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Datos principales
Desarrollo
Del viaje que hizo Felipe de Cáceres a Buenos Aires, y de la vuelta de Alonso de Riquelme a la provincia del Guairá y su prisión Lo primero que el General Felipe de Cáceres hizo, después que llegó a la Asunción, fue mandar aparejar los bergantines y demás embarcaciones que allí había, y alistar 150 soldados para ir a reconocer la boca del Río de la Plata, y ver si venía alguna gente de España en cumplimiento de la instrucción que traía de Juan Ortiz de Zárate desde la ciudad de los Reyes, y habiendo hecho todos los aprestos necesarios, entrado el año de 1570, salió de aquel puerto, y llegado a las Siete Corrientes, halló muchas canoas de indios Guaraníes, con quienes tuvieron encuentro, en que señorearon los nuestros a fuerza de arcabuzazos. Desde allí caminando por sus jornadas, llegaron al puerto del Fuerte de Gaboro, de donde vinieron los indios a pedir paz, y de allí pasaron al río de las Palmas y Golfo de Buenos Aires. Reconocida esta costa, pasó a la otra de San Gabriel, donde dejó escritas unas cartas de aviso, metidas dentro de una botijuela al pie de una cruz. Desde allí dio vuelta río arriba hacia la Asunción sin haber tenido mal suceso alguno. Habiendo llegado persuadió con muchas razones al Capitán Alonso Riquelme a que volviese a la provincia del Guairá a gobernarla, como se lo había encargado el Gobernador Juan Ortiz de Zárate ; y habiendo condescendido, le dio los poderes que para ello traía, y demás provisiones de la Real Audiencia; y habiéndose prevenido de gente y demás que era necesario, salió de la Asunción con cincuenta soldados.
Y porque en aquel tiempo estaba la tierra alborotada y puesta en arma, salieron a acompañarle cien arcabuceros a cargo del Tesorero Dame de la Barriaga; y habiendo llegado a distancia de 39 leguas de la ciudad sobre un gran pantano llamado Cuarepotí, hallaron todos los indios juntos con intento de hacer guerra a los españoles; y habiéndolos acometido éstos por tres distintas partes, los sacaron al campo raso, donde los desbarataron y vencieron con muerte de muchos indios. Hecho esto se despidieron unos para la Asunción, y otros prosiguieron con el Capitán Riquelme su camino, en que tuvieron otros varios encuentros hasta llegar a un pueblo de indios llamados Maracayúes, cinco jornadas de la ciudad Real, de donde despachó ciertos mensajeros españoles a avisar al Capitán Ruy Díaz de su ida, y ofrecerle de su parte su amistad y gracia. Recibidas las cartas, en vez de despacharle el socorro necesario, y agradecer sus ofertas, como buen caballero, convocó a sus amigos y otros muchos que juntó en su casa, vencidos unos del temor, y otros del ruego, y les comunicó el intento que tenía, que era no recibir a Riquelme, ni obedecer los poderes que llevaba, para lo cual se hizo elegir en la junta por Capitán General y justicia mayor en nombre de su hermano Francisco Ortiz de Vergara, y luego salió de la ciudad con cien arcabuceros, y se puso con ellos en la travesía y paso del río, en una isla que dista de tierra un cuarto de legua sobre el canal de aquel peligroso salto, donde asentó su Real, y puso su gente en forma de guerra, con orden que nadie pasase a la parte donde estaba Alonso Riquelme con pena de la vida.
Aquella noche despachó mañosamente algunos amigos suyos, para que fuesen a sonsacarle la gente que pudiesen de su compañía, que como los más eran vecinos y casados en la ciudad Real, le pareció fácil persuadirlos; como con efecto sucedió, de suerte que no quedaron más que su Capitán que cuatro soldados. Viéndose Alonso Riquelme en este desamparo, mandó suplicar a Ruy Díaz que, pues no le permitía entrar, se sirviese despacharle su mujer e hijos, que con ellos y los pocos soldados que le habían quedado, se quería volver a la Asunción. La respuesta fue que no era tan inhumano, que permitiese que los indios del camino matasen a los que no tienen culpa, como él la tenía en haberle ido a dar pesadumbre, pero como le entregase los poderes que llevaba, le daba palabra de no hacerle ningún agravio, con cuyo seguro podría pasar a su casa sin tratar de meterse en cosa de justicia, sino vivir sosegadamente. Oído este recado, y viéndose Alonso de Riquelme sin poder hacer otra cosa, se pasó con mucha confianza a la isla, donde fue a la tienda de Ruy Díaz, quien luego le hizo quitar las armas, y poner en prisión con dos pares de grillos, y le mandó embarcar una canoa, y con toda la comitiva se partió para la ciudad, llevando delante de sí en una hamaca al preso, formada la gente en escuadrón, tocando pífano y atambores: habiendo llegado, le metió en su propia casa en una estrecha cárcel, que le tenía prevenida, donde le puso con guardias con notable riesgo de perder la vida a mano de tanta vejación y molestia. Al cabo de un año de prisión le desterró a una casa fuerte que tenía cuarenta leguas de la ciudad fabricada para este efecto, donde fue entregado a un Alcaide llamado Luis de Osorio. Allí estuvo otro año con el mismo padecimiento, hasta que Dios Nuestro Señor quiso aliviarle con otros acaecimientos.
Y porque en aquel tiempo estaba la tierra alborotada y puesta en arma, salieron a acompañarle cien arcabuceros a cargo del Tesorero Dame de la Barriaga; y habiendo llegado a distancia de 39 leguas de la ciudad sobre un gran pantano llamado Cuarepotí, hallaron todos los indios juntos con intento de hacer guerra a los españoles; y habiéndolos acometido éstos por tres distintas partes, los sacaron al campo raso, donde los desbarataron y vencieron con muerte de muchos indios. Hecho esto se despidieron unos para la Asunción, y otros prosiguieron con el Capitán Riquelme su camino, en que tuvieron otros varios encuentros hasta llegar a un pueblo de indios llamados Maracayúes, cinco jornadas de la ciudad Real, de donde despachó ciertos mensajeros españoles a avisar al Capitán Ruy Díaz de su ida, y ofrecerle de su parte su amistad y gracia. Recibidas las cartas, en vez de despacharle el socorro necesario, y agradecer sus ofertas, como buen caballero, convocó a sus amigos y otros muchos que juntó en su casa, vencidos unos del temor, y otros del ruego, y les comunicó el intento que tenía, que era no recibir a Riquelme, ni obedecer los poderes que llevaba, para lo cual se hizo elegir en la junta por Capitán General y justicia mayor en nombre de su hermano Francisco Ortiz de Vergara, y luego salió de la ciudad con cien arcabuceros, y se puso con ellos en la travesía y paso del río, en una isla que dista de tierra un cuarto de legua sobre el canal de aquel peligroso salto, donde asentó su Real, y puso su gente en forma de guerra, con orden que nadie pasase a la parte donde estaba Alonso Riquelme con pena de la vida.
Aquella noche despachó mañosamente algunos amigos suyos, para que fuesen a sonsacarle la gente que pudiesen de su compañía, que como los más eran vecinos y casados en la ciudad Real, le pareció fácil persuadirlos; como con efecto sucedió, de suerte que no quedaron más que su Capitán que cuatro soldados. Viéndose Alonso Riquelme en este desamparo, mandó suplicar a Ruy Díaz que, pues no le permitía entrar, se sirviese despacharle su mujer e hijos, que con ellos y los pocos soldados que le habían quedado, se quería volver a la Asunción. La respuesta fue que no era tan inhumano, que permitiese que los indios del camino matasen a los que no tienen culpa, como él la tenía en haberle ido a dar pesadumbre, pero como le entregase los poderes que llevaba, le daba palabra de no hacerle ningún agravio, con cuyo seguro podría pasar a su casa sin tratar de meterse en cosa de justicia, sino vivir sosegadamente. Oído este recado, y viéndose Alonso de Riquelme sin poder hacer otra cosa, se pasó con mucha confianza a la isla, donde fue a la tienda de Ruy Díaz, quien luego le hizo quitar las armas, y poner en prisión con dos pares de grillos, y le mandó embarcar una canoa, y con toda la comitiva se partió para la ciudad, llevando delante de sí en una hamaca al preso, formada la gente en escuadrón, tocando pífano y atambores: habiendo llegado, le metió en su propia casa en una estrecha cárcel, que le tenía prevenida, donde le puso con guardias con notable riesgo de perder la vida a mano de tanta vejación y molestia. Al cabo de un año de prisión le desterró a una casa fuerte que tenía cuarenta leguas de la ciudad fabricada para este efecto, donde fue entregado a un Alcaide llamado Luis de Osorio. Allí estuvo otro año con el mismo padecimiento, hasta que Dios Nuestro Señor quiso aliviarle con otros acaecimientos.