La Gran Depresión en Iberoamérica
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Desarrollo
La década de 1930, claramente situada bajo el signo de la autarquía, suele considerarse como un punto de inflexión para el desarrollo latinoamericano. Una afirmación de este tipo resulta desproporcionada y exagera el contraste entre el antes y el después de la crisis, aunque hay algunos aspectos rescatables, como son la aceleración en la industrialización por sustitución de importaciones y el comienzo de la formulación de políticas públicas claramente comprometidas con el crecimiento económico. La explicación convencional deriva de la CEPAL (Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina), que interpretó el período de la Gran Depresión como el tránsito de un modelo de crecimiento basado en las exportaciones de productos primarios a otro orientado hacia el mercado interior a través de la industrialización por sustitución de importaciones . Las tendencias al cambio de modelo pueden haberse intensificado por la caída de los precios internacionales de las materias primas y por el enorme deterioro de los términos de intercambio, de modo que se suele señalar erróneamente que la crisis de 1930 marcó el inicio de la industrialización en el continente. Después de la Primera Guerra Mundial , los Estados Unidos aumentaron el peso que tenían en el comercio y en las finanzas internacionales, aunque de momento, y en consonancia con su postura aislacionista, no quisieron asumir un claro liderazgo en el concierto de las naciones, lo que sólo harían después de la conferencia de Breton Woods y de la creación del Fondo Monetario Internacional en 1944.
La falta de liderazgo en el plano internacional se expresó en el hecho de que ningún gobierno, en ningún momento, estuvo en condiciones de poner en práctica un plan coordinado para limitar los efectos de la crisis, lo que llevó a que cada país arbitrara sus propias políticas con independencia de los demás. Dicho aumento se refleja en la cuota estadounidense en el comercio internacional, que pasó del 22,4 por ciento en 1913 al 32,1 en 1920, mientras que la participación europea descendió del 58,4 al 49,2 por ciento en las mismas fechas. Las deudas de guerra y el pago de las reparaciones bélicas, discutidas en la Conferencia de Versalles , cambiaron la condición acreedora de Europa, que se convirtió en deudora de los Estados Unidos, y modificaron la posición financiera entre los países. En la década de 1920, los Estados Unidos aumentaron sus inversiones en el extranjero y sólo en inversiones a largo plazo colocaron. 9.000 millones de dólares, casi el 75 por ciento del total internacional. Entre 1924 y 1929, mientras los Estados Unidos prestaron 1.597 millones de dólares a América Latina, Gran Bretaña sólo colocó 528 millones. El lugar ocupado por los Estados Unidos en la economía mundial hizo que los efectos de la crisis bursátil de Wall Street , la Bolsa de Nueva York, de octubre de 1929, se transmitieran rápidamente por los cinco continentes. Algunos de sus efectos depresivos se habían comenzado a sentir desde 1928, cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos (el Banco Central) subió los tipos de interés con el principal objetivo de desacelerar la demanda interna y enfriar la actividad económica.
La política monetaria de los Estados Unidos, calificada por algunos observadores como irresponsable, terminó por desequilibrar el sistema económico internacional al interrumpir los préstamos internacionales. Muchos países que dependían del capital extranjero no pudieron seguir sosteniendo las reglas de la ortodoxia monetaria, como la libre convertibilidad del dinero, y al poco tiempo tuvieron que abandonar el patrón oro. Uruguay fue el primer país en tomar esta decisión, en abril de 1929, y en el mismo año fue seguido por Argentina y Brasil. En 1930 se descolgó Venezuela; en 1931 lo hicieron México, Bolivia y El Salvador y en 1932 Colombia, Nicaragua, Costa Rica, Chile, Perú y Ecuador. Honduras fue el país que más resistió y sólo renunció a la convertibilidad de su moneda en abril de 1933. Entre 1928 y 1929, las nuevas emisiones de bonos de la deuda externa de los seis países más endeudados (Alemania, Japón, Australia, Argentina, Brasil y Colombia) pasaron de 570 a 52 millones de dólares, lo que da una clara idea de la magnitud de la caída. Para los países exportadores de productos primarios, el final de la década de 1920 fue una época difícil, aunque primó un razonable equilibrio en la balanza de pagos de la mayoría de los países latinoamericanos. Como ya se ha visto, algunos de ellos comenzaron a atravesar por situaciones críticas entre 1928 y 1929. Algunos ejemplos son el derrumbe del control brasileño sobre el mercado del café, los grandes apuros pasados por el azúcar cubano y el sufrimiento por parte de los nitratos chilenos ante la competencia creciente de los abonos sintéticos.
Los choques externos ocurridos entre 1929 y 1933 perturbaron el equilibrio anteriormente existente y puede entenderse la historia económica de la década de 1930 como un esfuerzo permanente en la búsqueda del ajuste de la balanza de pagos. Tras su brusco estallido, la crisis repercutió directamente sobre la economía latinoamericana, que se caracterizaba por su especialización exportadora. La inestabilidad de los mercados de esos productos sólo podía compensarse con una adecuada financiación exterior, pero la interrupción en el flujo de capitales norteamericanos a la región y la caída en las importaciones de algunos productos de América Latina acentuaron todavía más las consecuencias de la crisis. Europa también se vio muy afectada por la coyuntura, dada la compleja interacción internacional en el terreno comercial y financiero, lo que supuso involucrar a importantes mercados estrechamente vinculados a las economías latinoamericanas. Para las economías abiertas de América Latina, que dependían de su capacidad exportadora para importar los productos necesarios para su crecimiento, las consecuencias no pudieron ser más desastrosas, aunque la intensidad del impacto varió de país a país. Una de las consecuencias de la crisis con alcances más duraderos fue el desplazamiento de Gran Bretaña como primera potencia económica mundial y el ascenso de los Estados Unidos en su lugar. Este hecho se sintió especialmente en América del Sur, tradicionalmente un área bajo la dominación de la libra esterlina, mucho más que en América Central, México y el Caribe, donde la influencia norteamericana ya era mayor.
En muchos países habría que esperar al fin de la Segunda Guerra Mundial para que este proceso se consolidara de una forma irreversible. En la década de 1920, los Estados Unidos habían invertido 5.000 millones de dólares en América Latina (la tercera parte del total de sus inversiones en el mundo), recibiendo cinco países más de las tres cuartas partes del total. Se trataba de Cuba (1.066 millones), Argentina (808 millones), Chile (701 millones), México (694 millones) y Brasil (557 millones). Para América Latina, la crisis fue un producto importado de fuera. Si bien existen distintas teorías sobre los orígenes de la Gran Depresión, está suficientemente demostrado que ésta se inició en los países centrales y desde allí se transmitió a la periferia, a los países exportadores de alimentos y materias primas. Los mecanismos de transmisión de la crisis fueron básicamente cuatro: la contracción del comercio internacional; el deterioro de los términos de intercambio, ya que los precios de las manufacturas cayeron menos que los de los productos primarios (en cuatro años bajaron entre un 2,1 y un 45 por ciento en algunos países latinoamericanos); el reflujo de capital hacia los países acreedores y la caída de los precios operada en los mercados internacionales (deflación). La contracción del comercio internacional afectó directamente a la región. En 192-9, el 48 por ciento del total de las exportaciones latinoamericanas se dirigían a los Estados Unidos, y en 1932 se habían contraído al 41,5 por ciento.
Pero no todos los países exportaban en proporciones similares a sus distintos clientes, por lo que las repercusiones de la crisis también fueron distintas. México, por ejemplo, colocó en los mercados estadounidenses el 75 por ciento de sus exportaciones y sólo el 22 por ciento en Europa; Brasil exportó a Estados Unidos y a Europa cantidades similares: el 45 por ciento; mientras que Argentina vendió a Estados Unidos sólo un 9 por ciento, un 29 por ciento a Gran Bretaña y un 35 por ciento a las restantes naciones europeas. Las economías más poderosas de la tierra, como las de los Estados Unidos y Gran Bretaña, los mayores socios comerciales latinoamericanos, adoptaron estrategias defensivas y proteccionistas para salvaguardarse de la crisis, o al menos para poder atravesarla con el menor coste posible, aplicando medidas como el aumento de los aranceles, los pactos bilaterales de comercio o la defensa de los mercados coloniales y la contingentación en el intercambio de divisas. Todas estas disposiciones dificultaban aún más la normalidad en los flujos comerciales internacionales y afectaron directamente las balanzas comerciales de todos los países latinoamericanos. En junio de 1930 los Estados Unidos aprobaron el arancel Hawley-Smoot, que fue considerado por los restantes países como una verdadera declaración de guerra comercial. Al año siguiente los británicos implantaron la Ley de Importaciones Anormales y en 1932 se firmó el Acuerdo de Ottawa, que protegía el comercio en el interior de la Commonwealth, la Comunidad Británica.
Francia, Alemania y Japón también reforzaron sus políticas discriminatorias en beneficio de las áreas que se encontraban bajo su influencia política. Sin embargo, América Latina sufría las mismas desventajas que el resto de la periferia, pero no estaba integrada en ningún Imperio que la protegiera. Las excepciones fueron Jamaica y Puerto Rico que sí se beneficiaron del proteccionismo metropolitano, de modo que aumentaron las importaciones norteamericanas de azúcar de Puerto Rico, a expensas de Cuba y las de plátanos de Jamaica al Reino Unido, en detrimento de América Central. Y si bien el proteccionismo perjudicó a la mayor parte de los países latinoamericanos, su filosofía fue posteriormente adaptada por esos mismos países según sus propias realidades, y arraigó con mayor fuerza que en los mismos lugares donde se había iniciado. En América Latina asistimos también al aumento en la intervención del Estado en la actividad económica, en una especie de keynesianismo (aunque inconsciente) antes de Keynes . Entre las medidas adoptadas se puede consignar el abandono de la convertibilidad del dinero; la depreciación de las tasas de cambio, especialmente las aplicadas a las importaciones; los incrementos en los aranceles; los controles de importación y de cambios; los acuerdos bilaterales de compensación; la creación de nuevos impuestos y el aumento en la recaudación de impuestos no aduaneros. De ese modo, muchos gobiernos que en el pasado habían hecho del liberalismo económico su principal divisa, comenzaron a dejar de lado estos postulados y de una forma más o menos gradual recorrieron el camino de la intervención estatal, un camino eficazmente sembrado por las piedras del populismo.
Como consecuencia de la aplicación de estas políticas intervencionistas se observa una participación creciente del gasto público en el Producto Interior Bruto (PIB) y una expansión de las funciones reguladoras del gobierno sobre la actividad económica. Los gobiernos se comprometieron a promover el crecimiento económico y la transformación estructural. Lázaro Cárdenas aceleró el programa de reforma agraria en México y en 1938 nacionalizó la industria petrolera. En la década de 1930 se observó por doquier el fortalecimiento y la creación de instituciones públicas que concedían créditos a mediano y largo plazo, tratando de reactivar la actividad económica. Sin embargo, la participación gubernamental a gran escala en el crédito público es un fenómeno de la década siguiente. Los efectos de la intervención y del proteccionismo se pueden observar con mayor intensidad a partir de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, el momento que señaló el progresivo cierre de las economías latinoamericanas, gracias a la continua difusión de la industrialización vía sustitución de importaciones. Esas economías permanecerían cerradas hasta bien entrada la década de los 80, cuando una nueva crisis, también de alcance continental, derrumbó las tupidas barreras de protección y autarquía que hasta entonces se habían construido. Los años que nos ocupan fueron aquellos en los que se gestaron las políticas proteccionistas y autárquicas y los años en los que esas políticas y las sociedades latinoamericanas se adaptaron a los cambios que marcarían su camino durante las largas décadas de aislamiento.
Las consecuencias de la crisis sobre las economías latinoamericanas variaron de país a país y dependían básicamente del comportamiento de los precios de los productos exportables en los mercados internacionales, a tal punto que Carlos Díaz-Alejandro habla de la "lotería de mercancías". Ni a todos los países les fue igual durante la crisis ni todos los productos tuvieron el mismo comportamiento. Hubo a quienes les fue peor, es el caso de Chile, cuyos precios del salitre cayeron estrepitosamente, y otros a quienes no les fue tan mal, como a la Argentina, que supo mantener buena parte del mercado de carne inglés, vital para sus exportaciones, gracias a la firma del Tratado de Londres (el Tratado Roca-Runciman) con Gran Bretaña, que permitió reducir los efectos negativos del Tratado de Ottawa, que reservaba los mercados británicos a los países y territorios de la Commonwealth. En el caso de Argentina, como en el de otros países exportadores de productos ganaderos y de agricultura templada, una buena parte de las exportaciones pudo trasladarse al mercado interno, cuyo consumo se constituyó en una eficaz alternativa a la contracción del comercio internacional. Este no fue el caso de quiénes exportaban minerales o productos tropicales. Entre 1928/29 y 1932/33, Chile fue el país que más vio reducir el valor de sus exportaciones, algo más del 80 por ciento. Con un menor impacto, y separados en varios grupos, encontramos a los países siguientes: Bolivia, Cuba, Perú y El Salvador entre el 70 y el 75 por ciento; Argentina, Guatemala y México, entre el 65 y el 70; Brasil, la República Dominicana, Haití y Nicaragua entre el 60 y el 65, Ecuador y Honduras entre el 55 y el 60 y Colombia, Costa Rica, Panamá y Paraguay entre el 50 y el 55.
El país menos perjudicado fue Venezuela, con una cifra que oscilaba entre el 30 y el 45 por ciento. México fue uno de los países grandes que más notó la crisis. La caída de la renta mexicana había comenzado en 1929, y no en 1930 y el punto mínimo lo alcanzó en 1932. En ese año el valor de su PIB era un 19 por ciento menor que el de 1930. Sin embargo, en 1933 la recuperación mexicana ya había comenzado, y esa temprana recuperación es más notable si se considera la proximidad geográfica con los Estados Unidos, que todavía estaban sumidos en la depresión. La Argentina siguió una tendencia similar a la mexicana, aunque tanto la caída como la recuperación fueron menos pronunciados. El punto de inflexión también se sitúa en 1932, cuando su PIB había caído un 13,8 por ciento en relación al de 1929. En 1935, la Argentina ya había recuperado el nivel de renta que tenía en 1929. Brasil, por su parte, tuvo una evolución distinta y en este caso es más correcto hablar de estancamiento o recesión, ya que la caída fue muy leve. El punto mínimo se alcanzó en 1931 y en 1933 el país había superado el PIB de 1929. Se podría concluir diciendo que la recesión en los países latinoamericanos fue menos profunda de lo que se suele afirmar y que tanto sus efectos sobre sus economías, como sus repercusiones sociales, fueron poco duraderos. En términos de empleo los efectos de la crisis tampoco fueron demasiado serios. En numerosos países, la mayor parte de la población activa se dedicaba a la agricultura (en México y Brasil era cerca del 70 por ciento del total) y tuvo posibilidades de dedicarse a la producción para el autoconsumo, de modo que el sector agrícola se convirtió en un amortiguador frente a la contracción de la actividad económica o a la inestabilidad de otros sectores. En casi todos los casos podríamos señalar que hacia mediados de la década de 1930 ya había comenzado la recuperación.
La falta de liderazgo en el plano internacional se expresó en el hecho de que ningún gobierno, en ningún momento, estuvo en condiciones de poner en práctica un plan coordinado para limitar los efectos de la crisis, lo que llevó a que cada país arbitrara sus propias políticas con independencia de los demás. Dicho aumento se refleja en la cuota estadounidense en el comercio internacional, que pasó del 22,4 por ciento en 1913 al 32,1 en 1920, mientras que la participación europea descendió del 58,4 al 49,2 por ciento en las mismas fechas. Las deudas de guerra y el pago de las reparaciones bélicas, discutidas en la Conferencia de Versalles , cambiaron la condición acreedora de Europa, que se convirtió en deudora de los Estados Unidos, y modificaron la posición financiera entre los países. En la década de 1920, los Estados Unidos aumentaron sus inversiones en el extranjero y sólo en inversiones a largo plazo colocaron. 9.000 millones de dólares, casi el 75 por ciento del total internacional. Entre 1924 y 1929, mientras los Estados Unidos prestaron 1.597 millones de dólares a América Latina, Gran Bretaña sólo colocó 528 millones. El lugar ocupado por los Estados Unidos en la economía mundial hizo que los efectos de la crisis bursátil de Wall Street , la Bolsa de Nueva York, de octubre de 1929, se transmitieran rápidamente por los cinco continentes. Algunos de sus efectos depresivos se habían comenzado a sentir desde 1928, cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos (el Banco Central) subió los tipos de interés con el principal objetivo de desacelerar la demanda interna y enfriar la actividad económica.
La política monetaria de los Estados Unidos, calificada por algunos observadores como irresponsable, terminó por desequilibrar el sistema económico internacional al interrumpir los préstamos internacionales. Muchos países que dependían del capital extranjero no pudieron seguir sosteniendo las reglas de la ortodoxia monetaria, como la libre convertibilidad del dinero, y al poco tiempo tuvieron que abandonar el patrón oro. Uruguay fue el primer país en tomar esta decisión, en abril de 1929, y en el mismo año fue seguido por Argentina y Brasil. En 1930 se descolgó Venezuela; en 1931 lo hicieron México, Bolivia y El Salvador y en 1932 Colombia, Nicaragua, Costa Rica, Chile, Perú y Ecuador. Honduras fue el país que más resistió y sólo renunció a la convertibilidad de su moneda en abril de 1933. Entre 1928 y 1929, las nuevas emisiones de bonos de la deuda externa de los seis países más endeudados (Alemania, Japón, Australia, Argentina, Brasil y Colombia) pasaron de 570 a 52 millones de dólares, lo que da una clara idea de la magnitud de la caída. Para los países exportadores de productos primarios, el final de la década de 1920 fue una época difícil, aunque primó un razonable equilibrio en la balanza de pagos de la mayoría de los países latinoamericanos. Como ya se ha visto, algunos de ellos comenzaron a atravesar por situaciones críticas entre 1928 y 1929. Algunos ejemplos son el derrumbe del control brasileño sobre el mercado del café, los grandes apuros pasados por el azúcar cubano y el sufrimiento por parte de los nitratos chilenos ante la competencia creciente de los abonos sintéticos.
Los choques externos ocurridos entre 1929 y 1933 perturbaron el equilibrio anteriormente existente y puede entenderse la historia económica de la década de 1930 como un esfuerzo permanente en la búsqueda del ajuste de la balanza de pagos. Tras su brusco estallido, la crisis repercutió directamente sobre la economía latinoamericana, que se caracterizaba por su especialización exportadora. La inestabilidad de los mercados de esos productos sólo podía compensarse con una adecuada financiación exterior, pero la interrupción en el flujo de capitales norteamericanos a la región y la caída en las importaciones de algunos productos de América Latina acentuaron todavía más las consecuencias de la crisis. Europa también se vio muy afectada por la coyuntura, dada la compleja interacción internacional en el terreno comercial y financiero, lo que supuso involucrar a importantes mercados estrechamente vinculados a las economías latinoamericanas. Para las economías abiertas de América Latina, que dependían de su capacidad exportadora para importar los productos necesarios para su crecimiento, las consecuencias no pudieron ser más desastrosas, aunque la intensidad del impacto varió de país a país. Una de las consecuencias de la crisis con alcances más duraderos fue el desplazamiento de Gran Bretaña como primera potencia económica mundial y el ascenso de los Estados Unidos en su lugar. Este hecho se sintió especialmente en América del Sur, tradicionalmente un área bajo la dominación de la libra esterlina, mucho más que en América Central, México y el Caribe, donde la influencia norteamericana ya era mayor.
En muchos países habría que esperar al fin de la Segunda Guerra Mundial para que este proceso se consolidara de una forma irreversible. En la década de 1920, los Estados Unidos habían invertido 5.000 millones de dólares en América Latina (la tercera parte del total de sus inversiones en el mundo), recibiendo cinco países más de las tres cuartas partes del total. Se trataba de Cuba (1.066 millones), Argentina (808 millones), Chile (701 millones), México (694 millones) y Brasil (557 millones). Para América Latina, la crisis fue un producto importado de fuera. Si bien existen distintas teorías sobre los orígenes de la Gran Depresión, está suficientemente demostrado que ésta se inició en los países centrales y desde allí se transmitió a la periferia, a los países exportadores de alimentos y materias primas. Los mecanismos de transmisión de la crisis fueron básicamente cuatro: la contracción del comercio internacional; el deterioro de los términos de intercambio, ya que los precios de las manufacturas cayeron menos que los de los productos primarios (en cuatro años bajaron entre un 2,1 y un 45 por ciento en algunos países latinoamericanos); el reflujo de capital hacia los países acreedores y la caída de los precios operada en los mercados internacionales (deflación). La contracción del comercio internacional afectó directamente a la región. En 192-9, el 48 por ciento del total de las exportaciones latinoamericanas se dirigían a los Estados Unidos, y en 1932 se habían contraído al 41,5 por ciento.
Pero no todos los países exportaban en proporciones similares a sus distintos clientes, por lo que las repercusiones de la crisis también fueron distintas. México, por ejemplo, colocó en los mercados estadounidenses el 75 por ciento de sus exportaciones y sólo el 22 por ciento en Europa; Brasil exportó a Estados Unidos y a Europa cantidades similares: el 45 por ciento; mientras que Argentina vendió a Estados Unidos sólo un 9 por ciento, un 29 por ciento a Gran Bretaña y un 35 por ciento a las restantes naciones europeas. Las economías más poderosas de la tierra, como las de los Estados Unidos y Gran Bretaña, los mayores socios comerciales latinoamericanos, adoptaron estrategias defensivas y proteccionistas para salvaguardarse de la crisis, o al menos para poder atravesarla con el menor coste posible, aplicando medidas como el aumento de los aranceles, los pactos bilaterales de comercio o la defensa de los mercados coloniales y la contingentación en el intercambio de divisas. Todas estas disposiciones dificultaban aún más la normalidad en los flujos comerciales internacionales y afectaron directamente las balanzas comerciales de todos los países latinoamericanos. En junio de 1930 los Estados Unidos aprobaron el arancel Hawley-Smoot, que fue considerado por los restantes países como una verdadera declaración de guerra comercial. Al año siguiente los británicos implantaron la Ley de Importaciones Anormales y en 1932 se firmó el Acuerdo de Ottawa, que protegía el comercio en el interior de la Commonwealth, la Comunidad Británica.
Francia, Alemania y Japón también reforzaron sus políticas discriminatorias en beneficio de las áreas que se encontraban bajo su influencia política. Sin embargo, América Latina sufría las mismas desventajas que el resto de la periferia, pero no estaba integrada en ningún Imperio que la protegiera. Las excepciones fueron Jamaica y Puerto Rico que sí se beneficiaron del proteccionismo metropolitano, de modo que aumentaron las importaciones norteamericanas de azúcar de Puerto Rico, a expensas de Cuba y las de plátanos de Jamaica al Reino Unido, en detrimento de América Central. Y si bien el proteccionismo perjudicó a la mayor parte de los países latinoamericanos, su filosofía fue posteriormente adaptada por esos mismos países según sus propias realidades, y arraigó con mayor fuerza que en los mismos lugares donde se había iniciado. En América Latina asistimos también al aumento en la intervención del Estado en la actividad económica, en una especie de keynesianismo (aunque inconsciente) antes de Keynes . Entre las medidas adoptadas se puede consignar el abandono de la convertibilidad del dinero; la depreciación de las tasas de cambio, especialmente las aplicadas a las importaciones; los incrementos en los aranceles; los controles de importación y de cambios; los acuerdos bilaterales de compensación; la creación de nuevos impuestos y el aumento en la recaudación de impuestos no aduaneros. De ese modo, muchos gobiernos que en el pasado habían hecho del liberalismo económico su principal divisa, comenzaron a dejar de lado estos postulados y de una forma más o menos gradual recorrieron el camino de la intervención estatal, un camino eficazmente sembrado por las piedras del populismo.
Como consecuencia de la aplicación de estas políticas intervencionistas se observa una participación creciente del gasto público en el Producto Interior Bruto (PIB) y una expansión de las funciones reguladoras del gobierno sobre la actividad económica. Los gobiernos se comprometieron a promover el crecimiento económico y la transformación estructural. Lázaro Cárdenas aceleró el programa de reforma agraria en México y en 1938 nacionalizó la industria petrolera. En la década de 1930 se observó por doquier el fortalecimiento y la creación de instituciones públicas que concedían créditos a mediano y largo plazo, tratando de reactivar la actividad económica. Sin embargo, la participación gubernamental a gran escala en el crédito público es un fenómeno de la década siguiente. Los efectos de la intervención y del proteccionismo se pueden observar con mayor intensidad a partir de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, el momento que señaló el progresivo cierre de las economías latinoamericanas, gracias a la continua difusión de la industrialización vía sustitución de importaciones. Esas economías permanecerían cerradas hasta bien entrada la década de los 80, cuando una nueva crisis, también de alcance continental, derrumbó las tupidas barreras de protección y autarquía que hasta entonces se habían construido. Los años que nos ocupan fueron aquellos en los que se gestaron las políticas proteccionistas y autárquicas y los años en los que esas políticas y las sociedades latinoamericanas se adaptaron a los cambios que marcarían su camino durante las largas décadas de aislamiento.
Las consecuencias de la crisis sobre las economías latinoamericanas variaron de país a país y dependían básicamente del comportamiento de los precios de los productos exportables en los mercados internacionales, a tal punto que Carlos Díaz-Alejandro habla de la "lotería de mercancías". Ni a todos los países les fue igual durante la crisis ni todos los productos tuvieron el mismo comportamiento. Hubo a quienes les fue peor, es el caso de Chile, cuyos precios del salitre cayeron estrepitosamente, y otros a quienes no les fue tan mal, como a la Argentina, que supo mantener buena parte del mercado de carne inglés, vital para sus exportaciones, gracias a la firma del Tratado de Londres (el Tratado Roca-Runciman) con Gran Bretaña, que permitió reducir los efectos negativos del Tratado de Ottawa, que reservaba los mercados británicos a los países y territorios de la Commonwealth. En el caso de Argentina, como en el de otros países exportadores de productos ganaderos y de agricultura templada, una buena parte de las exportaciones pudo trasladarse al mercado interno, cuyo consumo se constituyó en una eficaz alternativa a la contracción del comercio internacional. Este no fue el caso de quiénes exportaban minerales o productos tropicales. Entre 1928/29 y 1932/33, Chile fue el país que más vio reducir el valor de sus exportaciones, algo más del 80 por ciento. Con un menor impacto, y separados en varios grupos, encontramos a los países siguientes: Bolivia, Cuba, Perú y El Salvador entre el 70 y el 75 por ciento; Argentina, Guatemala y México, entre el 65 y el 70; Brasil, la República Dominicana, Haití y Nicaragua entre el 60 y el 65, Ecuador y Honduras entre el 55 y el 60 y Colombia, Costa Rica, Panamá y Paraguay entre el 50 y el 55.
El país menos perjudicado fue Venezuela, con una cifra que oscilaba entre el 30 y el 45 por ciento. México fue uno de los países grandes que más notó la crisis. La caída de la renta mexicana había comenzado en 1929, y no en 1930 y el punto mínimo lo alcanzó en 1932. En ese año el valor de su PIB era un 19 por ciento menor que el de 1930. Sin embargo, en 1933 la recuperación mexicana ya había comenzado, y esa temprana recuperación es más notable si se considera la proximidad geográfica con los Estados Unidos, que todavía estaban sumidos en la depresión. La Argentina siguió una tendencia similar a la mexicana, aunque tanto la caída como la recuperación fueron menos pronunciados. El punto de inflexión también se sitúa en 1932, cuando su PIB había caído un 13,8 por ciento en relación al de 1929. En 1935, la Argentina ya había recuperado el nivel de renta que tenía en 1929. Brasil, por su parte, tuvo una evolución distinta y en este caso es más correcto hablar de estancamiento o recesión, ya que la caída fue muy leve. El punto mínimo se alcanzó en 1931 y en 1933 el país había superado el PIB de 1929. Se podría concluir diciendo que la recesión en los países latinoamericanos fue menos profunda de lo que se suele afirmar y que tanto sus efectos sobre sus economías, como sus repercusiones sociales, fueron poco duraderos. En términos de empleo los efectos de la crisis tampoco fueron demasiado serios. En numerosos países, la mayor parte de la población activa se dedicaba a la agricultura (en México y Brasil era cerca del 70 por ciento del total) y tuvo posibilidades de dedicarse a la producción para el autoconsumo, de modo que el sector agrícola se convirtió en un amortiguador frente a la contracción de la actividad económica o a la inestabilidad de otros sectores. En casi todos los casos podríamos señalar que hacia mediados de la década de 1930 ya había comenzado la recuperación.