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Datos principales
Desarrollo
Cómo el Almirante volvió desde Jamaica a seguir la costa de Cuba, creyendo todavía que ésta era tierra firme Después que el Almirante hubo partido de la isla de Jamaica el miércoles, a 14 de Mayo, llegó a un cabo de Cuba, que llamó el Cabo de Santa Cruz; y siguiendo la costa abajo, fue asaltado por muchos truenos y relámpagos terribles, con los cuales, y con los numerosos bajos y canales que hallaba, corrió no leve peligro y pasó gran trabajo, viéndose obligado al mismo tiempo a guardarse y defenderse de todos estos malignos accidentes, que exigían cosas contrarias, porque el remedio contra los truenos es amainar las velas, y para huir de los bajos necesitaba mantenerlas, siendo cierto que si tamaña desventura hubiese durado por ocho o diez leguas habría sido insoportable. Era el mayor mal que por todo aquel mar, tanto al Norte como a Nordeste, cuanto más navegaban, había más islillas bajas y llanas; y si bien en algunas de ellas se veían muchos árboles, las demás eran arenosas, que apenas salían de la superficie del agua; y tenían de circuito como una legua, unas más y otras menos. Bien es verdad que cuanto más se acercaban a Cuba, tanto dichas islas eran más altas y más bellas. Como sería difícil y vano dar nombre a cada una de ellas, el Almirante las llamó en general el Jardín de la Reina. Pero si muchas islas vio aquel día, muchas más al siguiente, generalmente mayores que las de otros días, no sólo al Nordeste, sino también al Noroeste y al Sudoeste; tanto que se contaron aquel día 160 islas, a las que separaban canales profundos por donde pasaban los navíos.
En algunas de estas islas vieron muchas grullas de la magnitud y figura que las de Castilla, sino que eran rojas como escarlata. En otras hallaron gran copia de tortugas y muchos huevos de éstas, semejantes a los de las gallinas, si bien la cáscara de aquéllos se endurece fuertemente. Estos huevos los ponen las tortugas en un hoyo que hacen en la arena; cúbrenlos y los dejan así hasta que con el calor del sol vengan a salir las tortuguillas, las que, con el tiempo, llegan al tamaño de una rodela, y algunas, como el de una adarga grande. Veíanse igualmente en estas islas cuervos y grullas como los de España, cuervos marinos e infinitos pajarillos que cantaban suavísimamente; el olor del aire era tan suave que les parecía estar entre rosas y las más delicadas fragancias del mundo. Como, según ya hemos dicho, el peligro de la navegación era muy grande, por ser tanto el número de los canales, se necesitaba largo tiempo para hallar la salida. En uno de estos canales vieron una canoa de pescadores indios, los cuales, con mucha seguridad y quietud, sin hacer movimiento alguno, esperaron la barca que iba hacia ellos; y cuando estuvo cerca, hicieron señal de que se detuviese un poco hasta que ellos acabasen de pescar. El modo con que pescan pareció a los nuestros tan nuevo y extraño que accedieron a complacerles. Era de esta manera: tenían atados por la cola, con un hilo delgado, algunos peces que nosotros llamamos revesos, que van al encuentro de los otros peces, y con cierta aspereza que tienen en la cabeza y llega a la mitad del espinazo, se pegan tan fuertemente con el pez más cercano, que, sintiéndolo el indio, tira del hilo y saca al uno y al otro de una vez; así acaeció en una tortuga que vieron los nuestros al sacarla dichos pescadores, al cuello de la cual se había adherido el pez, y siempre se pega éste allí, porque está seguro de que el pez cogido no puede morderle; yo los he visto pegados así a grandísimos tiburones.
Después que los indios de la canoa acabaron la pesca de la tortuga y de dos peces que habían cogido antes, muy luego se aproximaron a la barca pacíficamente, para saber qué deseaban los nuestros; y por mandato de los cristianos que allí estaban, fueron con ellos a las naves, donde el Almirante les hizo mucho agasajo, y supo de ellos que por aquellos mares había innumerables islas. Ofrecieron de buen grado cuanto habían, pero el Almirante no quiso que se tomara de ellos más que dicho pez reveso, pues lo demás consistía en redes, anzuelos, y las calabazas que llevaban llenas de agua para beber. Después, dándoles algunas cosillas, les dejó ir muy contentos, y él siguió su camino con propósito de no continuarlo mucho, porque le faltaban ya los bastimentos, pues si los hubiese tenido en abundancia no habría vuelto a España sino por el Oriente; aunque se hallaba muy trabajado, tanto porque comía mal como porque no se había desnudado ni dormido en cama desde el día que salió de España hasta el 19 de Mayo, en cuyo tiempo escribía esto, fuera de ocho noches, por excesiva indisposición; y si en otras ocasiones tuvo mucha fatiga, en este viaje se le redobló, por la innumerable cantidad de islas entre las que navegaba, la cual era tan grande que a 20 de Mayo descubrió setenta y una, con otras muchas que al ponerse el sol vio hacia el Oes-Sudoeste. Cuyas islas y los bajos, no sólo dan grande miedo por su muchedumbre que se ve todo alrededor, sino que pone mayor espanto el que en ellas se produce a la tarde una espesa niebla al Este del cielo, que parece ha de caer una formidable granizada, pues son tantos los relámpagos y los truenos; pero al salir la luna se desvanece todo, resolviéndose alguna parte en lluvia y viento; lo cual es tan ordinario y natural en aquel país que no sólo acontecía todas las tardes mientras el Almirante navegó por allí, sino que yo también lo vi en aquellas islas, el año 1503, viniendo del descubrimiento de Veragua; el viento que sopla ordinariamente de noche es del Norte, porque proviene de la isla de Cuba; cuando sale el sol, se vuelve al Este, y va con el sol hasta que da la vuelta al Occidente.
En algunas de estas islas vieron muchas grullas de la magnitud y figura que las de Castilla, sino que eran rojas como escarlata. En otras hallaron gran copia de tortugas y muchos huevos de éstas, semejantes a los de las gallinas, si bien la cáscara de aquéllos se endurece fuertemente. Estos huevos los ponen las tortugas en un hoyo que hacen en la arena; cúbrenlos y los dejan así hasta que con el calor del sol vengan a salir las tortuguillas, las que, con el tiempo, llegan al tamaño de una rodela, y algunas, como el de una adarga grande. Veíanse igualmente en estas islas cuervos y grullas como los de España, cuervos marinos e infinitos pajarillos que cantaban suavísimamente; el olor del aire era tan suave que les parecía estar entre rosas y las más delicadas fragancias del mundo. Como, según ya hemos dicho, el peligro de la navegación era muy grande, por ser tanto el número de los canales, se necesitaba largo tiempo para hallar la salida. En uno de estos canales vieron una canoa de pescadores indios, los cuales, con mucha seguridad y quietud, sin hacer movimiento alguno, esperaron la barca que iba hacia ellos; y cuando estuvo cerca, hicieron señal de que se detuviese un poco hasta que ellos acabasen de pescar. El modo con que pescan pareció a los nuestros tan nuevo y extraño que accedieron a complacerles. Era de esta manera: tenían atados por la cola, con un hilo delgado, algunos peces que nosotros llamamos revesos, que van al encuentro de los otros peces, y con cierta aspereza que tienen en la cabeza y llega a la mitad del espinazo, se pegan tan fuertemente con el pez más cercano, que, sintiéndolo el indio, tira del hilo y saca al uno y al otro de una vez; así acaeció en una tortuga que vieron los nuestros al sacarla dichos pescadores, al cuello de la cual se había adherido el pez, y siempre se pega éste allí, porque está seguro de que el pez cogido no puede morderle; yo los he visto pegados así a grandísimos tiburones.
Después que los indios de la canoa acabaron la pesca de la tortuga y de dos peces que habían cogido antes, muy luego se aproximaron a la barca pacíficamente, para saber qué deseaban los nuestros; y por mandato de los cristianos que allí estaban, fueron con ellos a las naves, donde el Almirante les hizo mucho agasajo, y supo de ellos que por aquellos mares había innumerables islas. Ofrecieron de buen grado cuanto habían, pero el Almirante no quiso que se tomara de ellos más que dicho pez reveso, pues lo demás consistía en redes, anzuelos, y las calabazas que llevaban llenas de agua para beber. Después, dándoles algunas cosillas, les dejó ir muy contentos, y él siguió su camino con propósito de no continuarlo mucho, porque le faltaban ya los bastimentos, pues si los hubiese tenido en abundancia no habría vuelto a España sino por el Oriente; aunque se hallaba muy trabajado, tanto porque comía mal como porque no se había desnudado ni dormido en cama desde el día que salió de España hasta el 19 de Mayo, en cuyo tiempo escribía esto, fuera de ocho noches, por excesiva indisposición; y si en otras ocasiones tuvo mucha fatiga, en este viaje se le redobló, por la innumerable cantidad de islas entre las que navegaba, la cual era tan grande que a 20 de Mayo descubrió setenta y una, con otras muchas que al ponerse el sol vio hacia el Oes-Sudoeste. Cuyas islas y los bajos, no sólo dan grande miedo por su muchedumbre que se ve todo alrededor, sino que pone mayor espanto el que en ellas se produce a la tarde una espesa niebla al Este del cielo, que parece ha de caer una formidable granizada, pues son tantos los relámpagos y los truenos; pero al salir la luna se desvanece todo, resolviéndose alguna parte en lluvia y viento; lo cual es tan ordinario y natural en aquel país que no sólo acontecía todas las tardes mientras el Almirante navegó por allí, sino que yo también lo vi en aquellas islas, el año 1503, viniendo del descubrimiento de Veragua; el viento que sopla ordinariamente de noche es del Norte, porque proviene de la isla de Cuba; cuando sale el sol, se vuelve al Este, y va con el sol hasta que da la vuelta al Occidente.