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Preguntas que Cortés hizo a Tabasco Muchas cosas pasaron entre los nuestros y estos indios, que como no se entendían, eran cosas de mucho reír. Y después que conversaron y vieron que no les hacían mal, trajeron al lugar sus hijos y mujeres; que no fue así chiquito número, ni más aseado que de gitanos. Entre lo que Hernán Cortés trató y platicó con Tabasco por lengua y conducto de Jerónimo de Aguilar, había cinco cosas. La primera, si había en aquella tierra minas de oro y plata, y cómo tenían y de dónde aquello poco que traían. La segunda, cuál fue la causa de por qué le negaron su amistad, y no al otro capitán que vino allí el año antes con armada. La tercera, por qué razón, siendo ellos tantos, huían de tan poquitos. La cuarta, para darles a entender la grandeza y poderío del Emperador y rey de Castilla. Y la otra fue una predicación y declaración de la fe de Cristo. En cuanto a lo del oro y riquezas de la tierra, le respondió que ellos no se preocupaban mucho de vivir ricos, sino contentos y a placer, y que por eso no sabía decir qué cosa era mina, ni buscaban oro más de lo que se hallaban, y que aquello era poco; pero que en la tierra más adentro, y hacia donde el Sol se ponía, se hallaba mucho de ello, y los de allá se dedicaban más a ello que no ellos. A lo del capitán pasado, dijo que como habían sido aquellos hombres que traía, y los navíos, los primeros que de aquel talle y forma habían arribado a su tierra, les habló y preguntó qué querían; y como le dijeron que cambiar oro, y nada más, lo hicieron de grado; sin embargo, que ahora, viendo más y mayores naos, pensó que volvían a tomarte lo que les quedaba, y hasta también porque estaba afrentado de que alguien le hubiese burlado así, lo que no había hecho a otros señores más bajos que él.

En lo demás que tocaba a la guerra, dijo que ellos se tenían por esforzados, y para con los de junto a su tierra valientes, porque nadie se apoderaba de su ropa por la fuerza, ni de las mujeres, ni aun de los hijos para sacrificar, y que lo mismo pensó de aquellos pocos extranjeros; pero que se habían visto engañados en su corazón después que se habían probado con ellos, pues no pudieron matar ninguno. Y que los cegaba el resplandor de las espadas, cuyo golpe y herida era grande, mortal y sin cura; y que el estruendo y fuego de la artillería los asombraba más que los truenos y relámpagos ni que lo rayos del cielo, por el destrozo y muerte que hacía donde daba; y que los caballos les pusieron grande admiración y miedo, así con la boca, que parecía que los iba a tragar, como con la presteza con que los alcanzaba siendo ellos ligeros y corredores; y que como era animal que nunca ellos vieron, les había puesto grandísimo temor el primero que con ellos peleó, aunque no era más que uno; y como al cabo de poco rato eran muchos, no pudieron sufrir el espanto ni la fuerza y furia de su correr, y pensaban que hombre y caballo todo era uno.

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