La Historia del Almirante. Origen y finalidad
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La Historia del Almirante. Origen y finalidad El trabajo de ver de nuevo el Pleito en su totalidad acabó con la Sentencia de Dueñas (27 de agosto de 1534) que resultó ser más negativa y contraria a los intereses colombinos que ninguna de las dictadas anteriormente29. El hecho, como síntoma de lo que podría suceder en adelante, era para preocupar al más optimista. Hernando Colón había estado cerca y vigilante los últimos meses. Pero algo estaba cambiando. La Virreina de las Indias, responsable última de las decisiones familiares como tutora de su hijo, Luis Colón, debió hacerle perder algo el protagonismo de antaño. Ahora, entre criados, familiares y asesores con poderes de doña María de Toledo formaban tropa. ¿Hubo discrepancias sobre la estrategia a seguir tras lo de Dueñas? Así parece. Casi seguro que Hernando, después de manifestar por escrito su opinión en contra de la Sentencia, puso tierra por medio e inició un largo viaje que habría de durar año y medio (todo 1535 y hasta junio de 1536). Hubo apelación colombina y también del representante de la Corona, con lo que el ambiente se caldeó. El 9 de agosto de 1535 el fiscal Villalobos, entre sensacionalista e insolente, quiso dar un vuelco al proceso y presentó un escrito por el que se negaba que Cristóbal Colón tuviera la exclusividad del descubrimiento de América, estando dispuesto a probarlo. Argumentaba que el protagonismo y prioridad de dicho descubrimiento debía atribuirse a los Pinzones antes que a Colón; que fueron ellos, cuando en un momento del primer viaje Colón iba ya sin tino y desconfiado, y se quería volver, los que le animaron a seguir y descubrir tierra; y por si todo esto no fuera suficiente decía que si se respetaban los privilegios colombinos la Corona y los pobladores de las Indias sufrirían un daño enormísimo.
Para hacer más sugerente la idea, el fiscal conseguía poco después un testimonio de Juan Martín Pinzón, hijo legítimo y heredero de Martín Alonso Pinzón, según el cual, y aludiendo a un acuerdo verbal entre su padre y Colón para repartirse los beneficios del descubrimiento, cedía y traspasaba a la Corona Real de Castilla la mitad de los derechos que, en consecuencia, le correspondieran. Era grave --para los Colón, se entiende-- que a estas alturas un fiscal se atreviese a poner en entredicho lo que al Almirante le había sido reconocido en cien fechas y lugares por ser tan público y notorio. Y preocupaba no poco, a su vez, que los jueces del Consejo permitieran que tamaña argucia se sometiera a prueba. También debió herir --y mucho-- la forma descortés e insolente empleada por Villalobos en el curso de esta fase cuando se refería al dicho Cristóbal Colón como si de un plebeyo cualquiera se tratara. Vuestra Alteza no lo debe consentir, antes se le debe reprender, protestará un representante legal de los Colón (de nombre Diego de Arana, por si sugiere algo) y añadirá que antes de este fiscal nadie había quitado al dicho Almirante su título y nombre y le honran como se debe hacer a semejantes personas de título. Bien mirado, el montaje era perfecto: si don Cristóbal había llegado alto fue gracias al Descubrimiento; demostrado que esto no fue obra suya, consecuentemente se derrumbaría el pedestal de privilegios sobre el que se había encaramado.
De haberse restringido el hecho al marco exclusivo de los pleitos, posiblemente no hubiera pasado de pura anécdota, tan duradera como el tiempo que tardaran en declarar los testigos. Al fin y al cabo tampoco podía pillar de sorpresa si tenemos en cuenta que algo parecido --aunque no se haya insistido en ello-- había sido intentado en 1515 durante los últimos meses de gobierno del Rey Católico30, de ese mismo rey al que con escasas simpatías se alude en la Historia. Otra cosa bien distinta era que a tales teorías les saliesen seguidores o divulgadores. Llegado ese caso, habría que dar la batalla en el mismo terreno y con todas las armas disponibles. Si a un memorial jurídico se respondía con otro, a un libro o libros se contestaría de la misma manera. En este sentido, nos interesa destacar a dos autores: Oviedo y Giustiniani. En septiembre de 1535, Gonzalo Fernández de Oviedo publicaba en Sevilla la primera parte de su Historia General de las Indias. Que todo un cronista oficial de las Indias, bien que reciente y deseoso de hacer méritos para su amo el Emperador, se destapase ahora con la fábula aquella de identificar las Antillas con las Hespérides de la Antigüedad sorprendió mucho. Pero que además se atreviese a publicar que dichas islas Hespérides habían pertenecido 1.600 años a. C. al entonces rey de España Hespero XII, capaz era de hacer saltar Pluma en ristre al mismísimo don Hernando Colón. Ciertamente, el asunto no parecía baladí, llegando a interesar al propio Rey de Romanos --léase Carlos V--.
Y no lo parecía entonces porque el matiz en juego era importante: no significaban lo mismo unas tierras regaladas por Colón a los reyes castellanos que reincorporar a la soberanía de España algo que antaño fue suyo. A don Hernando, en cuanto leyera la Historia de Oviedo, debió parecerle muy necesario ponerse a ordenar papeles o ideas y acaso empezar a escribir alguna relación relativa a los viajes de su padre. Porque a ojos hernandinos el peligro no radicaba tanto en el tratamiento hecho al Almirante --del que Oviedo contaba mucho y bueno-- cuanto en el juicio, también positivo, que ofrecía de los adversarios de don Cristóbal (sublevación de los españoles ante la dureza de los Colón, elogio a Bobadilla y de manera especial a Ovando). Además, dejaba caer entre visos de rumor extendido algunas llamadas con atención sobre ciertos puntos oscuros de la biografía colombina, como la leyenda del piloto anónimo o el haber ocultado a los reyes el descubrimiento de las perlas. El otro escritor, blanco de la pluma hernandina, se llamaba Agostino Giustiniani, genovés para más señas y erudito obispo de Nebbio en la isla de Córcega. Basándose en informaciones del cronista oficial de Génova y canciller del Banco de San Jorge, Antonio Gallo, en 1516 había escrito que Cristóbal Colón procedía de esa tierra y de una familia de origen humilde. Esto mismo volvió a repetirlo en su obra Anales... sobre la muy excelsa e ilustrísima República de Génova, impresa en dicha capital el 18 de marzo de 1537.
Giustiniani insistía, sin prever la réplica, en que los Colombo genoveses habían ejercido oficios de manos o mecánicos, como tejedores de paños. ¡Qué desgracia para don Hernando: su madre plebeya, y ahora tejedores los Colombo! Como siguieran así le iban a dejar harto chico su orgullo nobiliario, sobre todo, si empezaba a difundirse en demasía. El ataque a este autor genovés ya nos lleva a una fecha (1537) en que Hernando debía estar puesto manos a la obra en la tarea de escribir la vida de su padre. En plena faena incorporaría el capítulo dedicado a Giustiniani. Este acababa de ponerle en bandeja la manera de salir airoso de otro pasaje oscuro sobre don Cristóbal: el de su origen humilde y sus actividades artesanales. Decíamos que en 1537 ya estaba Hernando escribiendo la Historia del Almirante. Ello se comprenderá mejor si no olvidamos un hecho capital en relación con los Pleitos Colombinos: el 28 de junio de 1536 se dictaba el Latido arbitral de Valladolid que cerraba el viejo pleito --quedarán aún pequeñas derivaciones-- con la Corona a cambio de concesiones importantes en favor del Tercer Almirante de las Indias Luis Colón y de sus hermanas. El acuerdo se había logrado a espaldas de don Hernando, que en junio de 1536 llegaba a Barcelona y de agosto a octubre estaba en Valladolid, y de ninguna manera podía ser de su agrado31, Para el paladín de la intransigencia colombina la Sentencia de Valladolid era una claudicación que en modo alguno podía aprobar, mas tampoco modificar ya. Sólo le quedaba la protesta personal y solitaria de hombre que coge la pluma con el fin de desahogar comezones internas y una infinita sensación de fracaso. Con este fondo nacía la Historia del Almirante, empezada a escribir posiblemente en 1536, desarrollada con seguridad durante 1537-38 y culminada por la primavera de 1539.
Para hacer más sugerente la idea, el fiscal conseguía poco después un testimonio de Juan Martín Pinzón, hijo legítimo y heredero de Martín Alonso Pinzón, según el cual, y aludiendo a un acuerdo verbal entre su padre y Colón para repartirse los beneficios del descubrimiento, cedía y traspasaba a la Corona Real de Castilla la mitad de los derechos que, en consecuencia, le correspondieran. Era grave --para los Colón, se entiende-- que a estas alturas un fiscal se atreviese a poner en entredicho lo que al Almirante le había sido reconocido en cien fechas y lugares por ser tan público y notorio. Y preocupaba no poco, a su vez, que los jueces del Consejo permitieran que tamaña argucia se sometiera a prueba. También debió herir --y mucho-- la forma descortés e insolente empleada por Villalobos en el curso de esta fase cuando se refería al dicho Cristóbal Colón como si de un plebeyo cualquiera se tratara. Vuestra Alteza no lo debe consentir, antes se le debe reprender, protestará un representante legal de los Colón (de nombre Diego de Arana, por si sugiere algo) y añadirá que antes de este fiscal nadie había quitado al dicho Almirante su título y nombre y le honran como se debe hacer a semejantes personas de título. Bien mirado, el montaje era perfecto: si don Cristóbal había llegado alto fue gracias al Descubrimiento; demostrado que esto no fue obra suya, consecuentemente se derrumbaría el pedestal de privilegios sobre el que se había encaramado.
De haberse restringido el hecho al marco exclusivo de los pleitos, posiblemente no hubiera pasado de pura anécdota, tan duradera como el tiempo que tardaran en declarar los testigos. Al fin y al cabo tampoco podía pillar de sorpresa si tenemos en cuenta que algo parecido --aunque no se haya insistido en ello-- había sido intentado en 1515 durante los últimos meses de gobierno del Rey Católico30, de ese mismo rey al que con escasas simpatías se alude en la Historia. Otra cosa bien distinta era que a tales teorías les saliesen seguidores o divulgadores. Llegado ese caso, habría que dar la batalla en el mismo terreno y con todas las armas disponibles. Si a un memorial jurídico se respondía con otro, a un libro o libros se contestaría de la misma manera. En este sentido, nos interesa destacar a dos autores: Oviedo y Giustiniani. En septiembre de 1535, Gonzalo Fernández de Oviedo publicaba en Sevilla la primera parte de su Historia General de las Indias. Que todo un cronista oficial de las Indias, bien que reciente y deseoso de hacer méritos para su amo el Emperador, se destapase ahora con la fábula aquella de identificar las Antillas con las Hespérides de la Antigüedad sorprendió mucho. Pero que además se atreviese a publicar que dichas islas Hespérides habían pertenecido 1.600 años a. C. al entonces rey de España Hespero XII, capaz era de hacer saltar Pluma en ristre al mismísimo don Hernando Colón. Ciertamente, el asunto no parecía baladí, llegando a interesar al propio Rey de Romanos --léase Carlos V--.
Y no lo parecía entonces porque el matiz en juego era importante: no significaban lo mismo unas tierras regaladas por Colón a los reyes castellanos que reincorporar a la soberanía de España algo que antaño fue suyo. A don Hernando, en cuanto leyera la Historia de Oviedo, debió parecerle muy necesario ponerse a ordenar papeles o ideas y acaso empezar a escribir alguna relación relativa a los viajes de su padre. Porque a ojos hernandinos el peligro no radicaba tanto en el tratamiento hecho al Almirante --del que Oviedo contaba mucho y bueno-- cuanto en el juicio, también positivo, que ofrecía de los adversarios de don Cristóbal (sublevación de los españoles ante la dureza de los Colón, elogio a Bobadilla y de manera especial a Ovando). Además, dejaba caer entre visos de rumor extendido algunas llamadas con atención sobre ciertos puntos oscuros de la biografía colombina, como la leyenda del piloto anónimo o el haber ocultado a los reyes el descubrimiento de las perlas. El otro escritor, blanco de la pluma hernandina, se llamaba Agostino Giustiniani, genovés para más señas y erudito obispo de Nebbio en la isla de Córcega. Basándose en informaciones del cronista oficial de Génova y canciller del Banco de San Jorge, Antonio Gallo, en 1516 había escrito que Cristóbal Colón procedía de esa tierra y de una familia de origen humilde. Esto mismo volvió a repetirlo en su obra Anales... sobre la muy excelsa e ilustrísima República de Génova, impresa en dicha capital el 18 de marzo de 1537.
Giustiniani insistía, sin prever la réplica, en que los Colombo genoveses habían ejercido oficios de manos o mecánicos, como tejedores de paños. ¡Qué desgracia para don Hernando: su madre plebeya, y ahora tejedores los Colombo! Como siguieran así le iban a dejar harto chico su orgullo nobiliario, sobre todo, si empezaba a difundirse en demasía. El ataque a este autor genovés ya nos lleva a una fecha (1537) en que Hernando debía estar puesto manos a la obra en la tarea de escribir la vida de su padre. En plena faena incorporaría el capítulo dedicado a Giustiniani. Este acababa de ponerle en bandeja la manera de salir airoso de otro pasaje oscuro sobre don Cristóbal: el de su origen humilde y sus actividades artesanales. Decíamos que en 1537 ya estaba Hernando escribiendo la Historia del Almirante. Ello se comprenderá mejor si no olvidamos un hecho capital en relación con los Pleitos Colombinos: el 28 de junio de 1536 se dictaba el Latido arbitral de Valladolid que cerraba el viejo pleito --quedarán aún pequeñas derivaciones-- con la Corona a cambio de concesiones importantes en favor del Tercer Almirante de las Indias Luis Colón y de sus hermanas. El acuerdo se había logrado a espaldas de don Hernando, que en junio de 1536 llegaba a Barcelona y de agosto a octubre estaba en Valladolid, y de ninguna manera podía ser de su agrado31, Para el paladín de la intransigencia colombina la Sentencia de Valladolid era una claudicación que en modo alguno podía aprobar, mas tampoco modificar ya. Sólo le quedaba la protesta personal y solitaria de hombre que coge la pluma con el fin de desahogar comezones internas y una infinita sensación de fracaso. Con este fondo nacía la Historia del Almirante, empezada a escribir posiblemente en 1536, desarrollada con seguridad durante 1537-38 y culminada por la primavera de 1539.