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Cuenta el "Han Shu", en su capítulo 96A, que el emperador chino Wu-ti (140-86 a. C.), de la dinastía Han, remitió una embajada al lejano país de An-hsi. Para recibir con el honor debido a aquellos primeros emisarios, el rey de An-hsi destacó en su frontera a un general al frente de 20.000 jinetes, a pesar de que -como destaca cuidadosamente el autor del "Han Shu"-, los límites de su reino distaban muchos li de la capital. Una vez en el interior de An-hsi y en el curso de su larga marcha, los embajadores chinos se asombrarían por el gran número de ciudades y aldeas que cruzaban, tantas que el territorio de An-hsi les parecía habitado sin solución de continuidad. Satisfecho con los regalos y el mensaje amistoso del emperador Wu-ti, el monarca de An-hsi resolvió enviar su propia embajada de respuesta, que viajaría acompañando el retorno de los emisarios chinos. Los de An-hsi eran portadores de curiosos presentes: huevos de grandes pájaros y magos de Likan. Y pese a la distancia, alcanzaron su objetivo, pues como recuerda el "Han Shu", el Hijo del Cielo se deleitó con los regalos enviados por el rey de An-hsi. Con el escueto lenguaje que es propio de la historiografía china, el "Han Shu" dejaría así recuerdo de un hecho maravilloso, el primer intercambio de embajadas entre un rey del Irán parto, Mitrídates II (123-87 a. C.), y el emperador chino, el sabio y poderoso Wu-ti (110-86 a. C.). A partir de entonces, los contactos entre ambos mundos mantendrían una amistosa e intensa continuidad, que se prolongaría en la época sasánida.

Y de aquella amistad risueña nació el tramo iranio de la ruta de la seda, que pronto vestiría a los nobles y grandes de Irán. Muchos años después, en el desastre de Carras (53 a. C.), las tropas del monarca Orodes II levantaron estandartes de seda y oro. Entre el polvo y la imagen de la muerte, los legionarios romanos conocieron por vez primera la sutil belleza de la seda. Así al menos lo cuenta P. Anneo Floro. Pero la ruta de la seda nunca les sería abierta. Porque nunca llegarían a quebrar la fuerza del Irán parto. Dice R. N. Frye que la memoria de los partos hubo de sufrir tanto la hostilidad de sus inmediatos sucesores, los sasánidas, como la de sus enemigos occidentales, los romanos. Por eso quizá su fortuna histórica es poco apreciada por los historiadores europeos, quienes tienden a utilizar exclusivamente las fuentes clásicas, por lo común y como no podía ser menos, negativas para los partos. Se maravilla J. Wolski de la negligencia mostrada por la historiografía ante este problema, que ha omitido cualquier tipo de crítica textual, evidentemente necesaria, si tenemos en cuenta que la historia del Irán parto se ha escrito por la literatura exterior de su enemigo, Roma. Cierto que al principio era la única posibilidad, habida cuenta de la inexistencia de literatura o historiografía parta original. Pero no tanto el método cuanto una presunción inexcusable empujaría a dos cosas: a la incomprensión real de la historia y la cultura de los partos y a la limitación de su vida a un área restringida, el Occidente, que se convirtió así en lo que nunca fue, el eje en torno al cual habría girado el mundo parto.

Y eso es, naturalmente, una europeización de la historia, siempre sin sentido pero profundamente errónea además si se aplica a la antigüedad. Un bien conocido especialista de la historia irania, J. Wolski, ha reiterado con frecuencia la necesidad de volver a escribir la historia de los partos. Porque cada vez resulta más evidente que, tanto para ellos como para los sasánidas, las regiones más atendidas y que mayor significado tenían resultaban ser las del nordeste, y no el occidente. Defendiéndolas murieron dos reyes partos, Fraates II (ca. 129 a. C.) y Artabano I (ca. 124 d. C.) algo inconcebible en la frontera occidental. Y ello porque en Asia Central tenían su patria y su santuario. Y porque en el Irán septentrional y del nordeste se asentaba la mayoría de la población y la riqueza del imperio, como testimoniaron los embajadores chinos. Algo que los romanos no llegaron a entender jamás, creyendo que Ctesifonte, una capital de verano, era el centro vital del mundo arsácida. La historia parta se merece una lectura distinta a la que solemos hacer. Y deseuropeizada. Poco a poco se van descubriendo nuevos materiales que, como los hallazgos epigráficos de Nisa o Hung-i Naúruzi, nos van permitiendo contemplar su pasado desde otra perspectiva. Porque vemos cómo desde la conquista de la Parthava, los monarcas partos quisieron renovar los modelos de la cancillería aqueménida al usar la escritura aramea en sus miles de documentos hallados en Nisa. Porque la economía real manifestada en esa ciudad era, como indica J.

Wolski, heredera de modelos persas antiguos y no helenísticos. Algo pues comienza a cambiar. En una línea semejante, R. N. Frye dice que los partos ni fueron enemigos del helenismo -que murió poco a poco-, ni traicionaron las raíces iranias. Pues por su lengua materna y su cultura eran iranios, y al Irán estaban ligados por la sangre. Siglos después, el poeta Firdúsí recogería en su "Libro de los Reyes" las hazañas de los héroes partos que, como los sasánidas, recordaban la grandeza pasada del Irán. A la espera de que la investigación nos depare un número mayor de textos nacionales, la imagen de la historia parta debería trazarse no sólo con las fuentes clásicas como Estrabón, Plutarco, Plinio, Tácito o Isidoro de Carax entre otros, sino también con las chinas, como el "Shi-ji" de Sima Qian o el "Han Shu" de Pan Ku y, sobre todo, con los ostraka de Nisa, los pergaminos de Avroman-Dagh y Dura Europos, las inscripciones arameas de Assur y Hatra o las monedas acuñadas por los reyes partos. De todos modos, el cuadro resultaría todavía insatisfactorio. Según la tradición unánimemente admitida, a comienzos del siglo III a. C. una de las tribus escitas o sakkas del Asia Central, llamada Parni, emigró hacia la antigua región aqueménida de la Parthava y la ocupó en torno al 250 a. C. La necesidad de enfrentarse a los reinos seléucida y greco-bactriano llevaría a su jefe, Arsaces, a aglutinar junto a sí a los iranios sedentarios y, tomando la corona en el 247 a.

C., iniciar la era de los arsácidas. Desde el comienzo resulta pues manifiesta una voluntad integradora. Ni los intentos de Seleuco II (246-225 a. C.) ni los de Antíoco III (223-187 a. C.) ni el formidable plan de Antíoco IV Epiphanes (175-164 a. C.) -conscientes todos del verdadero peligro, capacidades y objetivos de los partos- pudieron frenar el ascenso de la monarquía arsácida que, poco a poco, iba ampliando su radio de acción y soberanía a costa de Margiana, Bactriana, Sargatia e Hircania hasta los pasos del Elburz, que abrieron el camino de Media y Mesopotamia. Sólo faltaba un gran príncipe y éste llegó. El año 171 subía al trono Mitrídates I (171-138 a. C.) que, como Ciro en su época, se convertiría en el inteligente reunificador de los iranios. Mitrídates I, príncipe valeroso, buen estratega y mejor político, sería el iniciador de la renovada grandeza del Irán. Y la primera guerra en dos frentes -situación habitual del imperio en lo sucesivo- se abriría ahora contra los seléucidas. Pero los resultados finales no pudieron ser más halagüeños. Con él, como dice K. Schippmann, el reino parto se convertiría en imperio mundial. Las primeras luchas contra los grecobactrianos las depararon las provincias de Tapuria y Troxiana. Bactria no representaba ya un peligro, pero Mitrídates debió juzgar más útil conservar su existencia porque más allá de sus fronteras, los nómadas Yü-echi parecían representar una amenaza mucho más grave para Irán.

En el 148 a. C. lo vemos conquistando Media. Si bien poco después, en el remoto este, alcanza la India tras dominar las regiones de Gedrosia, Drangiana y Arachosia. Tan sólo dos años más tarde ocuparía la mayor parte de Mesopotamia. Sus caballos entraron en Babilonia, Uruk, Seleucia y todas las viejas ciudades que aún vivían. Y como Ciro -del que con toda seguridad, Mitrídates se sentía continuador-, el rey de los partos deseó integrar, reunir bajo su mano las distintas naciones. Por eso renovó los títulos reales aqueménidas y por eso también acuñó monedas con la leyenda de Filoheleno. Una reacción de Demetrio II en los alrededores de Seleucia fracasó, pero las consecuencias irían en la línea del viejo Ciro. Mitrídates casaría a su hija con Demetrio, al que daría el gobierno de la Hircania. Como prolongación de su campaña en el Suroeste, el Gran Rey conquistaría en fin el reino de Elymaida cuya capital, Susa, volvió así a la órbita de un imperio iranio. Una vez más, los ataques en el este le obligaron a partir. Pero los sakkas, que presionaban las fronteras del Asia Central, serían batidos. Acaso fue ésta su última victoria, pues el año 139 a. C. moría el fundador del imperio, aquel que en palabras de K. Schippmann, inició los 350 años que alcanzó a existir como gran potencia. Sus inmediatos sucesores, Fraates I y Artabano I, hubieron de volcarse en la defensa del núcleo parto del Irán, amenazado por los nómadas, en lucha contra los cuales perecerían ambos monarcas.

Pero al menos consiguieron desviar la fuerza mayor, los Yü-echi, que caerían sobre el reino greco-bactriano ocupándolo y fundando poco después el imperio de Kushan. Por el Oeste las cosas fueron peor. Antioco VII recuperó Babilonia y Media, más por poco tiempo. Pues el año 123 a. C. era coronado Mitrídates II (123-87 a. C.). Dice R. Ghirshman que si Mitrídates I fue el Ciro de los partos, Mitrídates II se convertiría en el nuevo Darío, el autor de la madurez. Cuando la situación parecía crítica, muerto el rey Artabano a consecuencia de las heridas sufridas en la batalla, Mitrídates supo reorganizar e inyectar un nuevo entusiasmo a sus gentes. Los nómadas fueron derrotados y empujados en toda la línea. Merv y Herat fueron reconquistadas, el Amur-Darya volvió a ser la frontera del imperio y el Sistán y la Arachosia reconvertidos en reinos vasallos. En Mesopotamia, la llegada del rey fue el fin de la rebelión. Toda la Baja, Media y Alta región volvieron a su mano, convirtiendo en monarquías vasallas las regiones de Adiabene, Gorduene y Osrhoene. De nuevo, Mesopotamia e Irán se integraban, como en la época aqueménida, en un solo imperio. Mitrídates pudo por fin entregarse a la labor de dar estabilidad y cohesión al imperio. Su prosperidad fue señalada por los embajadores del emperador Wu-ti, que en el 115 a. C. le visitaron. Y la ruta de la seda quedaba abierta en el Irán a partir de entonces. Por supuesto ello beneficiaría a los iranios y cooperaría al desarrollo de las relaciones económicas distantes.

Y en el año 109 a. C. Mitrídates recuperaba el título de Rey de Reyes, un hecho que habla por sí mismo de las convicciones iranias de los partos. Una cosa que Sulla, gobernador de Cilicia, no parece entender cuando en el 92 a. C. los embajadores del gran Rey se entrevistaron con él junto al Éufrates, para acordarlo como frontera. A partir de entonces, las regiones del oeste se verían siempre en disputa. La larga lista de guerras, avances y retrocesos de ambos imperios es bien conocida, por lo que cabe resumirlas con brevedad. En el año 53 a. C. Craso sufrió una derrota total en Carras frente a las tropas de Orodes II, dirigidas por Surena. En los años 51 y 40 a. C., sendas expediciones de Pacoro y del mismo en unión con Labieno -un ex embajador romano- estuvieron a punto de restaurar el imperio aqueménida en su totalidad. Luego la situación se mantendría inestable hasta la firma de un tratado de paz con Augusto. Roma hubo de reconocer al imperio parto su condición de gran potencia. El siglo II d. C. subía al trono Artabano II y, poco después, Vologeses I, que acuñaría monedas con leyendas en pahievi-arsácida y en cuya época, según una tradición bien extendida, se redactó por escrito el "Avesta". Durante el siglo II, Ctesifonte caería varias veces en manos romanas -con Trajano (115), Marco Aurelio (165) y Septimio Severo (198)-, pero la misma reiteración es indicio de la inutilidad de la conquista.

Vologeses IV (148-191) invadió toda Siria y las ciudades le aclamaron como libertador. Y un emperador, Macrino, que perdió varias batallas ante Artabano IV, tendría que firmar una paz con él. Mientras tanto, en el este, el imperio Kushan había llegado a su máximo esplendor. Las buenas relaciones con el Irán de los partos se habían debilitado y el peligro parecía cernirse otra vez. Pero la reacción irania sería dirigida por nuevos jefes, porque en torno al 224 d. C. los arsácidas dejaban de reinar. En la región de la antigua Persia un señor local, Ardasir, se levantó y venció a su rey. Con él nacería el último de los imperios iranios, el de la casa de Sasán. El Imperio parto duró 475 años. Con razón K. Schippmann se pregunta dónde está la larga agonía que se le atribuye si, citando a K. H. Ziegler, resulta evidente que los romanos no la vieron. Pues ni Caracalla ni Macrino la percibieron según los documentos que Herodiano nos transmitió (IV, 10-2: V, 1-4). La convicción de sentirse iranios y herederos del mundo aqueménida resulta manifiesta en muchos de sus rasgos culturales y políticos. Sólo cuando recuperaron la mayor parte del antiguo imperio restauraron la vieja titulatura: Gran Rey y Rey de Reyes. J. Wolski acentúa que los arsácidas poseían el iranismo como centro de su ideología política. El filohelenismo no era más que un acercamiento integrador a un sector importante del imperio, lo mismo que Ciro se llamó a sí mismo devoto de Marduk. La carta de Artabano II (Tácito, "Anales" VI, 31), tantas veces citada, es más que elocuente: pide la devolución de todos los territorios que habían pertenecido a los aqueménidas.

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