Comercio y finanzas en el XVIII
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Datos principales
Rango
España de los Borbones
Desarrollo
En la búsqueda del deseado fomento económico , el comercio ocupó entre los gobernantes una posición de primera línea puesto que para muchos representaba la medida del progreso económico de la nación: el estado de las fuerzas productivas de la monarquía tenía en el tráfico mercantil el mejor barómetro. El esperado aumento de la producción agraria e industrial se vinculó a la posibilidad de conseguir nuevos mercados. Y aún más: la política internacional no sólo era el mantenimiento formal de los oropeles dinásticos, sino una manera de conseguir que la economía nacional se fortaleciese a través de buenos tratados comerciales. Los esfuerzos por promover la actividad mercantil estaban justificados en la mentalidad de unas autoridades fuertemente influenciadas por la idea de conseguir una balanza comercial favorable a España. La creación de juntas de comercio y consulados, el reforzamiento de la Junta General de Comercio, el impulso para la creación de compañías privilegiadas o los decretos de libertad de comercio con América , fueron otros tantos ejemplos de una política sinceramente preocupada por la reactivación comercial. La tarea no era fácil. Las condiciones generales de la economía y la sociedad española no eran ciertamente las más idóneas para auspiciar la eficaz articulación de un mercado interior que ayudara a dinamizar el comercio hispano. Sin embargo, parece evidente que el incremento de la población , la agricultura y la industria, unido a una coyuntura económica bonancible en el contexto internacional, provocaron un aumento considerable de los intercambios tanto en el ámbito interior como exterior, este último principal preocupación de unas autoridades sabedoras de que en las colonias estaba la principal fuente de riqueza de la Corona.
El comercio interior de España, esto es, de una provincia a otra, es bien poca cosa. Esta sentencia del francés Alexandre de Laborde a principios del XIX, era una expresión bastante certera para describir el mercado interior español durante la centuria ilustrada. En efecto, el radio habitual de los intercambios en poco superaba el ámbito local o comarcal a través de los mercados y ferias que por doquier se celebraban. El autoconsumo campesino era elevado puesto que los hombres del campo se abastecían alimentariamente, producían parte de su propia vestimenta y la mayoría de los utensilios de trabajo o del hogar. Y lo poco que no era de elaboración propia, lo compraban a los artesanos locales. Además, las clases productoras tenían poca capacidad de consumo después de saldar sus cuentas con los señores , la Iglesia o el Estado . Y las rentas acumuladas por los poderosos tampoco representaron un tirón definitivo para el consumo. En estas circunstancias, el conjunto de la demanda nacional vivía en una situación de relativo aletargamiento respecto a lo que ocurría en otros países europeos. La penuria de la mayoría de los españoles y la desigual distribución de la propiedad y la renta, era los problemas centrales para elevar la demanda y el consumo. A estos principales inconvenientes, se unía una serie de estorbos que dificultaban la articulación del mercado interior.
Inconvenientes a los que las autoridades borbónicas trataron de poner remedio aun a sabiendas de que se topaban con los intereses corporativos y con la necesidad de movilizar unos recursos que la hacienda real no tenía. En cuanto a las facilidades para la libre circulación de productos, los gobernantes pusieron su empeño en eliminar las aduanas interiores entre los antiguos reinos, objetivo conseguido desde 1717 con la única excepción del caso vasco. Sin embargo, no tuvieron tanto éxito con los peajes interiores (portazgos, pontazgos y barcajes) que siguieron prácticamente intocados al estar buena parte de ellos en manos de la nobleza titulada. En 1757 se procedió a la anulación de los derechos de rentas generales que gravaban las mercancías con el objetivo de incentivar la libertad de su tráfico. En 1765 se decretaba la abolición de la tasa del grano con la intención de agilizar el tráfico de cereales. A pesar de estos esfuerzos, la práctica del comercio prosiguió fuertemente reglamentada durante el siglo por el Estado, los gremios y las autoridades locales . Así, por ejemplo, la hacienda pública continuó manteniendo por razones fiscales una serie de estancos en régimen de monopolio, entre los que destacaban el tabaco y la sal. Finalmente, debe recordarse asimismo la deficiente situación en la que se encontraba el transporte, pieza vital en todo intento de incrementar las fuerzas productivas nacionales.
En este sentido, tras unos primeros esfuerzos en la primera mitad del siglo (el puerto de Guadarrama, la carretera de Burgos a Santander por Reinosa), fue en tiempos de Carlos III cuando los planes viarios tomaron un impulso definitivo a través de un modelo radial que pretendía unir Madrid con las principales capitales, llegándose a construir unos 1.200 kilómetros. También se iniciaron una serie de carreteras interregionales y se emprendió la construcción de más de 700 puentes, de numerosos canales dedicados a estimular la comercialización agraria (Manzanares, Imperial de Aragón, Castilla) y el arreglo de bastantes puertos marítimos (Valencia, Bilbao, Barcelona ) por los que navegó una flota mercante que llegó a alcanzar unas 175.000 toneladas, su nivel más alto desde los mejores años del Quinientos. Todos estos esfuerzos tuvieron una relativa recompensa. Las manufacturas catalanas se extendieron por muchos rincones de la geografía hispana; la lencería gallega cruzó los campos de buena parte de Castilla; la sedería valenciana rebasó asiduamente los límites de su región; la lana castellana continuó la ruta del Cantábrico hasta tierras europeas; el pescado capturado con las artes de arrastre surtió el litoral y el interior; la siderurgia vasca encontró su salvaguarda en el propio mercado español. A pesar de las deficiencias estructurales comentadas, el comercio interior aumentó durante el siglo. Sin embargo, la mayor densidad de los intercambios no consiguió dar una mejor articulación al mercado interior hasta convertirlo en un verdadero mercado nacional.
El comercio interior de España, esto es, de una provincia a otra, es bien poca cosa. Esta sentencia del francés Alexandre de Laborde a principios del XIX, era una expresión bastante certera para describir el mercado interior español durante la centuria ilustrada. En efecto, el radio habitual de los intercambios en poco superaba el ámbito local o comarcal a través de los mercados y ferias que por doquier se celebraban. El autoconsumo campesino era elevado puesto que los hombres del campo se abastecían alimentariamente, producían parte de su propia vestimenta y la mayoría de los utensilios de trabajo o del hogar. Y lo poco que no era de elaboración propia, lo compraban a los artesanos locales. Además, las clases productoras tenían poca capacidad de consumo después de saldar sus cuentas con los señores , la Iglesia o el Estado . Y las rentas acumuladas por los poderosos tampoco representaron un tirón definitivo para el consumo. En estas circunstancias, el conjunto de la demanda nacional vivía en una situación de relativo aletargamiento respecto a lo que ocurría en otros países europeos. La penuria de la mayoría de los españoles y la desigual distribución de la propiedad y la renta, era los problemas centrales para elevar la demanda y el consumo. A estos principales inconvenientes, se unía una serie de estorbos que dificultaban la articulación del mercado interior.
Inconvenientes a los que las autoridades borbónicas trataron de poner remedio aun a sabiendas de que se topaban con los intereses corporativos y con la necesidad de movilizar unos recursos que la hacienda real no tenía. En cuanto a las facilidades para la libre circulación de productos, los gobernantes pusieron su empeño en eliminar las aduanas interiores entre los antiguos reinos, objetivo conseguido desde 1717 con la única excepción del caso vasco. Sin embargo, no tuvieron tanto éxito con los peajes interiores (portazgos, pontazgos y barcajes) que siguieron prácticamente intocados al estar buena parte de ellos en manos de la nobleza titulada. En 1757 se procedió a la anulación de los derechos de rentas generales que gravaban las mercancías con el objetivo de incentivar la libertad de su tráfico. En 1765 se decretaba la abolición de la tasa del grano con la intención de agilizar el tráfico de cereales. A pesar de estos esfuerzos, la práctica del comercio prosiguió fuertemente reglamentada durante el siglo por el Estado, los gremios y las autoridades locales . Así, por ejemplo, la hacienda pública continuó manteniendo por razones fiscales una serie de estancos en régimen de monopolio, entre los que destacaban el tabaco y la sal. Finalmente, debe recordarse asimismo la deficiente situación en la que se encontraba el transporte, pieza vital en todo intento de incrementar las fuerzas productivas nacionales.
En este sentido, tras unos primeros esfuerzos en la primera mitad del siglo (el puerto de Guadarrama, la carretera de Burgos a Santander por Reinosa), fue en tiempos de Carlos III cuando los planes viarios tomaron un impulso definitivo a través de un modelo radial que pretendía unir Madrid con las principales capitales, llegándose a construir unos 1.200 kilómetros. También se iniciaron una serie de carreteras interregionales y se emprendió la construcción de más de 700 puentes, de numerosos canales dedicados a estimular la comercialización agraria (Manzanares, Imperial de Aragón, Castilla) y el arreglo de bastantes puertos marítimos (Valencia, Bilbao, Barcelona ) por los que navegó una flota mercante que llegó a alcanzar unas 175.000 toneladas, su nivel más alto desde los mejores años del Quinientos. Todos estos esfuerzos tuvieron una relativa recompensa. Las manufacturas catalanas se extendieron por muchos rincones de la geografía hispana; la lencería gallega cruzó los campos de buena parte de Castilla; la sedería valenciana rebasó asiduamente los límites de su región; la lana castellana continuó la ruta del Cantábrico hasta tierras europeas; el pescado capturado con las artes de arrastre surtió el litoral y el interior; la siderurgia vasca encontró su salvaguarda en el propio mercado español. A pesar de las deficiencias estructurales comentadas, el comercio interior aumentó durante el siglo. Sin embargo, la mayor densidad de los intercambios no consiguió dar una mejor articulación al mercado interior hasta convertirlo en un verdadero mercado nacional.