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Desafío al liberalis

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En 1910, Keir Hardie podía afirmar que el laborismo, aun teniendo pocos diputados, era ya parte aceptable de la vida política británica. En realidad, ello era así en casi toda Europa. Pese a los temores de la derecha, el socialismo era una fuerza que, básicamente, trabajaba para la democracia. Existía, sin embargo, la posibilidad de una desviación totalitaria del socialismo. En 1902, Lenin (1870-1924), un exilado militante del Partido Social-Demócrata ruso, había escrito un folleto, ¿Qué hacer?, en el que, además de denunciar con desusada violencia polémica las tesis revisionistas y reformistas, esbozaba una nueva propuesta revolucionaria: la teoría del partido como vanguardia de la revolución, que cifraba la clave del éxito revolucionario en la concepción del partido como un pequeño grupo de activistas profesionales, como una organización centralizada, rígida y estrictamente disciplinada, que excluía, por tanto, la idea de un partido democrático y abierto a las masas. A corto plazo, Lenin sólo consiguió la escisión de su partido en dos facciones (bolcheviques, encabezados por el propio Lenin, y mencheviques, liderados por su antiguo amigo Julius Martov). Pero como por entonces señalaron León Trotsky (1879-1940), otro de los revolucionarios rusos exilados, en su folleto Nuestras tareas políticas (1904), y Rosa Luxemburgo en Cuestiones organizativas de la socialdemocracia rusa (también de 1904), la teoría leninista del partido revolucionario implicaba el riesgo, en el supuesto de producirse la conquista revolucionaria del poder, de que el socialismo cristalizase en la dictadura burocrática del partido así concebido (y para R.

Luxemburgo, fue precisamente aquella concepción del partido, lo que explicaría el carácter represivo y antidemocrático del régimen salido de la revolución rusa de octubre de 1917, como argumentó en La Revolución Rusa, de 1918). Nada probó mejor la paulatina integración de los socialistas en sus respectivos sistemas nacionales que la actitud que la II Internacional -el organismo que agrupaba a los partidos socialistas de todo el mundo creado, como se indicó, en 1889- mantuvo ante la posibilidad de una guerra europea, eventualidad de la que se ocupó con preferencia desde 1907. Dirigentes como Jaurès, Hardie, Vaillant y otros insistieron reiteradamente, en los distintos congresos de aquel organismo, en la necesidad de lograr alguna forma de cooperación obrera internacional que pudiera impedir la guerra. Y en efecto, en el congreso de Stuttgart (1907), los socialistas acordaron hacer todos los esfuerzos posibles para impedir la guerra, por los medios que considerasen adecuados. Los representantes de la izquierda (Lenin, R. Luxemburgo, Martov) sostuvieron que aquellos esfuerzos debían suponer, llegado el caso, la transformación de la guerra europea en guerras civiles revolucionarias. Pero el SPD alemán se opuso tanto en aquel congreso como en los de Copenhague (1910) y Basilea (1912) a las resoluciones que proponían la declaración de una huelga general europea contra la guerra. En la práctica, los socialistas, por lo general, se limitaron a no votar los aumentos de los gastos militares de sus respectivos países (y ya se vio cómo los alemanes incluso los votaron en 1913).

La razón era que los socialistas no podían ser ajenos a la influencia de los sentimientos nacionales respectivos. La guerra de los Boers (1899-1902), por ejemplo, provocó en Gran Bretaña una verdadera explosión de patriotismo obrero contra el que nada pudo el sincero pacifismo de Hardie y MacDonald, los líderes laboristas. El socialismo francés no podía ignorar Alsacia y Lorena. El mismo Jaurès, enemigo del militarismo y del nacionalismo, aceptaba el patriotismo si se entendía como simple cultivo de las tradiciones nacionales, y, de hecho, un fuerte patriotismo jacobino impregnaba a toda la izquierda francesa, siempre entusiasta -incluido Jaurès- de la Revolución francesa. Ya quedó dicho que los socialistas austríacos y checos terminaron por agruparse en partidos nacionales separados. Rosa Luxemburgo, que era judía y polaca de nacimiento -había nacido en Rutenia- era ajena a la cuestión nacional de Polonia; pero el movimiento obrero polaco se alineó con el Partido Socialista de Pilsudski, mucho más nacionalista que socialista. Algunos socialistas italianos -y hasta algunos sindicalistas revolucionarios- apoyaron en 1912 la guerra de su país en Libia. Jaurès fue asesinado el 31 de julio de 1914 por un nacionalista francés por su pacifismo. Pero cuando el 3 de agosto, Alemania declaró la guerra a Francia, socialistas y trabajadores franceses se sumaron sin reservas y con formidable entusiasmo nacional al esfuerzo de guerra: Guesde y Vaillant entraron en el gobierno de Unión Sagrada que Viviani formó el 23 de agosto.

También los trabajadores alemanes recibieron la guerra con entusiasmo y exaltación. El mismo 2 de agosto, los 48 sindicatos del país suscribieron una declaración que proclamaba que la defensa nacional era su primer deber; el 4, los diputados socialistas, incluidos los representantes de la extrema izquierda, se sumaron a la tregua política pedida por el Gobierno y votaron los créditos de guerra que aquél solicitó al Parlamento. Los laboristas británicos resistieron más. El 2 de agosto, convocaron grandes manifestaciones contra la guerra. En el Parlamento, Keir Hardie y Ramsay MacDonald proclamaron su pacifismo, defendieron la objeción de conciencia y no votaron el presupuesto de guerra del Gobierno. Pero el movimiento sindical y la inmensa mayoría de la clase obrera les desautorizó y apoyó la guerra con el mismo extraordinario entusiasmo con que lo hicieron los obreros franceses y alemanes: en diciembre de 1916, el laborista Arthur Henderson, que había sustituido a MacDonald como secretario del partido, entró en el Gobierno.

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