La Milán contrarreformista de Federico Borromeo
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Barroco4
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En el escaso panorama arquitectónico del Seicento lombardo, debe recordarse que Lombardía dio tanto a Nápoles como, sobre todo, a Roma los más y mejores de sus arquitectos. El único arquitecto, pero con talla comparable a la de Maderno , fue Francesco Maria Richino (Milán, 1583-1658), que en su iglesia de San Giuseppe (1607-30) se alejará decidido del Manierismo académico presente en Milán, fundiendo magistralmente dos plantas centradas para crear la planimetría del templo, lo mismo que con la fachada cóncava del Collegio Elvetico (1627). Aún así, no es el Seicento el siglo de la arquitectura milanesa, como tampoco lo es de la escultura, que queda casi reducida a los niveles del artesanado, empeñados sus artífices bien en la decoración de la estructura arquitectónica del Duomo, bien en las obras de ornato de las capillas votivas de los Sacro Montes, como Dionigi Bussola.Casi sin temor a equivocarnos, podríamos afirmar que, aun sin ser un artista, el protagonista máximo de la vida artística de Lombardía durante las primeras décadas del Seicento fue el prelado Federico Borromeo (1564-1631), cardenal en 1587 y arzobispo de Milán en 1595. Aunque eclesiástico, estudió arquitectura y fue un gran dilettante del arte, además de coleccionista insigne. A su inquietud, impregnada del espíritu cristiano y deseosa de la grandeza de Milán, se debe la fundación de dos instituciones de gran alcance, la creación de la Biblioteca Ambrosiana y de la Academia Ambrosiana, origen de la actual pinacoteca, que aparte de custodiar sus pinturas, era una especie de escuela donde se formaban los artistas según la inspiración de los principios tridentinos.
Sus cualidades como protector de los artistas bien se dejaron ver y las demostró, en 1610, con ocasión de las fiestas por la canonización de su tío, San Carlos Borromeo, tanto por su liberalidad como comitente de obras de arte cuanto por su generosidad y protección dispensadas a los artistas.Con todo, su importancia (y nuestra desilusión) viene dada como autor de una obra: "De Pictura Sacra" (1625), uno de los textos contrarreformistas más severos que, a imitación del "Discorso" del cardenal Paleotti (pero a años luz de él), mayor difusión llegaron a alcanzar por entonces, sobremanera en la Lombardía. Hablando en clave del todo contrarreformista, el arzobispo milanés indica en sus páginas aquellos asuntos y temas más apropiados para lograr la edificación de los fieles, al tiempo que marca los límites de la libertad que todo artista podía autoconcederse. De este modo, sin presentar ningún tipo de propuesta orientativa a nivel estético o un juicio crítico de valor sobre cómo concebir la obra de arte -como en su día había llegado a hacer Paleotti-, señaló decidido (diríamos que fanático, de no ser conscientes de su elevada espiritualidad y moralidad) el camino a seguir a toda la pintura del Seicento lombardo durante los primeros decenios del siglo, por lo menos hasta su muerte.No es de extrañar, pues, que en la obra de aquellos artistas que laboraron por entonces en el área lombarda se advierta el espíritu de la Contrarreforma vivo en sus pinturas, de uno u otro modo.
Y por lo mismo, que en sus producciones sea casi imposible ver una visión gloriosa o un canto salvífico y triunfal, como fue normal en Roma, sobre todo en el pleno Barroco. Lo normal en Milán, en las pinturas de Giovan Battista Crespi , conocido por il Cerano (Cerano, 1576-Milán, 1632), el pintor oficial del cardenal, en las de Pier Francesco Mazzucchelli, il Morazzone (Morazzone, 1571-Piacenza, 1626), en las de Giulio Cesare Procaccini (Bolonia, hacia 1570-Milán, 1625), o en las de Daniele Crespi (Busto Arsizio, 1598-Milán, 1630), es contemplar raros e inestables equilibrios entre los juegos intelectualistas del tardío Manierismo, con santos o santas en lánguidos espamos y levitaciones, rodeados de halos de luz suprarreal, junto a escenas de cuerpos macerados, martirios lacerantes, durísimas mortificaciones y crudos sacrificios. El paso siguiente sería la confusión y la degeneración casi morbosa y pietista en el que ciertos espíritus religiosos, o tal vez pseudo-religiosos, del Seicento terminaron por caer, como el caso de Giovan Francesco del Cairo (Varese, 1607-Milán, 1665), enlazado con la patética estela de Morazzone. Analizando tan sólo un cuadro en el que las tres máximas figuras de la pintura lombarda intervienen, el Martirio de las Santas Rufina y Segunda (ant. 1625), comprenderemos muchos extremos. A Procaccini se debe la lánguida Santa que espera ser decapitada y el ángel (bastante coreggiesco) que le señala el cielo; a Cerano, el trozo del ángulo en que aparece la otra Santa ya decapitada y el ángel que retiene a un perro excitado por el olor y la vista de la carne ensangrentada; y a Morazzone, los verdugos.
En suma, horror y piedad juntos.Este complejo comportamiento espiritual vino acompañado por un heterogéneo sustrato cultural y artístico en el que se fundieron las sutilezas más débiles del tardo Manierismo y las primeras alusiones al Barroco que estaba surgiendo, sobre todo a la línea del clasicismo boloñés de la escuela de Ludovico Carracci , la narrativa devota de la Contrarreforma toscana, la exuberancia cromática de la pintura veneciana y aquellos vigorosos aspectos populares lombardos que triunfan en los Sacro Montes.Enlazando con esto último, cabe hablar de la figura de Antonio d'Enrico, más conocido por Tanzic da Varallo (Alagna, hacia 1575-Varallo, hacia 1635), el máximo protagonista de la pintura piamontesa que depende en todo de las experiencias lombardas, aunque su obra principal la ejecutara dentro del territorio del Piamonte, en las capillas del Sacro Monte di Varallo (1618-20).Expresión genuina de la Contrarreforma lombardo-piamontesa, los Sacro Montes son una sucesión de capillas votivas desgranadas por las laderas de pequeñas alturas o colinas, situadas en las estribaciones de los Alpes (Orta, Varallo, Novara...) -como barreras encantadas de defensa contra la herejía-. En cada una de esas capillas se representa un misterio del Rosario o una escena de la Pasión de Cristo, con un sinnúmero de figuras en madera o estuco y con fondos pintados al fresco. Unidos a una tradición franciscana que se remonta al siglo XV, se trata, por tanto, de unos lugares de peregrinación, organizados escenográficamente y según un recorrido secuencial, en etapas corespondientes a la historia sacra que se narra, en clave dramática o devocional, en el más puro realismo popular lombardo y de manera tridimensional, y ante las que los fieles participan como actores de una comparsa teatral.
Como en el caso de la pintura de tono mayor, en ocasiones el realismo lombardo acentúa el tono naturalista de algunas representaciones, cayendo en lo grotesco y populachero, pero en todo caso, siempre, fundiéndose con los más puros sentimientos de piedad y devoción, no exenta de carga declamatoria, propios de la más severa y rigurosa Contrarreforma, como era aquélla personificada por el devoto arzobispo Federico Borromeo.Desaparecido de la escena tanto el factótum como los ejecutores de la pintura que acabamos de analizar, los pintores de la segunda mitad del siglo parecen poseer un realismo tocado por una vena más sentimental. Cabe citar al gran pintor de naturalezas muertas Evaristo Baschenis (Bérgamo, 1617-1677), especializado en pintar instrumentos musicales, alcanzando en algunas de sus pinturas por la inmovilidad de los volúmenes, definidos certeramente por la luz, ordenados de manera mágica sobre una mesa, efectos en verdad metafísicos.
Sus cualidades como protector de los artistas bien se dejaron ver y las demostró, en 1610, con ocasión de las fiestas por la canonización de su tío, San Carlos Borromeo, tanto por su liberalidad como comitente de obras de arte cuanto por su generosidad y protección dispensadas a los artistas.Con todo, su importancia (y nuestra desilusión) viene dada como autor de una obra: "De Pictura Sacra" (1625), uno de los textos contrarreformistas más severos que, a imitación del "Discorso" del cardenal Paleotti (pero a años luz de él), mayor difusión llegaron a alcanzar por entonces, sobremanera en la Lombardía. Hablando en clave del todo contrarreformista, el arzobispo milanés indica en sus páginas aquellos asuntos y temas más apropiados para lograr la edificación de los fieles, al tiempo que marca los límites de la libertad que todo artista podía autoconcederse. De este modo, sin presentar ningún tipo de propuesta orientativa a nivel estético o un juicio crítico de valor sobre cómo concebir la obra de arte -como en su día había llegado a hacer Paleotti-, señaló decidido (diríamos que fanático, de no ser conscientes de su elevada espiritualidad y moralidad) el camino a seguir a toda la pintura del Seicento lombardo durante los primeros decenios del siglo, por lo menos hasta su muerte.No es de extrañar, pues, que en la obra de aquellos artistas que laboraron por entonces en el área lombarda se advierta el espíritu de la Contrarreforma vivo en sus pinturas, de uno u otro modo.
Y por lo mismo, que en sus producciones sea casi imposible ver una visión gloriosa o un canto salvífico y triunfal, como fue normal en Roma, sobre todo en el pleno Barroco. Lo normal en Milán, en las pinturas de Giovan Battista Crespi , conocido por il Cerano (Cerano, 1576-Milán, 1632), el pintor oficial del cardenal, en las de Pier Francesco Mazzucchelli, il Morazzone (Morazzone, 1571-Piacenza, 1626), en las de Giulio Cesare Procaccini (Bolonia, hacia 1570-Milán, 1625), o en las de Daniele Crespi (Busto Arsizio, 1598-Milán, 1630), es contemplar raros e inestables equilibrios entre los juegos intelectualistas del tardío Manierismo, con santos o santas en lánguidos espamos y levitaciones, rodeados de halos de luz suprarreal, junto a escenas de cuerpos macerados, martirios lacerantes, durísimas mortificaciones y crudos sacrificios. El paso siguiente sería la confusión y la degeneración casi morbosa y pietista en el que ciertos espíritus religiosos, o tal vez pseudo-religiosos, del Seicento terminaron por caer, como el caso de Giovan Francesco del Cairo (Varese, 1607-Milán, 1665), enlazado con la patética estela de Morazzone. Analizando tan sólo un cuadro en el que las tres máximas figuras de la pintura lombarda intervienen, el Martirio de las Santas Rufina y Segunda (ant. 1625), comprenderemos muchos extremos. A Procaccini se debe la lánguida Santa que espera ser decapitada y el ángel (bastante coreggiesco) que le señala el cielo; a Cerano, el trozo del ángulo en que aparece la otra Santa ya decapitada y el ángel que retiene a un perro excitado por el olor y la vista de la carne ensangrentada; y a Morazzone, los verdugos.
En suma, horror y piedad juntos.Este complejo comportamiento espiritual vino acompañado por un heterogéneo sustrato cultural y artístico en el que se fundieron las sutilezas más débiles del tardo Manierismo y las primeras alusiones al Barroco que estaba surgiendo, sobre todo a la línea del clasicismo boloñés de la escuela de Ludovico Carracci , la narrativa devota de la Contrarreforma toscana, la exuberancia cromática de la pintura veneciana y aquellos vigorosos aspectos populares lombardos que triunfan en los Sacro Montes.Enlazando con esto último, cabe hablar de la figura de Antonio d'Enrico, más conocido por Tanzic da Varallo (Alagna, hacia 1575-Varallo, hacia 1635), el máximo protagonista de la pintura piamontesa que depende en todo de las experiencias lombardas, aunque su obra principal la ejecutara dentro del territorio del Piamonte, en las capillas del Sacro Monte di Varallo (1618-20).Expresión genuina de la Contrarreforma lombardo-piamontesa, los Sacro Montes son una sucesión de capillas votivas desgranadas por las laderas de pequeñas alturas o colinas, situadas en las estribaciones de los Alpes (Orta, Varallo, Novara...) -como barreras encantadas de defensa contra la herejía-. En cada una de esas capillas se representa un misterio del Rosario o una escena de la Pasión de Cristo, con un sinnúmero de figuras en madera o estuco y con fondos pintados al fresco. Unidos a una tradición franciscana que se remonta al siglo XV, se trata, por tanto, de unos lugares de peregrinación, organizados escenográficamente y según un recorrido secuencial, en etapas corespondientes a la historia sacra que se narra, en clave dramática o devocional, en el más puro realismo popular lombardo y de manera tridimensional, y ante las que los fieles participan como actores de una comparsa teatral.
Como en el caso de la pintura de tono mayor, en ocasiones el realismo lombardo acentúa el tono naturalista de algunas representaciones, cayendo en lo grotesco y populachero, pero en todo caso, siempre, fundiéndose con los más puros sentimientos de piedad y devoción, no exenta de carga declamatoria, propios de la más severa y rigurosa Contrarreforma, como era aquélla personificada por el devoto arzobispo Federico Borromeo.Desaparecido de la escena tanto el factótum como los ejecutores de la pintura que acabamos de analizar, los pintores de la segunda mitad del siglo parecen poseer un realismo tocado por una vena más sentimental. Cabe citar al gran pintor de naturalezas muertas Evaristo Baschenis (Bérgamo, 1617-1677), especializado en pintar instrumentos musicales, alcanzando en algunas de sus pinturas por la inmovilidad de los volúmenes, definidos certeramente por la luz, ordenados de manera mágica sobre una mesa, efectos en verdad metafísicos.