagloriaré de no poco remunerado por su Señoría ilustrísima, a cuya magnanimidad me doy y recomiendo. Habiendo determinado el capitán general emprender una tan larga navegación por el Mar Océano, que habitan vientos impetuosos y caprichosos azares, y con voluntad de que ignorase el destino toda su gente, para que a nadie aterrara el emprender tan grande y estupenda cosa como luego obtuvo por auxilio de Dios (sus capitanes, tan próximos a él, le aborrecían; ignoro el porqué, salvo porque fuese portugués y ellos españoles); queriendo, en fin, cumplir lo que ofreció bajo juramento al Emperador Don Carlos, rey de España, y con el propósito de que ni ninguna eventualidad, ni la noche, consiguiesen desunir a cualquier nave de las otras, dictó esta orden a todos los pilotos y oficiales de su flota.
Cuya orden era: Su nao capitana debía ir, de noche, siempre ante las demás; quienes la seguirían merced a una pequeña antorcha de leña, llamada "farol", pendiente a perpetuidad de la popa de su barco. Esta señal servía para el inmediato. Obteníase otro fuego con una linterna o con un cabo de cuerda de junco, que la llaman strengue, o de esparto, con muchas horas ya bajo el agua y secado después al sol o al humo; para el caso, óptimo. Con otro fuego exacto a éste como señal, debían responderle, para que él supiera que seguían todos. Si, aparte el del farol, encendía dos fuegos, era para que virasen o enfilaran otra derrota, pues el viento no resultaba conveniente para seguir, o convenía aminorar la andadura. De encender tres fuegos, entonces había que arriar la bonetta, que es una parte de vela que se iza debajo de la mayor, cuando hay bonanza, para adelantar; teniéndola arriada, es más fácil recoger también la mayor, en caso de borrasca, con pocos minutos. Si eran cuatro fuegos, todo el velamen abajo, indicándole después, con otra llama, su quietud. Más fuegos o bien el disparo de alguna bombarda, eran señal de tierra o de bajíos. Más tarde, cuatro fuegos otra vez, y era reizar el draperío entero, y seguir el rumbo que les marcaba siempre su hachón en la popa. Y tres fuegos ahora equivalían a izar la bonetta; como dos, virazón. Para asegurarse de que todas las carabelas le seguían y en grupo, dejaba el solo fuego que al principio; porque desde todas se le respondiese igual.
Cada noche montábanse tres guardias. Una, al decidirse la oscuridad; la segunda, llamada modora, en medio; la tercera, hasta el amanecer. Toda la dotación se partía las tres guardias: la primera, regida por el capitán o por el contramaestre --turnándose cada noche--; la segunda, por el piloto o por el timonel; la tercera, por el suboficial. El lunes 10 de agosto, día de San Lorenzo, del año antedicho, encontrándose la escuadra abastecida de todo lo necesario para el mar, demás de sus tripulaciones (éramos doscientos treinta y siete), nos aprestamos de buena mañana a salir del puerto de Sevilla, y con disparo de muchas salvas dimos el trinquete al viento. Y fuimos descendiendo por el río Betis, modernamente llamado Gadalcavir (sic), cruzando ante un lugar que nombran Gioan Dalfarax (sic), que era ya gran población bajo los moros, y cuyas dos riberas unía un puente --cortando ese camino del río hacia Sevilla--: del cual llegaron hasta hoy, cubiertas por el agua, dos pilastras. Y son menester hombres que conozcan bien su sitio y ayuden al paso de las naves, para que no topen con aquellas; e importa también aviar cuando llega hasta allá la marea alta; y aun la busca de vericuetos, pues no tiene el río tanto fondo que admita embarcaciones muy cargadas o profundas. Después apareció otro lugar, que se llama Coria, dejando muchos otros al borde del río, hasta el alcance de un castillo del Duque de Medina Sidonia, el cual se llama San Lúcar, y es por donde se penetra en el Mar Océano --levante-poniente, con el cabo de San Vicente, que está a 37 grados de latitud y a unas 10 leguas--.
De Sevilla, por el río, distaríamos ya como 17 ó 20. A los pocos días, apareció el capitán general, con los otros capitanes, navegando río abajo en las lanchas de las carabelas; y permanecimos allá muchos días aún, para terminar de armar muchas cosas que faltaban; y, en todos, bajábamos a tierra, para oír misa en un lugar que dicen Nuestra Señora de Barrameda, cerca de San Lúcar. Y, antes de la partida, el capitán general quiso que todos confesasen, y no consintió que ninguna mujer viniese en la armada, para mayor respeto. El martes 20 de septiembre del mismo año partimos de ese lugar llamado San Lúcar, enfilando al Sudoeste, y, antes de terminar el mes, el 26, arribamos a una isla de la Gran Canaria (sic) que se llama Tenerife, a 28 grados de latitud, para repostar carne, agua y leña. Anclamos allí tres días y medio, como provisión de la escuadra en dichas cosas; después, nos acercamos a otro puerto de la misma isla, Monte Rosso (sic) por nombre, tardando dos días. Sabrá Vuestra Ilustrísima Señoría que en aquellas islas de la Gran Canaria, que vienen una tras otra, no se encuentra ni una mala gota de agua que brote; sino que, al mediodía, se ve abajarse una nube del cielo, y circunda un enorme árbol que en aquella isla hay; destilando entonces sus hojas y ramas agua a placer. Y al pie de dicho árbol se dispuso como una cavidad a modo de fuente, donde el agua se alberga; con lo cual, los hombres que allá habitan y los animales --así domésticos como selváticos--, todos los días, de esta agua, y no de otra, abundantísimamente se saturan.
El lunes 3 de octubre, a medianoche, largamos velas en la dirección austral, engolfándose en el Mar Océano, pasando --en los 14 grados y medio-- Cabo Verde y sus islas; y así navegamos muchas jornadas frente a la costa de la Guinea o Etiopía (en la que existe una montaña, que dicen Sierra Leona, por los 8 grados de latitud): con vientos contrarios, calmas y lluvias sin viento, hasta la línea equinoccial. Lloviendo sesenta días sin pausa, contra la opinión de los antiguos. Antes de alcanzar la línea, a 14 grados, muchos golpetazos de viento y corrientes de agua pusieron en peligro nuestra ruta. No pudiendo mantenerla sin que las naves peligraran --caladas las velas por completo--, capeábamos en tajamar una y otra vez, hasta que pasaba el turbión, que venía con furia. Cuando la lluvia, ni un soplo de viento; cuando sol, bonanza. Seguían el rastro de nuestras carabelas ciertos peces grandes, que se llaman tiburones, que tienen dientes terribles, y, si encuentran a un hombre en el mar, lo devoran. A arponazos cazábamos muchos, aunque no son buenos para comer, salvo los pequeños; y tampoco demasiado. En cuyos avatares aparecía en más de una ocasión el Cuerpo Santo, esto es, Santo Elmo, como otra luz entre las nuestras sobre la noche oscurísima; y de tal esplendor cual antorcha ardiendo en la punta de la gabia; y permanecía dos horas, y aún más, con nosotros, para consuelo de los que nos quejábamos. Cuando esa bendita luz determinaba irse, permanecíamos medio cuarto de hora todos ciegos, implorando misericordia y realmente creyéndonos muertos ya.
El mar amainó, de súbito. Vi muchas clases de pájaros, entre los cuales uno que no tenía culo otro que, cuando la hembra quiere poner un huevo, lo pone sobre la espalda del macho, y allí se incuban. No tienen pies, y viven siempre en el mar. Los de otra especie viven del estiércol de los demás pájaros, y les basta: así, vi tantas veces a los tales, a quienes llaman cagassela, correr detrás de los otros pájaros, hasta el momento en que éstos se ven en la precisión de echar fuera su detritus; inmediatamente se apodera de él el perseguidor, y deja de perseguir. Vi, aún, muchos peces que volaban, y muchos otros agrupados juntos, que parecían una isla. Pasado que hubimos la línea equinoccial, hacia el mediodía, se perdió la referencia de la estrella polar; y, así, navegose con rumbo Sur-Suroeste hasta una tierra que se llama la Tierra del Verzin, en los 23 grados y medio del Polo Antártico, que es tierra del Cabo de San Agustín, que está en los 8 grados del mismo Polo; donde hicimos gran acopio de gallinas, patatas, piñas muy dulces --fruto verdaderamente el más gentil que haya--, carne de ánade como vaca, caña de azúcar y otras infinitas cosas, que dejo para no resultar prolijo. Por un anzuelo de pesca o un cuchillo daban cinco o seis gallinas; por un peine, un par de ánsares; por un espejo o unas tijeras, tanto pescado, que para diez hombres bastara; por un cencerro o una correa, un saco de patatas. Cuyas patatas saben, al comerlas, a castañas, y son largas como nabos.
Y por un "rey de oros", que es una carta de la baraja, diéronme seis gallinas, con el temor, aún, de haberme engañado. Anclamos en ese puerto el día de Santa Lucía, y en tal fecha sufrimos al sol en su cenit, y más calor --tanto en aquella como en las siguientes, en el momento mollar del astro-- que en cualquier otro sitio bajo la línea equinoccial. Esta tierra de Verzin es abundantísima, mayor que España, Francia e Italia juntas; pertenece al Rey de Portugal. Sus indígenas no son cristianos, y no adoran cosa alguna. Proceden según los usos naturales, y viven ciento veinticinco años y ciento cuarenta. Andan desnudos, así hombres como mujeres; habitan en ciertas casas amplias llamadas "bohíos", y duermen en redes de algodón que denominan "hamacas", anudadas --en el interior de aquellas viviendas-- de un extremo a otro, en troncos gruesos; entre las cuales encienden lumbres. En alguno de estos bohíos se junta hasta un centenar de hombres, con sus mujeres e hijos, armando gran rumor. Poseen barcas de una sola pieza --de un tronco afilado con utensilios de piedra--, llamadas "canoas". Utilizan estos pueblos la piedra como nosotros el hierro, que no conocen . En cada una de esas embarcaciones se meten treinta o cuarenta hombres, bogan con palas como de panadería, y, tan negros y afeitados, parecen los remeros de la Laguna Estigia. Se desenvuelven los hombres y las mujeres como entre nosotros; comen carne humana, la de sus enemigos, no por considerarla buena, sino por costumbre.
Inició ésta --como ley de Talión-- una anciana, quien tenía un solo hijo, que fue muerto por los de una tribu rival; pasados algunos días, los de la suya apresaron a uno de los de la que le habían matado al hijo, y lo trajeron a donde se encontraba la vieja. Ella, viéndole y acordándose de su muerto, corrió hasta el muchacho como perra rabiosa, mordiéndole la espalda. Aquél, a poco, pudo huir, y mostró a los suyos la señal, como si lo fuese de que querían devorarlo. Cuando los suyos, más tarde, apresaron a alguno de los otros, se lo comieron; y los parientes de los comidos a los de los que comieran: de lo cual nació la costumbre. No se lo comen de una vez: antes uno corta una rebanada para llevársela a su vivienda y ahumarla allí; y vuelve a los ocho días para llevarse otro pedacito que comer asado entre los demás manjares..., y siempre como memoria de sus enemigos. Esto me contó Ioanne Carvagio, piloto que con nosotros venía, quien anduvo antes cuatro años por estas tierras. Esta gente se pinta a maravilla todo el cuerpo y el rostro con fuego y de distintas maneras, incluso las mujeres. Van completamente tonsos y sin barba --porque se la afeitan--. Abríganse con vestiduras de plumas de papagayo, con ruedas grandes en el culo hechas con las plumas más largas; cosa ridícula. A excepción de las mujeres y niños, ostentan todos tres agujeros en el labio inferior, de donde cuelgan piedras redondas y de un dedo de largo --unas menos, otras más--.
No son negros completamente; más bien oliváceos; llevan al aire las partes vergonzosas, y carecen de vello en cualquiera. Y así hombres como mujeres, andan del todo desnudos. Llaman a su rey "cacique". Disponen de infinidad de papagayos, y cambian ocho o diez por un espejo; y gatos maimones pequeños, semejantes a los cachorros de león, pero amarillos: una preciosidad. Amasan un pan redondo, blanco, de médula de árbol, de sólo regular sabor; se halla dicha médula bajo la corteza, y parece requesón. Tienen cerdos con la particularidad del ombligo en la espalda, y grandes pájaros con el pico como un cucharón y sin lengua. Por un hacha pequeña o un cuchillo de buen tamaño entregaban a una o dos de sus hijas como esclavas; pero a su mujer por nada la habrían dado. Ni hubiesen ellas ofendido tampoco al esposo a ningún precio. De día nada consentían a éste, sólo de noche. Ellas trabajan y cargan con toda la comida en unas mochilas de mimbre, o bien en canéforas --sobre la cabeza o a la cabeza atadas--; pero siempre con su marido cerca, y él con un arco de verzin, o de palma negra, y un haz de flechas de caña. Todo lo cual no olvidan, por ser muy celosos. Llevan las mujeres a sus hijos colgados del cuello por una red de algodón. Y callo las demás cosas para no alargarme. Dos veces se dijo misa en aquellos lugares, ante la que guardaban ellos tamaña contrición, de rodillas y alzando juntas las manos, que era grandísimo placer verlos. Edificaron una casa para nosotros, pensando que deberíamos permanecer algún tiempo aún, y cortaron mucho verzin para regalárnoslo en la marcha.
Haría cerca de dos meses que no habría llovido por allá; y, cuando alcanzábamos el puerto, por casualidad, llovió. Por lo que dieron en decir que descendíamos del cielo, y que habíamos traído con nosotros la lluvia. Estos pueblos fácilmente se convertirían a la fe de Jesucristo. Al principio, pensaban que las lanchas fuesen hijas de las carabelas, e incluso que éstas las parían en el momento en que se soltaban por la borda sobre el mar; y, observándolas más tarde a su costado, según es uso, creían que cada carabela las amamantaba. Una hermosa joven subió un día a la nao capitana, donde me encontraba yo, no con otro propósito que el de aprovechar alguna nadería de desecho. Andando en lo cual, le echó el ojo, en la cámara del suboficial, abierta, a un clavo, largo más que un dedo; y, apoderándose de él con gran gentileza y galantería, hundiolo entero, de punta a cabo, entre los labios de su natura; tras ello, marchose pasito a pasito. Viéndolo todo perfectamente el capitán general y yo. Trece días permanecimos en aquella tierra. Continuando después nuestro camino, llegamos hasta el grado 34, más un tercio del Polo Antártico, encontrando allá, junto a un río de agua dulce, a unos hombres que se llaman "caníbales" y comen la carne humana. Acercósenos a la nave capitana uno de estatura casi como de gigante para garantizar a los otros. Tenía un vozarrón de toro. Mientras éste permaneció en la nave, los otros recogieron sus enseres y los adentraron más en la tierra, por miedo a nosotros.
Viendo lo cual, saltamos un centenar de hombres a tierra en busca de entendernos algo, trabar conversación; por lo menos retener a alguno. Pero huían, huían con tan largos pasos, que ni con todo nuestro correr podíamos alcanzarlos. Hay en este río siete islas. En la mayor de ellas encuéntranse piedras preciosas; se llama Cabo de Santa María. Todos pensábamos que se pasaba desde allí al mar del Sur, que no lo es del todo (aunque lo pareciera, por no haberse descubierto más en esa dirección). En definitiva, no es aquel un cabo, sino el desemboque de un río que tiene de boca 17 leguas. Río, junto al que, en anterior ocasión, y por fiar demasiado, un capitán español, por nombre Iohan de Solís, fue devorado por los caníbales, junto con sesenta hombres. Fueron a descubrir tierras, como nosotros. Continuando nuestro rumbo, hacia el Polo Antártico, costeando ahora, vinimos a dar con dos islas llenas de ansarones, y de lobos marinos. Verdaderamente, el número de ansarones no se podría referir. En una hora abarrotamos las cinco naves. Esos ansarones son negros, y tienen exacto el plumaje del cuerpo y de las alas; no pueden volar, y viven de la pesca. Tienen tal desarrollo, que no era menester desplumarlos, sino que los desollábamos. El pico es como de cuervo. En cuanto a los lobos marinos, los hay de diversos colores, gordos, como terneros y con la cabeza igual: orejas pequeñas y ralas, largos dientes, no tienen patas, sino unos pies que les arrancan del mismo tronco, parecidos a nuestras manos --con uñas pequeñitas, y entre los dedos la misma suerte de membrana que las ocas--.
Resultarían ferocísimos si pudiesen correr: nadan y viven de la pesca. Aquí nuestras naos supieron los mejores augurios al aparecer en frecuentes ocasiones los tres Cuerpos Santos, o sea: San Telmo, San Nicolás y Santa Clara. Luces que se extinguían súbitamente. Arrancando de allí, alcanzamos hasta los 49 grados del Antártico. Echándose encima el frío, los barcos descubrieron un buen puerto para invernar. Permanecimos en él dos meses, sin ver a persona alguna. Un día, de pronto, descubrimos a un hombre de gigantesca estatura, el cual, desnudo sobre la ribera del puerto, bailaba, cantaba y vertía polvo sobre su cabeza. Mandó el capitán general a uno de los nuestros hacia él para que imitase tales acciones en signo de paz y lo condujera ante nuestro dicho jefe, sobre una islilla. Cuando se halló en su presencia, y la muestra, se maravilló mucho, y hacía gestos con un dedo hacia arriba, creyendo que bajábamos del cielo. Era tan alto él, que no le pasábamos de la cintura, y bien conforme; tenía las facciones grandes, pintadas de rojo, y alrededor de los ojos, de amarillo, con un corazón trazado en el centro de cada mejilla. Los pocos cabellos que tenía aparecían tintos en blanco; vestía piel de animal, cosida sutilmente en las juntas. Cuyo animal, tiene la cabeza y orejas grandes, como una mula, el cuello y cuerpo como un camello, de ciervo las patas y la cola de caballo --como éste relincha--. Abunda por las partes aquellas. Calzaban sus pies abarcas del mismo bicho, que no los cubrían peor que zapatos, y empuñaban un arco corto y grueso con la cuerda más recia que las de un laúd --de tripa del mismo animal--, aparte un puñado de flechas de caña, más bien cortas y emplumadas como las nuestras.
Por hierro, unas púas de yesca blanca y negra --como en las flechas turcas--, conseguidas afilando sobre otra piedra. Hizo el capitán general que le dieran de comer y de beber, y, entre las demás cosas que le mostró, púsole, ante un espejo de acero grande. Cuando se miró allí, se asustó sobre manera y saltó atrás, derribando por el suelo a tres o cuatro de nuestros hombres. Luego le entregó campanillas, un espejo, un peine y algunos paternostri y enviolo a tierra en compañía de cuatro hombres armados. Un compañero suyo, que hasta aquel momento no había querido acercarse a la nao, cuando le vio volver en compañía de los nuestros, corrió a avisar a donde se encontraban los otros; y alineáronse, así, todos desnudos. Cuando llegaron los nuestros, empezaron a bailar y a cantar, siempre con un dedo en lo alto, y ofreciéndose polvo blanco, de raíces de hierba, en vasijas de barro: no otra cosa hubiesen podido darles para comer. Indicáronles los nuestros por señas que se acercaran a los barcos, que ya les ayudarían a llevar sus cosas. Ante cuya demanda, los hombres tomaron solamente sus arcos, mientras sus mujeres, cargadas como burros, traían el resto. Ellas no eran tan altas, pero sí mucho más gordas. Cuando las vimos de cerca, nos quedamos atónitos: tienen las tetas largas hasta mitad del brazo. Van pintadas y desvestidas como sus maridos, si no es que ante el sexo llevan un pellejín que lo cubre. Tiraba cada una de cuatro de aquellos animales, cachorros aún, atados con fibras a manera de ronzal.
Esas gentes, cuando quieren apoderarse de tales bichos, atan a uno de los pequeños a alguna zarza. Acércanse los mayores para jugar con él, y los salvajes, escondidos, lo matan a flechazos. Dieciocho nos trajeron a las naos, entre machos y hembras, y regresaron a las dos orillas del puerto después que nos quedamos con aquella mercadería. Fue visto, a los seis días, un gigante, pintado y vestido de igual suerte, por algunos que hacían leña. Empuñaba arco y flechas. Acercándose a los nuestros, primero se tocaba la cabeza, el rostro y el tronco; después hacía lo mismo con los de ellos, y, por fin, elevaba al cuello la mano. Cuando el capitán general lo supo, mandó un esquife para que se apoderasen de él y que lo retuvieran en aquella isla del puerto, donde habíanse construido ya una casa para los herreros y para almacén de los barcos. Éste era más alto aún y mejor construido que los demás, y tan tratable y simpático. Frecuentemente bailaba, y, al hacerlo, más de una vez hundía los pies en tierra hasta un palmo. Permaneció entre nosotros muchos días; tantos, que lo bautizamos, llamándole Juan. Pronunciaba tan claro como nosotros, sino que con resonantísima voz, "Jesús", "Padre nuestro", "Ave María" y "Juan". Después, el capitán general le dio una camisa, un jubón de paño, calzas de paño, una barretina, un espejo, un peine, campanillas y otras cosas, despidiéndolo. Fuese muy contento y feliz. Al día siguiente, trajo uno de aquellos animales grandes al capitán general, por el que le dieron muchas cosas a fin de que trajese más.
Pero nunca volvió. Pensamos si lo habrían muerto por haber conversado con nosotros. A los quince días encontramos a cuatro de estos gigantes sin armas, que las tenían ocultas entre unos espinos: los dos a quienes apresamos nos las mostraban después. Cada uno iba pintado de diferente manera. El capitán general retuvo a dos --los más jóvenes y despejados-- con ejemplar astucia para conducirlos a España. A haber procedido sin ella, lo probable es que alguno de nosotros no lo contara. El ardid de que se valió para retenerlos fue éste: les dio muchos cuchillos, tijeras, espejos, esquilones y cuentas de vidrio. Teniendo los dos las manos rebosantes de dichas cosas, hizo el capitán general que trajeran un par de grilletes, que se depositaron a sus pies como tratándose de un regalo; y a ellos, por ser hierro, placíales mucho. Pero no sabían cómo llevárselos, y les apenaba renunciar: no teniendo dónde guardar las mercedes, y debiendo sujetar con las manos la piel que las envolvía. Quisieron ayudarles los otros dos, pero el capitán se opuso. Viendo lo que les preocupaba abandonar aquellos grilletes, indicoles por señas que se los haría ceñir a los pies, y que así podrían llevarlos. Respondieron con la cabeza que sí. Rápidamente, y al mismo tiempo, hizo que los argollaran a los dos; y, aunque, cuando notaron el hierro transversal, les asaltó la duda, ante el gesto de seguridad del capitán permanecieron firmes. Sólo después, al comprender el engaño, bufaban como toros, pidiendo a grandes gritos a "Setebos" que les ayudara.
A duras penas conseguimos maniatar a los otros dos, y fueron enviados a tierra con nueve hombres, para que condujesen a los nuestros hasta donde estaba la esposa de uno de los que habíamos apresado. Porque él la lloraba a voces, según dedujimos de sus ademanes. Al avanzar, uno consiguió liberar sus manos, y echó a correr tan velozmente que al punto se le perdió de vista. Iba en busca de los suyos, pero ni encontró en su casa a quien había dejado en cuidado de la mujer, durante su ausencia. Hubo de salir, de nuevo, en su busca, para referírselo todo. Mientras, tanto se esforzaba nuestro otro maniatado por liberarse, que hubieron de herirlo ligeramente en la cabeza; con lo que, bufando, condujo a los nuestros adonde las mujeres aguardaban. Juan Carvalho, piloto, jefe del grupo, no quiso apresar a la mujer entonces, porque anochecía, dejándola dormir en su choza. Aproximáronse los otros dos indígenas, aunque, al hacerse cargo del herido, titubeaban, y nada dijeron a la sazón. Pero, de amanecida, hablaron con las mujeres. Y, de repente, emprendieron franca huida, a todo correr, más aún los chicos que los grandes, llevándoselo todo consigo. Dos se rezagaron para disparar sus flechas sobre los nuestros; el otro preocupose de poner a salvo a aquellos cachorros con que se cazaban los animales mayores. Y, así, en combate, uno de aquellos dos atravesó de un flechazo el muslo a uno de los nuestros, y éste murió en seguida. Ante lo cual, desaparecieron rápidos.
Los nuestros, aunque disponían de escopetas y ballestas, jamás les pudieron herir; pues ellos, cuando pelean, no se están quietos nunca, antes saltan de acá para allá. Enterró a su muerto nuestra cuadrilla, e incendió cuanto abandonaron los fugitivos. Ciertamente, tales gigantes corren más que un caballo, y son celosísimos de sus esposas. Cuando a esta gente le duele el estómago, en lugar de purgarse se meten por la garganta dos palmos, o más, de una flecha y vomitan una masa verde mezclada con sangre, según comen cierta clase de cardos. Cuando les duele la cabeza, se dan un corte transversal en la frente y así en los brazos, en las piernas y en cualquier lugar del cuerpo, procurando que se desangre mucho. Uno de los que habíamos apresado, que estaba en nuestra embarcación, decía que aquella sangre no quería estarse allí y que por ello le había causado tal dolor. Llevan el pelo cortado con una gran coronilla, al modo que los frailes, pero más largo, con un cordón de algodón en torno a la cabeza, donde ajustan las flechas al partir de caza. Átanse el miembro viril entre las piernas para preservarlo del grandísimo frío. Cuando uno de ellos muere, se le aparecen diez o doce demonios bailando alegres alrededor del cuerpo, muy pintarrajeados. Por encima de ellos surge otro, mucho más grande, gritando y con más algazara aún. El que el demonio se les aparezca pintado es la razón de que se pinten ellos. Llaman al demonio mayor "Setebos"; a los otros, "Cheleulle".
También nuestro prisionero me informó con ademanes, de haber visto al demonio con dos cuernos en la cabeza y pelos largos que le cubrían las piernas, y lanzar fuego por la boca y por el culo. El capitán general llamó a los de este pueblo "Patagones". Todos se visten con la piel de aquel animal ya dicho. No tienen casas, sino cobertizos de la piel del mismo animal y con ellas se mueven, de acá para acullá, como es también costumbre de los zíngaros. Aliméntanse con carne cruda y con una raíz dulce que llaman chapae. Cada uno de nuestros dos prisioneros se comía un esportón de galleta y bebía sin resollar medio balde de agua. Y zampábanse las ratas sin hacerles ascos ni a la piel. Estuvimos en ese puerto, al que bautizamos Puerto de San Julián, cerca de cinco meses, durante los que ocurrieron múltiples cosas. A fin de que vuestra Ilustrísima Señoría conozca alguna, sepa que apenas anclados allá, los capitanes de los otros cuatro navíos conjuráronse en traición para asesinar al capitán general; y eran ellos: el veedor de las armas, que se llamaba Juan de Cartagena; el tesorero, Luis de Mendoza; el contador, Antonio Coca y Gaspar de Quesada. Descuartizado el veedor por sus hombres, fue muerto el tesorero a puñaladas, descubriéndose la conjura. A los pocos días, Gaspar de Quesada, por querer organizar otra, fue desterrado en esa tierra patagona en compañía de un clérigo. El capitán general no quiso ordenar que lo matasen porque le había dado la capitanía el emperador Don Carlos.
Una nave llamada Santiago se perdió al salir a explorar la costa. Todos sus hombres se salvaron milagrosamente. Dos de ellos consiguieron llegar hasta nosotros y nos dieron la noticia. El capitán general destacó a algunos hombres con sacos de galleta. Durante dos meses nos vimos forzados a proveerlos de víveres, pues cada día rescataban alguna cosa de la perdida nao. La distancia hasta allá era de 24 leguas, que son cien millas; la senda, áspera y maleza todo. Invertíamos cuatro jornadas en el viaje; dormíamos sobre matojos; no encontrábamos agua que beber, sino hielo y en suma, nos agotaba la fatiga. En nuestro puerto abundaban sobremanera unos moluscos alargados, que llamamos "mejillones". Solían tener perlas, pero muy chicas, que nos estorbaban comerlos. Había también por allá incienso, avestruces, zorras; corrían conejos, menos grandes que los de Europa. En la cima del monte más alto, plantamos una cruz en demostración de que aquellas tierras eran del Rey de España y llamamos a aquél "Monte de Cristo". Partiendo de aquí, en los 51 grados menos un tercio del Antártico, dimos con otro río de agua dulce, al que las naves se acogieron de los vientos terribles; mas Dios y el Cuerpo Santo no nos regatearon ayuda. En este río anclamos cerca de dos meses para hacer provisión de agua, de leña y de peces --que eran largos como un brazo y más, con mucha escama y tan sabrosos cuanto escasos--. Y antes que navegáramos de nuevo, el capitán general y todos nosotros confesamos y comulgamos como verdaderos cristianos.
Después, a los 52 grados del mismo rumbo, encontramos en el día de las Once mil Vírgenes, un estrecho, cuyo cabo denominamos "Cabo de las Once mil Vírgenes", por un milagro grandísimo. Ese estrecho tiene de largo 110 leguas, que son 440 millas y un ancho --más o menos-- como de media legua y va a desembocar en otro mar, llamado Mar Pacífico, circundado de montañas altísimas con copetes de nieve. No había calado suficiente para pasar, salvo que se enfilase a unas 25 ó 30 brazas sólo, de tierra. Y si no fuese por el capitán general, nunca habríamos navegado aquel estrecho; porque pensábamos todos y decíamos, que todo se nos cerraba alrededor. Pero el capitán, que sabía tener que seguir su derrota por un estrecho muy justo, según viera antes en un mapa hecho por aquel excelentísimo hombre Martín de Bohemia, destacó dos naves, la San Antonio y la Concepción --así se llamaban--, para ver qué había al fondo de la oquedad. Nosotros, con las otras dos naves --la capitana, por nombre Trinidad, y la Victoria--, anclamos a resguardo de la bahía. Sobrevino aquella noche una fuerte virazón; tal, que fue forzoso levar anclas y dejar que nuestras carabelas bailasen por la bahía cuanto cupo. A las otras dos, en marcha, les iba a resultar imposible doblar un cabo que se les abría al fondo de aquella garganta ni volver hasta nosotros, con lo que, sin la menor duda, su fin era el choque violento con algún bajo. Ya cerquísima del fondo del embudo y dándose por cadáveres todos, avistaron una boca minúscula, que ni boca parece sino esquina y hacia allí se abandonaron los abandonados por la esperanza: con lo que descubrieron el estrecho a su pesar.
Pues, viendo que no era esquina, sino paso, adentráronse hasta descubrir una ensenada. Siguiendo aún, conocieron otro estrecho y una tercera bahía, mayor que esas dos primeras. Con alegres ánimos, volviéronse al punto atrás para que el capitán general lo supiese. Los dábamos ya nosotros por perdidos; primero, por la tempestad inmensa; después, porque habían transcurrido dos jornadas desde la separación e incluso, por creer señales de naufragio unos humos que nos hacían desde tierra dos marineros, a quienes ellos enviaron para avisarnos la noticia. Hallándonos en cuyos pensamientos, vimos aparecer ambas naos, inflado el velamen, y acercarse batiendo a la brisa sus banderolas. Ya junto a las nuestras, atronaron muchas bombardas y gritos; después, alineadas las cuatro, dando gracias a Dios y a la Virgen María, avanzamos en busca de más allá. Adentrándonos por aquel estrecho, advertimos dos bocas: una al siroco, otra al garbino. El capitán general adelantó a la nao San Antonio, en compañía de la Concepción, para que viesen si la boca de la parte de siroco desembocaba en el Mar Pacífico. La nao San Antonio no quiso aguardar a la Concepción, pues se proponía huir para volver a España, lo cual hizo. Su Piloto, Esteban Gómez por nombre, odiaba sin límites al capitán general, a causa de que, antes que se aparejase nuestra escuadra, había él acudido al emperador en busca de que le diese algunas carabelas para descubrir tierras; pero, con la aparición del capitán general, Su Majestad no se las dio.
En esa nave iba el otro gigante que apresáramos; pero murió apenas entraron en zona calurosa. La Concepción, incapaz de seguirla al partir, andaba aguardándola inocentemente de una a otra parte. Ignorando que la San Antonio, aprovechando la noche, había hecho marcha atrás y recatándose junto a sus compañeras, ganado la boca por donde antes entraran. Nosotros andábamos en el empeño de explorar la de garbino. Recorriendo el estrecho detenidamente, llegamos a un río que llamamos "Río de las Sardinas", según la gran cantidad de ellas en su barra; y fuimos entreteniéndonos en todo cuatro días, por tal de hacer tiempo en que se nos unieran las otras dos naos. Durante cuyos días enviamos una lancha bien acondicionada para que otease el cabo del otro mar. Volvió, anocheciendo el tercer día y explicándonos que habían entrado el cabo, sí, y el ancho mar también. El capitán general lloró de alegría, designando a aquél "Cabo Deseado", porque lo deseamos todos tanto tiempo. Volvimos atrás en busca de las otras dos naves, pero no encontramos sino a la Concepción. Y preguntándosele dónde estaba su pareja, respondió Gioan Serrano que sólo de la que pisaba era capitán y piloto como lo fue antes de la que se perdió; pero que de la otra no sabía, ni volviera a verla jamás desde que enfilaron a siroco. Buscámosla entonces por todo el estrecho, hasta por la boca por la que había huido. Envió atrás el capitán general a la Victoria, hasta la misma entrada del estrecho, porque viese si andaba por allí; y que de no encontrarla, clavase una bandera sobre algún montículo, con una carta metida en ella y ahincada en tierra junto al mástil; de forma que, con descubrirla, encontrando la carta, supiesen el rumbo que seguíamos.
Porque ésas eran nuestras órdenes estipuladas, para caso de que una nave se distanciase de las otras. Dos banderas con cartas se clavaron esta vez. Una, sobre un alcor de la primera bahía; la otra, en un islote de la tercera, materialmente lleno de lobos marinos y grandes pájaros. Aguardando el capitán general con sus dos naves que esa Victoria se le reuniera ante la desembocadura del "Río Isleo", dispuso una tercera cruz sobre un escollo frontero al río: éste bajaba entre montañas hartas de nieve y toma el mar muy cercano al "Río de las Sardinas". Si no hubiéramos encontrado ese estrecho, tenía proyectado el capitán general descender hasta los 75 grados del Polo Antártico, pues a tal latitud y en aquella estación, no se hace nunca la noche o es muy breve: es decir, como en invierno ocurre con el día. Así Vuestra Señoría Ilustrísima me crea, que mientras permanecimos en aquel estrecho, eran las noches sólo tres horas y nos encontrábamos en octubre. Las tierras a nuestra izquierda orientábanse al siroco y eran bajas. Llamamos a ese estrecho el "Estrecho Patagónico"; en el cual, se encuentran, cada media legua, puertos segurísimos, inmejorables aguas, leña --aunque sólo de cedro--, peces, sardinas, mejillones y apio, hierba dulce --también otras amargas--. Nace esa hierba junto a los arroyos y bastantes días sólo de ella pudimos comer. No creo haya en el mundo estrecho más hermoso ni mejor. Por este mar Océano puede practicarse la más dilectísima de las pescas.
Hay tres suertes de peces, largos como el brazo y más, que nombran dorados, albacoras y bonitos, los cuales persiguen a otros peces que vuelan, llamados "colondrinos" --largos, un palmo más también--, de óptimo sabor. Cuando los de aquellas tres especies encuentran a alguno de estos voladores, éstos, con prontitud, saltan fuera del agua y vuelan --pese a tener empapadas las alas-- por trecho mayor que un tiro de ballesta. Durante cuyo vuelo córrenle los otros detrás por debajo del agua a su sombra. No acaba aún de caer el primero en el agua, que ya en un decir Jesús, lo han apresado y comido. Cosa, en verdad, bellísima de ver. Me enseñó todas esas palabras aquel gigante que en la nao teníamos, de resultas de que, pidiéndome capac, esto es, pan --que así conocen aquella raíz que como pan usan ellos--, y oli, esto es, agua, me vio a mí escribir ambos nombres; pidiéndole después otros, pluma en mano me entendía. Una vez hice la cruz y la besé, presentándosela. Gritó al punto: "¡Setebos!", indicándome con ademanes que, si volvía a hacer la cruz, aquél me entraría en el cuerpo, haciéndome estallar. Cuando este gigante se encontró mal, pidió, en cambio, un crucifijo, abrazándolo y besándolo mucho. Quería hacerse cristiano antes de morir. Le dimos por nombre Pablo. Cuando esa gente quiere encender fuego, frota dos ramas ásperas entre sí, al objeto de que la chispa que brote prenda en cierta médula de árbol que ponen entre dichas ramas. El miércoles 28 de noviembre de 1520 nos desencajonamos de aquel estrecho, sumiéndonos en el mar Pacífico.
Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, porque lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos de cuero de buey, que en la cofa del palo mayor, protegían del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y después un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín, que tampoco despreciábamos. Las ratas se vendían a medio ducado la pieza y más que hubieran aparecido. Pero por encima de todas las penalidades, ésta era la peor: que les crecían a algunos las encías sobre los dientes --así los superiores como los inferiores de la boca--, hasta que de ningún modo les era posible comer: que morían de esta enfermedad. Diecinueve hombres murieron, más el gigante y otro indio de la tierra del Verzin. Otros veinticinco o treinta hombres enfermaron, quién en los brazos, quién en las piernas o en otra parte; así, que sanos quedaban pocos. Por la gracia de Dios, yo no sufrí ninguna enfermedad. En estos tres meses y veinte días recorrimos cerca de cuatro mil leguas del Mar Pacífico, en una sola derrota (bien pacífico, en verdad, pues en tanto tiempo no conocimos ni una borrasca); sin ver tierra alguna, sino dos islotes deshabitados, en los que nada se encontró fuera de pájaros y árboles.
Los llamamos "Islas Infortunadas". Están a doscientas leguas la una de la otra. No había donde fondear a su alrededor; sí muchos tiburones. La primera de las islas está en los 15 grados de latitud austral; la otra, en los 9. Cubríamos cada jornada, sesenta o setenta leguas a la cadena o a popa. Y, si Dios y su Madre Bendita no nos hubieran ayudado con tan buen tiempo, por seguro que habríamos perecido todos de hambre en aquel inmenso mar. Si, a la salida de aquel estrecho, hubiésemos enfilado sin variación el rumbo de poniente, habríamos dado una vuelta al Mundo sin encontrar tierra alguna hasta el "Cabo de las Once mil Vírgenes": pues éste marca la entrada en dicho estrecho por el Mar Océano a Levante, como la salida es, a Poniente, el "Cabo Deseado" sobre el Mar Pacífico. Ambos cabos hallábanse con exactitud en los 52 grados de latitud del Polo Antártico. No está el Polo Antártico tan estrellado como el Ártico. Vense muchas estrellas menudas agrupadas, que forman dos nebulosas no muy distantes entre sí ni tampoco con demasiado resplandor. En el espacio entre ambas surgen dos estrellas mayores, tampoco de gran brillo y muy quietas. Nuestra brújula se desviaba siempre con aquella proximidad del Polo Antártico, cuya atracción era de gran fuerza. De todas formas, adelante aquellas aguas, preguntó el capitán general a todos sus pilotos sobre, avanzando siempre a vela, qué rumbo marcaban en sus cartas de navegar. Respondieron a coro que el rumbo que puntualmente él les había trazado.
Explicándoles él entonces que dicho rumbo falseaba --gran razón-- y que convenía auxiliar con cálculos la brújula, dada la atracción polar magnética. En estas singladuras percibimos una cruz de cinco estrellas radiantes en dirección poniente y dispuestas con gran simetría. Singlábamos esos días entre poniente y mistral y a la cuarta del mistral cargando entre él y el primer viento: todo, hasta que alcanzásemos el ecuador 125 grados largos de la línea de repartición. La línea de partición está 30 grados de longitud Sur y 3 al Levante de Cabo Verde. Con lo cual pasamos cerca de dos islas riquísimas; una a 20 grados de latitud antártica, por nombre Cipangu; la otra a 15 grados, conocida por Sumdit Pradit. Cruzada la línea del ecuador, navegamos entre poniente y mistral y a la cuarta del poniente hacia el mistral; después doscientas leguas al poniente, mudando el rumbo a la cuarta hacia el garbino hasta los 13 grados del Polo Ártico. Así, íbamos aproximándonos a la tierra del Cabo de Gaticara, cuyo cabo, con perdón de los cosmógrafos --que no lo conocen--, no se halla donde ellos creen, sino 12 grados más al septentrión, aproximadamente. A las casi setenta leguas de esta bitácora, en los 12 grados de latitud y los de longitud, el miércoles 6 de marzo descubrimos un islote al mistral y hacia el garbino, dos. De estas últimas, una era más alta y espaciosa. Quería atracar en ella el capitán general, por busca de algún alimento fresco; pero no pudo, porque los naturales de dicha isla deslizábanse en nuestras naos y robaban aquí una cosa, otra allá.
.., de forma que no la había para tenerlas seguras. Estábamos arriando velas para bajar a tierra, cuando --con insólita rapidez-- nos robaron el esquife amarrado a la popa de la nave capitana. Furioso por dicha fechoría, bajó a tierra el capitán general con cuarenta ballesteros; incendiaron cuarenta o cincuenta casas y muchas canoas, mataron a siete hombres y se recuperó el esquife. Antes de nuestro desembarco, nos rogaba más de uno de los enfermos que, si matábamos a hombre o a mujer, les trajéramos sus intestinos, comiendo los cuales pronto sanarían146. Cuando a ballestazos traspasábamos completamente a alguno de aquellos indios por los ijares, tiraban de la flecha, bien en un sentido, bien en otro, mirándola; conseguían extraerla finalmente, maravillándose mucho y morían así. Y aquellos a quienes herían en el pecho obraban igual. Nos despertaron verdadera compasión. A poco, viéndonos partir, escoltáronnos con más de cien embarcaciones una legua. Arrimábanse a las naos mostrándonos peces en simulación de querérnoslos dar; pero lo que pretendían era apedrearnos, huyendo después. A pesar de navegar nosotros a toda vela, metían sus canoas habilidosísimamente, entre las carabelas y nuestras remolcadas lanchas. Notamos a alguna mujer entre ellos gritando y mesándose la cabellera. Supongo que por amor a sus muertos. Cada uno de ellos vive según su voluntad; no existe quien les mande. Van desnudos, alguno con barba; les cuelgan los negros cabellos hasta la cintura, aunque enlazados.
Tócanse con sombrerillos de palma como los albaneses. Tienen nuestra estatura y son proporcionados. No adoran a ningún dios. Su tez es olivácea aunque nazcan blancos y se tiñen los dientes de rojo y de negro, reputándolo cosa bellísima. Las mujeres andan igualmente desnudas, si no es que se cubren el sexo con una estrecha membrana de papel, que arrancan de entre el tronco y la corteza de las palmeras; son bellas, delicadas y más blancas que los hombres, con los cabellos sueltos y largos, negrísimos, hasta los pies. Estas no trabajan, sino que permanecen en sus hogares tejiendo esteras o confeccionan cajas y otros objetos útiles. Comen cocos, batatas, pájaros, higos --de a palmo--, caña de azúcar, peces voladores y más cosas. Úntanse el cuerpo y la cabellera con aceite de coco y de ajonjolí; sus casas son de troncos enteramente y techadas de tablas y hojas de higuera: más de dos brazas de altura, con pavimento y ventanas. En las habitaciones y lechos abundan las bellísimas esteras de palma. Duermen sobre paja, muy desmenuzada y tierna. No disponen de armas, aparte una especie de jabalina con la punta de hueso de pescado, afilada. Esa gente es pobre, pero es ingeniosa y ladrona por demás: que así llaman a estas tres "islas de los Ladrones". Su diversión es navegar --la esposa a bordo-- sobre sus ágiles lanchas. Vienen a ser éstas como góndolas, más afiladas aún; unas negras; otras blancas, rojas... Al otro bordo que la vela, un tronco grueso, afilado en lo alto, se empalma con travesaños a la separada embarcación: así se sostienen más seguros sobre el agua.
La vela es de hojas de palma, cosidas para formar una al modo que la latina. Por timón usan una especie de pala como de horno, cuya asa cruza un barrote. Hacen de la popa proa y de la proa popa y en el agua saltan de ola en ola como delfines. Por lo poco en que les vimos actuar, estos ladrones pensaban ser, sin duda, los únicos habitantes del planeta. El sábado 16 de marzo de 1521, dimos hacia la aurora, con una tierra elevada, distante alrededor de trescientas leguas de las islas de los Ladrones y por nombre Zamal. Quiso el capitán general, al siguiente día, desembarcar en otra, deshabitada y detrás de aquélla --por considerarlo más seguro--: había que cargar agua y observar. Hizo que levantasen en la orilla dos tiendas para los enfermos y que les sacrificasen un cochino. El lunes 18 de marzo, vimos después del almuerzo, cómo se nos acercaba un pequeño batel con nueve hombres; ante lo que el capitán general ordenó que nadie se moviese, ni pronunciara palabra alguna sin su autorización. Apenas atracaron aquellos, su jefe aproximose al capitán general, al parecer satisfecho de nuestra venida. Cinco de los más empeñados permanecieron con nosotros; el resto desapareció en busca de sus camaradas, entregados por allí a la pesca. Con lo que finalmente, los vimos a todos. Apreciando el capitán general que éstos eran hombres razonables, hizo que se les diera comida, así como barretinas encarnadas, espejos, peines, campanillas, marfil, tela y otras cosas.
Ante la cortesía del capitán, correspondieron con peces, un jarro de vino de palma (que llaman vraca), higos de más de un palmo y otros pequeños --y de mejor sabor-- y dos cocos. Era de lo que disponían entonces; pero, con hartos gestos, nos hicieron entender que a los cuatro días traerían umay (arroz), cocos y otras vituallas. Los cocos son fruto de las palmeras. Mientras nosotros tenemos el pan, el vino, el aceite y el vinagre, este pueblo lo tiene todo en el árbol antedicho. El vino lo extraen con la industria siguiente: perforan el árbol en su parte más alta y tierna, llamada "palmito", la cual destila un licor como el mosto, blanco, dulce, pero un poco agrio también. Con él se llenan unas cañas tanto o más gordas que una pierna, que dejan atadas al tronco por la mañana --para beber de noche-- y por la noche --para beber por la mañana--. Da también la palmera el ya mencionado fruto del coco. Es éste, más o menos grande como una cabeza humana. Su corteza más exterior es verde, dos dedos gruesa y la constituyen en parte unos filamentos con los que los nativos tejen las cuerdas para sus barcas. Bajo esa costra hay una segunda, dura y considerablemente mayor que la de la mayor nuez. Esta suelen quemarla y aprovechan sus cenizas para su pintura. Debajo, por fin, viene una pulpa endurecida blanca, de un dedo de espesor, que comen fresca con la carne del pescado, como el pan nosotros y que al paladar le recuerda la almendra. Secándola se amasaría pan.
Dentro de esa pulpa encuéntrase una agua clara, dulce y refrescantísima; agua que cuando se deja posar, se congela y termina como una manzana. Cuando les interesa disponer de aceite, dejan que se pudran pulpa y agua, las hierven después y sale un aceite como de mantequilla. Puede hacerse leche aún, que eso hacíamos nosotros. Rallábamos la pulpa, la mezclábamos con agua después, bien colada y estrujada a través de un paño y era como leche de cabra. Son estas palmeras como las de los dátiles, pero no tan nudosas; más bien lisas. Una familia de diez personas se mantendría con dos de ellas, aunque a base de extraer el vino ocho días de una y los ocho siguientes de la otra; pues perforándolas sin reposo terminarían por secarse. Cien años duran. Gran familiaridad adquirieron con nosotros estos pueblos. Nos dijeron cómo denominaban muchas cosas y el nombre de cuantas islas divisábanse desde allá. La de ellos se llamaba Zuluán y no era demasiado extensa. Nos satisfizo mucho su trato, porque eran asaz agradables y conversadores. El capitán general, para rendirles más honor, los condujo a su nave, mostrándoles toda su mercancía: clavo, canela, pimienta, nuez moscada, macia, oro, más cuanto encerraba el casco. Disparó incluso alguna bombarda; con lo que ellos, aterrorizados, pretendieron saltar por la borda. Hacían signos de advertir que aquellas muestras que llevábamos decían producirse en las tierras hacia las que se orientaba nuestra navegación.
Antes de marcharse pidieron licencia para ello con mucha educación y donosura y tras repetir que iban a volver, según su promesa. El islote que ocupábamos era Humunu; aunque nosotros, por haber encontrado allí dos fuentes de agua clarísima, le pusimos "Agua de las buenas señales". Lo último referíase a los primeros rastros de oro, patentes también. No dejan de encontrarse, para ser breve, gran cantidad de coral blanco, así como árboles enormes; éstos dan un fruto algo menos que la almendra, como los piñones. Y hay muchas palmeras, aunque bastante estériles. Las islas parecen multiplicarse allí; así que también bautizamos el archipiélago: "San Lázaro", por descubrirlo en su domingo. Está en los 10 grados de latitud del Polo Ártico y a 161 de longitud desde el punto de partida. El viernes 22 de marzo, reaparecieron a mediodía aquellos hombres, según prometieron, sobre dos barcas, con cocos, naranjas dulces, un odre de vino de palma y hasta un gallo: para demostrar que allá se criaban gallinas. Mostráronse contentísimos por volvernos a ver y compramos de todo. Su jefe era un viejo muy pintado, con aros de oro macizo en las orejas; más muchos brazaletes, por igual de oro y un pañuelo anudado a la cabeza. Permanecimos en el lugar ocho días, todos los cuales bajaba nuestro capitán a visitar a los enfermos. Y cada mañana les servía de propia mano aquel agua de coco, lo que los reconfortaba mucho. Próximos a aquella isla habitan hombres de cuyas orejas penden tan descomunales aros que pueden meter sus brazos en ellos.
Esos pueblos son cafres, o sea gentiles; van desnudos, sin más que un tejido de corteza de árbol que les cubre las vergüenzas y sólo sus principales usan lienzos de algodón recamado de seda, como turbante particular. Son oliváceos, gordos, pintarrajeados y se ungen con aceite de coco o de ajonjolí para preservarse del sol y del viento. Les cuelga el pelo, negrísimo, hasta la cintura y poseen dagas, cuchillos, lanzas de oro, escudos, anzuelos, arpones y redes para pescar encestando. Sus barcas son semejantes a nuestras falúas. En el lunes santo (25 de marzo, día de la Anunciación), poco después del mediodía y estando como quien dice para levar anclas, me dirigí a la nave para pescar y, apoyando el pie sobre un cordaje, camino de la cámara, me resbalé por estar el esparto húmedo de lluvias y caí a la mar sin que ninguno me viera. Y casi completamente inmerso ya, vínome a la mano el cabo final de cuerda de la vela mayor, que providencialmente pendía de la borda. Asime a él y comencé a gritar; tanto que di ocasión a que viniesen en la lancha por mí. No creo que me salvasen mis merecimientos, sino la misericordia de aquella Fuente de Piedad. La misma tarde enfilamos entre poniente y garbino cuatro islas: Cenalo, Hiunangan, Ibusson y Abarien. Por haber visto fuego la noche anterior en una isla, en la mañana del jueves 28 de marzo, se ancló frente a ésta y observamos que una barca reducida --que llaman allá boloto--, con ocho hombres de tripulación, acercábase a la carabela capitana.
Un esclavo del capitán general, que era de Sumatra (llamada anteriormente Traprobana), les habló e inmediatamente le entendieron. Arrimáronse a nuestro casco, pero en modo alguno quisieron subir, mostrándose recelosos. Notando el capitán esa desconfianza, les arrojó una barretina encarnada y otras cosas, atadas sobre un pedazo de tablero. Alcanzáronlo muy alegres e inmediatamente emprendieron la vuelta para avisar a su rey. A las casi dos horas, vimos venir dos balangai (así las llaman y son embarcaciones mayores) llenas de gente; en la más amplia, bajo un dosel tejido, venía sentado su rey. Cuando se encontraban junto a la capitana ya, le habló el esclavo. El rey lo entendió, pues por aquellos parajes los reyes conocen más idiomas que sus súbditos. Ordenó que algunos de éstos subiesen, pero sin abandonar él nunca su balangai, a poca distancia nuestra. Aguardaba el regreso de sus emisarios y, apenas ocurrido, dio media vuelta. Hizo el capitán general grandes honores a cuantos subieron a la nave y aun dioles alguna cosa, por lo que el rey, antes de irse, quería entregar al capitán una barra de oro grande y una espuerta llena de jengibre. Pero él, agradeciéndolo mucho, no quiso aceptar. Al atardecer, acercamos la nave a los recintos del monarca. El otro día, que era Viernes Santo, mandó a tierra el capitán general, en un esquife, al esclavo que era nuestro intérprete, para que suplicara al rey, que, si disponía de alimentos, los hiciese traer a la nave, que no quedaría desacorde de nosotros, pues como amigos recalábamos en su reino, no como enemigos.
Entonces volvió el rey con seis u ocho de sus hombres en la misma embarcación y subió a la nuestra, abrazándose con el capitán general. Y le entregó tres vasijas de porcelana, cubiertas de hojas y llenas de arroz en crudo y dos doradas grandísimas y más víveres. El capitán entregó al rey una túnica de paño roja y amarilla al gusto turco y una barretina de buen lienzo, encarnada también; a los que le acompañaban, bien cuchillos, bien espejos. Hízoles luego comer y al monarca decirle por el esclavo que quería ser respecto a él casi casi es decir, hermano; respondió que así quería él igualmente. Tras ello, el capitán le enseñó paños de diversos colores, tela, corales y mucha mercancía; la artillería al cabo, haciéndola disparar. Mucho se espantaron algunos. Después hizo que un hombre se armara de coraza completa y puso a tres a su alrededor que, con espadas y puñales, le daban por todo el cuerpo: ante cuyo ejemplo quedó el rey fuera de sí. Manifestó a través del esclavo, que uno de aquellos armados valía por cien de los suyos; se le respondió que así era y que en cada nave había doscientos que se armaban de tal forma. Presentole petos, espadas y rodelas, cuya utilidad iba demostrándole un hombre. Le condujo, en fin, sobre el puente de mando en la popa e hizo que le subieran su carta de navegar y la brújula, explicándole por el intérprete cómo encontró el estrecho para pasar hasta allí y cuántas lunas siguieron sin ver tierra.
Maravillose. Al despedirse, indicó que le gustaría recibir a su vez a dos hombres para enseñarles alguna de sus cosas. Respondió el capitán que de buen grado. Fui yo, con otro. Apenas pisé tierra firme, alzó el rey las manos al cielo, volviéndose después hacia nosotros dos; escrupulosamente le imitamos e igual hicieron todos los demás. Tomome el rey de la mano; uno de sus conspicuos hizo lo propio con mi camarada y así penetramos en un cobertizo de cañas que encerraba un balangai muy largo --como de ochenta palmos de los míos--, delgado y esbelto cual góndola. Tomamos asiento en la popa de él, siempre expresándonos por ademanes. Nos rodeaba toda la tribu en pie con espadas, dagas, lanzas y escudos. Ordenó traer un plato con carne de cerdo y una jarra grande llena de vino. Bebíamos una taza de vino a cada bocado; el que le sobraba al rey alguna vez --pocas-- lo vertía en otra jarra de su solo uso. Su taza aparecía cubierta siempre y nadie bebía de ella salvo él y yo. A cada trago que se disponía el rey a echar, alzaba las manos juntas al cielo y hacia nosotros; luego, antes aún de beber, avanzaba el puño izquierdo hacia mí (que al principio creí que quería darme un puñetazo). Finalmente bebía y al tocarme mi turno, yo le imitaba. Ademanes a los que inmediatamente se entregaron también los otros. Con tanto ceremonial y variadísimas señales amistosas, dimos fin a la merienda.