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Datos principales
Desarrollo
Capítulo V De cómo Montenegro llegó a las islas de las Perlas y de cómo volvió con el socorro Montenegro, con los que iban en el navío navegaron hasta que llegaron a las islas de las Perlas, bien fatigados de la hambre que habían padecido, y como allí llegaron, comieron y holgaron, teniendo cuidado de volver brevemente a remediar los que quedaron con el capitán Francisco Pizarro; y luego metieron en el navío mucho maíz y carne y plátanos y otras frutas y raíces, y con todo ello dieron la vuelta a donde habían dejado los cristianos; y llegaron a tiempo que el capitán con algunos de ellos habían salido a lo que en el capítulo pasado se contó; y como vieron el navío fue tanto el placer y alegría que todos recibieron cuanto aquí se puede encarecer. Tenían en más el poco mantenimiento que en él venía que a todo el oro del mundo; y así, antes de ser llegado al puerto, los que estaban enfermos, como si estuvieran sanos se levantaron. El capitán Francisco Pizarro, después que hubo andado algunos días por aquella playa donde hallaron los cocos y por el monte a la redonda, viendo que no podían hallar poblado alguno y que la tierra adentro era infernal, llena de ciénagas y de ríos, determinó de volver con sus compañeros al real donde habían quedado los otros. Y en el camino encontraron con un español que, muy alegre, venía a les contar la buena venida del navío y traía en la mochila tres roscas de pan para el capitán y cuatro naranjas. Entendido lo que pasaba, no fue menos el placer que recibió el capitán y los que con él iban que el que habían recibido los otros, y dieron gracias a Dios, porque así se había acordado de ellos en tiempo de tanto trabajo.
Pizarro repartió las roscas y las cuatro naranjas por todos, sin comer de ellas él, más que cualquiera de ellos, y tanto esfuerzo tomaron, como si hubieran comido cada uno un capón; y con él anduvieron a toda prisa hasta que llegaron al real, adonde todos se hablaron alegremente; y Montenegro dio cuenta al capitán de lo que le había pasado en el viaje, y comieron todos de lo que vino en la nave, hablando unos con otros de lo que por ellos había pasado hasta aquel tiempo. Dicen que faltaban veinte y siete españoles que habían muerto con la hambre pasada, los que quedaron y el capitán se embarcaron en el navío con determinación de correr la costa de largo al poniente, donde esperaba topar alguna tierra buena, fértil y rica; y como se hubieron embarcados navegaron y tomaron tierra en un puerto, que, por llegar el día de nuestra señora de la Candelaria, le pusieron por nombre puerto de la Candelaria; y vieron cómo atravesaban caminos por algunas partes, mas la tierra era peor que la que dejaban atrás de manglares; y montaña tan espantosa que parece llegar a las nubes, y tan espesa que no se veía sino raíces y árboles, porque el monte de acá es de otra manera que los de España. Sin esto, caían tantos y tan grandes aguaceros, que aun andar no podían. La ropa, con ser camisetas de anjeo las más que traían, se les pudría y se les caían a pedazos los sombreros y bonetes. Hacía tan grandes relámpagos y truenos, como han visto los que por aquella costa han andado, y caían rayos.
Con los nublados no veían el sol en muchos días, y aunque salía, la espesura del monte era tanta, que siempre andaban medio en tinieblas. Los mosquitos los fatigaban, porque, cierto, adonde hay muchos es gran tormento. A mí me ha muchas veces acaecido estar de noche lloviendo y tronando, y salirme de la tienda del valle, y subirme a los cerros y estar a toda el agua por huir de ellos. Son tan malos cuando son de los zancudos que muchos han muerto de achaque de ellos. Los naturales de aquellas montañas, en algunas partes hay muchos y en otras pocos, y como la tierra es tan grande, tienen bien donde se extender, porque no tienen pueblos juntos ni usan de la policía que otros, antes viven entre aquellos breñales o barrios con su mujer e hijos y en laderas cortan monte y siembran raíces y otras comidas. Todos entendían y sabían cómo andaba el navío por la costa, y cómo los españoles andaban saltando en los puertos, los que estaban cerca de la mar poníanse en cobro sin los osar aguardar.
Pizarro repartió las roscas y las cuatro naranjas por todos, sin comer de ellas él, más que cualquiera de ellos, y tanto esfuerzo tomaron, como si hubieran comido cada uno un capón; y con él anduvieron a toda prisa hasta que llegaron al real, adonde todos se hablaron alegremente; y Montenegro dio cuenta al capitán de lo que le había pasado en el viaje, y comieron todos de lo que vino en la nave, hablando unos con otros de lo que por ellos había pasado hasta aquel tiempo. Dicen que faltaban veinte y siete españoles que habían muerto con la hambre pasada, los que quedaron y el capitán se embarcaron en el navío con determinación de correr la costa de largo al poniente, donde esperaba topar alguna tierra buena, fértil y rica; y como se hubieron embarcados navegaron y tomaron tierra en un puerto, que, por llegar el día de nuestra señora de la Candelaria, le pusieron por nombre puerto de la Candelaria; y vieron cómo atravesaban caminos por algunas partes, mas la tierra era peor que la que dejaban atrás de manglares; y montaña tan espantosa que parece llegar a las nubes, y tan espesa que no se veía sino raíces y árboles, porque el monte de acá es de otra manera que los de España. Sin esto, caían tantos y tan grandes aguaceros, que aun andar no podían. La ropa, con ser camisetas de anjeo las más que traían, se les pudría y se les caían a pedazos los sombreros y bonetes. Hacía tan grandes relámpagos y truenos, como han visto los que por aquella costa han andado, y caían rayos.
Con los nublados no veían el sol en muchos días, y aunque salía, la espesura del monte era tanta, que siempre andaban medio en tinieblas. Los mosquitos los fatigaban, porque, cierto, adonde hay muchos es gran tormento. A mí me ha muchas veces acaecido estar de noche lloviendo y tronando, y salirme de la tienda del valle, y subirme a los cerros y estar a toda el agua por huir de ellos. Son tan malos cuando son de los zancudos que muchos han muerto de achaque de ellos. Los naturales de aquellas montañas, en algunas partes hay muchos y en otras pocos, y como la tierra es tan grande, tienen bien donde se extender, porque no tienen pueblos juntos ni usan de la policía que otros, antes viven entre aquellos breñales o barrios con su mujer e hijos y en laderas cortan monte y siembran raíces y otras comidas. Todos entendían y sabían cómo andaba el navío por la costa, y cómo los españoles andaban saltando en los puertos, los que estaban cerca de la mar poníanse en cobro sin los osar aguardar.