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En julio de 1942, las sugerencias norteamericanas llegaron a Londres, donde Keynes había estado pensando, desde una perspectiva diferente, en los problemas monetarios de la posguerra. Sus reflexiones se materializaron en una primera versión de septiembre de 1941, que fue rápidamente difundida en el Tesoro británico. Tras varios retoques, se llegó a un cuarto borrador en febrero del año siguiente. Se tituló entonces Sugerencias para una unión de clearing internacional, que mantendría cuentas abiertas a los bancos centrales de la misma forma que éstos las abren a los comerciales. Se expresarían en una unidad internacional (el bancor) a definir en relación con el oro, aunque no de forma inalterable, que los países miembros podrían obtener a cambio de oro, pero no a la inversa. La Unión era, esencialmente, un banco central de bancos centrales. Sus ayudas adoptarían la forma de descubiertos y no de préstamos específicos. Al conocer el proyecto de White, Keynes esbozó un quinto borrador en agosto de 1942 con las necesidades que, en su opinión, debían cumplirse. Se trataba de establecer una moneda aceptable internacionalmente que eliminase la necesidad de "clearings" bilaterales; de fijar un método ordenado para determinar los tipos de cambio; de disponer de un cierto volumen de liquidez que no dependiera de la producción de oro o del manejo de las políticas de reservas, pero susceptible de expansión y contracción; de introducir un mecanismo de estabilización que presionara sobre los países con desequilibrios de balanza de pagos; de emplear los excedentes de éstas no utilizados con fines de planeamiento internacional, y de dar seguridades a los países que desarrollaran una política económica prudente para que resultasen superfluas las restricciones y discriminaciones practicadas hasta entonces con fines de autoprotección.

Este borrador se transmitió a Washington, donde rápidamente se determinaron las muy importantes diferencias que lo separaban del proyecto de White. Tres puntos esenciales subrayaron el atractivo de este último: la necesidad de limitar el acceso a los recursos de los Estados Unidos, que ya aparecían como el futuro acreedor del mundo de la posguerra; la conveniencia de que, en la organización que se crease, los acreedores no pudieran verse sobrepasados por el voto conjunto de los países deudores, y la mayor aceptabilidad de los conceptos esenciales del proyecto de White para el Congreso norteamericano, en lugar de las disposiciones exóticas británicas, que trasponían la noción de los descubiertos al plano financiero internacional. Desde un viaje de White a Londres, en octubre de 1942, se multiplicaron los contactos entre británicos y norteamericanos. La redacción de ambos planes sufrió varios retoques hasta su publicación en abril de 1943. Para entonces ya se habían eliminado los aspectos más ambiciosos de White. En las elecciones al Congreso norteamericano, el Partido Demócrata había sufrido pérdidas de consideración y el equilibrio legislativo sobre temas económicos se desplazaba hacia una coalición más conservadora de republicanos y demócratas sureños. Muchos defensores del New Deal en la Administración habían sido sustituidos por conservadores, procedentes del mundo de la industria y de las finanzas. No es de extrañar que en este clima las funciones del proyectado Banco se recortasen drásticamente.

Por lo demás, en lo que se refería al futuro Fondo, cuyo planteamiento fue el primero que se dio a conocer públicamente, el Gobierno norteamericano invitó con rapidez a que lo discutieran representantes de 46 países. La reacción que los planes despertaron fue intensa y en cada país se criticó duramente el del otro. Se reprochó al proyecto de White su ortodoxia, la escasez de recursos en que se basaba y la ausencia de sanciones previstas contra los países acreedores. No faltó quien afirmara que, de aceptarse, difícilmente podrían lograrse los objetivos de recuperación económica y de pleno empleo a los que Inglaterra aspiraba. En Estados Unidos la reacción pública tampoco fue positiva con respecto al proyecto de Keynes, pero pronto se vio que este último no tenía posibilidad de ser adoptado. Todavía se sugirieron otros planes. En la primavera de 1943, dos economistas franceses, André Istel y Hervé Alphand, propusieron una alternativa a los anteriores que se aproximaba en alguno de sus planteamientos al acuerdo tripartito de la anteguerra. En mayo del mismo año, el Gobierno canadiense sugirió otro que se parecía al norteamericano, pero que incorporaba rasgos de la Unión de Clearing keynesiana. A mitad del año, la Reserva Federal norteamericana dio a conocer un tercer proyecto, rápidamente desechado por el Tesoro. En septiembre y octubre, Keynes y White, al frente de dos delegaciones nacionales, iniciaron una larga ronda de conversaciones (parte de otras mucho más amplias) que concluyó en un borrador transaccional, pero con claro predominio norteamericano.

Este borrador desembocó finalmente, en abril de 1944, en un informe conjunto de expertos sobre el establecimiento de un Fondo Monetario Internacional, denominación que había sido sugerida por parte británica en enero. El Gobierno de Londres publicó un Libro Blanco en el que se comparaba el informe con el plan de Keynes y se enumeraban las diferencias. El propio economista inglés defendió aquél ante la Cámara de los Lores en mayo del mismo año y el camino para su adopción por los demás países aliados quedó expedito, una vez logrado el necesario acuerdo previo anglonorteamericano. Desde el primer momento, los planes para la posguerra fueron mucho más deprisa en el ámbito financiero que en el comercial, pero es evidente que los dos estaban unidos. De hecho, durante el conflicto, norteamericanos e ingleses intercambiaron ideas que no llegaron a prosperar. Los protagonistas fueron diferentes y el soporte organizativo e institucional de los mismos también. Era inevitable que en Estados Unidos la responsabilidad de generar nuevas ideas para el futuro dependiera, en el plano comercial, del Departamento de Estado. No en vano, Hull había venido realizando una cruzada contra los males del bilateralismo y los altos aranceles desde los años treinta. Harry Hawkins, director de Política Comercial, fue el encargado de concretar los deseos de Hull, de conseguir que cristalizara un código de conducta internacional que regulase las actividades comerciales. Su homólogo británico fue el famoso economista (y Premio Nobel en 1977) James Meade, al frente de la sección económica del Secretariado del Gobierno de Guerra, que desarrolló sus proyectos con los funcionarios del Ministerio de Comercio.

Por vías diferentes, en los dos lados del Atlántico se llegaron a conclusiones muy similares. Los norteamericanos pensaban que las relaciones comerciales internacionales del futuro habían de gobernarse por un convenio multilateral al que se asociara el mayor número posibles de países. Dicho convenio debía incorporar estipulaciones precisas en materia de aranceles, preferencias, restricciones cuantitativas, subvenciones, comercio de Estado, etcétera. Por su parte, Meade y sus colaboradores desarrollaron sugerencias para una Unión Comercial con capacidad para interpretar el arreglo multilateral y resolver las disputas entre sus miembros. A comienzos de 1943, ingleses y norteamericanos pensaban que las ideas estaban lo suficientemente maduras como para iniciar conversaciones entre expertos. Estas comenzaron en otoño del mismo año. Los participantes coincidieron en la necesidad de crear una organización para el comercio internacional y en diseñar un-acuerdo multilateral sobre política comercial con reglas tan exactas como fuera posible. Tres cuestiones sobresalieron en las conversaciones: la relación entre el empleo y la política comercial, la eliminación de las restricciones cuantitativas y la reducción de aranceles más la eliminación de preferencias. Aunque muchas posturas se aproximaron, no siempre fue posible descender del plano de las generalidades. Todos mostraron interés en que las restricciones cuantitativas -que tanto habían contraído el comercio de los años treinta- fuesen abolidas.

Ni siquiera por motivos de seguridad nacional -o para proteger a industrias nacientes- debían aceptarse excepciones a la regla. Únicamente en los casos de protección de la balanza de pagos, en condiciones muy definidas y con la aprobación de la organización internacional, podrían introducirse, siempre y cuando no fueran discriminatorias. Los temas más controvertidos fueron, ¡cómo no!, los relacionados con los aranceles y las preferencias imperiales. La postura norteamericana siempre fue clara en este aspecto: las preferencias representaban un trato a favor de la Commonwealth que discriminaba a los productos estadounidenses. En consecuencia, no cabía proceder a reducciones arancelarias mientras tales sistemas subsistieran. Los expertos británicos se centraron en alcanzar una fórmula que permitiera reducir los elevados niveles arancelarios: por ejemplo, mediante la aplicación de un porcentaje de reducción entre limites mínimos y máximos convenidos. Las conversaciones sirvieron para determinar las áreas de posible acuerdo y otras en que había más dificultades, pero no tuvieron consecuencias durante la guerra. En enero de 1945, el Departamento de Estado anunció su intención de llegar a un arreglo con los países más importantes en el comercio internacional para limitar los obstáculos con que éste topaba. Poco más tarde, el presidente Roosevelt afirmó que la creación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial debía ser completada con la elaboración de un acuerdo internacional sobre dicha reducción.

Nuevas conversaciones anglonorteamericanas abrieron el camino. A finales de 1945, los dos países convinieron en una serie de sugerencias a considerar por una conferencia internacional de comercio y empleo. La expansión de ambos se basaría en cuatro liberaciones: con respecto a las restricciones impuestas por los Gobiernos (lo que implicaba rebajar sustancialmente los aranceles, eliminar las preferencias y controlar las subvenciones a la exportación), frente a las restricciones derivadas de los convenios y carteles privados (lo que significaba que los Gobiernos habrían de combatir las prácticas comerciales restrictivas), ante el temor al desorden en los mercados de productos básicos y de cara a las inflexiones de la producción y del empleo. Estas liberaciones debían representar en el plano comercial algo similar a lo que en el político había supuesto la liberación de Europa del yugo fascista. El acuerdo futuro se realizaría en el marco de la Carta de las Naciones Unidas, adoptada en San Francisco el 26 de junio. Este tercer pilar de la planeación económica para la posguerra no llegó a fructificar; es cierto que, después de una larga negociación, se firmó en 1948 la Carta de La Habana, que establecía la denominada Organización Internacional de Comercio, pero tal documento no fue ratificado y en su lugar la cooperación comercial internacional hubo de centrarse a partir de 1947 en un acuerdo provisional previo que todavía subsiste: el GATT.

Desaparecido el élan de la comunidad de esfuerzos durante la guerra, los constreñimientos económicos del período inmediato abortaron esta parte de la planeación prevista durante el conflicto. Más éxito se había alcanzado en otros campos. Por ejemplo, en mayo de 1943 se celebró, en Hot Springs (Estados Unidos), la primera de una serie de conferencias interaliadas sobre los problemas a largo plazo de la política económica internacional. En ella se abordaron el abastecimiento alimenticio, "para todos los hombres, en todos los países", a los niveles adecuados, y los principios que debían regular la producción y distribución de alimentos para llegar a una "economía de la abundancia". Frente a los acuciantes problemas de la escasez a corto plazo, la conferencia recomendó una intensificación de la actividad productiva, concentrándose en aquellas cosechas que se destinaran directamente al consumo humano. No se olvidaron las cuestiones del transporte y de los mecanismos de distribución internacional de productos. Frente a los acuciantes problemas de la escasez a corto plazo, la conferencia recomendó una intensificación de la actividad productiva, concentrándose en aquellas cosechas que se destinaran directamente al consumo humano. No se olvidaron las cuestiones del transporte y de los mecanismos de distribución internacional de productos alimenticios. Para afrontar a más largo plazo estos y otros problemas habría de establecerse una agencia especializada: a finales de 1944, tal proyecto se vio realizado con la constitución de la FAO (Food and Agriculture Organisation).

En noviembre de 1943 se creó en Washington la UNRRA (United Nations Relief and Rehabilitation Administration) para abordar los problemas de escasez en los países devastados por la guerra. El 25 de mayo de 1944 se cursaron invitaciones a 44 Gobiernos (incluido el Comité Francés de Liberación Nacional) para enviar delegados a una conferencia monetaria y financiera en Bretton Woods, New Hampshire, e inmediatamente se solicitó a un pequeño grupo de países que participasen en una reunión preparatoria que se encargaría de redactar un borrador de convenio. El 16 de junio comenzó en Atlantic City esta reunión con representantes de 16 países, además de Estados Unidos. Se plantearon unas setenta sugerencias, aunque no afectaron a las cuestiones básicas sobre las que ya había recaído un acuerdo previo anglonorteamericano. Sin embargo, el camino estaba ya tan trillado que la conferenció de Bretton Woods duró tan sólo del 1 al 22 de julio. Acudieron representantes de 44 países. Se consideraron los 500 documentos adicionales y las controversias no fueron grandes. En Bretton Woods se debatió no sólo el establecimiento del Fondo Monetario Internacional, sino también el del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, cuyo proyecto había sido publicado en noviembre de 1943, pero que hasta pocas semanas antes de la reunión no había generado respuesta británica. Cuando Keynes lo defendió, no fue difícil llegar a un acuerdo. Sería misión del FMI vigilar la aplicación de las normas a que habrían de atenerse las relaciones monetarias internacionales.

Le guiaba el deseo de promover la estabilidad de los tipos de cambio y de favorecer un sistema multilateral de pagos, para lo cual prestaría asistencia a los países miembros, con respecto a los cuales actuaría también como órgano consultor. El FMI terminaría convirtiéndose en el centro institucionalizado del sistema monetario del mundo capitalista, que se estructuró de tal suerte que convirtió a Estados Unidos en una nación monetariamente privilegiada. El Banco tenía como finalidad ayudar a la reconstrucción facilitando la inversión de capital para restaurar las economías destruidas o desarticuladas por la guerra, favorecer la reconversión de los medios de producción a las necesidades de la época de paz y estimular el desarrollo de los países atrasados. Para ello prestaría parte de su capital a las naciones que lo necesitasen. Tal capital era el aportado por los países miembros o el conseguido en los mercados internacionales. En un principio, dedicó todos sus esfuerzos a la reconstrucción europea, pero su capacidad financiera resultó claramente insuficiente, como ya se había previsto, y desde 1948 se centró en operaciones a crédito para los países subdesarrollados. Las nuevas instituciones fueron criticadas en los propios Estados Unidos y al principio no funcionaron como se preveía. No es exagerado afirmar, sin embargo, que de no haber sido por el orden económico internacional establecido en la posguerra, la evolución de las relaciones internacionales después de ésta, e incluso el mundo posterior, hubieran sido muy diferentes.

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