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Datos principales


Rango

Hispania Bajo Imperio

Desarrollo


El primer documento literario que suministra información explícita sobre una serie de comunidades cristianas y el clima general del cristianismo hispano a mediados del siglo III es una carta sinodal datada a fines del año 254 o comienzos del 255. Las referencias al cristianismo de Hispania anteriores a esta fecha tienen un carácter sumamente genérico y aparecen en contextos circunstanciales. Esta carta sinodal, que está firmada por Cipriano, obispo de Cartago, y 36 obispos africanos participantes en el sínodo, va dirigida al presbítero Félix y a las comunidades cristianas de León y Astorga, así como al diácono Elio y la comunidad de Mérida. Se trata de la respuesta a una carta previa -no conservada- entregada al obispo cartaginés por Sabino y Félix, en la que se exponía la situación siguiente: Basílides y Marcial, obispos de ambas sedes -del contexto de la carta parece deducirse que Basílides era obispo de Astorga y Marcial de Mérida, si bien no es seguro- habrían sido sacrificati (quiere decir que habrían sacrificado a los dioses romanos) durante la persecución de Decio (en los años 249-250), obteniendo el correspondiente libelo (certificado que los libraba de la persecución). Este hecho había generado la hostilidad de algunos obispos hispanos, así como de clérigos y laicos de ambas comunidades, razón por la que son depuestos de sus sedes, nombrándose a dos nuevos obispos en sustitución de los anteriores: Sabino y Félix.

Como Basílides había ido a Roma obteniendo del obispo de la ciudad, Esteban, el consentimiento para seguir ocupando la jerarquía episcopal, el conflicto alcanzó, al parecer, una dimensión más amplia. De la carta se desprende una división de opiniones entre los obispos hispanos en contra y a favor de la continuidad de ambos en el episcopado. Los detractores deciden el concurso de otra autoridad eclesiástica que, sin duda, sospechan más favorable a su criterio. Ya antes, Cipriano había expuesto su opinión sobre los libeláticos, planteándose si éstos -no obispos, sino laicos- podían ser o no absueltos según el grado de presión a que se hubieran visto sometidos. No obstante, de la respuesta parece deducirse que además del problema concreto de su debilidad ante la presión oficial, ambos obispos eran objeto de otras muchas acusaciones. Cipriano no escatima adjetivos acerca de ellos, tales como idólatras, prevaricadores, blasfemos y les acusa además de haber cometido crímenes nefandos, si bien explícitamente sólo alude a la pertenencia de Marcial a un collegium tenuiorum (asociación funeraria), en el que, al parecer, habían sido enterrados sus hijos. Este hecho probablemente no fuera tan infrecuente en el cristianismo de esta época, no sólo por razones de escasa infraestructura propia -como la inexistencia de epígrafes y restos arqueológicos de estos años parecen probar- sino en razón de un código de comportamiento que sólo a lo largo de años y de un estrecho control por parte de las autoridades eclesiásticas irá delimitando y diferenciando las actitudes cristianas en el entorno social pagano.

De hecho el detonante que había implicado su derogación como obispos había sido su condición de libeláticos. Sus detractores se habían asegurado la firme repulsa de Cipriano dibujando a ambos personajes con unos rasgos criminales tal vez exagerados. En todo caso, de la carta se desprende una serie de datos que arrojan cierta luz sobre el cristianismo de estos años. En primer lugar, la extensión del conflicto -que se percibe en el comentario sobre la división de opiniones de numerosos obispos acerca de estos acontecimientos- induce a pensar en la existencia de numerosas comunidades cristianas, con contactos directos entre ellas y vínculos a veces muy estrechos, lo que explica que el obispo Félix de Zaragoza intervenga activamente en el conflicto. Estas comunidades aparecen ya dotadas de una jerarquía eclesial que incluía a presbíteros y diáconos, con una importante participación de los laicos, ya que Cipriano recuerda que los nuevos obispos habían sido votados por los laicos de la comunidad, siendo posteriormente refrendada esta elección por los diversos obispos presentes. Sin duda las persecuciones supusieron para el conjunto de las comunidades cristianas un factor de dinamización que afectó tanto a su organización interna tendente a consolidar la estructura de la comunidad, como a la creación de unos guías o autoridades que, bien en función de la importancia de su sede episcopal o de su prestigio personal, actuaron resolviendo las situaciones que, una vez pasado el peligro, se habrían planteado. Así, en el caso de Basílides y Marcial, estas autoridades aparecen representadas por el obispo de Roma y Cipriano de Cartago, que reunía en su persona el prestigio de su sede y el de su alto nivel doctrinal. El mayor nivel organizativo alcanzado explicaría en parte que, durante la persecución de Decio, el número de libeláticos o apóstatas fue cuantioso en todo el Imperio y en la siguiente, la de Valeriano (en los años 257-258), no se conocen situaciones de este tipo.

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