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Desarrollo


Batalla y victoria de los bergantines contra los acalles El rey Cuahutimoccín, así que supo que Cortés tenía ya sus bergantines en agua y tan gran ejército para sitiarle México, reunió a los señores y capitanes de su reino para tratar del remedio. Unos le incitaban a la guerra, confiados en la mucha gente y fortaleza de la ciudad; otros, que deseaban la salud y bien público, y que fueron de parecer que no sacrificasen a los españoles cautivos, sino que los guardasen para hacer las amistades, aconsejaban la paz. Otros dijeron que preguntasen a los dioses lo que querían. El rey, que se inclinaba más a la paz que a la guerra, dijo que habría su acuerdo y plática con sus ídolos, y les avisaría de lo que consultase con ellos; y en verdad él querría tomar algún buen asiento con Cortés, temiendo lo que después le vino. Sin embargo, como vio a los suyos tan decididos, sacrificó cuatro españoles que aún tenía vivos y anjaulados, a los dioses de la guerra, y cuatro mil personas, según dicen algunos: yo bien creo que fueron muchas, pero no tantas. Habló con el diablo en figura de Vitcilopuchtli; el cual le dijo que no temiese a los españoles, pues eran pocos, ni a los demás que con ellos venían, por cuanto no perseverarían en el cerco; y que saliese a ellos y los esperase sin miedo ninguno, pues él le ayudaría y mataría a sus enemigos. Con esta palabra que del diablo tuvo, mandó Cuahutimoccín quitar en seguida los puentes, hacer baluartes, vigilar la ciudad y armar cinco mil barcos; y en esta determinación y preparativos estaba cuando llegaron Cristóbal de Olid y Pedro de Albarado a combatir los puentes y a quitar el agua a México; y no los temía mucho, antes bien los amenazaban desde la ciudad, diciendo que contentarían a los dioses con su sacrificio, y hartarían con la sangre a las culebras, y con la carne a los tigres, que ya estaban cebados con cristianos.

Decían también a los de Tlaxcallan: "¡Ah, cornudos, ah, esclavos, oh, traidores a vuestros dioses y rey!: no os queréis arrepentir de lo que hacéis contra vuestros señores; pues aquí moriréis de mala muerte, pues os matará el hambre o nuestros cuchillos, os prenderemos y comeremos, haciendo de vosotros el mayor sacrificio y banquete que jamás en esta tierra se hizo; en señal y voto de lo cual os arrojamos ahí esos brazos y piernas de vuestros propios hombres, que por alcanzar victoria sacrificamos; y después iremos a vuestra tierra, asolaremos vuestras casas y no dejaremos casta de vuestro linaje". Los tlaxcaltecas se burlaban mucho de tales bravatas, y respondían que más les valdría entregarse que resistir a Cortés, pelear que echar bravatas, callar que injuriar a otros mejores; y si querían hacer algo, que saliesen al campo; y que tuviesen por muy cierto haber llegado al fin de sus bellaquerías y señorío, y hasta de sus vidas. Era muy digno de ver estas y semejantes charlas y desafíos que pasaban entre unos y otros indios. Cortés, que tenía aviso de esto y de todo lo demás que cada día pasaba, envió delante a Gonzalo de Sandoval a tomar Iztacpalapan, y él se embarcó para ir también allá. Sandoval comenzó a combatir aquel lugar por una parte, y los vecinos, ya por temor o por meterse en México, a salirse por otra y a refugiarse en las barcas. Entraron los nuestros y le prendieron fuego. Llegó Cortés a la sazón a un peñón grande, fuerte, metido en agua, y con mucha gente de Culúa, que al ver venir los bergantines a la vela hizo ahumadas; y que al tenerlos cerca les dio gritos y les tiró muchas flechas y piedras.

Saltó Cortés a él con unos ciento cincuenta compañeros; lo combatió y tomó las trincheras, que para mejor defensa tenían hechas. Subió a lo alto, pero con mucha dificultad, y peleó arriba de tal forma que no dejó hombre con vida, excepto mujeres y niños. Fue una hermosa victoria, aunque fueron heridos veinticinco españoles, por la matanza que hubo, por el espanto que puso en los enemigos y por la fortaleza del lugar. Ya entonces había tantas humaredas y fuegos alrededor de la laguna y por la sierra, que parecía arder todo. Y los de México, comprendiendo que los bergantines venían, salieron en sus barcas, y algunos caballeros tomaron quinientas de las mejores, y se adelantaron para pelear con ellos, pensando vencer, o al menos, ver que cosa era esos navíos de tanta fama. Cortés se embarcó con el despojo, y mandó a los suyos estar quietos y juntos, para resistir mejor, y para que los contrarios pensasen que de miedo, para que sin orden ni concierto acometiesen y se perdiesen. Los de las quinientas barcas caminaron muy de prisa; mas se detuvieron a un tiro de arcabuz de los bergantines a esperar la flota, pues les pareció no dar batalla con tan pocas y cansados. Llegaron poco a poco tantas canoas, que llenaban la laguna. Daban tantas voces, hacían tanto ruido con atabales, caracolas y otras bocinas, que no se entendían unos a otros; y decían tantas villanías y amenazas, como habían dicho a los otros españoles y tlaxcaltecas. Estando, pues, así cada una de las armadas con intención de pelear, sobrevino un viento terral por la popa de los bergantines, tan favorable y a tiempo, que pareció milagro.

Cortés, entonces, alabando a Dios, dijo a los capitanes que arremetiesen juntos y a una, y no parasen hasta encerrar a los enemigos en México, pues era nuestro Señor servido darles aquel viento para conseguir la victoria, y que mirasen cuánto les iba en que la primera vez ganasen la batalla y las barcas cogiesen miedo a los bergantines en el primer encuentro. En diciendo esto, embistieron a las canoas, que, con el tiempo contrario, ya comenzaban a huir. Con el ímpetu que llevaban, a unas las rompían, a otras las echaban al fondo; y a los que se alzaban y se defendían, los mataban. No hallaron tanta resistencia como al principio pensaban; y así, las desbarataron pronto. Las siguieron dos leguas, y las acorralaron dentro de la ciudad. Prendieron algunos señores, muchos caballeros y otra gente. No se pudo saber cuántos fueron los muertos, mas de que la laguna parecía de sangre. Fue una señalada victoria, y estuvo en ella la llave de aquella guerra, porque los nuestros quedaron señores de la laguna, y los enemigos con gran miedo y pérdida. No se perdieran así, sino por ser tantas, que se estorbaban unas a otras; ni tan pronto, sino por el tiempo. Albarado y Cristóbal de Olid, cuando vieron la derrota, estragos y alcance que Cortés hacía con los bergantines en las barcas, entraron por la calzada con sus huestes. Combatieron y tomaron algunos puentes y trincheras, por más duramente que se defendían; y con la ayuda que les llegó de los bergantines corrieron a los enemigos una legua, haciéndolos saltar en la laguna a la otra parte, pues no había fustes.

Se volvieron con esto, mas Cortés pasó adelante; y como no aparecían más canoas, saltó en la calzada que va de Iztacpalapan con treinta españoles, combatió dos torres pequeñas de ídolos con sus cercas bajas de cal y canto, donde le recibiera Moctezuma. Las ganó, aunque con bastante peligro y trabajo; pues los que había dentro eran muchos y las defendían bien. Hizo luego sacar tres tiros para espantar a los enemigos, que cubrían la calzada y que estaban muy reacios y difíciles de echar. Tiraron una vez e hicieron mucho daño; pero como se quemó la pólvora, por descuido del artillero, y además por la puesta del Sol, cesaron de pelear los unos y los otros. Cortés, aunque otra cosa tenía pensada y acordada con sus capitanes, se quedó allí aquella noche. Envió luego por pólvora al real de Gonzalo de Sandoval, por cincuenta peones de su guardia y por la mitad de la gente de Culhuacan.

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