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Capítulo XXII De la miserable ruina que vino a la ciudad de Arequipa No hay duda sino que a un corazón cristiano y tierno, donde cabe comparación y lástima de los prójimos, no podrá traer a la memoria, la desventurada ruina, que a esta ciudad de Arequipa ha venido por azote y plaga enviada de Dios, sin lágrimas, no hay pecho endurecido, que no se ablande en la consideración de esta miseria, y se podrá decir muy bien lo que Jeremías en los trenos: ¡cómo está asentada la ciudad que solía estar llena de su pueblo! Porque, quien vio a esta tan próspera, tan rica, tan opulenta, tan llena de gente y la ve ahora tan pobre, tan miserable, tan desdichada, tan sola, casi podrá decir: aquí fue Troya, pues ya casi sólo quedan las memorias. Habiendo antecedido, por doce días continuos, algunos temblores de poca consideración antes del viernes de la primera semana de Cuaresma, que fueon ocho de febrero de mil y seiscientos años, esta noche arreció de manera que parecía hervir la tierra, y nadie se aseguraba ni atrevía a estar debajo de tejado, casi pronosticando el mal que se les aparejaba. El sábado siguiente arreciaron los temblores y, fueron más a menudo, y tales que se cayeron algunas casas y, como a las cinco de la tarde comenzó a obscurecer el cielo hacia la banda de la costa de la mar, y de tinos cerros, llamados Sucavaya, salían y se oían terribles y espantosos truenos y relámpagos, que duraron hasta la oración. Entonces empezó a llover cantidad de arenilla blanca, pero tan poca que la cogían en las capas para mostrarla como cosa de prodigio y, en anocheciendo, fue cayendo y cargando la lluvia de ceniza, aunque tomada entre las manos tenía alguna aspereza, y apretada entre los dedos quedaban de ella algunos granillos negros que relumbraban algo y daban muestras de metal quemado, y con la noche se fue aumentando, de manera que en pequeño espacio cubrió el suelo y, duró hasta las once de la noche, que a esta hora acabó de llegar la tempestad de truenos y relámpagos, que con la furia que traían, parecía venirse el cielo abajo, y que se hundía la tierra, y, todo el infierno lo ocupaba el aire, y, muchos imaginaron que los espíritus dél traían aquella oscuridad revuelta con fuego y ruido.

Aún se dijo públicamente en el pueblo que ciertos soldados se determinaron ir fuera dél, hacia la parte donde venía aquella tempestad, para certificarse de qué procedía, y llegando al matadero, que está a las últimas, vieron unos bultos negros y horribles que les causaron tanto pavor y espanto que, al momento, sin poder pasar más adelante se volvieron. De lo cual se infiere que los demonios, como testigos de la desolación de cinco pueblos que adelante diré, donde se usaban grandes supersticiones y hechicerías, y donde se presume habrían tenido gran ganancia de almas que allí parecieron por la ruin opinión en que estaban los de aquellos pueblos, vendrían hacia Arequipa a ver el fin de aquella tormenta, pensando hiciera dios della, lo que de los pueblos dichos; y es cosa averiguada que de asombro murió un hombre. Dentro de pocos días estaba el pueblo con esto confuso y absorto, sin saber de dónde se causaba aquella inundación y con temor tran grande, que nadie tenía seguro de amenecer vivo, y así andaban atónitos los hombres por las calles e iglesias, pidiendo confesión, y fue de suerte que la mayor parte de la gente la hizo, y los que quedaron fueron por falta de confesores bastantes, y hubo personas que había más de ocho años que estaban olvidados de este sacramento, y esta noche lo pidieron a él con gran devoción. En la mayor furia de esta tormenta entró en la ciudad un ermitaño que vivía dos leguas de la ciudad, al parecer de buena vida, desnudo, con una cruz en la una mano y una piedra en la otra, dándose en los pechos y pidiendo a voces misericordia y provocando con lágrimas al pueblo a penitencia, y se le juntó mucha gente admirados de su fervor.

A las dos de la noche fue Dios servido cesase su tempestad de truenos y relámpagos por las ocasiones, disciplinas y exorcismos que en todos los monasterios hubo; pero no cesó el llover ceniza y de color no tan blanca como la pasada, la cual daba de sí un olor hediondo de piedra azufre; y en Lima, que está ciento y setenta leguas de Arequipa, la costa abajo, y Arica, más de setenta, se oyeron los truenos que el volcán de sí echaba, y afirman que eran a la manera de tiro de artillería y al sonido y respuesta dellos; y muchas personas entendieron que eran los navíos del Rey que habían salido en busca de un inglés corsario y peleaban en la mar. Pero en Arequipa, con estar más cerca del volcán, no se oían sino truenos naturales y de los ordinarios, acompañados con tan grandes relámpagos, que duraba la claridad de uno de ellos casi un avemaría. Esta noche se vieron salir, de la parte donde era la tempestad, infinitos globos de fuego que atravesaban todo el cielo. Hubo muchos penitentes azotándose y con cruces, y en el convento de Santo Domingo, según afirmaron los religiosos dél, se mostraron encima de una cruz del cementerio tres lumbres, y de allí se mudaron sobre la capilla mayor y de allí aparecieron sobre un arco de la iglesia nueva y se ocultaron. Poco claro, a las ocho del día, amaneció el domingo veinte del mes, lloviendo ceniza. Salió el sol y duró hasta las diez, que se obscureció tan tristemente, que a la una del día era noche tan cerrada que fue necesario andar con lumbres por las calles y, como a las tres, aclaró algo; pero fue una claridad dudosa y confusa.

Tornó de nuevo a llover ceniza, causando desconsuelo porque, según las señales que había, no parecía cesaría la tormenta hasta la última destrucción de la ciudad, y más que hasta entonces se ignoraba la causa de tan prodigiosos y espantables efectos. Lunes amaneció más claro, aunque el sol en todo el día se mostró y a las coho se tornó a cerrar, de manera que hasta las tres de la tarde parecía de noche y fueron necesarias lumbres, aunque no como el domingo antes. Llovió ceniza hasta la noche, y en ella se vieron estrellas y alguna claridad que causó consuelo. Este día se juntó todo el pueblo en la iglesia mayor, y fueron con solemne procesión a Santa Maria, una iglesia que está fuera de la ciudad, que es abogada de los temblores, y la trajeron y hubo un devoto sermón a la puerta de la iglesia mayor, que predicó el prior de San Agustín Fray Diego Pérez, hombre muy docto y gran predicador, que después fue provincial de su orden, y a la noche se hizo una devota procesión de disciplina con un crucifijo y Nuestra Señora del Rosario. El martes amaneció más claro que los demás días, de suerte que se pudieron ver los cerros de alrededor del pueblo; llovió todo el día ceniza, y al alba hubo un temblor algo grande y entre día otros pequeños. El miércoles amaneció algo oscuro y, aunque después aclaró, no se vio el sol y llovió dos horas ceniza, y creció hasta este día un palmo en alto por toda la ciudad, con cuyo peso se hundieron algunas casas, y fue necesario que las demás se descargasen de la ceniza.

El río, con venir muy crecido, estuvo seco que apenas se oía, y todas las quebradas cercanas al volcán se secaron, y el río de Tambo que es muy caudaloso, estuvo tres días que no corrió, y otra vez doce días y, saliendo de madre, fue con tanta furia que asoló todo el valle sin dejar heredad ni ganado, mulas, caballo y sementeras y cañaverales, que todo lo llevó y asoló. El jueves no llovió e hizo el día claro, y la noche en que se vieron la Luna y estrellas. El viernes amaneció nublado, obscuro, y a las ocho del día se cerró más y comenzó a llover ceniza, y este día tembló la tiera muy recio, y la ciudad vino al convento de Nuestra Señora de las Mercedes a pedir la imagen de Nuestra Señora de Consolación, que es de gran devoción y que ha resplandecido con milagros, y esta tarde, juntas las religiones y el común del pueblo, la llevaron con toda la decencia posible a la iglesia mayor por nueve días, y hubo sermón en ella. Sábado, veinte y seis, habiéndose visto a las tres de la mañana la Luna muy clara, amaneció cuando apenas se pudo echar de ver era llegado el día y, al instante, se volvió a cerrar la cosa más tenebrosa y lóbrega que jamás se vio, porque ni con la lumbre se acertaba a andar por las calles ni entrar en las iglesias, y luego empezó a llover ceniza con más furia que al principio, y diferenciaba en la color que tiraba como a bermeja, y duró el llover hasta el domingo a las ocho del día, que aclaró y cesó y recibió el pueblo gran consuelo, porque había cuarenta horas que duraba la oscuridad, desde el viernes a las seis de la tarde.

Este día fue de confusión, temor, lágrimas y suspiros, y se renovaron las penitencias, limosnas, confesiones, votos y promesas, porque todos entendían ser llegado el último día de su vida y aun del mundo. Todos se recogieron a la iglesia mayor y, estando diciendo misa en medio de aquellas tinieblas, se oyeron en la capilla cantar golondrinas y andar alrededor del Santísimo Sacramento que estaba descubierto, que parecía pedían remedio y misericordia al Criador. Una de ellas se vino a parar al cáliz estando para consumir, y se dejó asir de la mano del preste, que era el comisario del Sancto oficio. Este día, sin comer, la gente se fue a la Compañía de Jesús, que todos estaban olvidados del sustento del cuerpo, y salió de allí una procesión con un crucifijo y la imagen del Niño Jesús y de Nuestra Señora de Copacabana y el Lignun Crucis y muchos relicarios en manos de sacerdotes, y anduvo todas las iglesias, hallándose en ellas grandes y pequeños, los rostros al parecer difuntos del desmayo, miedo y confusión, y de pies a cabeza cubiertos de ceniza, y a cada ruido o temblor les parecía era el último instante de su vida. Acabada esta procesión, salió de Santo Domingo otra con el crucifijo de la Veracruz, Nuestra Señora del Rosario y San jacinto y todo el pueblo con ella y muchos disiplinantes, con gran devoción y lágrimas, y por momentos se hincaban de rodillas, dando voces a Dios y pidiéndole misericordia, y acabada esta procesión, pasaron a San Francisco las imágenes de la iglesia mayor y a Nuestra Señora de la Consolación, porque del mucho peso de la ceniza se venía abajo, y el Sanctísimo Sacramento se puso en la pila del bautismo.

Esta noche se quedó el pueblo, hombres y mujeres a velar y dormir, por las iglesias, queriendo acabar la vida en ellas, como veían tan portentosas señales y especialmente un temblor, el mayor que hasta allí se había oído, y hasta media noche llovió con gran fuerza ceniza y de allí adelante disminuyo. El domingo sí aclaró algo y hubo procesión de San Agustín con el Crucifijo y Nuestra Señora de Gracia, y fue a la Compañía donde hubo sermón. Este día estuvo el cielo de un color bermejo y negro, y con poca claridad, y toda la noche llovió ceniza, de suerte que sobre las casas la había de alto de un palmo. El lunes amaneció claro, pero no de suerte que se viese el sol, y a las tres de la tarde obscureció de todo punto, y por no estar el reloj concertado, como no lo andaba nadie, se entendió era de noche y se tañó a oración, y a las cinco de la tarde volvió a aclarar aunque lloviendo ceniza, y para consuelo vino otro temblor grandísimo. Desta suerte se ha ido continuando esta tempestad, tormenta y miseria por más de un mes que, si el día amanecía algo alegre, se tornaba triste, obscuro y tenebrosos con los nublados, cenizas, truenos, relámpagos y globos de fuego que se veían por los aires, y así cada cual podrá imaginar cuál estarían en esta ciudad los vecinos della, con qué aflicción de espíritu y amargura del corazón, esperando por instantes la muerte, y estimando con esta miseria en poco la vida. Una confusión había general en toda la ciudad, y era no poder averiguar con certidumbre la causa de tantos niños, y de dónde procedía tan horrible y espantosa tempestad y, aunque se sospechaba sería cierto volcán de hacia Omate, diez y ocho leguas de la ciudad, por haber visto los que de allá venían vomitar llamas y salir humo obscuro de aquel lugar, no había cosa cierta en treinta días, hasta que vino una carta del corregidor de aquel partido, que por su bien estaba en Arequipa, en que le referían la verdad de lo que pasaba, que es negocio temeroso.

Era un volcán que estaba entre Omate y Quinistaca, y se llamó Huainaputina que declarándolo dirá: volcán mancebo, porque Putina significa volcán y Huaina, mozo, distante del pueblo de Omate dos leguas, el cual reventó a diez y nueve de febrero. Fue tanta la cantidad y muchedumbre que arrojó de sí y lanzó de piedra, tierra y, ceniza, que, la que cayó en el dicho pueblo y su contorno, pasaba de treinta y dos palmos de altura, los veinte y dos de piedra y los diez de ceniza. Trajéronse a Arequipa algunas piedras, y eran las mayores pómez, del tamaño de un adobe, y las menores como naranjas, el color negro y vetadas como metal y pesadas. Caían espesísimas y hechas una brasa encendida, y ninguna acertaba a indio que no le derribase y descalabrase, y, temerosos los indios desto, se encerraron en sus casas, donde creció por momentos la piedra, tierra y ceniza, que quedaron todos enterrados en ella para siempre. Desta tormenta se escaparon hasta quince o veinte indios, que con un cacique llamado don Francisco Cayla se recogieron a un cerro, donde los halló el escribano del corregidor, que fue el que dio el aviso y, llevando frazadas y otras cosas de defensa, pasada la primera tormenta, bajaron hacia el dicho pueblo con grandísimo trabajo, y apenas podían hallar señal dél ni conocerle, si no fuera por las puntas de unos sauces altísimos que estaban en la plaza y la hediondez de los cuerpos muertos de hombres y animales, y en muchos días no cesó el volcán de echar humo, fuego y ceniza y temblar la tierra reciamente, y oyéndose un ruido ordinario y espantoso, y de noche salían dél globos de fuego que parecía abrasaban el aire.

Desta manera abrasó y enterró para siempre cinco pueblos, que tenían vecinos, llamados Chiqui, y Omate, Quinistaca, Tasatachen y Collana, sin que de todos ellos escapase ánima viva. Refieren que el viernes y sábado, antes que reventase el volcán, diez y ocho y diez y nueve de febrero, en la furia de los temblores mucha de la gente de estos pueblos, a la falda del cerro, ofrecieron lana de colores y otras cosas que solían antiguamente, y algunos indios e indias desesperando se arrojaban vivos en las quebradas y concavidades que se iban abriendo del volcán. Dicen que tendrá grandísimo circuito la boca, y bien es de entender, a quien considerarse la ceniza que dél ha salido, que llegó hasta Chuquisaca y Potosí y, por la parte de la Puna, que son doscientas y cincuenta leguas, y a Yca por los Llanos, que son más de cien leguas y hasta el Cuzco de travesía, que son setenta leguas y en circuito más de seiscientas, y que el altor, en partes, era de treinta y dos palmos y en otras a cuatro y a tres y a dos y a una vara y a media, en la que menos un palmo sin lo que en el mar y ríos se consumió. Anduvo entre los indios de la comarca una superstición, diciendo que se habían juntado a consulta el volcán que reventó y el que está sobre la ciudad de Arequipa, y le dijo que reventase; y el de Arequipa le dio por respuesta que no lo haría por ser como era cristiano y llamarse Francisco, y de las palabras y enojos que tuvieron, resultó el de Arequipa darle al otro un encontrón que le hizo reventar.

Cosa ridícula y que arguye la ceguedad de estos miserables. Quedaron los caminos de manera que no se podía caminar, y en parte las cabalgaduras de los caminantes se hundían en la ceniza. Hase perdido y quedado enterrado infinito ganado vacuno y ovejuno, y en las lomas muchas mulas que allí se criaban, porque se cegaron los pastos y se ocultaron las aguas. En la ciudad se siguió luego hambre, por haberse desbaratado los molinos, y en todas las casas se morían las bestias, y no quedó en el cielo ave, golondrina, paloma tórtolas, gorriones, aunque todas no murieron, y en el valle de Víctor las tórtolas, en el tiempo de la obscuridad, acudían a las partes y aposentos donde veían lumbre, y se sentaban junto la gente y se dejaban tomar ciegas y flacas, y las vicuñas y huanacos de la Puna andaban abobadas y se metían entre la gente y murieron muchísimas, y las sabandijas de la tierra no quedó ninguna; no quedó chácara de maíz que se pudiese aprovechar, porque cubiertas de cenizas, se perdió y, como estaba en flor, no hubo remedio ninguno para ello. Por otra parte los indios, vista la perdición de sus chácaras, ayudados de sus usos y abominaciones antiguas, dieron en comerse todas las aves, cuyes y carneros que tenían, aunque era cuaresma, diciendo que se acababa el mundo y querían morir hartos. Colgaban perros vivos por los pies y les daban muchos golpes y azotes, diciendo que con aquello se acabaría la tempestad, y se empezó a creer entre ellos que en ciertos días se había de hundir toda la tierra y abrasarse.

Así iban huyendo y dejaban sus casas. Todos los árboles frutales de la ciudad se perdieron, porque se desgajaron y arruinaron sin quedar cosa en pie y los sauces, de que había diferentes alamedas, los destrozó tronchándolos y derribándolos y en las higueras no quedó hoja. Pues semejantes males bien se pudieran llevar, si las haciendas y heredades del valle de Víctor y Siguas, que están a siete leguas de Arequipa, quedarán en pie y de provecho, pero a la hora que llegó a Arequipa cayó sobre el valle otra inundación de ceniza más brava y temerosa, que pasaba de media vara de alto la que había. La segunda obscuridad que también le alcanzó, la acrecentó de manera que se hundieron muchas bodegas y se asolaron infinitas heredades, y las que en general corrieron más riesgo, fueron las que estaban en partes bajas y arrimadas a cerros, porque, como la ceniza no hacía asiento en ellos, antes se deslizaba, bajaba corriendo con tanto ímpetu, que parecía avenida de agua, y a modo de una corriente furiosa discurría por las heredades, llevándose por delante cuanto topaba, y enterrándolo todo y quebrando las vasijas. Así, viñas, olivares y cañaverales quedaron perdidos sin que diese género de cosecha alguna, y ha sido tanta la ruina que no se espera en muchos años volverán en sí, y se entiende el daño pasó de dos millones de ducados. Sucedieron cosas monstruosas y notables y casi increíbles, si no se vieran y palparan con las manos. Una fue que en el valle de Quilca, a donde se juntan los dos ríos de los valles de Víctor y Asiguas, y hacen uno muy caudaloso, yendo un indio y un negro a las orillas, acertó a bajar en aquel instante una avenida de ceniza tan brava que, cogiéndolos sin se poder escapar, y al negro dio con él en el río y lo ahogó, y al indio lo pasó en vuelo a la otra banda sin hacerle mal alguno.

En el valle de Quilca perecieron cinco personas, y en el de Paica tres, pues en los valles de Tambos, Majes, Moquegua, Camaná, Ocaña sucedieron cosas lastimosas y para referir con lágrimas, porque no quedó en ellos olivar, cañaveral, ají, sementeras y viñas que no asolase, y aún sucedió, un olivar que estaba junto a la mar, arrancallo de raíz la ceniza y lo llevó hasta la mar, donde se veían andar los árboles. Como refiero arriba, no hubo jamás en treinta días uno seguro, porque, si alguno amaneció claro y sereno, luego se obscurecía, de manera que parecía noche tenebrosa, y los aires que se levantaban y con ello la ceniza ahogaba la gente y la hacía estar encerrada, y por todas partes se vio esta desdichada y afligida ciudad rodeada de trabajos y aflicciones y, según refieren personas fidedignas que en estas tribulaciones se hallaron, no fue la mitad de lo que está dicho la calamidad y desventura que pasaron lo pobres ciudadanos de Arequipa, lo cual puedo afirmar yo como testigo de vista, que a todo me hallé presente en la dicha ciudad. Pues para remedio de tanto infortunio, el año de mil y seiscientos y cuatro, a veinte y cuatro del mes de noviembre, víspera de Santa Catarina mártir, tembló la tierra con tanta furia y estruendo, que no quedó en aquella miserable ciudad edificio que no viniese abajo, con tal ruina y destrucción que se renovaron las plagas, pérdidas y miserias antiguas. De los conventos el de San Francisco, por ser de bóveda, quedó en pie y el de San Agustín de la misma suerte, pero tan lastimados, abiertos y para hundirse, que fue fuerza derrocarlos para seguridad, y hacerlos de nuevo, y así parece que la ira del inmenso Dios ha caído sobre aquella ciudad, para azote y castigo de los pecados que en ella se cometían.

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