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Datos principales
Desarrollo
Cómo habiendo salido el Almirante para Castilla asaltó Quibio el pueblo de los cristianos, en cuyo combate hubo muchos muertos y heridos Estando a la sazón proveídas las cosas pertenecientes al mantenimiento del pueblo, y hechas las provisiones y ordenanzas que para su gobierno había dispuesto el Almirante, quiso Dios mandar tanta lluvia que creció mucho el río, de modo que volvió a abrirse la boca; por lo que resolvió el Almirante partir luego a la Española con tres navíos, para enviar de allí socorro con la mayor diligencia. Así, esperando bonanza y calma, porque el mar no rompiese ni batiese la boca del río, salimos con los dichos navíos, yendo las barcas delante, de remolque; pero ninguno salió tan limpio que no arrastrase la quilla por el fondo, que si no fuese de arena movible, hasta en la bonanza hubiesen peligrado. Hecho esto, muy luego, todos llevamos, con gran presteza, dentro de las naos, lo que habíamos sacado para aligerarlas al tiempo de la salida; y esperando de este modo, ya salidos a la dilatada costa, a una legua de la boca. del río, el tiempo de navegar, quiso Dios milagrosamente que hubiese motivo para enviar la barca de la Capitana a tierra, tanto por agua como por otras cosas necesarias, para que con la pérdida de éstas se salvaran los que estaban en tierra y en el mar. Fue el caso que los indios y el Quibio, viendo que por estar los navíos fuera no podían dar socorro a los que quedaban en la fortaleza, al punto mismo que llegó la barca a tierra, asaltaron el pueblo de los cristianos, no habiendo sido descubiertos por lo espeso del bosque; tan luego como estuvieron a diez pasos de la casa, les asaltaron, dando fuertes gritos, tirando lanzas a cuantos veían, y a las casas, que por ser cubiertas con hojas de palmas, las pasaban fácilmente de un lado al otro, y alguna vez herían a los que estaban dentro; de modo que habiendo cogido de improviso a los nuestros, y muy ajenos de esta sorpresa, hirieron a cuatro o cinco, antes de ponerse en orden para resistir.
El Adelantado, que era hombre de gran corazón, se opuso a los enemigos con una lanza, animando a los suyos, y embistió animosamente a los indios, con siete u ocho que le seguían, de modo que les hicieron retirarse hasta el bosque, que como hemos dicho, estaba cercano a las casas. Desde allí hicieron de nuevo algunas escaramuzas los indios, tirando sus azagayas, y retirándose después, como en el juego de cañas hacen los españoles, hasta que acudiendo muchos cristianos, fueron los indios castigados con el corte de las espadas, y por un perro que los perseguía fieramente, con lo que se pusieron en fuga, dejando muerto un cristiano y siete heridos, entre ellos al Adelantado con una lanzada en el pecho. De este peligro se resguardaron bien dos cristianos, cuyo caso, por contar el ingenio de uno, que era italiano, lombardo, y la gravedad del otro, que era castellano, se debe contar, y fue así: El lombardo, llamado Sebastián, huyendo furiosamente a esconderse en una casa, le dijo Diego Méndez, de quien se hará mención más adelante: "Vuelve, vuelve atrás, Sebastián; ¿dónde vas?"; a quien respondió: "Déjame ir, diablo, que voy a poner en salvo mi Persona". El español era el capitán Diego Tristán, a quien el Almirante había enviado con la barca a tierra, el cual no salió fuera con su gente, aunque estaba en el río, cerca de donde era la contienda; habiéndole preguntado algunos, y reprendido otros, por qué no salía en ayuda de los cristianos, respondió que lo hacía para evitar que los cristianos de tierra, llenos de miedo, entrasen en la barca, si se acercaba con ella y pereciesen todos; porque, perdida la barca, el Almirante correría después peligro en el mar; y por esto no quería hacer más de lo que se le había mandado, que era cargar agua y leña; a lo menos, hasta que viese que los nuestros tenían más necesidad de su socorro.
Queriendo cumplir el encargo de tomar agua, para luego dar al Almirante cuenta de lo que pasaba, determinó ir por el río arriba a tomarla, hasta donde no se mezclase la dulce con la amarga, aunque algunos le intimaron que no hiciese aquel viaje, por el gran peligro que había con los indios y sus canoas; a que respondió que no temía aquel riesgo; que para esto había ido, y le había mandado el Almirante; así continuó su camino el río arriba, que es muy profundo, y muy cerrado de ambas partes, pobladas de árboles que llegan hasta el agua, y tan espesos que apenas es posible bajar a tierra, salvo en algunos parajes donde terminan las sendas de los pescadores, y donde ellos esconden sus canoas. Tan luego como los indios le vieron casi una legua más arriba del pueblo, salieron de lo más boscoso de ambas orillas con sus barcas o canoas, y con grandes alaridos embistieron por todas partes, tocando cuernos, con atrevimiento y mucha ventaja; porque siendo sus canoas ligerísimas, que un solo indio basta para gobernarlas y guiarlas adonde quieren, especialmente las que son chicas y de pescadores, venían en cada una tres o cuatro indios: uno bogaba y los otros arrojaban lanzas y dardos, contra los de la barca; llamo dardos y lanzas a sus varas, por el tamaño que tienen, si bien no llevan hierro, sino espinas o dientes de pez. No habiendo en nuestra barca sino siete u ocho hombres que bogaban, y el capitán con solos dos o tres soldados, no podían resguardarse de las muchas lanzas que les tiraban, con lo que tuvieron que dejar los remos, y tomar las rodelas; pero era tanta la muchedumbre de indios que llovía de todas partes, que arrimándose con las canoas, y retirándose cuando les parecía, con destreza, hirieron la mayor parte de los cristianos, y especialmente al capitán, al que dieron muchas heridas, y aunque estuvo siempre firme, animando a los suyos, no le sirvió de nada, porque le tenían sitiado por todas partes, sin poderse mover ni valerse de los mosquetes; hasta que, al fin, le hirieron en un ojo con una lanza, de cuya herida cayó muerto de repente; todos los otros tuvieron el mismo fin, excepto un tonelero de Sevilla, llamado Juan de Noya, cuya buena suerte quiso que en medio de la contienda cayese al agua; nadando por debajo, salió a la orilla sin que nadie le viese, y por entre la espesura de los árboles llegó a la población a dar nuevas del suceso, de que se espantaron mucho los nuestros, quienes, viéndose tan pocos, heridos la mayor parte, algunos de los compañeros muertos, y estar el Almirante en el mar, sin barca, a riesgo de no poder volver a sitio de donde pudiese enviar socorros, determinaron no quedarse donde se hallaban; así, al instante, sin obediencia, ni orden alguna, hubiéranse ido de allí, si no lo impidiese la boca del río, que con el mal tiempo se había vuelto a cerrar, de modo que no sólo no podía salir por ella el navío que les había quedado, pero ni una barca, porque el mar lo rompía todo; ni siquiera una persona que pudiese dar aviso al Almirante de lo que les había sucedido.
Este no corría menos riesgo en el mar donde estaba surto, por ser playa, no tener barca y contar con tan poca gente, por la que le habían muerto; de modo que, él y todos nosotros estábamos en el mismo trabajo y confusión que los del pueblo, quienes, por el desastre del combate pasado, y por venir el río abajo los muertos, llenos de heridas, seguidos de los cuervos de aquel país, que venían sobre ellos graznando y volando, lo tomaban todo por agüero desdichado, y estaban con miedo de tener el mismo fin que los otros; mayormente, viendo que los indios estaban muy soberbios con la victoria, y no los dejaban sosegar un instante, por la mala disposición del pueblo. Es cierto que todos hubiéramos quedado maltrechos si no se tomara la buena resolución de ir a una gran playa, despejada, a la parte oriental del río, donde se fabricó un baluarte con los toneles y otras cosas que tenían, plantando la artillería en lugares convenientes, y así se defendían, porque los indios no se atrevían a salir del bosque, por el daño que recibían de las pelotas.
El Adelantado, que era hombre de gran corazón, se opuso a los enemigos con una lanza, animando a los suyos, y embistió animosamente a los indios, con siete u ocho que le seguían, de modo que les hicieron retirarse hasta el bosque, que como hemos dicho, estaba cercano a las casas. Desde allí hicieron de nuevo algunas escaramuzas los indios, tirando sus azagayas, y retirándose después, como en el juego de cañas hacen los españoles, hasta que acudiendo muchos cristianos, fueron los indios castigados con el corte de las espadas, y por un perro que los perseguía fieramente, con lo que se pusieron en fuga, dejando muerto un cristiano y siete heridos, entre ellos al Adelantado con una lanzada en el pecho. De este peligro se resguardaron bien dos cristianos, cuyo caso, por contar el ingenio de uno, que era italiano, lombardo, y la gravedad del otro, que era castellano, se debe contar, y fue así: El lombardo, llamado Sebastián, huyendo furiosamente a esconderse en una casa, le dijo Diego Méndez, de quien se hará mención más adelante: "Vuelve, vuelve atrás, Sebastián; ¿dónde vas?"; a quien respondió: "Déjame ir, diablo, que voy a poner en salvo mi Persona". El español era el capitán Diego Tristán, a quien el Almirante había enviado con la barca a tierra, el cual no salió fuera con su gente, aunque estaba en el río, cerca de donde era la contienda; habiéndole preguntado algunos, y reprendido otros, por qué no salía en ayuda de los cristianos, respondió que lo hacía para evitar que los cristianos de tierra, llenos de miedo, entrasen en la barca, si se acercaba con ella y pereciesen todos; porque, perdida la barca, el Almirante correría después peligro en el mar; y por esto no quería hacer más de lo que se le había mandado, que era cargar agua y leña; a lo menos, hasta que viese que los nuestros tenían más necesidad de su socorro.
Queriendo cumplir el encargo de tomar agua, para luego dar al Almirante cuenta de lo que pasaba, determinó ir por el río arriba a tomarla, hasta donde no se mezclase la dulce con la amarga, aunque algunos le intimaron que no hiciese aquel viaje, por el gran peligro que había con los indios y sus canoas; a que respondió que no temía aquel riesgo; que para esto había ido, y le había mandado el Almirante; así continuó su camino el río arriba, que es muy profundo, y muy cerrado de ambas partes, pobladas de árboles que llegan hasta el agua, y tan espesos que apenas es posible bajar a tierra, salvo en algunos parajes donde terminan las sendas de los pescadores, y donde ellos esconden sus canoas. Tan luego como los indios le vieron casi una legua más arriba del pueblo, salieron de lo más boscoso de ambas orillas con sus barcas o canoas, y con grandes alaridos embistieron por todas partes, tocando cuernos, con atrevimiento y mucha ventaja; porque siendo sus canoas ligerísimas, que un solo indio basta para gobernarlas y guiarlas adonde quieren, especialmente las que son chicas y de pescadores, venían en cada una tres o cuatro indios: uno bogaba y los otros arrojaban lanzas y dardos, contra los de la barca; llamo dardos y lanzas a sus varas, por el tamaño que tienen, si bien no llevan hierro, sino espinas o dientes de pez. No habiendo en nuestra barca sino siete u ocho hombres que bogaban, y el capitán con solos dos o tres soldados, no podían resguardarse de las muchas lanzas que les tiraban, con lo que tuvieron que dejar los remos, y tomar las rodelas; pero era tanta la muchedumbre de indios que llovía de todas partes, que arrimándose con las canoas, y retirándose cuando les parecía, con destreza, hirieron la mayor parte de los cristianos, y especialmente al capitán, al que dieron muchas heridas, y aunque estuvo siempre firme, animando a los suyos, no le sirvió de nada, porque le tenían sitiado por todas partes, sin poderse mover ni valerse de los mosquetes; hasta que, al fin, le hirieron en un ojo con una lanza, de cuya herida cayó muerto de repente; todos los otros tuvieron el mismo fin, excepto un tonelero de Sevilla, llamado Juan de Noya, cuya buena suerte quiso que en medio de la contienda cayese al agua; nadando por debajo, salió a la orilla sin que nadie le viese, y por entre la espesura de los árboles llegó a la población a dar nuevas del suceso, de que se espantaron mucho los nuestros, quienes, viéndose tan pocos, heridos la mayor parte, algunos de los compañeros muertos, y estar el Almirante en el mar, sin barca, a riesgo de no poder volver a sitio de donde pudiese enviar socorros, determinaron no quedarse donde se hallaban; así, al instante, sin obediencia, ni orden alguna, hubiéranse ido de allí, si no lo impidiese la boca del río, que con el mal tiempo se había vuelto a cerrar, de modo que no sólo no podía salir por ella el navío que les había quedado, pero ni una barca, porque el mar lo rompía todo; ni siquiera una persona que pudiese dar aviso al Almirante de lo que les había sucedido.
Este no corría menos riesgo en el mar donde estaba surto, por ser playa, no tener barca y contar con tan poca gente, por la que le habían muerto; de modo que, él y todos nosotros estábamos en el mismo trabajo y confusión que los del pueblo, quienes, por el desastre del combate pasado, y por venir el río abajo los muertos, llenos de heridas, seguidos de los cuervos de aquel país, que venían sobre ellos graznando y volando, lo tomaban todo por agüero desdichado, y estaban con miedo de tener el mismo fin que los otros; mayormente, viendo que los indios estaban muy soberbios con la victoria, y no los dejaban sosegar un instante, por la mala disposición del pueblo. Es cierto que todos hubiéramos quedado maltrechos si no se tomara la buena resolución de ir a una gran playa, despejada, a la parte oriental del río, donde se fabricó un baluarte con los toneles y otras cosas que tenían, plantando la artillería en lugares convenientes, y así se defendían, porque los indios no se atrevían a salir del bosque, por el daño que recibían de las pelotas.