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En los tratados, alianzas, convenciones o coaliciones del siglo XVIII se debatieron multitud de cuestiones de carácter internacional que nos indican los extraordinarios avances en este campo: la libertad de los mares, la libertad de pesca, el derecho al saludo, el libre comercio de los neutrales en tiempo de guerra marítima, la confiscación de la propiedad privada enemiga en el mar, el derecho de visita, el contrabando de guerra, derecho y condiciones del bloqueo, la prohibición en momentos bélicos del comercio colonial, los peajes en los estrechos, el derecho de intervención, las condiciones de los beligerantes, la inviolabilidad y prerrogativas de los embajadores, la extensión del sistema de embajadas permanentes, las mediciones o los derechos de la población civil no beligerante. Según las ideas de H. Grocio (1583-1645), el Derecho internacional estaba conectado con el natural, que proporcionaba el marco general teológico-filosófico para el desarrollo de las diferentes ramas del Derecho. Así, las doctrinas internacionales derivaban del Derecho natural, y éste, a su vez, de la teología moral. Esta relación se fue relajando hasta que en el siglo XVIII se llegó a la plena separación del Derecho natural y del internacional de la teología moral. Con la progresiva secularización se produjo el tránsito hacia una consideración histórica del Derecho, que concluyó con el paso del iusnaturalismo al positivismo. Tales transformaciones tuvieron lugar en el Continente, mientras en Gran Bretaña se intentaban fundamentar las cuestiones jurídicas internacionales partiendo más de la práctica de los Estados que de las normas de Derecho natural.

Por su parte, la doctrina española del siglo XVIII presentaba unos caracteres de pobreza y falta de originalidad sorprendentes, en comparación con las anteriores aportaciones de Vitoria y Suárez. De la tradición internacionalista se pasó a tratar el derecho de gentes como una moda importada con tendencias extranjerizantes, por ejemplo, las obras de los hermanos Abreu, Ortega y Cotes o Pérez Valiente. Después de Pufendorf, muerto en 1694, que se propuso aislar el pensamiento jurídico de la teología moral y del Derecho positivo para basarlo sólo en la razón humana, destacó Cristian Thomasius (1655-1728) en la defensa de los mismos criterios, con el que dio comienzo el denominado siglo del derecho racional de la Ilustración. Sin embargo, Leibniz (1646-1717) adoptó una posición conciliadora y afirmó, por una parte, la necesidad de unas relaciones morales para la legislación y, por otra, resaltó la fundamentación del Derecho internacional en los acontecimientos concretos de la vida política. Con semejantes planteamientos, J. Dumont, muerto en 1727, publicó su Corpus documental universal, colección de fuentes donde explicaba que la base del Derecho internacional no radicaba en la voluntad de los Estados, sino que el derecho derivado de los tratados extraía su legalidad de una norma del Derecho natural previa, es decir, se refería a una ordenación divina superior. Incluso el poder de los reyes provenía del Derecho internacional, legitimador de las leyes públicas y privadas, y cada uno de los Estados formaba parte de una gran comunidad jurídica que garantizaba la armonía; así, la política tenía dos vertientes: el interés particular y el derecho, y la idea moral radicaba en que la segunda triunfase sobre la primera.

Resultado de una evolución, las ideas de Bynkershoek (1673-1743) le convirtieron en el fundador del método positivista en el Derecho internacional. No partía de principios generales de Derecho natural, al contrario, basaba sus postulados en los hechos políticos existentes. En su obra De dominio maris (1702) realizó el primer estudio detallado del derecho de guerra marítima y formuló el principio de las aguas litorales o territoriales como sujetas a la soberanía del Estado ribereño. Aunque no señalaba las facultades que correspondían a las países costeros y su naturaleza jurídica, sostuvo que la soberanía política sobre el mar litoral sólo podía exigirse cuando fuera ejercitada o impuesta de manera efectiva y llegaba donde alcanzaba una bala de cañón, aproximadamente tres millas marinas. En Quaestiones iuris publici (1737) estudiaba los aspectos comerciales y marítimos de su época y examinaba las relaciones entre beligerantes, proclamaba la inviolabilidad del territorio neutral que permitía el paso de tropas, analizaba las relaciones entre neutrales y contendientes y trataba los problemas de contrabando, bloqueo y propiedad privada en momentos de conflicto. Ya definidos como internacionalistas del Setecientos, también dentro del positivismo, C. Wolff (1679-1754) y E. Vattel (1714-1767) subrayaron el carácter peculiar del Derecho internacional. Wolff publicó, en 1750, su obra Institutiones iures naturae et gentium, donde reconocía la existencia del Derecho internacional natural, anterior e impuesto a los Estados; del derecho positivo, fundamentado en él consentimiento presunto de los Estados, a los que suponía reunidos en una comunidad internacional creada por un pacto entre las naciones; del derecho consuetudinario, aceptado tácitamente por los países y, por último, del derecho de gentes derivado de los tratados y basado en el reconocimiento expreso de los pueblos.

De esta forma, la comunidad internacional necesitaba leyes que dirigieran sus relaciones, asentadas en las leyes naturales emanadas del derecho de gentes voluntario, que admitía el derecho de la guerra y de la paz, como Grocio, pero lo ampliaba con el derecho de gentes consuetudinario y convencional. Para E. Vattel, el derecho de gentes se dividía en necesario, consistente en una aplicación justa y razonada de la ley natural a los países, obligados a su cumplimiento, y positivo, derivado de la voluntad de los Estados, y se subdividía, a su vez, en voluntario, convencional y consuetudinario. Vattel se diferenciaba de Wolff en que su derecho de gentes voluntario no procedía de una comunidad internacional instituida por la misma naturaleza, ya que no reconocía otra unidad entre los Estados que la establecida entre todos los hombres. De este modo, llevaba hasta sus últimas consecuencias la doctrina de la plena soberanía del Estado, obstaculizando la noción de comunidad internacional. En la segunda mitad de la centuria, el pensamiento jurídico cayó bajo el influjo de la obra de Montesquieu (1689-1755) El espíritu de las leyes, publicada en 1748. Sus ideas sobre las características del Estado, el Estado de derecho o la división de poderes se correspondían con las nociones más relevantes jurídico-internacionales del momento. Para él, cada Estado representaba un sistema de equilibrio con la fijación de trabas que hacían inviable su preponderancia. También, la división de poderes estaba sin lugar a dudas inspirada en las concepciones doctrinales contemporáneas.

Por su parte, J. J. Moser (1701-1785) publicó, de 1778 a 1781, el Ensayo sobre el derecho de gentes europeo más reciente, donde, tras una minuciosa recopilación de datos, resultado de la observación directa, manifestaba la existencia de un derecho de gentes establecido mediante tratados y costumbres. En la misma línea que J. Bentham (1748-1832), que publicó en 1780 sus Principios de Derecho internacional en defensa de la paz perpetua, Kant (1724-1804) abogaba, en Elementos metafísicos del derecho (1790), por una confederación de Estados libres en busca de la paz, para lo cual los tratados no debían contener estipulaciones que servían de pretexto en el inicio de nuevas guerras, reconocía la facultad de cada Estado para disponer su política interna, suprimía los ejércitos permanentes, prohibía la petición de empréstitos con fines bélicos, negaba la posibilidad de cualquier Estado para inmiscuirse en los asuntos internos de otro y perfilaba un derecho de guerra más humanitario. E. L. Ompteda (1746-1803) dio una nueva sistematización al derecho de gentes al mejorar la división internacional vigente, derecho de la guerra y derecho de la paz, y en sus trabajos analizaba: en primer lugar, los derechos y obligaciones de los pueblos; en segundo lugar, las relaciones pacificas, y en tercer lugar, las relaciones bélicas. Por, último, la corriente positivista alcanzó el máximo desarrollo con J. F. Martens (1756-1821). De acuerdo con su opinión, la fuente principal del derecho de gentes era la costumbre, según se observaba en la historia, ya que los tratados internacionales no obligaban nada más que a los Estados signatarios, pero podían indicar los principios generales reconocidos del derecho de gentes; sin embargo, la costumbre internacional imponía los criterios jurídicos a todas las naciones por igual.

Además, el Derecho internacional no tenía aplicación universal, pues el Derecho europeo originaba una comunidad de Estados de similares características culturales; sólo era universal el Derecho natural, aunque relegado a un segundo plano como algo referente a la teología moral. Ya en el siglo XVIII, el Derecho internacional privado manifestaba un cierto equilibrio con la nueva escuela estatutaria francesa, donde los autores mantenían posiciones diferentes, unos más inclinados a la personalidad y otros a la territorialidad. En realidad, los estatutos eran en su mayoría sentencias del antiguo derecho consuetudinario de las ciudades y de los comerciantes, si bien, en parte, se había introducido derecho nuevo. En esta etapa se abordaban las dificultades desde un único punto de vista: la regla de derecho o única ley de obligada consulta. Importaba si el estatuto, la regla jurídica, era personal o territorial, es decir, si tenía o no efectó fuera del territorio para el que se dictó. Por tanto, existía un conflicto entre estatuto personal, estatuto real o estatuto formal, sin que el poder del soberano estuviera por encima de las leyes o se tomasen en consideración los derechos subjetivos existentes. En la escuela estatutaria francesa del siglo XVIII destacaron las aportaciones de L. Froland, muerto en 1746, L. Boullenois (1680-1762) y J. Bouhier (1673-1746). Los tres juristas tuvieron puntos de partida comunes en cuanto a la distinción entre estatutos personales y estatutos reales, lo que, sin duda, otorgaba poca o ninguna originalidad a sus sistemas; sin embargo, en cada uno de ellos existían ideas propias de gran influencia posterior.

L. Froland resaltaba la personalidad estatutaria, señalando la mayor importancia que la persona tenía sobre los bienes y rechazando el estatuto mixto. Sus principales aportaciones se centraban en el conflicto móvil, cuando el afectado cambiaba de domicilio se alteraba su situación jurídica; el reenvío, basado en la aplicación de la costumbre general frente a la vigencia de una costumbre anómala en un lugar concreto, y, por último, las calificaciones o naturaleza jurídica atribuida a la circunstancia tratada en un momento dado. L. Boullenois se inclinaba por la territorialidad de las leyes y distinguía entre conflictos internacionales y conflictos interregionales, ya que abogaba por una comunidad internacional de Estados donde era preciso imponer la paz y el buen entendimiento. También hace una doble división de las leyes personales: en primer lugar, las leyes personales universales, formadas por aquellas que determinaban el Estado y condición del hombre para todos los actos y las que atribuían un estado de rango universal, como las que posibilitaban la emancipación de un menor; en segundo lugar, las leyes personales particulares, necesarias sólo para ciertos actos limitados. La doctrina de J. Bouhier se consideraba la más personalista de la escuela y consistía en sobreponer el estatuto personal al real. No rechazaba del todo el principio de la existencia de las costumbres, pero sí entendía que la persona se colocaba por encima de los bienes.

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