La pintura tardohelenística
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Datos principales
Rango
Helenismo en Roma
Desarrollo
Si volvemos la vista atrás, podremos comprobar que, igual que en la Europa dieciochesca, en el Helenismo Final convivieron neoclasicismo, rococó, realismo a veces pintoresco, y barroco decorativo. Incluso, como en los grandes jardines palaciegos de nuestras monarquías, en las ricas villas antiguas supieron adaptarse a ambientes rocosos grandes grupos escultóricos. Pero este incipiente gusto por la naturaleza abrupta y su poder evocador ¿llegó a coincidir con una reivindicación de los sentimientos, del inconsciente, de los aspectos lúgubres o grandiosos de la naturaleza como capaces de influir en el estado de ánimo del hombre? En una palabra ¿hubo en el Helenismo Final algo parecido a nuestro prerromanticismo? En el campo de la escultura es muy escaso lo que podemos rastrear sobre este aspecto; acaso, como uno de los ejemplos más claros, mencionaríamos dos relieves de danzarinas del Museo Nacional de Atenas: en ellos, cubiertas de movido ropaje, dos leves figuras neoáticas se mueven sobre el vacío, como si se tratase de sombras ingrávidas sobre un fondo neutro, quizá oscuro. Pero lo cierto es que hay que dirigirse más bien a la pintura para intentar descubrir tan sugestivos hallazgos. Como cabe imaginar, los pintores de esta época siguieron vías tan variadas como los escultores: no es raro encontrar, sobre todo en Pompeya -ciudad que vivía un gran auge desde su conversión en colonia a principios del siglo t a. C.-, pinturas que reflejan el neoclasicismo aticista (recuérdese, sin ir más lejos, el famoso friso de la Villa de los Misterios ), obras de espíritu rococó (por ejemplo, el cuadro de Pan y Hermafrodita, de la Casa de los Dioscuros), e incluso copias de cuadros griegos más realistas o barrocos.
Pero quizá los mayores logros de la pintura tardohelenística, y precisamente los de carácter prerromántico, se hallan dentro del paisajismo. El gusto por la ambientación, por la escenografía natural de los temas míticos, es algo que se venía desarrollando en Grecia desde el arcaísmo. En el periodo helenístico temprano, Apolonio de Rodas podía ya evocar en sus versos distintos tipos de paisaje por donde hacer pasar a sus Argonautas; fundamentalmente, distinguía un paisaje "cartográfico", como visto desde arriba, que daba la situación de sus héroes a lo largo de su periplo, y otro tipo de paisaje inaccesible, lleno de altísimas rocas y torrentes, digno contrapunto a las épicas hazañas; pero lo cierto es que, por entonces, no parece que la pintura diese aún primacía a las notas ambientales sobre los personajes del relato. Después, quizás a fines del siglo III o en el curso del II a. C., comienzan a aparecer, según todos los indicios, los primeros paisajes propiamente dichos. No desaparecerá la figura humana, que "justifica" de algún modo la realización del cuadro de cara a la mentalidad antropocéntrica griega, pero ya los árboles, las rocas, incluso las fluidas aguas se extienden por doquier, como en esa especie de mapa animado de Egipto que fue reproducido hacia el 100 a. C. en el llamado Mosaico nilótico de Palestrina. Faltaba sin embargo llegar a sentir la naturaleza por sí misma, no como mera descripción científica de sus montañas y animales.
Esta, al parecer, es la gran aportación del Helenismo Tardío, y precisamente de su sensibilidad nueva. Basta asomarnos a los Museos Vaticanos para contemplar allí, en varios cuadros que representan pasajes de la Odisea, y que fueron arrancados de una casa del Esquilino, cómo alcanza el paisaje su verdadero valor protagonista. Ulises y sus compañeros aparecen ahogados por la grandiosidad de los mares y territorios que han de recorrer, y el tema de la Bajada a los Infiernos, sumido en una lóbrega oscuridad, alcanza un poder de sugestión sobrecogedor; es la misma sensibilidad que, enclave quizá más superficial y artificiosa, se repite en numerosas copias pompeyanas donde el mito de Andrómeda, el de Polifemo y Galatea o el de Icaro cayendo al mar se rodean de un enorme y animado paisaje de montañas, olas, ciudades, y hasta Ninfas y Nereidas. Como podemos comprobar, en sus últimas décadas de vida "oficial", el arte helenístico, es decir, el arte griego, sigue descubriendo rincones inexplorados de la expresión artística, e incluso de la mente humana.
Pero quizá los mayores logros de la pintura tardohelenística, y precisamente los de carácter prerromántico, se hallan dentro del paisajismo. El gusto por la ambientación, por la escenografía natural de los temas míticos, es algo que se venía desarrollando en Grecia desde el arcaísmo. En el periodo helenístico temprano, Apolonio de Rodas podía ya evocar en sus versos distintos tipos de paisaje por donde hacer pasar a sus Argonautas; fundamentalmente, distinguía un paisaje "cartográfico", como visto desde arriba, que daba la situación de sus héroes a lo largo de su periplo, y otro tipo de paisaje inaccesible, lleno de altísimas rocas y torrentes, digno contrapunto a las épicas hazañas; pero lo cierto es que, por entonces, no parece que la pintura diese aún primacía a las notas ambientales sobre los personajes del relato. Después, quizás a fines del siglo III o en el curso del II a. C., comienzan a aparecer, según todos los indicios, los primeros paisajes propiamente dichos. No desaparecerá la figura humana, que "justifica" de algún modo la realización del cuadro de cara a la mentalidad antropocéntrica griega, pero ya los árboles, las rocas, incluso las fluidas aguas se extienden por doquier, como en esa especie de mapa animado de Egipto que fue reproducido hacia el 100 a. C. en el llamado Mosaico nilótico de Palestrina. Faltaba sin embargo llegar a sentir la naturaleza por sí misma, no como mera descripción científica de sus montañas y animales.
Esta, al parecer, es la gran aportación del Helenismo Tardío, y precisamente de su sensibilidad nueva. Basta asomarnos a los Museos Vaticanos para contemplar allí, en varios cuadros que representan pasajes de la Odisea, y que fueron arrancados de una casa del Esquilino, cómo alcanza el paisaje su verdadero valor protagonista. Ulises y sus compañeros aparecen ahogados por la grandiosidad de los mares y territorios que han de recorrer, y el tema de la Bajada a los Infiernos, sumido en una lóbrega oscuridad, alcanza un poder de sugestión sobrecogedor; es la misma sensibilidad que, enclave quizá más superficial y artificiosa, se repite en numerosas copias pompeyanas donde el mito de Andrómeda, el de Polifemo y Galatea o el de Icaro cayendo al mar se rodean de un enorme y animado paisaje de montañas, olas, ciudades, y hasta Ninfas y Nereidas. Como podemos comprobar, en sus últimas décadas de vida "oficial", el arte helenístico, es decir, el arte griego, sigue descubriendo rincones inexplorados de la expresión artística, e incluso de la mente humana.