RELACIÓN DE LAS COSAS DE YUCATÁN. INTRODUCCIÓN
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INTRODUCCIÓN El siglo XVI es un tiempo de agudos contrastes. Gentes e ideas de muy diversa condición se entremezclan por los cuatro rumbos del planeta dando lugar a desconcertantes situaciones rayanas con los dominios de la fantasía. El modo de vida acuñado en Europa a lo largo de más de mil años, producto singular de una dilatada secuencia de acontecimientos históricos, alcanza su mayor difusión a bordo de los navíos de las potencias sureñas. Portugal y España, al amparo del arbitraje papal y de acuerdo con el tratado de Tordesillas, han dividido la tierra en áreas de influencia y se aprestan a tomar posesión de lo que les pertenece. Sin embargo, ni las bulas de Alejandro VI --Inter caetera y Eximiae devotionis, de mayo de 1493--, ni las negociaciones de los diplomáticos de Juan II y de los Reyes Católicos, son factores determinantes del incontenible proceso de expansión colonialista. Ya en la Edad Media se habían fundado numerosas comunidades cristianas entre Bizancio y China, y el estridente movimiento económico y religioso conocido bajo el nombre de las Cruzadas fue sólo la culminación de una tendencia mantenida tercamente desde la caída del Imperio romano de Occidente. Franceses, italianos y aragoneses habían sido los protagonistas de la penetración hacia Oriente, pero desde 1415 los portugueses pusieron pie firme en el norte de África, impulsando continuas expediciones por las costas y el interior del continente; treinta años después llegaron al Senegal, y en 1488 Bartolomé Díaz logró doblar el cabo de Buena Esperanza.
La llegada de los europeos a América era cuestión de oportunidad. Mucho se ha especulado sobre los antecedentes del famoso viaje de Colón, los sueños de Enrique el Navegante, las cavilaciones de Toscanelli, las derrotas a poniente hasta las Azores, todo ello presagio de una empresa madura y necesaria: la ruta occidental. Europa, en fin, pues los ingleses, neerlandeses y franceses no eran ajenos a la fiebre nómada, desbordaba sus angostos límites lanzándose al conocimiento y conquista del orbe. Mas en la mente de los aventureros que surcaban ignorados horizontes reinaba la confusión, porque en lo tocante a su experiencia del medio natural tropezaban con extraordinarios accidentes geográficos, atravesaban océanos que eran todavía patrimonio de terribles y antiguas leyendas, veían animales y plantas ausentes del registro de la memoria y de los catálogos elaborados por los sabios; y en el plano moral, aquellos hombres vigorosos, implacables ante sus enemigos, se hallaban ofuscados preguntándose qué comportamiento resultaba adecuado en casos y circunstancias absolutamente nuevos, y cuál era el temple de los seres que habitaban el misterioso paisaje, y, por ende, el tratamiento que se merecían. Sobre la guía del Evangelio, cuya exégesis ocupaba las horas de los más venerables doctores, estaban las interpretaciones particulares impuestas por el azar, la extensa doctrina de las jerarquías eclesiásticas, los intereses encontrados de unos y otros --cuya dimensión material no desmerecía para nada de la espiritual--, la política general de la Corona, y, desde luego, el resquicio de la propia intuición de conquistadores o colonos, repletos a veces de esa fina sabiduría popular tan útil para salir con bien de los problemas complicados.
De cualquier manera, la pericia acumulada a través del contacto con pueblos de infieles era magra e insatisfactoria para conducir los pasos de quienes irrumpían con celeridad en el espacio y en el aliento de decenas de culturas anónimas, cada una peculiar y distinta, con instituciones, costumbres, valores, realizaciones tangibles y creencias de un exotismo fuera de parangón. Era imprescindible poner orden en tal desconcierto, pensar y escribir una antropología original que contemplara el fenómeno de la diversidad, ajustar las leyes de la paz y de la guerra a los momentos sucesivos de la invasión de los diferentes territorios, discernir prontamente las posibles cualidades humanas de las poblaciones descubiertas o sojuzgadas, resolver infinitos rompecabezas sociales, políticos, teológicos, desde la calificación de los mestizos a la conveniencia de enseñar el Evangelio a los salvajes. Había que inventar o construir urgentemente una nueva visión del mundo, y eso mientras el mundo mismo era recorrido y entregaba sus secretos, imponiéndose con la fuerza de los hechos acabados e irreparables, obligando a modificar día a día sus tenues y huidizos confines ante la percepción y sensibilidad estrechas de las gentes recién salidas de las tinieblas medievales. Otras características, compañeras del arrojo y la codicia, adornaban a los intrépitos descubridores. Muchos habían guerreado fuera de su patria y mostraban interés por los usos insólitos que presenciaban, algunos habían cursado estudios en renombradas universidades de la época o eran doctos en los saberes de religión; la curiosidad y el afán de dar cuenta y razón de las cosas o los fenómenos era en ocasiones herencia legítima de los ideales renacentistas, enriquecidos en la Península Ibérica con la trascendental aportación de los pensadores musulmanes y judíos.
No cabe duda de que un análisis pormenorizado de la mentalidad de esas personas, de los motivos que les impulsaron a abandonar su país de nacimiento para afrontar las inciertas peripecias de un viaje a lo desconocido, de la llave que explica sus ambiciones, su conducta y su abundante producción literaria, debería incluir la transformaciones sociales y económicas con que se abre la Edad Moderna, la importancia y las metas de la joven clase burguesa, el auge del mercantilismo, el rechazo de las relaciones de tipo feudal y los flamantes modelos de organización política, la humanización de las ciencias y las artes, los avances tecnológicos; es decir, un amplio panorama de la historia europea de los siglos precedentes. Pero no podemos aquí abordar tan compleja materia, ni siquiera espigar ciertos casos ejemplares entre los españoles que pasaron a América; basta para nuestro propósito actual advertir la dificultad de comprender la obra de los colonizadores y escritores del siglo XVI sin arrancar de los sucesos que tenían lugar en el lado oriental del Atlántico, y consignar, en última instancia, que de sus acciones se desprenden virtudes o defectos propios del tiempo que les había tocado vivir. Según veremos más adelante, de igual manera resulta ridículo censurar hoy a fray Diego de Landa por lo que se nos antoja un excesivo celo represor, como elevar sus indagaciones, plasmadas en la Relación de las cosas de Yucatán, a la categoría de portento único y excelso.
Por lo demás, la colonización ibérica del continente americano, polifacética y cuajada de conflictos, posee en conjunto un nimbo peculiar, el que aflora desde la suma de los sueños personales de sus héroes; nobles y villanos, bachilleres y rufianes, hombres de milicia y oscuros funcionarios, santos y pecadores, todo el que avistaba por vez primera la borrosa silueta de las costas del Nuevo Mundo, todo el que disponía su hacienda para una jornada al corazón de la tierra misteriosa, era dueño de un proyecto de utopía, y este ansia de vivir lo fabuloso convirtió en iguales a Juan Zumárraga y Bartolomé de Las Casas, a Lope de Aguirre y Francisco Vázquez de Coronado, tiñendo de humanismo las hazañas y los crímenes de una empresa inconmensurable.
La llegada de los europeos a América era cuestión de oportunidad. Mucho se ha especulado sobre los antecedentes del famoso viaje de Colón, los sueños de Enrique el Navegante, las cavilaciones de Toscanelli, las derrotas a poniente hasta las Azores, todo ello presagio de una empresa madura y necesaria: la ruta occidental. Europa, en fin, pues los ingleses, neerlandeses y franceses no eran ajenos a la fiebre nómada, desbordaba sus angostos límites lanzándose al conocimiento y conquista del orbe. Mas en la mente de los aventureros que surcaban ignorados horizontes reinaba la confusión, porque en lo tocante a su experiencia del medio natural tropezaban con extraordinarios accidentes geográficos, atravesaban océanos que eran todavía patrimonio de terribles y antiguas leyendas, veían animales y plantas ausentes del registro de la memoria y de los catálogos elaborados por los sabios; y en el plano moral, aquellos hombres vigorosos, implacables ante sus enemigos, se hallaban ofuscados preguntándose qué comportamiento resultaba adecuado en casos y circunstancias absolutamente nuevos, y cuál era el temple de los seres que habitaban el misterioso paisaje, y, por ende, el tratamiento que se merecían. Sobre la guía del Evangelio, cuya exégesis ocupaba las horas de los más venerables doctores, estaban las interpretaciones particulares impuestas por el azar, la extensa doctrina de las jerarquías eclesiásticas, los intereses encontrados de unos y otros --cuya dimensión material no desmerecía para nada de la espiritual--, la política general de la Corona, y, desde luego, el resquicio de la propia intuición de conquistadores o colonos, repletos a veces de esa fina sabiduría popular tan útil para salir con bien de los problemas complicados.
De cualquier manera, la pericia acumulada a través del contacto con pueblos de infieles era magra e insatisfactoria para conducir los pasos de quienes irrumpían con celeridad en el espacio y en el aliento de decenas de culturas anónimas, cada una peculiar y distinta, con instituciones, costumbres, valores, realizaciones tangibles y creencias de un exotismo fuera de parangón. Era imprescindible poner orden en tal desconcierto, pensar y escribir una antropología original que contemplara el fenómeno de la diversidad, ajustar las leyes de la paz y de la guerra a los momentos sucesivos de la invasión de los diferentes territorios, discernir prontamente las posibles cualidades humanas de las poblaciones descubiertas o sojuzgadas, resolver infinitos rompecabezas sociales, políticos, teológicos, desde la calificación de los mestizos a la conveniencia de enseñar el Evangelio a los salvajes. Había que inventar o construir urgentemente una nueva visión del mundo, y eso mientras el mundo mismo era recorrido y entregaba sus secretos, imponiéndose con la fuerza de los hechos acabados e irreparables, obligando a modificar día a día sus tenues y huidizos confines ante la percepción y sensibilidad estrechas de las gentes recién salidas de las tinieblas medievales. Otras características, compañeras del arrojo y la codicia, adornaban a los intrépitos descubridores. Muchos habían guerreado fuera de su patria y mostraban interés por los usos insólitos que presenciaban, algunos habían cursado estudios en renombradas universidades de la época o eran doctos en los saberes de religión; la curiosidad y el afán de dar cuenta y razón de las cosas o los fenómenos era en ocasiones herencia legítima de los ideales renacentistas, enriquecidos en la Península Ibérica con la trascendental aportación de los pensadores musulmanes y judíos.
No cabe duda de que un análisis pormenorizado de la mentalidad de esas personas, de los motivos que les impulsaron a abandonar su país de nacimiento para afrontar las inciertas peripecias de un viaje a lo desconocido, de la llave que explica sus ambiciones, su conducta y su abundante producción literaria, debería incluir la transformaciones sociales y económicas con que se abre la Edad Moderna, la importancia y las metas de la joven clase burguesa, el auge del mercantilismo, el rechazo de las relaciones de tipo feudal y los flamantes modelos de organización política, la humanización de las ciencias y las artes, los avances tecnológicos; es decir, un amplio panorama de la historia europea de los siglos precedentes. Pero no podemos aquí abordar tan compleja materia, ni siquiera espigar ciertos casos ejemplares entre los españoles que pasaron a América; basta para nuestro propósito actual advertir la dificultad de comprender la obra de los colonizadores y escritores del siglo XVI sin arrancar de los sucesos que tenían lugar en el lado oriental del Atlántico, y consignar, en última instancia, que de sus acciones se desprenden virtudes o defectos propios del tiempo que les había tocado vivir. Según veremos más adelante, de igual manera resulta ridículo censurar hoy a fray Diego de Landa por lo que se nos antoja un excesivo celo represor, como elevar sus indagaciones, plasmadas en la Relación de las cosas de Yucatán, a la categoría de portento único y excelso.
Por lo demás, la colonización ibérica del continente americano, polifacética y cuajada de conflictos, posee en conjunto un nimbo peculiar, el que aflora desde la suma de los sueños personales de sus héroes; nobles y villanos, bachilleres y rufianes, hombres de milicia y oscuros funcionarios, santos y pecadores, todo el que avistaba por vez primera la borrosa silueta de las costas del Nuevo Mundo, todo el que disponía su hacienda para una jornada al corazón de la tierra misteriosa, era dueño de un proyecto de utopía, y este ansia de vivir lo fabuloso convirtió en iguales a Juan Zumárraga y Bartolomé de Las Casas, a Lope de Aguirre y Francisco Vázquez de Coronado, tiñendo de humanismo las hazañas y los crímenes de una empresa inconmensurable.