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Datos principales
Desarrollo
Estilo y lenguaje Juan Rodríguez Freyle fue, sin duda, un buen escritor sin excesivas preocupaciones estilísticas. Podría decirse que escribe como, seguramente, hablaba, y ello da como resultado una narración ágil, correcta, natural, sencilla, a veces muy animada y siempre traspasada de casticismo, lo cual quiere decir que consigue en su prosa evidentes notas de buen sabor local y, a la vez, no pocos descuidos e imperfecciones. En conjunto, la obra se lee fácilmente, no sólo debido a la naturalidad y sencillez del relato, sino también a lo atractivo y, en ocasiones, misterioso de éste. Considerado en el conjunto del libro, el estilo de su autor es versátil: desembarazado en los diálogos y, sobre todo, adecuado, casi facilón en los relatos, sentencioso a la hora del ascetismo, irónico cuando ha menester, y siempre gracioso, preciso, variado y, por no detenerse en el adobo literario, capaz para descubrir con exactitud a un personaje, una calle, una situación o cualquier asunto25. Puede afirmarse, en definitiva, que Rodríguez Freyle supo adecuar su estilo literario al variopinto contenido de su obra, en el que junto a relatos picarescos y de amores lascivos, aparecen reflexiones morales, propias de los prejuicios y el disimulo de la época barroca. Como ha escrito Picón-Salas, una contenida vena humorística, relatos de brujas, de soldados pícaros y de amores livianos se desliza a pesar del recato conventual del ambiente en la narración de Rodríguez Freile.
Hay más de un tema de cuento, de historia pasional, o de simple sainete, en esa crónica bogotana, que ha veces quiere disfrazarse --por los prejuicios y disimulo de la época-- en el ropaje más beato26. Muy cierto es, en cualquier caso, que Rodríguez Freyle no hacía uso del lenguaje pomposo ni se detenía en divagaciones aristotélicas, porque era ciudadano sencillo, con la instrucción elemental necesaria para hacer el cotejo entre la conducta de los varones justos de edades remotas y los procedimientos que se cumplían en su época27. Pero dejando aparte cualquier tipo de reflexiones morales y sin salir, por tanto, de la consideración del lenguaje del autor, lo importante es señalar que éste consigue, en no pocas ocasiones, grandes aciertos expresivos, expresiones de indudable valor gráfico. Citaré solamente una. Hablando del licenciado Ferraes de Porras, dice Rodríguez Freyle que ha oído muchas veces en Nueva Granada rezar por él, y agrega: particularmente cuando se cobran alcabalas; pero son oraciones al revés (cap. XVII). Género de la obra Dentro de la relativa parquedad de críticos y comentaristas de El carnero, hay gran variedad de criterios acerca del género en que debe ser clasificada la obra. ¿Crónica? ¿Historia? ¿Novelas? ¿Mixtura de todo ello y, en consecuencia, obra de muy difícil, o imposible, encasillamiento? De todo hay en esta viña historiográfica y criticoliteraria. Pero no es posible, naturalmente, exponer aquí cada una de las opiniones fundadas que acerca de tal tema se han emitido.
Bastará, pues, con señalar que los historiadores y los críticos se inclinan, en general, por una de estas dos tendencias: Rodríguez Freyle, historiador y cronista; Rodríguez Freyle, novelista, o cuentista. Debo decir que la mayoría de tales autores niega al autor de El carnero su condición de novelista, inclinándose a concederle la de historiador y cronista, con lo cual confunde estos dos conceptos, ya que, como es sabido, historiador es quien escribe Historia, y cronista es el simple relator de unos hechos. Oscar Gerardo Ramos percibe en Rodríguez Freyle cuatro vocaciones literarias; a saber: el historiador, el cronista, el novelador y el moralista, que se entrelazan en El carnero, pero a todas las cuales supera una tendencia de índole cuentística, que pervade sic muchos relatos. En vista de ello --agrega-- éstos serían entonces historietas, y Rodríguez Freyle sería un historielista28. No deja Ramos suficientemente clara la distinción entre cuento e historiela. Puede colegirse, sin embargo, que asigna la palabra cuento para los relatos breves de pura ficción y crea el neologismo historiela para designar la relación corta que expone un hecho, suceso o acontecimiento de contenido histórico, pero adobado de algún modo por la fantasía. Esto último es lo que significa precisamente la palabra historieta, aunque no se puede negar que ésta ha sufrido una evidente degradación en su significado, debido al uso y abuso del término en las publicaciones infantiles.
En cualquier caso, aceptando o no tal neologismo, lo que resulta inaceptable es la atribución a Rodríguez Freyle de unas supuestas vocaciones de historiador y de moralista. La Historia --con mayúscula-- no se había creado o inventado aún en aquella época; y en cuanto al moralismo, obedece a otras razones, como se verá más adelante. Comparto totalmente, en cambio, la idea expresada por Ramos, por Aguilera, por Romero --aunque éste de modo indirecto-- y por otros --Felipe Pérez, Ignacio Borda, Jesús M. Hernao, Achury Valenzuela--, según la cual El carnero no es una novela, aunque su autor demuestre algunas dotes de novelista. Rodríguez Freyle --escribe Ramos-- es un novelador, pero El carnero no es una novela. Es un novelador por el estilo general: narra como si refiriese acontecimientos imaginarios más que reales, de tal modo que hasta en ocasiones se ve obligado a afirmar que se remite a los autos. Es un novelador también por el ritmo de la narración que impone a su crónica, los cortes que utiliza, los diálogos que introduce, la pintura creativa de los personajes, la selección de elementos --lugar, atuendos, horas-- que emplea, y el tipo de temas que entresaca a la historia, a la crónica y a la leyenda. Pero el libro cae en el terreno de las historielas. Como novela, exigiría más férrea unidad de argumento, continuidad de personajes, o la presencia más directa del autor, de manera que sea él un protagonista que enlace todas las historielas. El mero tiempo histórico que tomó para enmarcar las narraciones no otorga esa unidad de.
novela29. Y, claro es, al no ser El carnero una novela, no puede ser una novela picaresca. Hoy, ese género --afirma Ramos-- corresponde más bien al género policiaco, y cita, como demostración, las historielas El indio Pirú y Los libelos infamatorios. Esta última posee características singulares, no ya en el tema, sino en la técnica narrativa, porque se suspende y se reanuda más adelante, se entremezcla a otros asuntos, avanza con distintos cortes y aun planos, se desarrolla en contrapunto, se complica hasta quedar casi irresoluble, y sólo viene a resolverse, mucho después, inesperadamente30. Miguel Aguilera niega también a El carnero su carácter novelístico. Es preciso desechar --escribe-- la idea de que la producción de Rodríguez Freyle es del género costumbrista, novelesco o imaginativo. La calidad típica de ella, de ser entretenida y curiosa, y de hallarse escrita con estilo cambiante de un capítulo a otro, no sería jamás fundamento para que los historiadores de la literatura vernácula formulen juicios aventurados acerca de la naturaleza del libro31. Por su parte, Achury Valenzuela tampoco concede a la obra esa condición de novela picaresca que algunos críticos la otorgan. Para incluirla --escribe-- en tan ilustre linaje literario, faltan a la obra de Rodríguez Freyle muchas cualidades y condiciones de estilo y contenido: unidad en el relato, trama, atinada descripción de caracteres y un desenlace. En realidad, El Carnero no es sino una serie de relatos que siguen un orden cronológico, entreverados con reflexiones morales del propio cronista, extraídas, a veces, de autores clásicos griegos y ronanos y de escritores españoles de los siglos XV y XVI32.
No hay duda, pues. El carnero no es una novela ni una novela picaresca. Se trata, en realidad, de una crónica de acontecimientos --la mayor parte de ellos vividos y conocidos directamente por el autor, y otros que éste ha sabido por libros o por relatos orales--, algunos de los cuales son narrados con el estilo y la técnica propios de las narraciones breves de ficción, es decir, de los cuentos. Por eso, Ramos afirma con razón que El carnero es el primer intento de índole cuentística33, y agrega: Veintitrés narraciones con estilo de cuento, constituyen el eje de El Carnero. Si se las llama historietas, en vez de cuentos, es porque no son rigurosamente historias ni leyendas, sino hechos presumibles de historicidad, tal vez tejidos con leyenda y matizados por el genio imaginativo del autor, que toma el hecho, le imprime una visión propia, lo rodea con recursos imaginativos y, con agilidad, le da una existencia de relato corto. En este sentido, las historietas se asemejan al cuento: son, por tanto, precursoras del cuento hispanoamericano, y Rodríguez Freyle, como historielista, se acerca a la vocación del cuentista34. El número de historietas me parece excesivo. Habría que rebajarlo en cuatro o cinco, por lo menos, ya que las que Ramos titula El indio dorado, El tesoro de Guatavita, Prisión cuaresmal, Juan Roldán, Alguacil de la corte y alguna otra no son tales cuentos. De todas formas, es cierto que los cuentos coloniales o historietas ocupan, no sólo el mayor conjunto de páginas, sino la energía literaria del escritor.
Allí Rodríguez Freyle entrega toda su capacidad narrativa y su instinto creador. El escribano, a veces surge como testigo, a veces como relator imparcial, a veces como fustigante miembro de la sociedad, siempre como un deleitoso relator de las historietas35. En este aspecto, Héctor H. Orjuela ha escrito líneas muy acertadas cuando afirma que tienen razón quienes defienden el valor historiográfico --él dice histórico-- de El carnero y quienes destacan los valores narrativos de éste. Pero "en Rodríguez Freyle domina el narrador sobre el cronista o historiador; y aunque el santafereño nunca se propuso escribir una novela picaresca --que bien capacitado estaba para hacerlo-- y no es, desde luego, un novelista, bien podríamos llamarlo ... un Ricardo Palma colonial, precursor del célebre creador de las "tradiciones"36. Desde el punto de vista de los asuntos o argumentos, esas narraciones breves o historielas se ordenan, según Ramos, del modo siguiente: seis se refieren a tesoros, dineros o robos, dos también a hechicerías, una versa sobre emplazamiento ante la muerte, otra sobre las argucias de Juan Roldán, una a la prisión de don Agustín de la Coruña, Obispo de Popayán, una sobre libelos contra la autoridad, y las restantes sobre tíos de amor con caracteres de asesinato37. Pero la mayor parte de tales cuentos tienen como tema principal el relato de sucesos o acontecimientos de amores prohibidos, seguidos o no de crimen, que constituyen, en cualquier caso, un índice expresivo de algunos aspectos importantes de la vida de la época virreinal.
Es claro, por otra parte, que a Rodríguez Freyle no le atrae ni le interesa el paisaje, como ya he dicho antes, y sólo le preocupa al ser humano, el hombre y la mujer. Lo ha visto bien Oscar Gerardo Ramos. A Rodríguez Freyle --escribe-- no le atrae el paisaje, monstruo que alucinará después a los escritores americanos. Sus descripciones telúricas son escasas, meramente circunstanciales. Sólo la noche con su cómplice sombra se pasea entre los personajes de intriga. La lejanía del paisaje en Rodríguez Freyle obedece, quizá, a que sea él un sabanero, y esa región, tan ascética, no suscita el asombro que imponen las montañas de climas tépidos sic o las selvas tropicales. En definitiva, a él le interesa el hombre y la mujer como tales y como agonistas de pasiones, así sean éstas las más comunes y, por lo tanto, las más humanas38.
Hay más de un tema de cuento, de historia pasional, o de simple sainete, en esa crónica bogotana, que ha veces quiere disfrazarse --por los prejuicios y disimulo de la época-- en el ropaje más beato26. Muy cierto es, en cualquier caso, que Rodríguez Freyle no hacía uso del lenguaje pomposo ni se detenía en divagaciones aristotélicas, porque era ciudadano sencillo, con la instrucción elemental necesaria para hacer el cotejo entre la conducta de los varones justos de edades remotas y los procedimientos que se cumplían en su época27. Pero dejando aparte cualquier tipo de reflexiones morales y sin salir, por tanto, de la consideración del lenguaje del autor, lo importante es señalar que éste consigue, en no pocas ocasiones, grandes aciertos expresivos, expresiones de indudable valor gráfico. Citaré solamente una. Hablando del licenciado Ferraes de Porras, dice Rodríguez Freyle que ha oído muchas veces en Nueva Granada rezar por él, y agrega: particularmente cuando se cobran alcabalas; pero son oraciones al revés (cap. XVII). Género de la obra Dentro de la relativa parquedad de críticos y comentaristas de El carnero, hay gran variedad de criterios acerca del género en que debe ser clasificada la obra. ¿Crónica? ¿Historia? ¿Novelas? ¿Mixtura de todo ello y, en consecuencia, obra de muy difícil, o imposible, encasillamiento? De todo hay en esta viña historiográfica y criticoliteraria. Pero no es posible, naturalmente, exponer aquí cada una de las opiniones fundadas que acerca de tal tema se han emitido.
Bastará, pues, con señalar que los historiadores y los críticos se inclinan, en general, por una de estas dos tendencias: Rodríguez Freyle, historiador y cronista; Rodríguez Freyle, novelista, o cuentista. Debo decir que la mayoría de tales autores niega al autor de El carnero su condición de novelista, inclinándose a concederle la de historiador y cronista, con lo cual confunde estos dos conceptos, ya que, como es sabido, historiador es quien escribe Historia, y cronista es el simple relator de unos hechos. Oscar Gerardo Ramos percibe en Rodríguez Freyle cuatro vocaciones literarias; a saber: el historiador, el cronista, el novelador y el moralista, que se entrelazan en El carnero, pero a todas las cuales supera una tendencia de índole cuentística, que pervade sic muchos relatos. En vista de ello --agrega-- éstos serían entonces historietas, y Rodríguez Freyle sería un historielista28. No deja Ramos suficientemente clara la distinción entre cuento e historiela. Puede colegirse, sin embargo, que asigna la palabra cuento para los relatos breves de pura ficción y crea el neologismo historiela para designar la relación corta que expone un hecho, suceso o acontecimiento de contenido histórico, pero adobado de algún modo por la fantasía. Esto último es lo que significa precisamente la palabra historieta, aunque no se puede negar que ésta ha sufrido una evidente degradación en su significado, debido al uso y abuso del término en las publicaciones infantiles.
En cualquier caso, aceptando o no tal neologismo, lo que resulta inaceptable es la atribución a Rodríguez Freyle de unas supuestas vocaciones de historiador y de moralista. La Historia --con mayúscula-- no se había creado o inventado aún en aquella época; y en cuanto al moralismo, obedece a otras razones, como se verá más adelante. Comparto totalmente, en cambio, la idea expresada por Ramos, por Aguilera, por Romero --aunque éste de modo indirecto-- y por otros --Felipe Pérez, Ignacio Borda, Jesús M. Hernao, Achury Valenzuela--, según la cual El carnero no es una novela, aunque su autor demuestre algunas dotes de novelista. Rodríguez Freyle --escribe Ramos-- es un novelador, pero El carnero no es una novela. Es un novelador por el estilo general: narra como si refiriese acontecimientos imaginarios más que reales, de tal modo que hasta en ocasiones se ve obligado a afirmar que se remite a los autos. Es un novelador también por el ritmo de la narración que impone a su crónica, los cortes que utiliza, los diálogos que introduce, la pintura creativa de los personajes, la selección de elementos --lugar, atuendos, horas-- que emplea, y el tipo de temas que entresaca a la historia, a la crónica y a la leyenda. Pero el libro cae en el terreno de las historielas. Como novela, exigiría más férrea unidad de argumento, continuidad de personajes, o la presencia más directa del autor, de manera que sea él un protagonista que enlace todas las historielas. El mero tiempo histórico que tomó para enmarcar las narraciones no otorga esa unidad de.
novela29. Y, claro es, al no ser El carnero una novela, no puede ser una novela picaresca. Hoy, ese género --afirma Ramos-- corresponde más bien al género policiaco, y cita, como demostración, las historielas El indio Pirú y Los libelos infamatorios. Esta última posee características singulares, no ya en el tema, sino en la técnica narrativa, porque se suspende y se reanuda más adelante, se entremezcla a otros asuntos, avanza con distintos cortes y aun planos, se desarrolla en contrapunto, se complica hasta quedar casi irresoluble, y sólo viene a resolverse, mucho después, inesperadamente30. Miguel Aguilera niega también a El carnero su carácter novelístico. Es preciso desechar --escribe-- la idea de que la producción de Rodríguez Freyle es del género costumbrista, novelesco o imaginativo. La calidad típica de ella, de ser entretenida y curiosa, y de hallarse escrita con estilo cambiante de un capítulo a otro, no sería jamás fundamento para que los historiadores de la literatura vernácula formulen juicios aventurados acerca de la naturaleza del libro31. Por su parte, Achury Valenzuela tampoco concede a la obra esa condición de novela picaresca que algunos críticos la otorgan. Para incluirla --escribe-- en tan ilustre linaje literario, faltan a la obra de Rodríguez Freyle muchas cualidades y condiciones de estilo y contenido: unidad en el relato, trama, atinada descripción de caracteres y un desenlace. En realidad, El Carnero no es sino una serie de relatos que siguen un orden cronológico, entreverados con reflexiones morales del propio cronista, extraídas, a veces, de autores clásicos griegos y ronanos y de escritores españoles de los siglos XV y XVI32.
No hay duda, pues. El carnero no es una novela ni una novela picaresca. Se trata, en realidad, de una crónica de acontecimientos --la mayor parte de ellos vividos y conocidos directamente por el autor, y otros que éste ha sabido por libros o por relatos orales--, algunos de los cuales son narrados con el estilo y la técnica propios de las narraciones breves de ficción, es decir, de los cuentos. Por eso, Ramos afirma con razón que El carnero es el primer intento de índole cuentística33, y agrega: Veintitrés narraciones con estilo de cuento, constituyen el eje de El Carnero. Si se las llama historietas, en vez de cuentos, es porque no son rigurosamente historias ni leyendas, sino hechos presumibles de historicidad, tal vez tejidos con leyenda y matizados por el genio imaginativo del autor, que toma el hecho, le imprime una visión propia, lo rodea con recursos imaginativos y, con agilidad, le da una existencia de relato corto. En este sentido, las historietas se asemejan al cuento: son, por tanto, precursoras del cuento hispanoamericano, y Rodríguez Freyle, como historielista, se acerca a la vocación del cuentista34. El número de historietas me parece excesivo. Habría que rebajarlo en cuatro o cinco, por lo menos, ya que las que Ramos titula El indio dorado, El tesoro de Guatavita, Prisión cuaresmal, Juan Roldán, Alguacil de la corte y alguna otra no son tales cuentos. De todas formas, es cierto que los cuentos coloniales o historietas ocupan, no sólo el mayor conjunto de páginas, sino la energía literaria del escritor.
Allí Rodríguez Freyle entrega toda su capacidad narrativa y su instinto creador. El escribano, a veces surge como testigo, a veces como relator imparcial, a veces como fustigante miembro de la sociedad, siempre como un deleitoso relator de las historietas35. En este aspecto, Héctor H. Orjuela ha escrito líneas muy acertadas cuando afirma que tienen razón quienes defienden el valor historiográfico --él dice histórico-- de El carnero y quienes destacan los valores narrativos de éste. Pero "en Rodríguez Freyle domina el narrador sobre el cronista o historiador; y aunque el santafereño nunca se propuso escribir una novela picaresca --que bien capacitado estaba para hacerlo-- y no es, desde luego, un novelista, bien podríamos llamarlo ... un Ricardo Palma colonial, precursor del célebre creador de las "tradiciones"36. Desde el punto de vista de los asuntos o argumentos, esas narraciones breves o historielas se ordenan, según Ramos, del modo siguiente: seis se refieren a tesoros, dineros o robos, dos también a hechicerías, una versa sobre emplazamiento ante la muerte, otra sobre las argucias de Juan Roldán, una a la prisión de don Agustín de la Coruña, Obispo de Popayán, una sobre libelos contra la autoridad, y las restantes sobre tíos de amor con caracteres de asesinato37. Pero la mayor parte de tales cuentos tienen como tema principal el relato de sucesos o acontecimientos de amores prohibidos, seguidos o no de crimen, que constituyen, en cualquier caso, un índice expresivo de algunos aspectos importantes de la vida de la época virreinal.
Es claro, por otra parte, que a Rodríguez Freyle no le atrae ni le interesa el paisaje, como ya he dicho antes, y sólo le preocupa al ser humano, el hombre y la mujer. Lo ha visto bien Oscar Gerardo Ramos. A Rodríguez Freyle --escribe-- no le atrae el paisaje, monstruo que alucinará después a los escritores americanos. Sus descripciones telúricas son escasas, meramente circunstanciales. Sólo la noche con su cómplice sombra se pasea entre los personajes de intriga. La lejanía del paisaje en Rodríguez Freyle obedece, quizá, a que sea él un sabanero, y esa región, tan ascética, no suscita el asombro que imponen las montañas de climas tépidos sic o las selvas tropicales. En definitiva, a él le interesa el hombre y la mujer como tales y como agonistas de pasiones, así sean éstas las más comunes y, por lo tanto, las más humanas38.