El asesinato de Napoleón
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"Yo he tenido -dice el historiador Moreno Alonso, autor de este artículo- en mis manos un mechón de cabellos de Napoleón Bonaparte. Lo cortó seis horas después de la muerte del Emperador su ayuda de cámara, Louis Marchand y fue conservado desde entonces entre los papeles de Lady Holland, en Londres". El análisis de un mechón similar ha servido para que el Laboratorio Forense del FBI en Washington DC y el Laboratorio Harwell de Investigación Nuclear, de Londres, hayan confirmado claramente que Napoleón fue envenenado con arsénico, cuya actuación se complicó con la ingestión de otros medicamentos. Una prueba que el propio Ben Weider -autor de un famoso libro sobre la muerte del Emperador, presidente de la Sociedad Napoleónica Internacional de Montreal y máximo impulsor a escala internacional de las investigaciones sobre las auténticas causas del óbito de Bonaparte- ha incorporado cuidadosamente a sus argumentaciones; y que ha contado con el respaldo técnico de otros expertos. En todos los casos analizados, queda constancia de la presencia de arsénico, de la cantidad y de la proporción en que fue ingerido por Napoleón durante el último mes de su vida. Otro análisis llevado a cabo por el doctor Hamilton Smith, del Departamento de Medicina Forense de la Universidad de Glasgow, no sólo probó la existencia de arsénico sino también la proporción progresiva en que le fue suministrado desde su llegada a Santa Elena. Napoleón falleció el sábado, 5 de mayo de 1821, tres meses antes de cumplir 52 años de edad.
Pero la gran cuestión es si se trató de un asesinato por medio de un plan bien trazado para causarle lentamente la muerte, de modo que pareciese natural o si, por el contrario, tenía el hábito de tomar arsénico para superar la depresión que padecía y esa adición acabó por causarle la muerte. La presencia de arsénico resulta evidente. Puede explicar que su cuerpo se conservara perfectamente cuando fue exhumado en 1840 para su entierro definitivo en los Inválidos, mientras que su ropa estaba destruida parcialmente por el moho. Su progresiva obesidad también se justifica por la toxicidad del arsénico (el llamado Síndrome de Froehlich, con distrofia adiposo-genital, caracterizada por un tipo específico de obesidad e hipogenitalismo). Ante todos los hechos enumerados -y hay más- hoy nadie niega que Napoleón tenía gran cantidad de arsénico en su cuerpo cuando murió, pero eso no significa necesariamente que fuera asesinado: el arsénico se usaba como una droga que, en pequeñas dosis, daba a su usuario un sentimiento de fuerza y de vigor; el problema es que causaba dependencia y deterioro físico en las personas que lo consumían habitualmente. El arsénico también se ingería con fines terapéuticos, aunque, en el caso de Napoleón, su mezcla con el calomel, suministrado contra el estreñimiento y con vomitivos y con agua de cebada condimentada con almendras amargas, tendría consecuencias fatales al actuar en el estómago como un cianuro de mercurio.
La ingestión de arsénico por parte de Napoleón en los depresivos años de estancia en Santa Elena está perfectamente comprobada, pero parece sumamente improbable que lo tomara por su propia voluntad, pues es notorio su rechazo a todo tipo de drogas y pócimas y, además, no aparece tal dato en las numerosas memorias de ninguno de sus compañeros de destierro, ni en los detallados relatos médicos existentes sobre su enfermedad. Desde el momento que se ha comprobado que el arsénico acabó con la vida de Bonaparte, numerosos investigadores se han obsesionado por hallar tanto al asesino que se lo administró como al inductor del crimen. Para ello, la mejor fuente es el diario del ayuda de cámara de Napoleón , el fiel Louis de Marchand, publicado en 1955, en el que se dice que al Emperador se le administró (a las 5,30 de la tarde del 3 de mayo de aquel 1821) "sin su conocimiento o aprobación (...) diez granos de calomel", una dosis verdaderamente "heroica" (lo normal era una dosis de uno a dos granos) que acabó con él. Lo mismo le dijo en una carta posterior el doctor Robert Gooch al gobernador de Santa Elena, Hudson Lowe: "La acción del calomel libremente administrado fue mucho más responsable de la muerte de Napoleón que la hepatitis, el clima o el cáncer". Con razón el Emperador le pedía a su médico -aunque no se llevara bien con él- "luego de mi muerte, que presiento no muy lejana, quiero que abra mi cuerpo (...) Le recomiendo que lo observe todo cuidadosamente durante su examen".
Lo que parece indicar que Napoleón sospechaba que estaba siendo envenenado. Pero la cuestión no reside tanto en si tomó o no mayores o menores dosis de calomel, sino en si se le administró con la intención de asesinarlo, ya que también cabría la posibilidad de un error médico o de una equivocación terapéutica. Ya en su tiempo, el propio Louis de Marchand dejó escrito que "su muerte tiene todos los síntomas de un envenenamiento". Tenía razón; envenenamiento hubo, pero ¿fue provocado por la adición del Emperador, por una administración errónea fortuita o se trató de un crimen? Tras la hipótesis del asesinato planificado, cabría imaginar conspiraciones para todos los gustos achacables a los monárquicos franceses, temerosos de un nuevo retorno del Emperador; a los ingleses, empezando, ante todo, por el mismo gobernador Hudson Lowe, para ahorrarse los ocho millones de libras anuales que les costaba su reclusión; incluso a algunos de sus compañeros de la isla, deseosos de desembarazarse de sus obligaciones y de volver a casa. Y entre estos últimos, investigando con suspicacia, lo mismo puede encontrarse un culpable entre sus médicos que entre sus compañeros de apariencia más fiel. Desde luego, todo comenzó con la llegada del Emperador a Santa Elena, el domingo 15 de octubre de 1815, cuando los días del famoso prisionero de Estado empezaron a hacerse interminables. Y, desde entonces, aquel islote -descubierto el 18 de agosto de 1502, día de Santa Elena, madre de Constantino, y perdido en el Atlántico, a tres mil quinientos kilómetros de la costa brasileña y a mil novecientos de la africana, fue su prisión y, después, su sepulcro.
Porque aquel islote, según uno de los vigilantes del Emperador, era el lugar del mundo "más aislado, el más inabordable, el más difícil de atacar, el más pobre, el más insocial". Santa Elena fue desde el primer momento la tumba del Emperador. Perdida en el Atlántico Sur, el navío Northumberland había tardado setenta y dos días hasta llegar a su destino con los deportados, que tuvieron que soportar sucesivamente terribles tempestades, lluvias torrenciales y una desesperante calma chicha. Y, después, se encontraron con la desolación de la isla, permanentemente ahogada en la neblina y azotada en el verano austral por la tempestad y el viento con un ruido estremecedor. En Longwood, donde el almirante inglés Cockburn fijó la residencia del prisionero, llueve casi todos los días. Y el suelo, recalentado, transforma la lluvia en una niebla continua y malsana, que caía sobre los deportados como una losa insoportable. Y, por si fuera poco, el prisionero de Estado estaba constantemente vigilado. Según las instrucciones del gobernador, tenía que ser visto diariamente por un oficial inglés, y no podía salir de los límites asignados sin ir acompañado. En semejante ambiente aislado, vigilado, neblinoso, húmedo y sofocante, no resultan difíciles de explicar los accesos de cólera y ataques de depresión que se apoderan del prisionero, que tiranizaba a su séquito. Porque cuando el Emperador no podía conciliar el sueño, hacía llamar en plena noche a alguno de sus oficiales -que debían presentarse rápidamente y de uniforme como si estuvieran en Las Tullerías- para dictar una constante protesta.
Y con frecuencia el prisionero se mostraba insoportable y hasta grosero con las mujeres de su entorno -las señoras de Montholon y de Bertrand-, que aguantaban con resignación las impertinencias y los halagos de aquel viejo verde que años atrás había organizado los destinos de Europa. Las investigaciones más recientes hallan en el envenenamiento crónico con arsénico buena parte de los motivos de sus cambios de humor. La tesis del toxicólogo sueco Sten Forshufvud es que el asesino llegó a Santa Elena con el Emperador y se fue de allí tras su muerte; que tuvo que ser alguien muy próximo, pues debía estar con él todos los días, tener acceso a la despensa y la bodega y gozar de su confianza para inducirle a tomar determinados medicamentos que, por sistema, rechazaba... Por ejemplo, cuando el médico Antommarchi le prescribió un vomitivo, Napoleón se negó a tomarlo, exclamando airado: "¡Váyase a paseo y adminístreselo usted mismo!"... y, sin embargo, a ruegos de sus ayudantes, el mariscal Henri-Gratien Bertrand y el general Charles-Tristan Montholon, terminó tomándose el tártaro emético. Siempre según Sten Forshufvud, el arsénico tenía que mezclarse con algo que sólo consumiera el Emperador, por ejemplo su vino especial, que llegaba en barriles y se embotellaba en Santa Elena. Curiosamente, algunos de sus compañeros de destierro que recibieron una botella de ese vino como regalo, también enfermaron durante algún tiempo. La permanente alternancia de recaídas y recuperaciones del Emperador se explicaría porque cuando se encontraba muy postrado, o no bebía vino o lo consumía muy diluido en agua y, por tanto, no ingería veneno o lo hacía en dosis mínimas.
El paso de ser dueño del mundo a prisionero olvidado dio lugar a una realidad incontestable, que fue devorando internamente la personalidad del Emperador, con un continuo desgaste mayor que el producido por cien batallas. Según los testimonios de quienes le rodeaban, un profundo sentimiento de tristeza se apoderaba de él durante días enteros. Los recuerdos le asaltaban y le hundían en el abismo. Por otra parte, el pequeño mundo de su entorno se hacía irrespirable: el gobernador de la isla, es decir, su carcelero, Hudson Lowe, siempre frío, severo, reglamentarista y con no poca dosis de imbecilidad, le exasperaba; las rivalidades y envidias entre los miembros de su séquito, amplificadas por el ambiente cerrado de Longwood, le ponían frenético. En torno al Emperador, pronto se hizo evidente que sus fieles acompañantes no pensaban más que en abandonar la horrible isla. El chambelán, conde Emmanuel Las Cases, autor después del Memorial de Santa Elena, fue el primero en abandonarlo una vez que recopiló los materiales para el libro que lo hizo famoso; su defección fue muy sentida por el Emperador, que tenía en él un oyente seguro y siempre atento, que le seguía como un caniche. Muestra de las envenenadas relaciones existentes en el séquito de Napoleón es que esa intimidad originó que sus compañeros profesaran a Las Cases una indisimulada enemistad; por ejemplo, el general Gaspar Gourgaud le llama "el jesuita" en su Diario. La menor atención del Emperador a Montholon o a Bertrand descomponía a Gourgaud, que confiesa en las páginas de su manuscrito haber llorado porque el Emperador era injusto, y hasta cruel, con él.
El general Gourgaud todavía no tenía treinta y cinco años y estaba muy orgulloso de haber sido el primero en entrar en el Kremlin de Moscú y de haber salvado al Emperador matando a un cosaco que se había lanzado contra él. Sus celos hacia Montholon -que había ascendido por causas políticas gracias a los Borbones y cuyo único mérito militar era haber servido en el Estado Mayor de Berthier-, eran continuos, al tiempo que su mujer, la bella Albine, le sacaba de quicio porque, cuando advertía que la observaba Napoleón, "adelanta los pies, se ciñe el vestido al talle, trata de parecer guapa, lo que no es fácil..., abre su pañoleta y deja ver su piel arrugada". El general no soportaba, sencillamente, que la Montholon tuviera "bondades" con el Emperador, al que visitaba a veces durante la noche; y que el marido, aparentemente complaciente por admiración, ejerciera también su influencia sobre aquél. A finales de 1817, el médico irlandés, oficial del ejército británico, Barry O'Meara, que le atendió de 1815 a 1818, escribió en su último informe antes de abandonar la isla: "Dos años de inacción, un clima mortífero, habitaciones mal aireadas, bajas, un trato inaudito, el aislamiento, el abandono, todo lo que ofende al alma actúan de consuno (...) ¿Es sorprendente que haya entrado el desorden en las funciones hepáticas?..." Y cuando el doctor irlandés se fue, el prisionero se negó a recibir los cuidados de ningún otro que le enviara el gobernador, que, ante todo, vendría a ser, según pensaba, una especie de espía a su servicio.
Mientras tanto, su salud empeoraba. En el verano de 1818, Charles-Tristan de Montholon escribió a la emperatriz María Luisa: "El emperador Napoleón se muere entre los tormentos de la agonía más larga y más terrible. Sí, señora, el hombre que las leyes divinas unieron a vos por los lazos más sagrados, el que habéis visto recibir los homenajes de casi todos los soberanos de Europa, el hombre sobre cuya suerte os he visto derramar tantas lágrimas cuando se alejaba de vos, perece de la muerte más cruel, cautivo sobre esta roca en medio de los mares, a dos mil leguas de sus más caros afectos, solo, sin amigos, sin parientes, sin noticias de su mujer, sin consuelo alguno". En el mes de enero de 1819, se encontraba tan mal -se quejaba de un fuerte dolor en el costado derecho- que aceptó hacerse examinar por un amigo de O'Meara, médico a bordo del navío Conqueror, el doctor Stokoë, quien le diagnosticó una hepatitis crónica. John Stokoë se ganó una enorme reprimenda del gobernador, por haber redactado "alarmantes boletines de salud"; más aún, el desgraciado médico fue llevado ante un Consejo de Guerra por haberse atrevido a decir que el "prisionero de Estado" padecía hepatitis. Según el gobernador, en Santa Elena no se padecían esas enfermedades. A partir de entonces, y con su salud cada vez más quebrantada, el Emperador pasó otros siete meses sin médico. En abril de 1819, recibió por última vez a un visitante ilustre; se trataba de un primo de lord Liverpool -Robert Banks Jenkinson, a la sazón primer ministro británico- que, de regreso de la India, decidió conocerle; el Emperador le rogó que comunicara a Liverpool que deseaba salir de aquella isla, "nefasta" para las personas afectadas de su enfermedad; más aún, que Santa Elena era tan malsana y que las tropas de la guarnición padecían una fuerte mortalidad.
Pero en cuanto el visitante abandonó Longwood, el gobernador pudo hablar con él y tergiversar el mensaje del Emperador, asegurándole que el prisionero estaba haciendo una comedia. Y, sin embargo, Napoleón cada vez se sentía peor y comenzó a esperar con impaciencia la llegada de un médico, de un sacerdote y de dos criados. Fue el mariscal Bertrand quien los hizo llamar, en carta dirigida al cardenal Fesch, que vivía en Roma cerca de la madre del Emperador. Pero la designación no fue muy afortunada: eligieron a Francesco Antommarchi, un patólogo corso que, hasta entonces, sólo se había ocupado de cadáveres en Florencia y que, en Santa Elena, mostraría mucho más talento para la intriga que conocimientos médicos. Cuando el prisionero, al cabo de cuatro años de cautiverio, recibió aquel socorro de su familia no pudo más que entristecerse: sólo habían encontrado para él una especie de forense, obstinado en sostener hasta los últimos días que sólo padecía de una enfermedad política y en tratarle de obstrucciones intestinales, y dos curas, uno ya con un pie en la sepultura y el otro tan inculto que era "algo así como un pastor". A finales de 1819, la salud del Emperador mejoró notablemente y, con frecuencia, paseaba a caballo con Bertrand y Montholon. Pero en octubre de 1820 su situación se agravó. Según el testimonio posterior del gobernador, se encontraba mucho más pálido que la última vez que lo había visto; "en general, su fisonomía se caracteriza por un tono de palidez mórbida, que cualquier indisposición aumenta, naturalmente".
Pero no se trataba de su característica palidez, sino el efecto de su enfermedad casi terminal. No obstante, mujeriego hasta el fin, ante la ausencia de Albine de Montholon -que había dejado la isla a causa del nacimiento de una hija, la Napoleona, porque, según las malas lenguas, era hija de Bonaparte , pero que también pudo serlo de un teniente inglés de la guarnición- se encaprichó de la esposa del mariscal Bertrand, Fanny Dillon, irlandesa de origen, alta, delgada y rubia. Sentía celos de que el médico Antommarchi fuese recibido diariamente en su casa y le enfurecía la actitud digna de la irlandesa, mostrándose profundamente injusto con ella, hasta el punto de que el mariscal -que todo lo soportaba del Emperador sin quejarse jamás- pensó abandonarlo. Realmente, parece que nunca hubo relación alguna entre el médico y la esposa del mariscal, pero esas calumnias llegaban a Napoleón vía Montholon, que deseaba deshacerse de Antommarchi. El 5 de diciembre de 1820, escribió Montholon a su mujer: "La enfermedad del Emperador ha tomado un mal cariz; a su afección crónica se ha unido una patente consunción; su debilidad es tan grande que no puede realizar función vital alguna sin experimentar una fatiga extrema y, a menudo, perder el conocimiento..." Y no se trataba sólo de una gran fatiga, sino que comenzó a sufrir atrozmente. El propio Napoleón explicó su mal a sus compañeros de cautiverio: el dolor que sentía en el estómago era como el que le causaría "un cuchillo clavado que alguien se complaciera en remover".
Montholon observa luego: "desde que se ha derrumbado, paso con él todo mi tiempo; pretende que esté siempre a su lado; no quiere tomar otros remedios que los que yo le doy o le aconsejo, lo cual enloquece a su médico; sólo yo encuentro gracia cerca de él. (...) Y cuando deja la cama se siente débil, vacilante, quebrantadísimo. En enero de 1821 su estado empeoró. Sólo come "algunas rebanadas de pan mojadas en jugo de cordero asado, algunas cucharaditas de gelatina de carne y algunas ruedas de patatas fritas. Para beber sólo toma medio vaso de vino mezclado con agua. Una gota de café termina la comida". A principios de marzo, su debilidad se agudizó. El día 5 de este mes, Montholon escribía, con un detallismo casi autoinculpatorio, a su esposa Albine: "Hoy es un cadáver al que un soplo de vida anima en lo físico y en lo moral; esta maldita Santa Elena lo ha matado" (...) (Su color era de) "un amarillo que da miedo" (...) "Está en el último grado de debilidad, hundido en un abatimiento y un debilitamiento de los que nada puede sacarle Por supuesto, ni él ni sus fieles tienen esperanzas en el galeno Antommarchi, que le cuida con ignorancia -similar, por otro lado, a la de los demás médicos que le asistieron- y desapego. El emperador también se niega a que le visite el doctor inglés Arnott, que había llegado a la isla en un relevo de la guarnición; creía que iría a dar cuenta inmediatamente de su situación a su verdugo, el gobernador, para que se regocijara de su agonía.
Al final se resignó a que lo viera, pero poco es lo que ya podía hacer el inglés. De cualquier forma se terminó ganando el aprecio del Emperador, que ya no podía soportar a Antommarchi; cerca ya de su final ordenaba al mariscal Henry-Gratien Bertrand: "Bueno, que (Antommarchi) pase todo su tiempo con sus querindangas (...) pero ¡líbrenme de ese hombre que es tonto, ignorante, fatuo y sin honor!... Quiero que llamen a Arnott para que me cuide en lo sucesivo. Pónganse de acuerdo con Montholon. No quiero nada más con Antommarchi... Ya he hecho mi testamento y le lego veinte francos para que se compre una cuerda y se ahorque". Por su parte, el mariscal, para calmarle, llega a proponerle que su propia mujer lo cuide. Pero el Emperador rehúsa ante el disgusto de Bertrand, que presentía haber caído en desgracia ante su señor, a quien le debía lo que era. Debía tener cierta razón, pues en su testamento, dictado en Longwood el 15 de abril de 1821, Napoleón le legaba 400.000 francos oro -la cuarta parte de lo que dejaba a Montholon- "como prueba de mi satisfacción por los cuidados filiales que me ha prodigado durante seis años, y para indemnizarle de las pérdidas que su estancia le ha ocasionado". Al doctor Arnott, después de la redacción del testamento, le dirá que Inglaterra es la culpable de su situación: "(...) he sido asesinado lentamente con premeditación y con ensañamiento, y el infame Hudson Lowe ha sido el ejecutor de las altas obras de vuestros ministros.
.." El 30 de abril, cuando tan sólo le quedaban cinco días de vida, se despertó sobresaltado, gritando: "¡Oh, la muerte! ¡La muerte!". Se pasa las horas sumido en la inconsciencia y su estado es tan grave que el gobernador, por vez primera, advierte que el prisionero se le muere, por lo que envía a varios médicos militares a visitarle. Al advertir una posible oclusión intestinal creen que es imprescindible el empleo de un purgante y proponen que se le administre calomel. Antommarchi se opone, pero Montholon apoya a los británicos y le administran una dosis entre cinco y diez veces superior a la normal. La víspera de su muerte -el viernes, día 4 de mayo- hizo un tiempo terrible: una fuerte lluvia cayó sin cesar a la vez que un viento huracanado amenazaba con destruirlo todo, hasta el punto de que el sauce bajo el que el Emperador solía sentarse fue arrancado de cuajo. Napoleón agonizaba. Y al día siguiente -sábado, día 5 de mayo de 1821-, a las cinco y cuarenta y nueve minutos de la tarde, ante la presencia de un buen número de personas congregadas alrededor de su lecho, dejaba de existir. Desde luego, de entre los miembros del círculo más próximo al Emperador, los médicos que le asistieron -y que fueron en total cuatro mientras estuvo en Longwood- tuvieron un papel fundamental en la evolución de la enfermedad que, finalmente, acabó con su vida. El primero de ellos fue Barry O'Meara, un irlandés con experiencia médica de barcos y que, aunque no supiera remediar el mal que aquejaba al Emperador, siempre le fue leal, razón por la cual el gobernador Lowe recomendó su traslado a Londres en 1818.
Después, en tres ocasiones, le atendió el doctor inglés Stokoë, médico del Conqueror, que fue quien diagnosticó que padecía de hepatitis. Como se apuntaba antes, ello había provocado incluso su expulsión de la Marina, porque en la Santa Elena del gobernador Lowe "no había hepatitis". En 1819 llegó de Italia el médico corso Antommarchi, que había estudiado en Pisa y Florencia y que, como forense, entendía más de cadáveres que de enfermos. En sus últimas semanas de vida, quien lo visitará será el médico naval inglés Arnott. Se ha sugerido que aquellos médicos, poco expertos en la enfermedad del prisionero, intentaron calmarle y reanimarle con dosis cada vez mayores del fatal arsénico. No sería, por tanto, necesario acudir a una intencionalidad asesina para atribuirle su envenenamiento; ya se ha dicho que el arsénico y el mercurio -utilizado en la famosa Solución Fowler- y hasta la misma estricnina, se usaban como estimulantes y tónicos. Esta posibilidad se refuerza si se tiene en cuenta la dependencia que tales agentes ocasionaban... Esta tesis no parece sostenerse: existe una pormenorizada información sobre cuanto tomaba o no el Emperador y, tal como ya se ha dicho, su resistencia a ingerir cualquier pócima; en una ocasión le reprendía a Antommarchi: "Guárdese sus medicinas; no quiero tener dos enfermedades, la que ya tengo y la que usted me provocará"... Es decir, si alguno de los médicos hubiera empleado arsénico, habría quedado algún testimonio escrito. Por otro lado, hubiera debido ser una conducta unánime, pues Napoleón estuvo siendo envenenado desde 1815 hasta su muerte.
Pero la gran cuestión es si se trató de un asesinato por medio de un plan bien trazado para causarle lentamente la muerte, de modo que pareciese natural o si, por el contrario, tenía el hábito de tomar arsénico para superar la depresión que padecía y esa adición acabó por causarle la muerte. La presencia de arsénico resulta evidente. Puede explicar que su cuerpo se conservara perfectamente cuando fue exhumado en 1840 para su entierro definitivo en los Inválidos, mientras que su ropa estaba destruida parcialmente por el moho. Su progresiva obesidad también se justifica por la toxicidad del arsénico (el llamado Síndrome de Froehlich, con distrofia adiposo-genital, caracterizada por un tipo específico de obesidad e hipogenitalismo). Ante todos los hechos enumerados -y hay más- hoy nadie niega que Napoleón tenía gran cantidad de arsénico en su cuerpo cuando murió, pero eso no significa necesariamente que fuera asesinado: el arsénico se usaba como una droga que, en pequeñas dosis, daba a su usuario un sentimiento de fuerza y de vigor; el problema es que causaba dependencia y deterioro físico en las personas que lo consumían habitualmente. El arsénico también se ingería con fines terapéuticos, aunque, en el caso de Napoleón, su mezcla con el calomel, suministrado contra el estreñimiento y con vomitivos y con agua de cebada condimentada con almendras amargas, tendría consecuencias fatales al actuar en el estómago como un cianuro de mercurio.
La ingestión de arsénico por parte de Napoleón en los depresivos años de estancia en Santa Elena está perfectamente comprobada, pero parece sumamente improbable que lo tomara por su propia voluntad, pues es notorio su rechazo a todo tipo de drogas y pócimas y, además, no aparece tal dato en las numerosas memorias de ninguno de sus compañeros de destierro, ni en los detallados relatos médicos existentes sobre su enfermedad. Desde el momento que se ha comprobado que el arsénico acabó con la vida de Bonaparte, numerosos investigadores se han obsesionado por hallar tanto al asesino que se lo administró como al inductor del crimen. Para ello, la mejor fuente es el diario del ayuda de cámara de Napoleón , el fiel Louis de Marchand, publicado en 1955, en el que se dice que al Emperador se le administró (a las 5,30 de la tarde del 3 de mayo de aquel 1821) "sin su conocimiento o aprobación (...) diez granos de calomel", una dosis verdaderamente "heroica" (lo normal era una dosis de uno a dos granos) que acabó con él. Lo mismo le dijo en una carta posterior el doctor Robert Gooch al gobernador de Santa Elena, Hudson Lowe: "La acción del calomel libremente administrado fue mucho más responsable de la muerte de Napoleón que la hepatitis, el clima o el cáncer". Con razón el Emperador le pedía a su médico -aunque no se llevara bien con él- "luego de mi muerte, que presiento no muy lejana, quiero que abra mi cuerpo (...) Le recomiendo que lo observe todo cuidadosamente durante su examen".
Lo que parece indicar que Napoleón sospechaba que estaba siendo envenenado. Pero la cuestión no reside tanto en si tomó o no mayores o menores dosis de calomel, sino en si se le administró con la intención de asesinarlo, ya que también cabría la posibilidad de un error médico o de una equivocación terapéutica. Ya en su tiempo, el propio Louis de Marchand dejó escrito que "su muerte tiene todos los síntomas de un envenenamiento". Tenía razón; envenenamiento hubo, pero ¿fue provocado por la adición del Emperador, por una administración errónea fortuita o se trató de un crimen? Tras la hipótesis del asesinato planificado, cabría imaginar conspiraciones para todos los gustos achacables a los monárquicos franceses, temerosos de un nuevo retorno del Emperador; a los ingleses, empezando, ante todo, por el mismo gobernador Hudson Lowe, para ahorrarse los ocho millones de libras anuales que les costaba su reclusión; incluso a algunos de sus compañeros de la isla, deseosos de desembarazarse de sus obligaciones y de volver a casa. Y entre estos últimos, investigando con suspicacia, lo mismo puede encontrarse un culpable entre sus médicos que entre sus compañeros de apariencia más fiel. Desde luego, todo comenzó con la llegada del Emperador a Santa Elena, el domingo 15 de octubre de 1815, cuando los días del famoso prisionero de Estado empezaron a hacerse interminables. Y, desde entonces, aquel islote -descubierto el 18 de agosto de 1502, día de Santa Elena, madre de Constantino, y perdido en el Atlántico, a tres mil quinientos kilómetros de la costa brasileña y a mil novecientos de la africana, fue su prisión y, después, su sepulcro.
Porque aquel islote, según uno de los vigilantes del Emperador, era el lugar del mundo "más aislado, el más inabordable, el más difícil de atacar, el más pobre, el más insocial". Santa Elena fue desde el primer momento la tumba del Emperador. Perdida en el Atlántico Sur, el navío Northumberland había tardado setenta y dos días hasta llegar a su destino con los deportados, que tuvieron que soportar sucesivamente terribles tempestades, lluvias torrenciales y una desesperante calma chicha. Y, después, se encontraron con la desolación de la isla, permanentemente ahogada en la neblina y azotada en el verano austral por la tempestad y el viento con un ruido estremecedor. En Longwood, donde el almirante inglés Cockburn fijó la residencia del prisionero, llueve casi todos los días. Y el suelo, recalentado, transforma la lluvia en una niebla continua y malsana, que caía sobre los deportados como una losa insoportable. Y, por si fuera poco, el prisionero de Estado estaba constantemente vigilado. Según las instrucciones del gobernador, tenía que ser visto diariamente por un oficial inglés, y no podía salir de los límites asignados sin ir acompañado. En semejante ambiente aislado, vigilado, neblinoso, húmedo y sofocante, no resultan difíciles de explicar los accesos de cólera y ataques de depresión que se apoderan del prisionero, que tiranizaba a su séquito. Porque cuando el Emperador no podía conciliar el sueño, hacía llamar en plena noche a alguno de sus oficiales -que debían presentarse rápidamente y de uniforme como si estuvieran en Las Tullerías- para dictar una constante protesta.
Y con frecuencia el prisionero se mostraba insoportable y hasta grosero con las mujeres de su entorno -las señoras de Montholon y de Bertrand-, que aguantaban con resignación las impertinencias y los halagos de aquel viejo verde que años atrás había organizado los destinos de Europa. Las investigaciones más recientes hallan en el envenenamiento crónico con arsénico buena parte de los motivos de sus cambios de humor. La tesis del toxicólogo sueco Sten Forshufvud es que el asesino llegó a Santa Elena con el Emperador y se fue de allí tras su muerte; que tuvo que ser alguien muy próximo, pues debía estar con él todos los días, tener acceso a la despensa y la bodega y gozar de su confianza para inducirle a tomar determinados medicamentos que, por sistema, rechazaba... Por ejemplo, cuando el médico Antommarchi le prescribió un vomitivo, Napoleón se negó a tomarlo, exclamando airado: "¡Váyase a paseo y adminístreselo usted mismo!"... y, sin embargo, a ruegos de sus ayudantes, el mariscal Henri-Gratien Bertrand y el general Charles-Tristan Montholon, terminó tomándose el tártaro emético. Siempre según Sten Forshufvud, el arsénico tenía que mezclarse con algo que sólo consumiera el Emperador, por ejemplo su vino especial, que llegaba en barriles y se embotellaba en Santa Elena. Curiosamente, algunos de sus compañeros de destierro que recibieron una botella de ese vino como regalo, también enfermaron durante algún tiempo. La permanente alternancia de recaídas y recuperaciones del Emperador se explicaría porque cuando se encontraba muy postrado, o no bebía vino o lo consumía muy diluido en agua y, por tanto, no ingería veneno o lo hacía en dosis mínimas.
El paso de ser dueño del mundo a prisionero olvidado dio lugar a una realidad incontestable, que fue devorando internamente la personalidad del Emperador, con un continuo desgaste mayor que el producido por cien batallas. Según los testimonios de quienes le rodeaban, un profundo sentimiento de tristeza se apoderaba de él durante días enteros. Los recuerdos le asaltaban y le hundían en el abismo. Por otra parte, el pequeño mundo de su entorno se hacía irrespirable: el gobernador de la isla, es decir, su carcelero, Hudson Lowe, siempre frío, severo, reglamentarista y con no poca dosis de imbecilidad, le exasperaba; las rivalidades y envidias entre los miembros de su séquito, amplificadas por el ambiente cerrado de Longwood, le ponían frenético. En torno al Emperador, pronto se hizo evidente que sus fieles acompañantes no pensaban más que en abandonar la horrible isla. El chambelán, conde Emmanuel Las Cases, autor después del Memorial de Santa Elena, fue el primero en abandonarlo una vez que recopiló los materiales para el libro que lo hizo famoso; su defección fue muy sentida por el Emperador, que tenía en él un oyente seguro y siempre atento, que le seguía como un caniche. Muestra de las envenenadas relaciones existentes en el séquito de Napoleón es que esa intimidad originó que sus compañeros profesaran a Las Cases una indisimulada enemistad; por ejemplo, el general Gaspar Gourgaud le llama "el jesuita" en su Diario. La menor atención del Emperador a Montholon o a Bertrand descomponía a Gourgaud, que confiesa en las páginas de su manuscrito haber llorado porque el Emperador era injusto, y hasta cruel, con él.
El general Gourgaud todavía no tenía treinta y cinco años y estaba muy orgulloso de haber sido el primero en entrar en el Kremlin de Moscú y de haber salvado al Emperador matando a un cosaco que se había lanzado contra él. Sus celos hacia Montholon -que había ascendido por causas políticas gracias a los Borbones y cuyo único mérito militar era haber servido en el Estado Mayor de Berthier-, eran continuos, al tiempo que su mujer, la bella Albine, le sacaba de quicio porque, cuando advertía que la observaba Napoleón, "adelanta los pies, se ciñe el vestido al talle, trata de parecer guapa, lo que no es fácil..., abre su pañoleta y deja ver su piel arrugada". El general no soportaba, sencillamente, que la Montholon tuviera "bondades" con el Emperador, al que visitaba a veces durante la noche; y que el marido, aparentemente complaciente por admiración, ejerciera también su influencia sobre aquél. A finales de 1817, el médico irlandés, oficial del ejército británico, Barry O'Meara, que le atendió de 1815 a 1818, escribió en su último informe antes de abandonar la isla: "Dos años de inacción, un clima mortífero, habitaciones mal aireadas, bajas, un trato inaudito, el aislamiento, el abandono, todo lo que ofende al alma actúan de consuno (...) ¿Es sorprendente que haya entrado el desorden en las funciones hepáticas?..." Y cuando el doctor irlandés se fue, el prisionero se negó a recibir los cuidados de ningún otro que le enviara el gobernador, que, ante todo, vendría a ser, según pensaba, una especie de espía a su servicio.
Mientras tanto, su salud empeoraba. En el verano de 1818, Charles-Tristan de Montholon escribió a la emperatriz María Luisa: "El emperador Napoleón se muere entre los tormentos de la agonía más larga y más terrible. Sí, señora, el hombre que las leyes divinas unieron a vos por los lazos más sagrados, el que habéis visto recibir los homenajes de casi todos los soberanos de Europa, el hombre sobre cuya suerte os he visto derramar tantas lágrimas cuando se alejaba de vos, perece de la muerte más cruel, cautivo sobre esta roca en medio de los mares, a dos mil leguas de sus más caros afectos, solo, sin amigos, sin parientes, sin noticias de su mujer, sin consuelo alguno". En el mes de enero de 1819, se encontraba tan mal -se quejaba de un fuerte dolor en el costado derecho- que aceptó hacerse examinar por un amigo de O'Meara, médico a bordo del navío Conqueror, el doctor Stokoë, quien le diagnosticó una hepatitis crónica. John Stokoë se ganó una enorme reprimenda del gobernador, por haber redactado "alarmantes boletines de salud"; más aún, el desgraciado médico fue llevado ante un Consejo de Guerra por haberse atrevido a decir que el "prisionero de Estado" padecía hepatitis. Según el gobernador, en Santa Elena no se padecían esas enfermedades. A partir de entonces, y con su salud cada vez más quebrantada, el Emperador pasó otros siete meses sin médico. En abril de 1819, recibió por última vez a un visitante ilustre; se trataba de un primo de lord Liverpool -Robert Banks Jenkinson, a la sazón primer ministro británico- que, de regreso de la India, decidió conocerle; el Emperador le rogó que comunicara a Liverpool que deseaba salir de aquella isla, "nefasta" para las personas afectadas de su enfermedad; más aún, que Santa Elena era tan malsana y que las tropas de la guarnición padecían una fuerte mortalidad.
Pero en cuanto el visitante abandonó Longwood, el gobernador pudo hablar con él y tergiversar el mensaje del Emperador, asegurándole que el prisionero estaba haciendo una comedia. Y, sin embargo, Napoleón cada vez se sentía peor y comenzó a esperar con impaciencia la llegada de un médico, de un sacerdote y de dos criados. Fue el mariscal Bertrand quien los hizo llamar, en carta dirigida al cardenal Fesch, que vivía en Roma cerca de la madre del Emperador. Pero la designación no fue muy afortunada: eligieron a Francesco Antommarchi, un patólogo corso que, hasta entonces, sólo se había ocupado de cadáveres en Florencia y que, en Santa Elena, mostraría mucho más talento para la intriga que conocimientos médicos. Cuando el prisionero, al cabo de cuatro años de cautiverio, recibió aquel socorro de su familia no pudo más que entristecerse: sólo habían encontrado para él una especie de forense, obstinado en sostener hasta los últimos días que sólo padecía de una enfermedad política y en tratarle de obstrucciones intestinales, y dos curas, uno ya con un pie en la sepultura y el otro tan inculto que era "algo así como un pastor". A finales de 1819, la salud del Emperador mejoró notablemente y, con frecuencia, paseaba a caballo con Bertrand y Montholon. Pero en octubre de 1820 su situación se agravó. Según el testimonio posterior del gobernador, se encontraba mucho más pálido que la última vez que lo había visto; "en general, su fisonomía se caracteriza por un tono de palidez mórbida, que cualquier indisposición aumenta, naturalmente".
Pero no se trataba de su característica palidez, sino el efecto de su enfermedad casi terminal. No obstante, mujeriego hasta el fin, ante la ausencia de Albine de Montholon -que había dejado la isla a causa del nacimiento de una hija, la Napoleona, porque, según las malas lenguas, era hija de Bonaparte , pero que también pudo serlo de un teniente inglés de la guarnición- se encaprichó de la esposa del mariscal Bertrand, Fanny Dillon, irlandesa de origen, alta, delgada y rubia. Sentía celos de que el médico Antommarchi fuese recibido diariamente en su casa y le enfurecía la actitud digna de la irlandesa, mostrándose profundamente injusto con ella, hasta el punto de que el mariscal -que todo lo soportaba del Emperador sin quejarse jamás- pensó abandonarlo. Realmente, parece que nunca hubo relación alguna entre el médico y la esposa del mariscal, pero esas calumnias llegaban a Napoleón vía Montholon, que deseaba deshacerse de Antommarchi. El 5 de diciembre de 1820, escribió Montholon a su mujer: "La enfermedad del Emperador ha tomado un mal cariz; a su afección crónica se ha unido una patente consunción; su debilidad es tan grande que no puede realizar función vital alguna sin experimentar una fatiga extrema y, a menudo, perder el conocimiento..." Y no se trataba sólo de una gran fatiga, sino que comenzó a sufrir atrozmente. El propio Napoleón explicó su mal a sus compañeros de cautiverio: el dolor que sentía en el estómago era como el que le causaría "un cuchillo clavado que alguien se complaciera en remover".
Montholon observa luego: "desde que se ha derrumbado, paso con él todo mi tiempo; pretende que esté siempre a su lado; no quiere tomar otros remedios que los que yo le doy o le aconsejo, lo cual enloquece a su médico; sólo yo encuentro gracia cerca de él. (...) Y cuando deja la cama se siente débil, vacilante, quebrantadísimo. En enero de 1821 su estado empeoró. Sólo come "algunas rebanadas de pan mojadas en jugo de cordero asado, algunas cucharaditas de gelatina de carne y algunas ruedas de patatas fritas. Para beber sólo toma medio vaso de vino mezclado con agua. Una gota de café termina la comida". A principios de marzo, su debilidad se agudizó. El día 5 de este mes, Montholon escribía, con un detallismo casi autoinculpatorio, a su esposa Albine: "Hoy es un cadáver al que un soplo de vida anima en lo físico y en lo moral; esta maldita Santa Elena lo ha matado" (...) (Su color era de) "un amarillo que da miedo" (...) "Está en el último grado de debilidad, hundido en un abatimiento y un debilitamiento de los que nada puede sacarle Por supuesto, ni él ni sus fieles tienen esperanzas en el galeno Antommarchi, que le cuida con ignorancia -similar, por otro lado, a la de los demás médicos que le asistieron- y desapego. El emperador también se niega a que le visite el doctor inglés Arnott, que había llegado a la isla en un relevo de la guarnición; creía que iría a dar cuenta inmediatamente de su situación a su verdugo, el gobernador, para que se regocijara de su agonía.
Al final se resignó a que lo viera, pero poco es lo que ya podía hacer el inglés. De cualquier forma se terminó ganando el aprecio del Emperador, que ya no podía soportar a Antommarchi; cerca ya de su final ordenaba al mariscal Henry-Gratien Bertrand: "Bueno, que (Antommarchi) pase todo su tiempo con sus querindangas (...) pero ¡líbrenme de ese hombre que es tonto, ignorante, fatuo y sin honor!... Quiero que llamen a Arnott para que me cuide en lo sucesivo. Pónganse de acuerdo con Montholon. No quiero nada más con Antommarchi... Ya he hecho mi testamento y le lego veinte francos para que se compre una cuerda y se ahorque". Por su parte, el mariscal, para calmarle, llega a proponerle que su propia mujer lo cuide. Pero el Emperador rehúsa ante el disgusto de Bertrand, que presentía haber caído en desgracia ante su señor, a quien le debía lo que era. Debía tener cierta razón, pues en su testamento, dictado en Longwood el 15 de abril de 1821, Napoleón le legaba 400.000 francos oro -la cuarta parte de lo que dejaba a Montholon- "como prueba de mi satisfacción por los cuidados filiales que me ha prodigado durante seis años, y para indemnizarle de las pérdidas que su estancia le ha ocasionado". Al doctor Arnott, después de la redacción del testamento, le dirá que Inglaterra es la culpable de su situación: "(...) he sido asesinado lentamente con premeditación y con ensañamiento, y el infame Hudson Lowe ha sido el ejecutor de las altas obras de vuestros ministros.
.." El 30 de abril, cuando tan sólo le quedaban cinco días de vida, se despertó sobresaltado, gritando: "¡Oh, la muerte! ¡La muerte!". Se pasa las horas sumido en la inconsciencia y su estado es tan grave que el gobernador, por vez primera, advierte que el prisionero se le muere, por lo que envía a varios médicos militares a visitarle. Al advertir una posible oclusión intestinal creen que es imprescindible el empleo de un purgante y proponen que se le administre calomel. Antommarchi se opone, pero Montholon apoya a los británicos y le administran una dosis entre cinco y diez veces superior a la normal. La víspera de su muerte -el viernes, día 4 de mayo- hizo un tiempo terrible: una fuerte lluvia cayó sin cesar a la vez que un viento huracanado amenazaba con destruirlo todo, hasta el punto de que el sauce bajo el que el Emperador solía sentarse fue arrancado de cuajo. Napoleón agonizaba. Y al día siguiente -sábado, día 5 de mayo de 1821-, a las cinco y cuarenta y nueve minutos de la tarde, ante la presencia de un buen número de personas congregadas alrededor de su lecho, dejaba de existir. Desde luego, de entre los miembros del círculo más próximo al Emperador, los médicos que le asistieron -y que fueron en total cuatro mientras estuvo en Longwood- tuvieron un papel fundamental en la evolución de la enfermedad que, finalmente, acabó con su vida. El primero de ellos fue Barry O'Meara, un irlandés con experiencia médica de barcos y que, aunque no supiera remediar el mal que aquejaba al Emperador, siempre le fue leal, razón por la cual el gobernador Lowe recomendó su traslado a Londres en 1818.
Después, en tres ocasiones, le atendió el doctor inglés Stokoë, médico del Conqueror, que fue quien diagnosticó que padecía de hepatitis. Como se apuntaba antes, ello había provocado incluso su expulsión de la Marina, porque en la Santa Elena del gobernador Lowe "no había hepatitis". En 1819 llegó de Italia el médico corso Antommarchi, que había estudiado en Pisa y Florencia y que, como forense, entendía más de cadáveres que de enfermos. En sus últimas semanas de vida, quien lo visitará será el médico naval inglés Arnott. Se ha sugerido que aquellos médicos, poco expertos en la enfermedad del prisionero, intentaron calmarle y reanimarle con dosis cada vez mayores del fatal arsénico. No sería, por tanto, necesario acudir a una intencionalidad asesina para atribuirle su envenenamiento; ya se ha dicho que el arsénico y el mercurio -utilizado en la famosa Solución Fowler- y hasta la misma estricnina, se usaban como estimulantes y tónicos. Esta posibilidad se refuerza si se tiene en cuenta la dependencia que tales agentes ocasionaban... Esta tesis no parece sostenerse: existe una pormenorizada información sobre cuanto tomaba o no el Emperador y, tal como ya se ha dicho, su resistencia a ingerir cualquier pócima; en una ocasión le reprendía a Antommarchi: "Guárdese sus medicinas; no quiero tener dos enfermedades, la que ya tengo y la que usted me provocará"... Es decir, si alguno de los médicos hubiera empleado arsénico, habría quedado algún testimonio escrito. Por otro lado, hubiera debido ser una conducta unánime, pues Napoleón estuvo siendo envenenado desde 1815 hasta su muerte.