El fracaso del reformismo de Olivares
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Austrias Menores
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Ante la imposibilidad de comprometer a los reinos periféricos en la salvaguardia del prestigio internacional de la monarquía, cada vez más contestado por las potencias europeas , con los ingresos ordinarios de la hacienda real hipotecados a causa de los juros y las sumas que restan libres consignadas por adelantado, con préstamos de los asentistas genoveses por valor de 6.612.000 ducados de plata y con una tasa de inflación en Castilla superior al 13 por ciento a consecuencia de la acuñación de veinte millones de ducados entre 1621 y 1626, lo que además ha supuesto una desvalorización de la moneda de cobre respecto de la de plata del 34 por ciento, a Olivares sólo le queda el recurso de promulgar una nueva suspensión de pagos (31 de enero de 1627), de la que se exime a los Fugger viejos y a Octavio Centurione. Pero en tanto que se arbitra la solución definitiva de la quiebra, el monarca promulga el 27 de marzo de 1627 un decreto reduciendo el valor facial de la moneda de vellón a su valor intrínseco, encargando a los genoveses la operación de recibir de los particulares dicha moneda al 5 por ciento de interés y de entregarles a cambio moneda de plata, pero sólo por el 80 por ciento de su importe y al cabo de cuatro años. Esta medida tropezará, sin embargo, con el rechazo de las oligarquías urbanas y del Consejo de Castilla , haciendo muy difícil su ejecución en un momento en que, por otra parte, la Corona mantiene negociaciones con los asentistas afectados por la suspensión de pagos para acordar las compensaciones que deben recibir.
Tras arduas polémicas, y no sin reticencias, los hombres de negocios han de conformarse, según lo establecido en el Medio General, sancionado el 17 de septiembre de 1627, con que el importe de sus créditos (6.612.000 ducados de plata) sea cancelado con juros situados en los servicios de millones, después de ser transformado en vellón con el 34 por ciento de premio, lo que les suponía perder entre 1.500.000 ó 2.000.000 de ducados. Esto explica las dificultades que encontró Olivares para conseguir nuevos préstamos, aunque obtenga su propósito a comienzos de 1628, fecha a partir de la cual los asentistas portugueses empiezan a sustituir a las firmas genovesas. Con todo, es preciso también que las Cortes se avengan a conceder un nuevo servicio de dieciocho millones de ducados en seis años, aun a costa de sacrificar el programa reformista , como así sucede, pues Felipe IV se ve obligado a suspender la retirada o consumo de la moneda de vellón, a levantar la prohibición decretada en 1623 contra las importaciones de manufacturas extranjeras con la finalidad de abaratar los precios y a abandonar el proyecto de los Erarios y Montes de Piedad. Entre 1629 y 1631 las urgencias financieras se hacen cada vez más imperiosas, mientras Castilla se hunde en una profunda crisis económica que afecta por igual a la agricultura -malas cosechas y reconversión del cultivo de cereales por la vida-, la ganadería, la industria y el comercio, sin que los planes diseñados por el valido en orden al fomento de la economía y al crecimiento demográfico obtuvieran éxitos duraderos.
Ante la imposibilidad de cargar con nuevas contribuciones a los castellanos el monarca remite a los consejos el 2 de noviembre de 1629 una orden para que estudien la manera de aumentar las rentas y reducir los gastos. El resultado será la ejecución de varias propuestas para obtener el dinero con que costear las campañas militares en Europa , y que van desde el secuestro de las remesas de plata con destino a los particulares en calidad de préstamo forzoso y la creación de nuevos impuestos (papel sellado, estanco de la sal y del tabaco), hasta la rebaja al 4 por ciento del interés devengado por los juros, la retención de un 5 por ciento de todos los ingresos procedentes de mercedes y encomiendas, o el cobro de la media anata de los sueldos del primer año a todas las personas que tomasen posesión de un cargo. Tales expedientes suscitaron vivas protestas, en especial la implantación del estanco de la sal creado en 3 de enero de 1631, previa abolición del servicio de millones. Para el Conde-Duque era evidente que el cambio beneficiaría a las grandes regiones cerealistas y viticultoras de Castilla y Andalucía, las más afectadas hasta entonces por la presión fiscal, pero en el norte de España, donde la demanda de sal para la alimentación del ganado y la salazón de pescado era considerable, este tributo resultaba muy gravoso. Con todo, las primeras manifestaciones en contra del impuesto procedieron del clero , que veía en peligro su inmunidad fiscal al tener que pagar la sal al mismo precio que lo hacían los seglares.
Esta actitud, que provocó serios enfrentamientos entre Madrid y la Santa Sede, cuando además se solicitaba del Pontífice la concesión de un servicio extraordinario de la Iglesia española, se extenderá al País Vasco, donde el 24 de septiembre de 1631 se producen altercados violentos contra la oligarquía gobernante por no defender con firmeza los fueros. La protesta popular estallará abiertamente en el mes de octubre de 1632, alcanzando una beligerancia alarmante en Madrid al dirigirse también contra los recaudadores de las rentas, en su mayoría portugueses, que tuvieron que ser cesados y sustituidos por tres ministros. Para frenar los desórdenes, el Conde-Duque amenaza con aplicar al comercio las reglamentaciones del Almirantazgo que venían siendo infringidas con el pretexto de que atentaban contra las libertades del pueblo vasco. La elite mercantil, que no está dispuesta a perder sus negocios, se asocia con la Corona para abortar la revuelta, que es sofocada poco tiempo después, si bien en contrapartida, y ante el temor de una confrontación con Francia, el monarca otorga un perdón general y autoriza que el abastecimiento y distribución de la sal se practique como antes del decreto de 3 de enero de 1631. Tampoco la aristocracia estaba satisfecha, porque a la media anata y el recorte en las mercedes se añadía el tener que satisfacer un donativo para reclutar soldados -al duque de Béjar se le solicitan 100.
000 ducados y más al de Medina Sidonia-. Por su parte, las Cortes , convocadas el 7 de febrero de 1632 para jurar al príncipe heredero, pusieron de manifiesto que la concesión de nuevos servicios dependía de la reducción del precio de la sal, pero el monarca no pensaba claudicar en este asunto y menos todavía aceptar que el voto de los procuradores quedara supeditado a la decisión de las ciudades, según venía siendo habitual, por lo que obtuvo del Consejo de Castilla una sentencia que confirmaba la autoridad del rey para exigirles plenos poderes, asestando así un duro y decisivo golpe a las ciudades castellanas. Estas finalmente se avinieron a votar un servicio de dos millones y medio de ducados anuales por un trienio, pero lograron a cambio que el impuesto de la sal desapareciera como tal tributo, aunque aceptaron el repartimiento y el precio que la Corona había establecido para la venta de dicho producto, cuya recaudación contribuiría a financiar parte del servicio de millones. Era el fin para una medida fiscal que sólo había reportado a Olivares quebraderos de cabeza.
Tras arduas polémicas, y no sin reticencias, los hombres de negocios han de conformarse, según lo establecido en el Medio General, sancionado el 17 de septiembre de 1627, con que el importe de sus créditos (6.612.000 ducados de plata) sea cancelado con juros situados en los servicios de millones, después de ser transformado en vellón con el 34 por ciento de premio, lo que les suponía perder entre 1.500.000 ó 2.000.000 de ducados. Esto explica las dificultades que encontró Olivares para conseguir nuevos préstamos, aunque obtenga su propósito a comienzos de 1628, fecha a partir de la cual los asentistas portugueses empiezan a sustituir a las firmas genovesas. Con todo, es preciso también que las Cortes se avengan a conceder un nuevo servicio de dieciocho millones de ducados en seis años, aun a costa de sacrificar el programa reformista , como así sucede, pues Felipe IV se ve obligado a suspender la retirada o consumo de la moneda de vellón, a levantar la prohibición decretada en 1623 contra las importaciones de manufacturas extranjeras con la finalidad de abaratar los precios y a abandonar el proyecto de los Erarios y Montes de Piedad. Entre 1629 y 1631 las urgencias financieras se hacen cada vez más imperiosas, mientras Castilla se hunde en una profunda crisis económica que afecta por igual a la agricultura -malas cosechas y reconversión del cultivo de cereales por la vida-, la ganadería, la industria y el comercio, sin que los planes diseñados por el valido en orden al fomento de la economía y al crecimiento demográfico obtuvieran éxitos duraderos.
Ante la imposibilidad de cargar con nuevas contribuciones a los castellanos el monarca remite a los consejos el 2 de noviembre de 1629 una orden para que estudien la manera de aumentar las rentas y reducir los gastos. El resultado será la ejecución de varias propuestas para obtener el dinero con que costear las campañas militares en Europa , y que van desde el secuestro de las remesas de plata con destino a los particulares en calidad de préstamo forzoso y la creación de nuevos impuestos (papel sellado, estanco de la sal y del tabaco), hasta la rebaja al 4 por ciento del interés devengado por los juros, la retención de un 5 por ciento de todos los ingresos procedentes de mercedes y encomiendas, o el cobro de la media anata de los sueldos del primer año a todas las personas que tomasen posesión de un cargo. Tales expedientes suscitaron vivas protestas, en especial la implantación del estanco de la sal creado en 3 de enero de 1631, previa abolición del servicio de millones. Para el Conde-Duque era evidente que el cambio beneficiaría a las grandes regiones cerealistas y viticultoras de Castilla y Andalucía, las más afectadas hasta entonces por la presión fiscal, pero en el norte de España, donde la demanda de sal para la alimentación del ganado y la salazón de pescado era considerable, este tributo resultaba muy gravoso. Con todo, las primeras manifestaciones en contra del impuesto procedieron del clero , que veía en peligro su inmunidad fiscal al tener que pagar la sal al mismo precio que lo hacían los seglares.
Esta actitud, que provocó serios enfrentamientos entre Madrid y la Santa Sede, cuando además se solicitaba del Pontífice la concesión de un servicio extraordinario de la Iglesia española, se extenderá al País Vasco, donde el 24 de septiembre de 1631 se producen altercados violentos contra la oligarquía gobernante por no defender con firmeza los fueros. La protesta popular estallará abiertamente en el mes de octubre de 1632, alcanzando una beligerancia alarmante en Madrid al dirigirse también contra los recaudadores de las rentas, en su mayoría portugueses, que tuvieron que ser cesados y sustituidos por tres ministros. Para frenar los desórdenes, el Conde-Duque amenaza con aplicar al comercio las reglamentaciones del Almirantazgo que venían siendo infringidas con el pretexto de que atentaban contra las libertades del pueblo vasco. La elite mercantil, que no está dispuesta a perder sus negocios, se asocia con la Corona para abortar la revuelta, que es sofocada poco tiempo después, si bien en contrapartida, y ante el temor de una confrontación con Francia, el monarca otorga un perdón general y autoriza que el abastecimiento y distribución de la sal se practique como antes del decreto de 3 de enero de 1631. Tampoco la aristocracia estaba satisfecha, porque a la media anata y el recorte en las mercedes se añadía el tener que satisfacer un donativo para reclutar soldados -al duque de Béjar se le solicitan 100.
000 ducados y más al de Medina Sidonia-. Por su parte, las Cortes , convocadas el 7 de febrero de 1632 para jurar al príncipe heredero, pusieron de manifiesto que la concesión de nuevos servicios dependía de la reducción del precio de la sal, pero el monarca no pensaba claudicar en este asunto y menos todavía aceptar que el voto de los procuradores quedara supeditado a la decisión de las ciudades, según venía siendo habitual, por lo que obtuvo del Consejo de Castilla una sentencia que confirmaba la autoridad del rey para exigirles plenos poderes, asestando así un duro y decisivo golpe a las ciudades castellanas. Estas finalmente se avinieron a votar un servicio de dos millones y medio de ducados anuales por un trienio, pero lograron a cambio que el impuesto de la sal desapareciera como tal tributo, aunque aceptaron el repartimiento y el precio que la Corona había establecido para la venta de dicho producto, cuya recaudación contribuiría a financiar parte del servicio de millones. Era el fin para una medida fiscal que sólo había reportado a Olivares quebraderos de cabeza.