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Datos principales


Desarrollo


Tercero rey mexicano Chimalpopoca, nieto del rey de Azcaputzalco. Electo por común consentimiento de todos los mexicanos a Chimalpopoca, muy contenta la ciudad, pusieron al niño en su trono real, y ungiéndole con la unción divina, le pusieron la corona con una rodela en la mano izquierda y en la otra una espada de navajas a su usanza, vestido con unas armas, según el dios que querían representar, en señal de que prometía la defensa de la ciudad y el morir por ella; eligieron a este rey así armado, porque ya entonces pretendían los mexicanos libertarse por fuerza de armas, lo cual hicieron, como luego se verá. Después de algunos años que reinaba Chimalpopoca, muy amado del rey de Azcaputzalco, su abuelo, teniendo los mexicanos por esto más entrada y familiaridad en Azcaputzalco, los señores de México persuadieron a su rey que puesto era tan amado de su abuelo, le enviase a pedir el agua de Chapultepec (que es cerro de que atrás se ha hecho mención), porque la de su laguna estaba cenagosa y no la podían beber. Envió Chimalpopoca sus mensajeros a su abuelo el rey de Azcaputzalco, el cual viendo que no perdían en ello ni era detrimento de su república, pues no se aprovechaban de ella, con sentimiento de los suyos se la dió. Los mexicanos muy alegres y contentos con el agua, comenzaron con gran cuidado y priesa a sacar céspedes de la laguna, y con ellos estacas y carrizos con otros materiales, en breve tiempo trajeron el agua a México, aunque con trabajo, porque por estar todo fundado en la laguna, y el golpe del agua que venía era grande, como el caño era de barro, se les deshacía y derrumbaba por muchas partes.

Tomaron de aquí ocasión los mexicanos para provocar a enemistad a los de Azcaputzalco, deseando viniese ya todo en rompimiento para hacer lo que tanto deseaban, que era ponerse en libertad. Tornaron a mandar sus mensajeros con este intento al rey de Azcaputzalco, haciéndole saber de parte del rey, su nieto, cómo no podían gozar de aquella agua que les había dado, porque se les desbarataba el caño que había hecho para llevarla, por ser de barro, y así les hiciese merced de darles madera, piedra, cal y estacas, y mandar a sus vasallos les fuesen a ayudar para hacer un caño de cal y canto. No le supo bien al rey ni a los de su corte la embajada, porque les pareció muy atrevida y osada para Azcaputzalco, siendo el supremo lugar a quien reconocía toda la tierra, y aunque el rey quisiera disimular por amor del nieto, los de su corte se encolerizaron tanto, que con mucha libertad le respondieron diciendo: -"señor y rey nuestro, ¿qué piensa tu nieto y los demás de su consejo? ¿Entienden que hemos de ser aquí sus vasallos y criados? ¿No basta que aposentados y admitidos en nuestras tierras, hayamos consentido funden y habiten su ciudad, dándoles el agua que nos pidieron, sino que ahora quieren tan sin vergüenza y miramiento de tu real corona, que tú y todos les vamos a servir y edificarles caño por donde vaya el agua? No queremos ni es nuestra voluntad y, sobre ello, perderemos todos las vidas, y hemos de ver qué es lo que les dé atrevimiento para tan gran desvergüenza y osadía como ésta".

Dicho esto se apartaron de la presencia del rey, y tuvieron entre sí una consulta hallándose en ella los señores de Tacuba y Coyohuacan que era toda la congregación tepaneca poco aficionada a la nación mexicana, donde determinaron no sólo no darles lo que pedían, sino de ir luego a quitarles el agua que les habían dado, y como a gente de tantos bríos destruirlos y acabarlos, sin que quedase hombre de ellos ni lugar que se llamase México. Con esta determinación comenzaron a incitar a la gente del pueblo y a ponerla en armas e indignación contra los mexicanos, diciéndoles cómo los querían avasallar y hacerles sus tributarios, para servirse de ellos, y para más manifestar el enojo que ellos tenían y que la guerra se efectuase, dieron pregón en su ciudad que ninguno fuese osado del tratar ni contratar en México ni meter bastimentos ni otras cosas de mercaderías so pena de la vida; y para ejecución de esto pusieron guardas por todos los caminos para que ni los de la ciudad de México entrasen en Azcaputzalco ni los de Azcaputzalco en México, vedándoles el monte que entonces les era franco; finalmente, todo el trato y comercio que con los tepanecas tenían. Viendo el rey de Azcaputzalco los suyos tan alborotados y que se determinaron a matar a los mexicanos haciéndoles guerra, quiso mucho estorbarlo; pero viendo que era cosa imposible, rogó a sus vasallos que antes que ejecutasen su ira le hurtasen al rey de México, su nieto, para que no padeciese con los demás.

Algunos estuvieron de este parecer, excepto los señores ancianos que dijeron no convenía; porque aunque venía de casta de tepanecas, que era por vía de mujer el parentesco, y de parte del padre era hijo de los mexicanos, a cuya parte se inclinaría siempre más, y por esta causa, al primero que habían de procurar matar era al rey de México. Lo cual oído por el rey de Azcaputzalco recibió tan gran pena que de ella adoleció y murió, con cuya muerte los tepanecas se confirmaron más en su mal propósito, y así concertaron entre sí de matar al rey Chimalpopoca por el gran perjuicio que de ello a los mexicanos se seguiría, y para esto, y para perpetuar más la enemistad, usaron de una traición muy grande, y fué que una noche estando todos en silencio entraron los tepanecas en el palacio real de México, donde hallaron toda la guarda descuidada, y durmiendo, y tomando al rey descuidado lo mataron y se volvieron los homicidas sin ser sentidos. Acudiendo los mexicanos por la mañana a saludar a su rey (como ellos acostumbraban) halláronlo muerto y con grandes heridas. Causó esta desastrosa muerte en los mexicanos tanto alboroto y llanto, que luego, ciegos de ira, se hicieron todos en arma para vengar la muerte de su rey, pero sosególos y aplacólos un señor de ellos diciéndoles: -"Sosegaos y aquietad vuestros corazones, oh mexicanos, mirad que las cosas sin consideración no van bien ordenadas, reprimid la pena considerando que aunque vuestro rey es muerto, no se acabó en él la generación y descendencia de los grandes señores; que hijos tenemos de los reyes pasados que sucedan en el reino con cuyo amparo haréis mejor lo que pretendéis que ahora.

¿Qué caudillo o que cabeza tenéis, para que en vuestra determinación os guíe? No vayáis tan a ciegas, reportad vuestros animosos corazones, y elegid primero rey y señor que os guíe, esfuerce y anime y os sea amparo contra vuestros enemigos, y mientras esto se hace, disimulad con cordura, haced las obsequias a vuestro señor y rey ya muerto, que presente tenéis, que después habrá mejor coyuntura y lugar para la venganza". Reportándose con estas palabras los mexicanos, disimularon por entonces e hicieron las obsequias y oficios funerales a su rey según su uso y costumbre, y para ello convidaron a todos los grandes de Tezcuco y Culhuacan, a quienes contaron la maldad y traición que los tepanecas habían usado con su rey, lo cual dió en rostro a todos y pareció muy mal. Después de muchas pláticas dijeron los mexicanos a todos estos señores que habían convidado, que les rogaban que se estuviesen pacíficos y no les fuesen contrarios, ni ayudasen ni favoreciesen a los tepanecas, que tampoco ellos querían ni su favor ni su ayuda sino sola de su dios y la del señor de lo criado y la fuerza de sus brazos y ánimo de su corazón, y que determinaban morir o vengar su injuria, destruyendo a los de Azcaputzalco. Los señores comarcanos les prometieron no serles contrarios en cosa ninguna, ni dar favor ni ayuda contra ellos, y que pues los de Azcaputzalco les habían cerrado el camino vedándoles todo trato y contrato en su ciudad y los montes y agua, que ellos daban sus ciudades libres todo el tiempo que durase la guerra, para que sus mujeres y hijos fuesen y tratasen por agua y por tierra, y proveyesen su ciudad de todos los bastimentos necesarios.

Lo cual los mexicanos agradecieron muy mucho con muchas muestras de humildad, rogándoles se hallasen presentes a la elección del nuevo rey que querían elegir; y ellos, condescendiendo en su ruego, se quedaron. Hicieron luego los mexicanos su junta y congregación para elegir nuevo rey, comenzando uno de los más ancianos con la oración que en tales elecciones se usaba, que entre esta gente hubo siempre grandes oradores y retóricos, que a cualquier negocio y junta oraban y hacían largas pláticas llenas de elocuencia y metáforas delicadísimas, con muy sabias y profundas sentencias, como consideran y afirman los que entienden bien esta lengua, porque después de muchos años que la deprenden con cuidado siempre hallan cosas nuevas que deprender, y se podrá inferir bien cuán excelente era el estilo y lenguaje por la oración que ,hizo un anciano de ellos en esta elección, y por algunas otras que en adelante se pondrán. Puesto, pues, delante de todos, el retórico viejo comenzó su oración en esta forma: -"fáltaos, oh mexicanos, la lumbre de vuestros ojos, aunque no la del corazón, porque dado que habéis perdido el que era luz y guía en esta república mexicana, quedó la del corazón para considerar que si mataron a uno quedan otros que puedan suplir muy aventajadamente la falta que aquél nos hace. No feneció aquí la nobleza de México, ni se aniquiló la sangre real, volved los ojos y mirad alrededor, y veréis en torno de vosotros la nobleza mexicana puesta en orden, no uno ni dos, sino muchos y muy excelentes príncipes, hijos de Acamapichtli, nuestro legítimo y verdadero señor.

Aquí podréis escoger a vuestra voluntad, diciendo este quiero y ese otro no quiero, que si perdisteis padre aquí hallaréis padre y madre. Haced cuenta, oh mexicanos, que por breve tiempo se eclipsó el sol y se obscureció México con la muerte de vuestro rey; salga luego el sol al elegid otro rey. Mirad a dónde echáis los ojos y a quién se inclina y apetece vuestro corazón, que ese es el que elige vuestro dios Huitzilopochtli". Y dilatando más la plática, concluyó con mucho gusto y contento de todos. Salió de esta consulta electo por rey de México Itzcohuatl, que quiere decir culebra de navajas, el cual, como queda dicho en otro lugar, era hijo natural del rey Acamapichtli, habido en una esclava suya. Eligiéronle por rey, aunque no era legítimo, porque en costumbres, valor y esfuerzo era el más aventajado de todos. Mostraron gran contento y regocijo con esta elección todos, en especial los de Tetzcuco, porque su rey estaba casado con una hermana de Itzcohuatl, a quien luego asentaron y coronaron en su trono real con todas sus ceremonias acostumbradas. Puesto ya en su asiento real, uno de los oradores, vuelto a él con gran reverencia, le habló de esta suerte: -"hijo y señor y rey nuestro, ten ánimo valeroso y está con fortaleza. No desmaye tu corazón ni pierda el brío necesario para el primado y cargo real que te han encomendado, porque si siendo nuestra cabeza desmayas, ¿quién pensáis que ha de venir a ponerte esfuerzo y ánimo para lo que conviene al gobierno y defensa de tu reino y república? ¿Piensas por ventura que han de resucitar aquellos valerosos varones, tus antepasados padre y abuelo? Ya, poderoso rey, esos pasaron, y no queda sino la sombra de su memoria, y la de sus valerosos corazones y la fuerza de sus brazos y pecho con que hicieron rostro a las aflicciones y trabajos; ya a ellos los escondió el poderoso señor de lo criado.

Por tanto, mira que ahora estamos todos pendientes de tí. ¿Has, por ventura, de dejar caer y perder tu república? ¿Has de dejar deslizar de tus hombros la carga que te han puesto encima de ellos? ¿Has de dejar perecer al viejo y a la vieja, al huérfano y a la viuda, valeroso príncipe? ¿De qué perdéis el anhélito y aliento? Mirad que nos velan ya esas otras naciones, y menospreciándonos hacen escarnio de nosotros. Ya, señor, comienza a descoger y extender el manto para tomar a cuestas a tus hijos, que son los pobres y gente popular, que están confiando en la sombra de tu manto y frescor de tu benignidad. Está la ciudad de México Tenuchtitlan muy alegre y ufana con tu amparo. Hizo cuenta que estaba viuda; pero ya resucitó nuevo esposo y marido, que vuelva por ella y le dé el sustento y amparo necesario. Hijo mío, no temas el trabajo y carga ni te entristezcas, que el dios cuya figura y semejanza representáis, será en tu favor y ayuda". Acabado el razonamiento le dieron todos sus vasallos el parabién, y los señores forasteros haciendo lo mismo, se despidieron de él. Este es el cuarto rey de México llamado Itzcohuatl, que quiere decir Culebra de navajas, fué hijo del rey Acamapichtli, habido en una esclava suya, hombre valeroso.] Cuando Itzcohuatl comenzó a reinar, que fue el año de mil cuatrocientos veinticuatro, ya los tepanecas tenían muy declarada la enemistad contra los mexicanos, en tanto grado, que no había otro remedio sino tomar las armas y venir a las manos.

Y así, el rey nuevo luego comenzó a entablar las cosas de la guerra y proveer en las cosas necesarias para ella, porque los de Azcaputzalco se daban mucha prisa para destruirlos. Acudiendo la gente común, considerando que eran muy pocos y mal ejercitados en la guerra, y los tepanecas muchos y gente belicosa y esforzada y teniendo por imposible la victoria, comenzaron a desmayar y a mostrar gran pusilanimidad, pidiendo con lágrimas a su rey y a los demás señores la paz, cosa que causó mucha pena y desmayo al rey y a sus nobles. Preguntándoles qué era lo que querían, respondieron que el rey nuevo de Azcaputzalco era hombre piadoso y, así, eran de parecer que tomasen a su dios Huitzilopochtli, y se fuesen a Azcaputzalco a ponerse todos con mucha humildad en las manos del rey, para que hiciesen de ellos lo que fuese su voluntad, y quizá los perdonaría y daría en Azcaputzalco lugar donde viviesen y los entretejerían entre los vecinos, que casi se ofrecían por esclavos de los de Azcaputzalco, cosa que a ninguno de los que tenían algún ánimo les pareció bien. Pero con todo eso, algunos de los señores dijeron que no era mal medio y autorizaron tanto el parecer del vulgo, que ya todos condescendían con él, y así comenzaron a poner por obra, porque llamados los ayos de Huitzilopuchtli, les mandaron se apercibiesen para llevar en hombros a su dios. Estando ya ocupados los mexicanos para su ida a Azcaputzalco, se descubrió con aquella ocasión un valeroso mancebo llamado Tlacaellel, sobrino del rey Itzcohuatl, el cual fué después príncipe de los ejércitos, y el más valeroso y valiente y de mejor parecer y consejo en las cosas de guerra que jamás se ha hallado en toda la nación mexicana, como en todo lo que se sigue se verá.

Este salió entonces entre ellos y dijo: -"¿qué es esto, mexicanos, qué hacéis vosotros, estáis sin juicio? Aguardad, estaos, dejadnos tomar más acuerdo sobre este negocio. ¿Cómo tanta cobardía ha de haber que nos habemos de ir a rendir así a los de Azcaputzalco?" Y llegándose al rey le dijo: -"señor, ¿qué es esto? ¿Cómo permites tal cosa? Habla a ese pueblo, búsquese un medio para nuestra defensa y honor, y no nos ofrezcamos así tan afrentosamente en manos de nuestros enemigos". Entonces el rey volviéndose a la gente que presente estaba, les dijo: -"¿todavía os determináis de iros a Azcaputzalco? Cosa de gran bajeza me parece. Quiero dar un corte que sea más a nuestro honor, y no como el que vosotros queréis dar con tanta deshonra. Aquí estáis todos de valor y estima, ¿quién de vosotros será osado ir ante el rey de Azcaputzalco a saber la determinación suya y de su gente? Si es ya cosa irrevocable que hemos de morir, y nos han de destruir. Levántese uno de vosotros y vaya". Viendo que no acudía ninguno, comenzó a decir: -"perded, mexicanos, el miedo, ¿qué es esto?" Mas por muchas veces que los persuadió, ninguno hubo entre ellos que osase ir, porque temían ser luego muertos, según estaban de apercibidos los enemigos. Viendo Tlacaellel que ninguno se atrevía, dijo en alta voz con ánimo valeroso: -"señor y rey nuestro, no desfallezca tu corazón, ni pierdas el ánimo. Aquí están presentes estos señores, hermanos y parientes míos y tuyos, y pues ninguno da respuesta a lo que les ruegas, mirándose unos a otros, digo que yo me ofrezco a ir y llevar tu embajada donde fueres servido, sin temor de la muerte y con la voluntad que fuera, si entendiera que había de vivir perpetuamente, con esa misma voy ahora.

Porque supuesto que tengo de morir, hace muy poco al caso que sea hoy o que sea mañana, y así, ¿para cuándo me he de guardar? ¿Dónde mejor me puedo emplear que ahora? ¿Dónde moriré con más honra que en defensa de mi patria? Por tanto, señor, yo quiero ir". El rey Itzcohuatl le respondió: -"mucho me huelgo, sobrino mío, de tu animoso corazón y determinación, en pago de la cual yo te prometo hacerte uno de los grandes de mi reino con otras muchas mercedes, y si murieres en esta demanda, cumplirlo en tus hijos, para que de tí quede perpetua memoria y de un hecho como éste, pues vas a morir por la patria y por la honra de los mexicanos". A ninguno pareció bien el atrevimiento de Atlacaellel, juzgándolo temeridad, porque iba en manifiesto peligro de la vida; pero considerando el rey que en aventurar la vida de uno y asegurar la de todos, importaba más a su reino, aunque le pesaba, le mandó que fuese. Apercibiéndose el animoso Atlacaellel lo mejor que pudo, partió de la ciudad de México y con gran osadía llegó adonde estaban las guardas de Azcaputzalco, donde halló solo un rodelero y otros sin armas que con él estaban, los cuales le dijeron: -"¿qué buena venida es ésta? ¿No eres tú Tlacaellel, sobrino de Itzcohuatl, rey de México?" Él respondió que sí. Dijeron luego ellos: -"¿pues a dónde vas? ¿No sabes, señor, que nos han mandado expresamente que no dejemos entrar a persona nacida de los mexicanos en la ciudad, sino que los matemos?" Él les respondió: -"yo sé lo que se os ha mandado, mas ya sabéis que los mensajeros no tienen culpa.

Yo soy enviado a hablar a vuestro rey de parte del de México y de la demás gente y señores. Así, os ruego me dejéis pasar, que yo os prometo de volver por aquí, y si entonces me quisiéredes de matar, me pondré en vuestras manos. Dejadme hacer mi embajada, que yo os aseguro que por ello no recibáis pesadumbre alguna". Al fin supo persuadir tan bien a las guardas que le dejaron entrar y fuése adonde estaba el rey, y puesto ante él le hizo su acatamiento debido. El rey como le vido y conoció, admiróse y preguntóle: -"¿cómo has entrado en la ciudad, que no te han muerto las guardas de ella?" Él le contó todo lo que había pasado y queriendo saber el rey a qué era su venida, propúsole Atlacaellel su embajada, persudiéndole con la paz, rogándole que tuviese lástima de la ciudad de México, de los viejos y niños, finalmente, mostrándole todos los daños que por la guerra sucederían, le suplicó que aplacase el enojo de los señores y principales, pues ellos querían servirle como hasta allí. Quedando el rey muy persuadido e inclinado con las palabras de Atlacaellel, le dijo que se fuese norabuena, que él hablaría a los grandes de su corte, y daría medio con que se les aplacase la ira, y que si no viniesen en ello, entendiese no podía más ni era en su mano. El animoso mancebo le preguntó cuándo quería que volviese por la respuesta, el rey le respondió que otro día. Él le pidió seguridad para las guardas, porque no le matasen, pues era mensajero.

El rey le dijo que la seguridad que le podía dar era su buena diligencia a mirar por su persona. Viendo Atlacaellel lo poco que el rey podía en aquel caso, despidiéndose de él dió la vuelta a su ciudad. Llegando a las guardas halló más aparatos de guerra y gente apercibida, y llegado a ellos los saludó y dijo: -"hermanos míos, yo vengo de hablar a vuestro rey y traigo respuesta para el mío. Si sois servidos dejarme pasar, agradecéroslo he, porque supuesto que trato la paz y no engaño a ninguno, no hay razón para que yo reciba daño ninguno, y demás de esto he de volver luego por la respuesta y resolución de este negocio. Que me matéis hoy o mañana, poco va a decir ello. Yo os empeño mi palabra de venirme a poner en vuestras manos". Los guardas con este buen término, le dieron lugar a que saliese y cuando Atlacaellel llegó a la ciudad de México sin lesión, el rey y toda la ciudad recibieron gran contento. Contándoles lo que le había pasado, dijo que era forzoso volver otro día por la resolución del negocio, y así el día siguiente por la mañana fué a pedir licencia a su rey para ir a concluir su negocio, el cual le dijo: -"sobrino mío, agradédcote el cuidado y diligencia que pones en este caso, donde pones tu vida a riesgo. Lo que has de hacer es decir al rey de Azcaputzalco, de mi parte, que si están ya determinados en dejarnos de su mano y desampararnos, o si nos quieren tornar a admitir en su amistad y gracia. Si te respondiese que no hay remedio, sino que nos ha de destruir, toma esta unción con que ungimos los muertos, y úntale con ella todo el cuerpo y emplúmale la cabeza como hacemos a los muertos, en señal de que ha de morir, y dale esta rodela y espada y estas flechas doradas que son insignias de señor, y díle que se guarde y mire por si, porque hemos de hacer todo nuestro poder por destruirlo".

Partió Atlacaellel con todo aquel aderezo a la ciudad de Azcaputzalco, donde los guardas le dejaron entrar, teniéndole por hombre de su palabra, siendo su intento tomarle dentro de la ciudad y matarle a la vuelta. Llegado Atlacaellel ante el rey, le propuso su embajada, el cual le respondió: -"hijo, ¿qué quieres que te diga? que aunque soy rey, los de mi reino quieren daros guerra. ¿Qué les puedo yo hacer? Porque si nuestra voluntad es estorbarla, pongo mi vida a riesgo y la de todos mis hijos. Están muy enojados y furiosos contra vosotros, y piden que seáis destruídos". Entonces le dijo Atlacaellel con grande ánimo: -"pues, señor, tu siervo el rey de México te envía a esforzar y dice que tengas ánimo. Yo os fuerzo a que te apercibas, porque desde ahora te desafía a ti y a tu gente, y se da por tu mortal enemigo, y o vosotros o él y los suyos han de quedar muertos en el campo y por perpetuos esclavos. A tí te pesará haber comenzado una cosa con la que no has de salir. También me mandó te ungiese con esta unción de muertos, para que te aparejes a morir". Y dándole las demás insignias, el rey se permitió ungir y armar de mano de Atlacaellel. Lo cual hecho, le dijo el rey que diese las gracias a Itzcohuatl. Queriéndose despedir de él Atlacaellel, le detuvo diciendo: -"hijo Atlacaellel, no salgas por la puerta de la calle, porque te están esperando para matarte. Yo he mandado hacer un portillo a las espaldas de mi casa, por donde puedes salir e ir seguro a tu ciudad, y porque no vayas sin que te haga mercedes por la amistad que has mostrado y señales de valeroso, toma estas armas y esta rodela y espada con que te defiendas".

Rindiendo las gracias, Tlacaellel salió por el portillo que le habían hecho, y escondido por sendas secretas, vino hasta dejar las guardas atrás. Ya que se vido en términos de México, mostróse a los centinelas y díjoles: -"Ah tepanecas, de Azcaputzalco, qué mal hacéis vuestro oficio de guardar vuestra ciudad. Aparejaos, que no ha de haber Azcaputzalco en el mundo, porque no ha de quedar en él piedra sobre piedra, ni hombre ni mujer, que todos pereceréis. Por eso, apercibíos que de parte del rey de México, Itzcohuatl, y de la ciudad, os desafío a todos". Oyendo los centinelas lo que Atlacaellel les decía, espantados de ver hubiese salido sin que le viesen, arremetieron a él para matarle, mas él, haciendo rostro a todos antes que se le desenvolviesen, mató algunos de ellos, y viendo que se juntaba gente, se fué retirando con ánimo valeroso hasta la entrada de su ciudad, donde le dejaron. Llegando Atlacaellel a México, dió noticia al rey de todo lo que había acontecido y cómo dejaba hecho el desafío con todos de modo que no se podía excusar la batalla. Oyendo esto, la gente común comenzó a hacer lástimas y a mostrar su ordinaria cobardía, pidiendo al rey y a los señores los dejasen salir de la ciudad. Consolándolos los señores, el rey en persona les dijo: - "no temáis, hijos míos, que aquí os pondremos en libertad sin que os haga mal ninguno". Ellos respondieron: -"y si no saliéredes con la victoria, ¿qué será de nosotros?" Respondió el rey: -"si no saliéremos con nuestro intento nos pondremos en vuestras manos para que nuestras carnes sean mantenimiento vuestro, y allí os venguéis de nosotros y nos comáis en tiestos quebrados y sucios para que en todo seamos infamemente tratados".

Respondieron ellos: -"pues mirad que así lo habemos de hacer y cumplir, pues vosotros mismos os dais la sentencia, y si saliéredes con la victoria, nosotros nos obligamos a serviros y tributaros y ser vuestros terrazgueros, y edificar vuestras casas, sirviéndoos en todo padres e hijos, como a verdaderos señores nuestros. Y cuando fuéredes a las guerras prometemos llevar vuestras cargas y bastimentos y armas a cuestas serviéndoos por todos los caminos por donde quiera que fuéredes. Finalmente, vendemos y sujetamos nuestras personas y bienes en vuestro servicio para siempre". El rey y sus principales viendo a lo que se ofrecía y obligaba la gente común, admitieron el concierto y tomándoles juramento de cumplirlo lo juraron todos. Hechos los conciertos de unos y otros mandó el rey a Atlacaellel que luego apercibiese la gente y la pusiese en orden, lo cual fué hecho con toda diligencia, dando las capitanías a los hijos de los reyes pasados, hermanos y deudos muy cercanos del rey Itzcohuatl. Puestos en sus escuadrones y ordenanza, hizo el rey un razonamiento a todo el ejército, esforzándolos a morir o vencer, poniéndoles por delante el noble origen y valor de la gente mexicana, y que mirasen que aquel era el primer combate y muy buena ocasión para salir con honra y hacer temer y temblar las demás naciones. Que nadie desmayase, pues la mucha gente de los tepanecas, que llegaban hasta los montes, no hacían nada al caso, sino el ánimo varonil. Mandóles expresamente que cada uno siguiese a su capitán, acudiendo todos adonde viesen que había más necesidad, y que ninguno echase pie delante sino mandado.

Y con esto comenzaron a marchar hacia Azcaputzalco con mucho orden y concierto adonde iban con ellos su rey y el valeroso Atlacaellel por general de todo el ejército. Yéndose acercando, los de Azcaputzalco los divisaron y salieron al encuentro con muy buen orden, llenos de grandes riquezas, oro, plata, joyas y plumajería, ricas divisas de rodelas y armas, como gente poderosa que era, que entonces tenía el imperio de toda esta tierra. Los mexicanos aunque pobres de atavíos, pero llenos de ánimo y esfuerzo con la industria y valor de su general, viéndolos se fueron a ellos con gran brío. Antes de acometer, el valeroso Atlacaellel mandó a los capitanes, señores y mancebos que mostraban más osadía y deseo de la guerra que, puestos en ala, acometiesen a los enemigos oída la señal, y que la demás gente común y soldados de menos esfuerzo se estuviesen quedos, a los cuales el rey tuviese a punto para su tiempo, y que si los enemigos fuesen de vencida no saliesen de su ordenanza sino que juntos siempre fueran entrando en la ciudad de Azcaputzalco. Dicho esto, ya los enemigos estaban bien cerca, y ellos se pusieron en ala, como Tlacaellel lo había ordenado. El rey Itzcohuatl tocó un pequeño atambor que traía colgado a las espaldas y, en dando esta señal, alzaron los del ejército mexicano tan gran vocería y silbos, que pusieron gran temor a la gente contraria. Y arremetiendo con coraje y ánimo invencible se mezclaron con los de Azcaputzalco y, como desesperados, hirieron a diestro y siniestro, sin orden ni concierto, comenzaron a apellidar -"¡México, México!" y de tal suerte alborotaron a los de Azcaputzalco, que comenzaron a perder el orden que traían y a desbarátarse, cayendo mucha gente de la común muerta, dándose los mexicanos gran prisa y maña a herir y matar, siempre con igual ánimo y fuerza.

Comenzaron a retirarse los de Azcaputzalco a su ciudad y los mexicanos a seguirlos, ganándoles tierra. Los mexicanos con temor que no habían acometido, viendo a su gente prevalecer salieron con grande ánimo a los enemigos. Viendo esto, el rey mexicano fué cebando de gente sus escuadrones y lo mismo hacía el de Azcaputzalco; pero estaban tan animados los mexicanos que no pudiendo resistirlos los de Azcaputzalco, desampararon el campo, metiéndose en su ciudad. El animoso Atlacaellel, general en el ejército mexicano, comenzó a decir a grandes voces "¡victoria, victoria!", entrando tras ellos y matando e hiriendo sin ninguna piedad. Entonces, el rey Itzcohuatl mandó al resto que había quedado con él que asolasen la ciudad, quemasen las casas, y robasen y saqueasen todo lo que en ellas hallasen, no perdonando hombre ni mujer, niños ni viejos. Lo cual fué ejecutado sin ninguna piedad ni lástima, no dejando cosa enhiesta ni persona a vida, sino los que huyendo se habían acogido a los montes, a los cuales no perdonaron los mexicanos, porque los fueron siguiendo como leones encarnizados, llenos de furor e ira, hasta meterlos en lo más áspero de las sierras, donde los de Azcaputzalco, postrados por tierra, rindieron las armas, prometiendo darles tierras y labrarles casas y sementeras, siendo sus perpetuos tributarios, y, asimismo, darles piedra, cal y madera para los edificios y todo lo necesario de semillas y legumbres para sus sustento. Teniendo lástima de ellos, el general Atlacaellel mandó cesar el alcance y recoger su gente y, haciendo jurar a los de Azcaputzalco que cumplirían todo lo que prometían, se volvieron los mexicanos, victoriosos y alegres, a su ciudad con muchas riquezas y despojos que hallaron en Azcaputzalco, Porque como era la corte estaba allí toda la riqueza de la nación tepanecana.

Batalla grande que tuvo el rey Tlacaellel (sic) con los de Azcaputzalco, que los mató a casi todos y los saqueó de grandes riquezas que tenían por ser la corte de los Tepanecas. El día siguiente el rey Itzcohuatl de México mandó juntar a todos sus principales y les dijo que se acordasen cómo la gente común se había obligado a perpetua servidumbre si salían con la victoria y así sería bien llamarlos y amonestarlos que habían de cumplir lo prometido. Juntada toda la gente común, les propusieron el caso y ellos respondieron que pues lo habían prometido y los señores y principales con tanto esfuerzo y valor lo habían merecido, que no tenían réplica sino que ellos lo harían y cumplirían y allí lo juraron de nuevo, obligándose en todo lo que ya queda referido, lo cual han guardado perpetuamente. Luego fueron a la ciudad de Azcaputzalco, donde repartieron entre sí las tierras de la ciudad, dando primero lo más y mejor a la corona real, y luego al capitán general Tlacaellel, y luego a todos los demás señores y principales de México, a cada uno según se había señalado en la guerra. A la gente común no dieron tierras, sólo a algunos que mostraron algún esfuerzo y ánimo, a los demás echáronlos por ahí denostándolos como a gente cobarde y de poco ánimo, que no poco hizo al caso para lo de adelante. También dieron tierras a los barrios para que lo que de ellas cogiesen lo empleasen en el ornato y culto de sus dioses y templos. Y este estilo guardaron siempre en todas las particiones de tierras que ganaron y conquistaron.

Quedaron entonces los de Azcaputzalco tan estrechos y necesitados de tierras que apenas tenían donde hacer una sementera. Hecha la partición, el rey de México hizo llamar a los de Azcaputzalco e imponiéndoles el tributo y servicio personal a que se habían obligado cuando los rindieron, mandó por público edicto que desde aquel día no hubiese rey en Azcaputzalco, sino que todos reconociesen al rey de México, so pena de tornarlos a destruir si a otro rey reconociesen ni apellidasen. Y así quedó Itzcohuatl por rey de Azcaputzalco y de México desde aquel día. Los de Coyohuacan, segunda ciudad de los tepanecas, viendo su corte destruida y tributaria, enviaron a decir a los de Azcaputzalco la gran pena que de su pérdida e infortunio tenían, ofreciéndoles sus personas y cuanto fuese menester para restaurar y vengar el mal que los mexicanos les habían hecho; los de Azcaputzalco se lo agradecieron y respondieron que no era tiempo de aquello, que les dejasen llorar su desventura y desastrada pérdida, la cual en muchos años no podrían restaurar. Oída la respuesta, los de Coyohuacan, llenos de ira y rabia con igual temor, dijeron: -"no nos traten los mexicanos de esta suerte, y tomándonos nuestras tierras nos hagan sus tributarios; pongámonos en defensa antes que, movidos ellos con su presunción y buen suceso, nos acometan". En lo cual se engañaron, pues no tenían tal pensamiento los mexicanos por ser como era una gente tan noble que nunca jamás se inquietaron ni dieron guerra sin ser justamente provocados, como adelante se dirá.

Andaban los tepanecas de Coyohuacan muy inquietos y rabiosos por destruir los mexicanos, y así la gran pasión les cegó a quererles dar guerra. Comenzaron luego a usar de malos términos con los mexicanos para provocarlos, saliendo a los caminos, robando y maltratando con palabras injuriosas a las mujeres mexicanas que iban a los mercados de Coyohuacan, lo cual sufrió el rey de México por muchas veces, hasta que vió que se desvergonzaban ya mucho; entonces mandó que ninguna mexicana fuese a los mercados de Coyohuacan, ni entrase ni tratase en aquella ciudad so pena de la vida. Viendo los de Coyohuacan que no iba la gente mexicana a los mercados como solían, temieron mucho, entendiendo que ya los mexicanos estaban avisados, por donde creían que pronto les darían guerra, por cuya causa comenzaron a poner en orden y aprestar sus gentes, amonestándoles que se esforzasen y mirasen que no habían de pelear con quien quiera, sino con los mexicanos, gente belicosa, fuerte y astuta. Y creciéndoles más el temor, intentaron provocar a todos los reyes comarcanos contra la nación mexicana, enviando sus mensajeros a proponerles muchas falsedades y maldades para que se hiciesen a una con ellos y destruyesen a los mexicanos; pero ninguno de los reyes quiso acudir ni oír a los de Coyohuacan, antes los reprendían de gente sin razón y temeraria, porque estaban ya los mexicanos en grande opinión después que sujetaron a Azcaputzalco, que era el primado de toda esta tierra.

Quedaron los tepanecas de Coyohuacan muy acobardados; pero el señor de ellos, viéndolos acobardados y tristes les dijo: -"Tepanecas, ya aquí no hay que rehusar, ¿por ventura hémonos de esconder? Ya tenemos enojados a los mexicanos, no podemos hacer otra cosa sino morir o vencer. Por eso, esforzaos, que este es el postrer remedio, y paréceme que conviene entiendan que no les tememos; y para esto les hagamos alguna burla". Para esto, trataron algunos que convidasen a los mexicanos, y que en el convite los tomasen descuidados y los matasen a todos. A lo cual respondió el señor de Coyohuacan, que aquello era muy gran traición y de hombres viles y apocados, y que no se había de pensar tal maldad y traición de ellos, porque serían tenidos por cobardes, y los afrentarían las demás naciones; que él daría otro medio más a su honra, y con que fuesen temidos de los mexicanos; que los convidasen, que a su tiempo lo diría, y que en el interior se pertrechasen y estuviesen todos aderezados y apercibidos. Llegada la solemnidad de una de las fiestas que los tepanecas celebraban, convidaron a ella a los mexicanos, los cuales aceptaron el convite, y vinieron sin temor ninguno los principales solos. Antes de salir de México, el valeroso Atlacaellel, que iba con ellos dijo, al rey Itzcohuatl: -"señor, no queremos que tú vayas a este convite, porque no es justo que tengas tu persona real en tan poco que vayas al llamado de un señor particular. Sería envilecer tu persona real y la grandeza de tu majestad y reino de México, y también porque no sabemos a qué fin se endereza este convite al cual no iremos tan descuidados, que no vamos sobre aviso de lo que convenga a la defensa de nuestras personas, para si quisieran intentar alguna traición".

Al rey le pareció muy bien el consejo de Tlacaellel, y así se quedó en la ciudad y fueron los principales. Llegados que fueron a Coyohuacan, hallaron al señor de él y a todos los principales, y con grandes cumplimientos les ofrecieron sus dones (cosas que en su ciudad se criaban: peces, ranas, patos y legumbres, todo en cantidad), de lo cual el señor y principales de Coyohuacan mostraron mucho contento y placer, haciéndoles falsamente todas las caricias que pudieron, aposentándolos en las casas principales del pueblo, donde luego sacaron el atambor a son del cual hicieron delante de ellos el baile y canto acostumbrado. Después de haber bailado les dieron una muy buena comida de diversas viandas de mucha estima. Después de comer, en lugar de las rosas y otras cosas olorosas que suelen dar a los convidados, el señor de Coyohuacan envió a cada uno de los principales de México unas ropas y atavíos de mujer, y poniéndoselos delante los mensajeros, les dijeron: -"señores, nuestro señor manda que os vistamos de las ropas mujeriles, porque hombres que tantos días aquí los hemos incitado y provocado a la guerra, están tan descuidados". Ellos no pudiendo por entonces hacer menos, se dejaron vestir, y en vistiéndoselas los enviaron a su ciudad vestidos con aquellas ropas afrentosas de mujeres, y así se presentaron delante del rey de México contándole todo lo que había pasado. El rey les consoló diciéndoles que aquella afrenta había de resultar en más honor suyo, que no tuviesen pena porque él había de hacer venganza muy en breve con muerte y destrucción de todos ellos, "y así se declare a esos tepanecas mortal enemistad, cerrándoles los caminos y poniéndoles guardas para que nadie de ellos pase a nuestra ciudad sin que sea luego muerto.

Y pues ellos nos han hecho esta burla, bien será que antes de la guerra la paguen con otra peor: Ya sabéis cuán golosos son de las viandas que se dan en nuestra laguna, pues bien, lleven los guardas a Coyohuacan patos, ánsares, pescados y todo género de cosas que se crían en nuestra laguna, que ellos no alcanzan y desean mucho, y allí, a sus puertas, asen, tuesten y cuezan de todo esto para que, entrando el humo en su ciudad, con el olor malparan las mujeres, se descríen los niños, y enflaquezcan los viejos y viejas y mueran de dentera y deseo de comer lo que les es vedado". Cuenta la Historia con mucho encarecimiento que poniendo por obra el mandato del rey de México, llevaron gran cantidad de estas cosas a los términos de Coyohuacan, y era tanto el humo que llegaba y entraba por las calles que hacía malparir a las preñadas y daba cámaras a muchos, y a los que esto no les acaecía se les hinchaban los rostros y pies y manos de que morían. El señor de Coyohuacan, viendo el daño que esto causaba, llamó a un consejero que tenía, cuyo nombre era Cuecuex, y díjole: -"¿qué haremos? Qué nos destruyen éstos, haciéndonos desear estas comidas que ellos comen, viniéndonos a dar estos humazos suaves a nuestros términos, con que malparen las mujeres y padecen los demás". Respondió Cuecuex: "¿qué hay que esperar, si no que ganamos por la mano y salgamos al campo? Yo seré el primero". En diciendo esto, se vistió de presto sus armas y tomó su espada y rodela, y solo, sin compañía, se fué adonde estaban las primeras guardas de México, donde desafió a los mexicanos, diciendo a grandes voces que él solo venía a destruirlos, haciendo el desafío con muchas palabras injuriosas, jugando de su espada y rodela con muchos saltos a un cabo y a otro.

No hubo hombre que saliese a él temiendo los mexicanos no hubiese alguna celada, antes con aviso mandaron hacer un andamio alto que fué hecho en un momento, y subido allí el general Tlacaellel miró y atalayó a todas partes por si había alguna celada, o gente escondida, y vió que entre los carrizales salía un poco de humo. Considerando bien el ejército de los tepanecas, bajó y mandó que se subiesen allí los atalayas y mirasen con gran cuidado y solicitud si se apartaba alguna gente del ejército y hacia dónde. A los capitanes mandó poner en orden a toda la gente de guerra y que no pasasen de allí ni moviesen pie hasta que él volviese. Dado este aviso, se metió por el carrizal hacia donde había visto el humo y yendo muy escondido y muy bien armado con espada y rodela, vino a salir a unos camellones de tierra en términos de Culhuacan, y mirando entre unas espadañas que allí había, vió que estaban allí tres soldados muy bien aderezados, aunque con mucho descuido. Conociendo en sus razones ser de Culhuacan y no tepanecas, salió a ellos, y preguntóles quién eran. Ellos sin hacer ningún mudamiento le respondieron: -"señor, somos de Culhuacan y venimos a buscar nuestras vidas, y así a punto de guerra para serviros en lo que ahora queréis hacer". Tlacaellel les dijo: -"antes creo que sois espías de Culhuacan que venís a reconocer nuestro ejército para tomarnos las espaldas". Los tres mancebos, sonriéndose, dijeron: -"señor, los de Culhuacan no tratan con traiciones, sino con mucha claridad y llaneza".

Él les preguntó sus nombres, y ellos dijeron tres nombres diferentes de los suyos, queriéndose encubrir, porque eran principales deseosos de ganar honra, mostrándose en la guerra, donde lucieran más sus hechos cuando se descubriesen. Tlacellel les dijo: "pues, hermanos, yo soy el general del ejército mexicano, y pues venís a ganar honra, yo os quiero rogar una cosa, y es: que no os apartéis de este lugar ni os vais de aquí, sino que me guardéis este paso hasta que yo vuelva. Si acaso llegaren por aquí algunos soldados de Coyohuacan, matadlos sin ninguna piedad, y con esto me aseguraré de la sospecha que tenido de vosotros". Ellos se lo prometieron y él se vino a su ejército, donde halló a su rey Itzcohuatl animando a los soldados y capitanes, y en llegando le dió cuenta cómo había hallado tres hombres, naturales de Culhuacan, mancebos muy dispuestos, y contándole todo lo que con ellos había pasado, le dijo cómo les rogó lo esperasen allí y le guardasen aquel paso, los cuales se lo habían así prometido. Estando en esto llegaron los atalayas a dar aviso de cómo el ejército de Coyohuacan venía acercándose en muy buena ordenanza. Atlacaellel rogó al rey se estuviese con aquella gente, se fuese acercando hacia los enemigos, y les hiciese rostro; que él quería ir con una compañía de soldados y dos capitanes a donde dejó los tres soldados, para ver si era gente fiel, y siéndolo, se volvería con ellos a su ejército luego, y si no remediaría la celada que allí hallase, si hubiese alguna.

El rey le respondió que fuese e hiciese como valeroso y como de su ánimo y destreza esperaba. Y así, se metió por carrizales con aquella poca gente y vino adonde había dejado los tres mancebos, los cuales halló que le estaban esperando, como se lo habían prometido, y haciéndolos armas con divisas mexicanas, dándoles nuevas rodelas y espadas, comenzaron a marchar hacia Coyohuacan con mucho secreto, tomando las espaldas a los enemigos. El rey de México ya había trabado la batalla, comenzando el combate con tanta enemistad, dañándose cuanto podían, y era tanta la vocería de una parte y de la otra, que se oía en gran trecho. Estando los mexicanos y tepanecas en lo mejor de su contienda, no sintiéndose ventaja en los unos ni en los otros, llegó el general Tlacaellel con su gente por un lado, tan a deshora y tan de repente, apellidando "¡México, México, Tenuchtitlan!", que desmayó y turbó a los enemigos, en los cuales comenzó a herir y a matar tan sin piedad, que los hizo retirar. Los tepanecas viéndose así salteados, desampararon el campo. Yendo en seguimiento de ellos, Tlacaellel y sus tres compañeros hicieron tales hazañas y valentías, que no les paraba hombre delante, que huían de ellos como de leones carniceros. Los tepanecas íbanse retirando a gran prisa con intento de hacerse fuertes en su templo; lo cual entendido por Tlacaellel y sus tres compañeros, se adelantaron metiéndose por los enemigos hasta llegar al templo, y tomándoles la entrada de él, uno de ellos le pegó fuego.

Los tepanecas, viendo arder su templo, desmayaron tanto que, dejando su ciudad, se acogían a los montes, yendo los mexicanos en su alcance, prendiendo y matando a cuantos alcanzaban. Viendo los tepanecas cuán mal les iba, se subieron a un monte alto, y desde allí, cruzadas las manos, comenzaron a dar voces y a pedir cesasen de matarlos y herirlos, que dejasen las armas, que ellos se daban por vencidos; que descansasen del cansancio y trabajo pasado, que tomasen huelga y aliento, y bastase la venganza que de ellos habían tomado. Los mexicanos respondieron: -"no queremos perdonaros, traidores, no ha de haber en la tierra nombre de Coyohuacan. Este día le hemos de asolar y echar por el suelo, porque no quede nombre de traidores que hacen juntas y provocan e incitan a las demás naciones a destruirnos". Ellos tornaron a replicar: -"¿qué ganaréis en asolar?" Basta lo hecho; aquí tendréis esclavos y perpetuos tributarios para cuanto hubiéredes menester: piedra, madera, cal, tierras, obreros para ellas y vuestras casas, ropas, bastimentos de todo género como lo quisiéredes y mandáredes". Los mexicanos, porfiando en que no había remisión, les respondieron en resolución que se acordasen de las vestiduras de mujer con que los habían denostado e injuriado, y que esta afrenta no merecía perdón. Los tepanecas, oyendo esto, dijeron que conocían su culpa, y pidieron perdón y misericordia con muchas lagrimas, prometiendo servirles con sus personas, y haciendas hasta la muerte.

Entonces los mexicanos bajaron las armas y cesaron de herirlos y matarlos. Luego, mandó Atlacaellel retirar la gente mexicana que andaba muy encarnizada contra los tepanecas a los cuales habían ahuyentado más de diez leguas de su ciudad, metiéndolos por riscos y breñas. Juntados los mexicanos, volvieron con su general a la ciudad de México, victoriosos, y llenos de grandes y ricos despojos de esclavos, oro, joyas, rodelas y divisas de ricas plumas, ropas y otras muchas cosas de gran precio y valor. Tlacaellel y sus tres compañeros usaron con esta guerra de un ardid, y fué: que a todos los presos que iban cautivando les cortaban una guedeja de cabellos y los entregaban a la gente común para que los guardasen; hicieron esto para conocer el número de gente que ellos solos habían cautivado. Los cuales fueron dos tantos de los que cautivaron todos los demás juntos. En esta ventaja quedaron tan honrados y en reputación de valerosos, que sólo este nombre les fuera bastante premio y galardón de su trabajo, y ellos lo tuvieron por suficiente satisfacción. No obstante esto, el rey Itzcohuatl los premió y aventajó sobre todos los demás en la partición de las tierras y despojos de Coyohuacan, siendo siempre el más preferido el valeroso Tlacaellel, a quien con razón tenían por total causa y autor de la prosperidad y ensalzamiento de su nación, porque la nación mexicana siempre tuvo cuidado de premiar muy entero a los hombres de valor, que en las guerras se señalaban, y a los que se daban a la virtud, como en el progreso de esta relación en muchas partes se podrá advertir.

Con esta victoria y la de Azcaputzalco quedó la gente mexicana muy ensalzada, y temida de todos los demás por haber ya rendido y avasallado la nación tepaneca, que, como queda referido, era la más valerosa y en quien estaba el señorío de toda esta tierra. Por lo cual, estaban muy briosos los mexicanos y tenían los pensamientos muy encumbrados. Así, comenzaron a tratar de tomar títulos y renombres de señores, que son equivalentes a lo que otras naciones llaman duques, condes, marqueses, adelantados, almirantes, etc. Y para ponerlo en ejecución tomó la mano Tlacaellel y propúsoselo al rey Itzcohuatl con la traza que se había de hacer, porque las tenía muy buenas, que demás de ser tan animoso era en igual grado ingenioso y hábil y por esto mientras vivió (que fué mucho tiempo) siguieron infaliblemente sus consejos, teniéndole todos los reyes que alcanzó por oráculo y coadjutor de su gobierno. Oyendo, pues, el rey la demanda de Tlacaellel se la concedió de muy buena gana y, tomando su parecer, hizo señores y grandes en su reino, de esta forma. Primeramente, ordenaron que siempre se guardase este estatuto en la corte mexicana, y es: que después de electo rey en ella, eligiesen cuatro señores, hermanos o parientes más cercanos del mismo rey, los cuales tuviesen dictados de príncipes. Los dictados que entonces dieron a estos cuatro fueron los siguientes: el primero fué tlacochcalcatl, compónese de tlacochtli, que quiere decir dardo o vara arrojadíza, y de este nombre calcatl, que significa dueño de alguna casa, y así tlacochcalcatl significa el "príncipe de la casa de las lanzas arrojadízas".

El segundo dictado fué tlacatecatl, compónese de tlacatl que es persona y de este verbo tequi, que quiere decir cortar o cercenar, de manera que tlacatecatl querrá decir "cortador o cercenador de hombres". El tercero dictado fué ezhuahuacatl, compónese de eztli, que es sangre, y de este verbo huahuana, que es arañar o rasguñar, de suerte que ezhuahuacatl significa "derramador de sangre arañando o rasguñando". El cuarto dictado fué tlillancalqui, compónese de tlilli, que es tizne o negrura, y de calli, que es casa, así es que tlillancalqui querrá decir "el señor de la casa de la negrura", era este título muy honroso, porque la tizne o negrura les servían en sus idolatrías y había ídolo de ella, como en su lugar se dirá. Después de electos estos cuatro con estos dictados de príncipes, los hacían del consejo supremo, sin parecer de los cuales ninguna cosa se había de hacer y muerto el rey, había de ser electo uno de estos cuatro para sucesor del reino, y no otro alguno, porque, como queda referido, nunca heredaron los hijos de los reyes los señoríos, sino que por elección daban el reino a uno de estos cuatro príncipes, a los cuales tampoco heredaban sus hijos en estos dictados y cargos, sino que, muerto uno, escogían en su lugar al que les parecía, y con este modo siempre tuvo este reino muy suficientes hombres en sus repúblicas, porque elegían los más valerosos. Electos estos cuatro, dieron otros dictados a los demás principales y capitanes, según el valor y ánimo de cada uno, que por evitar la prolijidad no se ponen aquí, pues de los ya dichos se puede inferir el orden de los demás dictados, con que quedó el reino mexicano en más orden y muy ensalzado.

Estando ya en este punto la nación mexicana, los de Xuchimilco, provincia muy grande, populosa y abastada de bastimentos y riquezas, viendo a sus vecinos y amigos, los tepanecas, rendidos y avasallados, temieron no les acaeciese otro tanto, y así, sin ocasión alguna, comenzaron a inquietarse. De manera que de ordinario estaban con sobresalto de lo que a los mexicanos no pasaba por pensamiento, antes los regalaban y trataban con mucho amor, yendo con grande amistad y seguridad a los mercados, tratando y contratando con toda llaneza; pero no fue eso bastante para que los de Xuchimilco se sosegasen. Creciendo cada día más su inquietud, causada sólo por su imaginación, hacían sus congregaciones donde unos eran de parecer que se entregasen a los mexicanos sin guerra, y otros que no, sino que diesen guerra a los mexicanos. En esta parcialidad hubo uno que habló tan soberbiamente y con tanto ánimo, que al fin persuadió a toda la congregación para que les diesen guerra. Con esta determinación, comenzaron los de Xuchimilco a dar muestras con obras y palabras de mortal enemistad, lo cual disimuló el rey mexicano, convidándoles siempre con la paz y amistad, hasta que llegó a tanto el atrevimiento de los de Xuchimilco que determinó el animoso Itzcohuatl salir al campo con ellos. Y así, hizo reseña el valeroso capitán general Tlacaellel de todos sus soldados y capitanes, a los cuales puso en orden, diciéndoles una plática de mucha elegancia (como él lo sabía bien hacer), dándoles avisos y ardides grandes de guerra, que en esto fué muy ingenioso y astuto.

Tomando licencia de su rey, comenzó a marchar. Los contrarios, sabiendo que el ejército mexicano se movía, se apercibieron no menos y pusieron en orden. Su señor y cabeza principal hizo un parlamento, diciéndoles que vergüenza era que cuatro gatos como los mexicanos, gente vil y de poca estima, hubiesen prevalecido contra los mayores señores y más lucida gente de la tierra, deudos y parientes suyos, y que delante de ellos y en su presencia se estuviesen gloriando de ello, por tanto, que cobrasen ánimos y corajes de fieras, y destruyesen a toda aquella nación. Salieron los de Xuchimilco, movidos con esto, con grandísimo ánimo, ataviados con ornatos de guerra muy preciosos, por ser gente muy rica y de valor. Viniéronse a juntar ambos ejércitos a un campo espacioso, donde partían términos los unos con los otros. El valeroso Tlacaellel comenzó a distribuir sus capitanes con gran aviso y discreción y los otros, confiados en la multitud de sus soldados, acometieron de tropel no curando de mucho orden por cuya causa brevemente los desbarató el ejército mexicano, con poca pérdida de su gente, haciendo gran matanza en los contrarios. Los cuales, viendo el campo lleno de muertos suyos, comenzaron a retirarse a gran prisa y los mexicanos a seguirlos, hasta que los de Xuchimilco se metieron en la ciudad. No cesando los mexicanos de herir y matar en ellos, les hicieron acoger a su templo, donde luego pegaron fuego los mexicanos, y ahuyentándolos más los fueron siguiendo hasta los montes.

Iban los capitanes y señores de Xuchimilco tan fatigados, que determinaron rendirse, pidiendo misericordia, y así se asomaron por un cerrillo bajando a los mexicanos con las manos cruzadas, prometiéndoles sus tierras y perpetua servidumbre. Aunque se hacía un poco rehacio y sordo el general Tlacaellel para espantarlos más al fin, viéndolos llorar, compadecióse de ellos, hizo señal con un atambor pequeño que traía pendiente a las espaldas, y los soldados bajaron las armas y cesó la guerra, de la cual vinieron muy contentos y ufanos con grandes despojos y cautivos. Itzcohuatl, los salió a recibir con grandísimo aparato, trayendo consigo a todas las dignidades y sacerdotes del templo, de los cuales unos tañían diversas flautas y otros incensaban a Tlacaellel y a sus capitanes, los cuales entrando con muchos presos delante, ellos con todos sus despojos, y acompañando a su rey se fueron al templo a dar gracias a su dios con muchas ofrendas de esclavos, ropas y joyas por las victorias que les daba. Hubo aquella noche en la ciudad tantas lumbreras que parecía mediodía e hicieron grandísima fiesta y baile. El día siguiente fué Itzcohuatl a Xuchimilco con todos sus capitanes y soldados, donde fué recibido con grandísimo triunfo de los vencidos. Después de haber comido y descansado, repartió las tierras de Xuchimilco a los suyos, mejorando siempre al gran capitán Tlacaellel y dando a los demás según sus méritos, como ya queda dicho. Entonces, los de Xuchimilco comenzaron a llorar diciendo que era merecido verse desposeídos, y que justamente pagaban su atrevimiento y locura en haber así provocado a quien no les había ofendido; luego, juraron por su rey y señor al de México, dándole todos la obediencia.

El cual, viéndolos así tristes, les consoló y habló muy benignamente. De lo cual quedaron los de Xuchimilco muy gratos, y a la despedida les mandó que hiciesen una calzada por medio de la laguna, de cuatro leguas de espacio que había entre México y Xuchimilco para que por allí fácilmente tuviesen trato y comercio los unos con los otros. Lo cual hicieron con tan buena voluntad y lealtad, que el rey Itzcohuatl los comenzó a honrar y admitir por grandes de su corte, haciéndoles tan buen tratamiento que ya los de Xuchimilco se tenían por dichosos de haber sido vencidos de tan buen rey. Esta guerra la pintan de esta suerte. Batalla grandísima entre los mexicanos y los de Xuchimilco, dada por mandato del rey de México Itzcohuatl y por el gran capitán Tlacaellel, do quedaron los de Xuchimilco sujetos a los Mexicanos, habiendo muerto grandísima suma de gente de los de Xuchimilco. Quedaron en tal punto los mexicanos con esta presa de Xuchimilco, que en toda la tierra no osaban provocarles de temor, aunque había muchos deudos y vecinos de los vencidos que les eran mal afectos. Y así, andaban siempre considerando por qué vía podían hacer daño a los mexicanos; mas siempre les sucedía mal, como sucedió a los de Cuitlahuac, vecinos de los de Xuchimilco, los cuales tienen su ciudad metida en la laguna, por cuya causa eran muy diestros por el agua. Se atrevieron a provocar a los mexicanos, pensando que sólo por tierra eran valerosos, y que por agua prevalecerían contra ellos.

Comenzaron a dar muestras de enemistad a los mexicanos con el estilo que ellos acostumbraban, impidiendo el comercio de los mercados y trato con los mexicanos, como queda referido. Viendo esto, los comarcanos, se lo reprendieron por gran locura, mas ellos con su falsa imaginación prosiguieron en la enemistad hasta que provocaron contra si a los mexicanos. Sabiendo el rey la intención dañada de los de Cuitlahuac, dijo a Tlacaellel, su capitán general, que juntase sus capitanías y soldados, y diese guerra a los de Cuitlahuac; mas él sonriéndose, como confiado de su buena fortuna, le respondió: -"poderoso señor, ¿porqué te da tanta congoja una guerrilla de tan poca importancia, que te parece necesario todo el valor del brazo mexicano para ella? No tengas pena; descansa. Yo sólo con los muchachos de la ciudad te allanaré ese negocio". Entró luego Tlacaellel con el rey al recogimiento de los mancebos del templo, de donde sacaron mozos, deudos suyos e hijos de principales, que mostraron ánimo para esto, e hizo juntar todos los muchachos de diez y seis a diez y ocho años, que sabían mandar barcos por el agua. A estos mozos armó e industrió, y partiéndose con ellos hacia Cuitlahuac por agua y por tierra. Acometió la guerra con tantos ardides y traza, que antes que los otros se desenvolviesen, él y los muchachos los tenían cercados, y a pocas horas los ahuyentaron y cautivaron muchos de ellos. Sabiendo el rey de Cuitlahuac esto, consideró que si con los muchachos le había desbaratado la gente, si aguardaba el golpe del ejército mayor, sería destruído y asolado él y toda su tierra.

Y así, determinó de rendirse a Tlacaellel y sujetarse a la corona de México. Salió con grandes presentes al tiempo que Tlacaellel iba muy furioso, siguiendo el alcance con sus muchachos. En encontrándole, el señor de Cuitlahuac se le postró suplicándole aplacase su ira, porque le hacía saber que ya eran todos unos, porque de muy buena voluntad se rendían y ofrecían por vasallos de la majestad mexicana y siervos del gran dios Huitzilopuchtli. Esto no sólo aplacó a Tlacaellel, sino que le obligó a tener buen comedimiento, y así le honró y le admitió como él lo pedía. Volvió Tlacaellel a la ciudad con sus muchachos cargados de riquezas y presentes, y con muchos cautivos para sus sacrificios. Fué muy famoso en todas la tierra este hecho por haber sido con muchachos bisoños en la guerra. Salió toda la tierra a verlos entrar por la ciudad. Entraron con gran triunfo, llevando sus presos en procesión. Recibióles el rey con su corte con lágrimas de gozo, abrazando y animando a los mozos; lo mismo hacían sus padres y parientes que allí venían. Salieron los sacerdotes por su orden según sus antigüedades, tañendo, incensando y cantando la victoria de los mancebos. Tocaron muchas bocinas, caracoles y atambores en el templo, y así entraron con este aparato a dar gracias a su ídolo con las ceremonias acostumbradas, humillándose, tomando con el dedo tierra, comiéndola, y sacándose sangre de las espinillas, molledos y orejas. Este estilo tenían en el recibimiento de los que venían de la guerra victoriosos, haciendo siempre esta adoración referida delante de su dios.

Causó tanta admiración en toda la tierra este hecho de los muchachos que el gran rey de Tetzcuco tuvo gran temor, y así determinó sujetarse al rey de México sin guerra para lo cual juntó a los de su corte, y proponiéndoles el caso a todos pareció lo mismo, y así eligieron unos embajadores principales y muy retóricos (que, como queda dicho, esta gente lo es en gran manera). Fueron estos de parte del rey de Tetzcuco al de México con grandes presentes y dones. Llegados ante el rey Itzcohuatl, le presentaron aquellos dones de parte de su rey, diciéndole: -"supremo y soberano señor, está tan manifiesto tu hado y destino, pues te ha elegido el Hacedor de Todo para ser monarca y señor de todo el mundo, que no hay hombre que tenga una poca de advertencia que no entienda no poderse esto excusar, pues tan claramente se ha mostrado con las victorias más que humanas que el Todopoderoso te ha dado. Considerando esto, los sabios de tu casa y reino de Tetzcuco determinan de obedecer a la voluntad del Supremo Hacedor y darte la obediencia, recibiéndote por su emperador y supremo señor". El rey Itzcohuatl mostró gran contento con la embajada respondiendo con muy gratas palabras. Mandó aposentar a los mensajeros, y honrarlos, y tratarlos como a su propia persona, diciéndoles que descansasen, que el día siguiente les daría la respuesta. Aquella noche envió a llamar su gran capitán Tlacaellel (porque no hacía más de lo que él le aconsejaba) y, proponiéndole el caso, le pidió su parecer.

Tlacaellel, envanecido con sus buenos sucesos, dijo al rey que diese por respuesta que ya que el negocio iba por guerra, con aquel estilo habían de sujetar a todas las naciones. Pero que por su buen comedimiento fingiesen los de Tetzcuco que daban guerra a los mexicanos. Saldrían al campo con aparato de guerra, fingirían que peleaban y, sin lastimarse, se entregarían a los de México. Lo cual fué cumplido como Tlacaellel lo determinó. Quedó entonces la gente de Tetzcuco muy querida y amada de los mexicanos. Y así, les tenían por parientes y hermanos, no habiendo entre ellos cosa partida, siendo el señor de allí perpetuo consejero del rey de México, tanto que no determinaba ningún negocio grave sin su parecer. Dióles el rey de México grandes privilegios. Con este rendimiento del rey de Tetzcuco quedó el rey Itzcohuatl enseñoreado de todas las provincias que están en la redondez de la laguna, con que estaba muy encumbrado ya el reino mexicano. En este tiempo adoleció el valeroso rey Itzcohuatl de una enfermedad de que murió, habiendo reinado doce años. Muerto este valeroso rey, hicieron gran sentimiento todos los del reino, porque era muy valeroso, amable y bien quisto, y los había gobernado con mucha suavidad. Hicieron su enterramiento y obsequias al modo que adelante se refiere en el libro de los ritos y ceremonias. Después de haber llorado y lamentado sobre su buen rey, el valeroso capitán Tlacaellel convocó a los del consejo supremo y a los reyes de Tetzcuco y Tacuba (que ya entonces eran los electores) y todos juntos trataron de elegir nuevo rey.

Para lo cual, uno de los electores se ponía en medio de este senado, y proponía el caso con mucha autoridad y elocuencia, diciendo: -"ya la luz que nos alumbraba está apagada, la voz a cuyo aliento se movía todo este reino está enmudecida y soterrada, y el espejo en que todos se miraban, está obscurecido. Por tanto, ilustres varones, no conviene que el reino esté más en tinieblas. Salga otro nuevo sol que lo alumbre. Echad los ojos a nuestros príncipes y caballeros que han procedido de nosotros y de nuestro rey muerto; bien tenéis en qué escoger ¿Quién os parece que será, oh mexicanos, aquel que seguirá bien las pisadas de nuestro buen rey pasado? ¿Quién conservará lo que él nos dejó ganado, imitándole en ser amparo del huérfano, de la viuda, de los pobres y pequeños? Decid lo que os parece, según lo que habéis notado y visto en los príncipes que tenemos, Con estas y otras palabras proponían de ordinario sus elecciones y cualquier caso grave que se ofrecía. Habiendo hecho su parlamento, eligieron sin mucha dificultad a Mutecuczoma, primero de este nombre, sobrino del valeroso Tlacaellel Fué este muy valeroso príncipe, sabio y animoso. Hicieron con él nuevas ceremonias en su elección y fiestas mayores con más riquezas y aparato que a los pasados, porque estaba ya el reino mexicano rico y poderoso. Luego que le eligieron, le llevaron con gran acompañamiento al templo, y delante del brasero divino le pusieron un tren real y atavíos de rey.

Tenía, juntamente, unas puntas de hueso de tigre y venado con las que se sacrificó en las orejas, molledos y espinillas, delante de su ídolo. Después le hicieron oraciones y pláticas muy elegantes los ancianos, así sacerdotes como señores y capitanes, dándole el parabién de su elección. Había gran regocijo en las elecciones de estos reyes, haciendo grandes banquetes y bailes de día y de noche con mucha cantidad de luminarias. En tiempo de este rey se introdujo la costumbre de que para la fiesta de la coronación del rey electo, fuese él en persona a alguna parte a mover guerra para traer cautivos con que se hiciesen solemnes sacrificios. Aquel día quedó esto por ley y estatuto inviolable, el cual cumplió muy bien este rey, porque fué en persona a hacer guerra a la provincia de Chalco, que se les habían declarado por enemigos, donde peleó valerosamente y trajo muchos cautivos con que hizo un solemnísimo sacrificio el día de su coronación, aunque no dejó rendida la provincia de Chalco por ser la gente más esforzada y valerosa que hasta entonces habían encontrado los mexicanos, y así los rindieron con dificultad, como adelante se dirá. En este día de la coronación de los reyes concurría todo el reino y otras gentes procedentes de más remotas tierras. Además de las grandes fiestas y sacrificios que había, daban abundantes y preciosas comidas y vestían a todos, especialmente a los pobres, de diversas ropas. Para lo cual, aquel día entraban todos los tributos del rey con grande aparato por la ciudad, que eran en gran número y de mucho precio, así de ropa de toda suerte, como de cacao (que es moneda que acá mucho estiman), oro, plata, plumas ricas, grandes fardos de algodón, chile, pepitas, y otras cosas de especies de esta tierra, muchos géneros de pescados y camarones de los puertos de mar, gran número de todas frutas y de caza sin cuento, sin los innumerables presentes que todos los reyes y señores principales comarcanos traían al nuevo rey.

Venía este tributo por sus cuadrillas, según diversas provincias, y delante los cobradores de tributos y mayordomos con diversas insignias. Era tanto en cantidad y entraba con tanto orden que era cosa de ver la entrada del tributo como toda la fiesta. Este era el orden que se guardaba en las coronaciones de los reyes mexicanos. Coronóse, pues, en esta forma este poderoso rey, el cual conquistó gran trecho de la otra parte de la sierra nevada y otras partes, casi de mar a mar, haciendo hazañas dignas de gran memoria por medio de su general Tlacaellel, a quien amó mucho. La guerra en que más dificultad tuvo fué la de la provincia de Chalco, porque, como queda dicho, era gente casi tan valerosa como los mexicanos, y estuvieron mucho tiempo en rendirlos. Acaecieron en esta guerra grandes hechos y valentías de prodigios extraordinarios, entre los cuales fué uno muy digno de memoria. Acaeció que habiendo preso los de Chalco algunos mexicanos, fué capturado entre ellos un hermano del rey, al cual en su modo y autoridad conocieron que era tal persona, y teniéndolo preso los de Chalco le quisieron elegir por rey. Dándole la embajada hizo donaire de ello y respondió: que si querían que fuese su rey le trajesen el madero más alto que hallasen y arriba le pusiesen un tablado. Los de Chalco, pensando que aquel era el modo para ser ensalzado por su rey, obedecieron y pusieron en la plaza un madero altísimo y en la cumbre un tablado, donde se subió este hermano del rey mexicano, y abajo, al pie del madero, hizo poner a los demás mexicanos que habían cautivado con él.

Puesto en la cumbre con unas flores en la mano, estaban atentos todos los de Chalco a ver qué les diría, y él, comenzando a cantar y bailar, habló con sus compañeros diciéndoles: -"oh valerosos mexicanos, me quieren hacer rey esta gente. Nunca permitan los dioses que yo me pase a los extraños, haciendo traición a los míos, porque no lo lleva de suelo ni generación noble. Por tanto, vosotros antes dejaos morir que haceros a la parte de vuestros enemigos. Y porque toméis ejemplo en mí, mirad cómo yo hago". Y diciendo esto, se arrojo de la cumbre abajo e hízose pedazos. Quedáronse espantados y asombrados los de Chalco, y así tomaron luego a los demás cautivos mexicanos y allí los mataron, diciendo: -"muera, muera gente tan terrible como ésta, de tan endemoniados corazones". Este suceso pintan en esta forma que se sigue. Habiendo preso los de Chalco a algunos en la batalla que tuvieron, entre ellos fué un hermano del rey Itzcohuatl y le quisieron elegir por rey, y él por no serlo y no ir contra su natural, se echó de un alto madero abajo do se hizo pedazos. Hecho cruelísimo. De este suceso tomaron por agüero los de Chalco que habían de ser vencidos de los mexicanos, porque dicen que aquella noche se aparecieron dos buhos, que se respondían el uno al otro y decían palabras en lengua mexicana con que daban a entender la destrucción de Chalco. Y así fué que acudiendo el rey en persona a la guerra con todo su poder destruyó aquel reino tan valeroso.

Y, como queda referido, pasando los términos de la Sierra Nevada, fué conquistando hasta los últimos términos de aquella parte dando vuelta al mediodía, ganando, y sujetando a todos los de tierra caliente, que se llamaban tlalhuicas. Extendió su imperio casi por todas las naciones. Este fué el que, por consejo de Tlacaellel, nunca quiso sujetar la provincia de Tlazcala, pudiéndolo hacer con mucha facilidad. La causa que daban era por tener una frontera donde de continuo se ejercitasen y señalasen los mozos en la guerra, y estuviesen diestros para otras conquistas de más importancia; y también para tener de ordinario cautivos que sacrificar a sus ídolos, lo cual se guardó perpetuamente. Era Tlacaellel hombre muy experimentado y sabio. Y así, por su consejo e industria, puso el rey Motecuzuma, primero de este nombre, en mucho orden y concierto todas sus repúblicas. Puso consejos, casi tantos como los que hay en España. Puso diversos consistorios que eran como audencias de oidores y alcaldes de corte; asimismo puso otros subordinados, como corregidores, alcaldes mayores, tenientes, alguaciles mayores e inferiores, con un concierto tan admirable que entendiendo en diversas cosas, estaban de tal suerte subordinados unos a otros, que no se impedían, ni confundían en tanta diversidad de cosas, siendo siempre lo más encumbrado el consejo de los cuatro príncipes que asistían con el rey los cuales, y no otros, daban sentencias en otros negocios de menos importancia, pero habían de dar a estos memorial de ello; los cuales daban noticias al rey cada cierto tiempo de todo lo que en su reino pasaba y se había hecho.

Puso, asimismo, este rey por consejo e industria del sabio Tlacaellel en muy gran concierto su casa y corte, poniendo oficiales que le servían de mayordomos, maestresalas, porteros, coperos, pajes y lacayos, los cuales eran sin número. Puso asimismo en todo su reino factores, tesoreros y oficiales de hacienda, quienes tenían cargo de cobrar sus tributos, los cuales le habían de traer por lo menos cada mes, que eran, como queda ya referido, de todo lo que en tierra y mar se cría, así de atavíos como de comida. Puso, asimismo, no menos orden que este ni con menos abundancia, en los ministros de jerarquía eclesiástica de sus ídolos, para la cual había tantos ministros supremos e ínfimos que me certifican que venía a tal menudencia que de cada cinco personas había uno que los industriaba en su ley y culto de sus dioses. Un principal muy antiguo encareció aún más esto, porque oyendo decir cuán malos eran los indios, pues no acababan de dejar sus idolatrías y ser buenos cristianos, respondió que cómo habían de olvidar la idolatría los naturales, pues los habían criado en ella con tanto cuidado que, en naciendo el niño, andaban a porfía muchos ministros que había para ver cuál le había de criar e industriar en la ley y culto de sus dioses. Dijo, asimismo, que cómo habían de ser buenos cristianos si para todo un pueblo, y aun para toda una provincia, no había sino un sacerdote, y no los entendía para explicarles el Santo Evangelio, y, lo que peor era, en muchas partes no le veían sino una vez al año y de paso.

Concluyó con decir,-"pongan la mitad de la diligencia que se ponía en la de la idolatría para que seamos cristianos y serán los indios mejores cristianos que idólatras". Y, cierto, tuvo mucha razón, porque por experiencia se ha visto que donde hay un poco de cuidado con ellos, se hace mucho fruto, y es gente muy apta para el Santo Evangelio y para todo lo que les quisieren enseñar, así de letras como de virtud. En lo cual ha habido mucho descuido; por cuya causa están el día de hoy muchos tan enteros en su idolatría, que para conservarla no es poca parte de culpa tenerlos tan aniquilados, que no sirven sino de menos que mozos de espuelas, cargados como jumentos, y como se acuerdan que en su gentilidad eran señores, sacerdotes y reyes, y sus ídolos los honraban tanto que les hacían sus semejanzas y hermanos, dificultosamente lo pueden olvidar, etc. Este rey Motecuczuma el primero, después de haber puesto en tanto orden y majestad su reino, viéndose en tanta prosperidad, determinó de edificar un templo suntuosísimo para su dios Huitzilopuchtli, y así hizo convocar a todo su imperio, y proponiéndoles su intento trazó el templo, repartiendo a todas las provincias lo que habían de hacer. Acudieron todos con mucha brevedad y abundancia de oficiales y materiales, de suerte que en breve tiempo fué hecho. Estaba tan deseoso este emperador de mostrarse en la edificación de este templo, que certifican hacía echar muchas joyas y piedras preciosas en la mezcla que juntaba las piedras.

En la estrena de él hizo gran fiesta, aún mayor que la de su coronación, y sacrificó gran número de cautivos, que, como valeroso, había traído de sus victorias, dotanto asimismo al templo de grandes riquezas, tales cuales para el templo de su imperio se requerían. Gobernó este rey con tanta suavidad que fué muy bien quisto y amable de sus vasallos. Tanto que todos los que habían sido enemigos de la nación mexicana, se aficionaron y confederaron con ella por medio de este rey. Estando en esta paz y contento, adoleció de una enfermedad grave de que murió, dejando gran desconsuelo y llanto a todo el reino, habiendo reinado veinte y ocho años. Enterráronle solemnisímamente con gran sentimiento, haciendo las obsequias al modo que queda referido. La figura de este rey es la que sigue. Primer rey llamado Motecuczuma electo por el gran capitán Tlacaellel. Era su ídolo el dios Huitzilopuchtli. Reinó 28 años.

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