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La zarina Catalina accede al poder tras la deposición de su marido, Pedro III, en la conspiración tramada por la guardia imperial y respaldada por la nobleza, que se sintió temerosa ante los cambios introducidos por aquél. Mujer con claras ambiciones políticas secundó el golpe y aceptó las condiciones de los conspiradores, siendo coronada poco después. Desde el principio, puso de manifiesto los planteamientos que habrían de regir su política: fortalecimiento del Estado a nivel interno, apoyo ilimitado a la nobleza y acción exterior agresiva que le reportara a Rusia la hegemonía en Europa oriental para situarse en la comunidad internacional en un plano de superioridad. Esto suponía una vuelta a los tiempos de Pedro el Grande. Podemos señalar tres períodos en su política interior: la primera (1762-1773) caracterizada por la continuidad aunque ya se dictan los primeros decretos que refuerzan el poderío de la nobleza, se introducen determinadas reformas institucionales que favorecen el centralismo y se impulsa la economía bajo postulados mercantilistas y colonizadores. Es también la época en que la Ilustración y el pensamiento enciclopedista alcanzó una gran difusión, apareciendo intelectuales y pensadores que apoyarían el progreso y las innovaciones y la propia Catalina se convierte en protectora de las Luces. Tras la rebelión de Putgachov se abre una segunda etapa (1774-1789) donde se establece una nueva planta del Estado en sentido centralista y autocrático, que intenta evitar la conflictividad social y obtener la máxima supeditación a las directrices gubernamentales; y una última (1789-1796) mediatizada por el impacto de la Revolución Francesa y el temor a las ideas ilustradas que la habían generado.

Catalina refuerza las atribuciones del Senado y, para hacerlo más operativo, lo divide internamente en seis secciones, ubicando cuatro de ellas en San Petersburgo y dos en Moscú, y coloca a su frente un procurador, convirtiéndose así en el primer organismo del gobierno. A nivel provincial parecía iniciarse una cierta descentralización, pero, en realidad, se dispone al frente de sus instituciones un gobernador, como supervisor general en materia política y económica, que dependía directamente de la zarina y del Senado. Paralelamente, fue acometida una acción codificadora que se plasma en la promulgación de una Instrucción (1766) compuesta de 20 capítulos y 526 párrafos, verdadera obra legislativa donde se recogen determinados postulados ilustrados de Montesquieu, Diderot, Voltaire y Beccaría. A pesar de afirmarse como principios básicos del derecho la tolerancia, la suavización de las penas (abolición de la capital), la necesidad de educar a la sociedad y la búsqueda del progreso, se reafirma también el absolutismo de la Corona y su papel rector en la tarea educadora. Un año más tarde, Catalina invita a todos los grupos sociales, a excepción de campesinos y siervos, a participar en una Comisión legislativa donde se conocería la realidad de la nación a nivel económico, jurídico y social. Las tensiones existentes entre los diversos grupos de la nobleza, sus enfrentamientos con la burocracia o la burguesía, las pretensiones nacionalistas de los cosacos y el rechazo de la nobleza báltica a la rusificación la hicieron inoperante, y a finales de 1768 fue disuelta, sin volver a reunirse nunca más.

Por esa misma época (1763) la nobleza dirigió a la zarina una serie de peticiones, que les serían concedidas: seguridad para sus propiedades legitimando todo el proceso de apropiaciones de tierras realizadas por los nobles hasta entonces; reserva de los cargos importantes de la Administración central, local y militar; inmunidad jurídica, frente a las confiscaciones y arrestos de sus miembros, y fiscal, confirmación de sus derechos exclusivos e inalienables sobre los siervos (venta, permuta o arriendo) aunque limitándoles la venta en los períodos previos a reclutamientos militares, y monopolios económicos como el de la destilación y venta de vodka, que les reportaría cuantiosos beneficios. También en 1763 retoma la obra colonizadora anterior, creándose una Cancillería especial para la inmigración, que repartiría tierras y concedería exenciones y privilegios a todos los extranjeros que vinieran a afincarse en tierras rusas, con lo que se inicia una entrada masiva de europeos, alemanes fundamentalmente, que legalmente serían considerados campesinos libres. El impulso estatal a la economía se materializa en la creación de la Sociedad Imperial Económica Libre (1765), que manifiesta un gran interés hacia la agricultura -roturaciones por doquier y especialización agraria de amplias zonas del país- y la manufactura, abriéndose multitud de establecimientos (en 1767 llegó a contabilizarse 663) y formándose numerosas aldeas industriales.

La doctrina mercantilista propicia un desarrollo del comercio -gracias a los excedentes agrícolas y a la minería- sobre todo a través de las provincias bálticas y del mar Negro. No obstante, el escaso desarrollo tecnológico y los excesivos gastos militares impiden alcanzar frutos mayores. En este período hay una enorme difusión del pensamiento ilustrado y de la filosofía enciclopedista, sobre todo por la publicación de muchos libros de autores franceses. La propia Catalina es una entusiasta del progreso y de la Ilustración. Pero la apertura intelectual y el debate sobre cuestiones candentes puso de manifiesto la existencia de fisuras entre el poder autocrático de la zarina y su respaldo a un sistema feudal y un grupo de pensadores o políticos que critican tal sistema denunciando los abusos en que incurrían los terratenientes y los señores y la situación mísera del campesinado así como las duras condiciones de explotación de los obreros. Esa crítica fue canalizada a través de escritos y de la prensa: aparecen periódicos críticos y satíricos como El Zángano (1769-1770) o El Pintor (1772-1773) que pronto serían cerrados por el poder. No obstante, el despotismo ilustrado de la zarina apuesta por el progreso y por la ciencia, y entre 1768-1774 la Academia de Ciencias realizó cinco expediciones geográficas, invitó a la colaboración a científicos occidentales, y la literatura y otras artes conocieron un esplendor inusitado. A comienzos de los setenta aflora entre los campesinos y siervos un gran descontento, gestado en años anteriores por el empeoramiento progresivo de sus condiciones de vida.

En efecto, el aumento de la presión fiscal y militar, por las necesidades de la guerra, junto al abuso y arbitrariedades cometidas por los señores, en una coyuntura económica adversa donde eran corrientes las malas cosechas y el hambre, desata un malestar que origina frecuentes levantamientos. En esta tesitura, un cosaco del Don, Putgachov, adopta la personalidad del desaparecido Pedro III y organiza la rebelión aunando las reivindicaciones de los cosacos y del campesinado. Pronto le sigue un ejército de unos 250.000 hombres procedente de esa zona oriental del Imperio, que más agudamente había sentido la miseria. La acción popular se dirige contra las haciendas y las fábricas, que serán destruidas y devastados los campos. Poco después los cosacos, temiendo las pretensiones antiseñoriales de los campesinos, abandonan el movimiento y se unen a la nobleza local para reprimirlo. La lucha llegó a su cenit en el verano de 1774 pero pronto los rebeldes serán aplastados y en enero de 1775 Putgachov es ajusticiado, en un castigo ejemplar, como previo paso para la pacificación, que aún tardó varios meses. Esta revuelta concienció a la zarina sobre las debilidades estructurales del Estado, dándole un motivo para acometer en profundidad una serie de medidas que fortaleciera la maquinaria administrativa: primeramente, la reforma de la administración territorial con la promulgación, en 1775, del Estatuto para la administración gubernamental, que dividía al país en 50 provincias o gobiernos comprendiendo unos 300 a 400.

000 habitantes, y que estarían subdivididos en distritos de unas 60.000 personas. Cada gobierno constaría de tres autoridades: un gobernador, con poderes ilimitados en todos los terrenos, nombrado por la zarina y sólo responsable ante ella; un vicegobernador y un inspector (cargos que, en buena medida, se reservaban a la nobleza de servicio), tres tribunales para cada uno de los estamentos nobles, comerciantes y trabajadores-, un Juzgado provincial que se encargaba de los asuntos administrativos y de seguridad, todos ellos controlados por el monarca. También una Caja de Distrito, para los aspectos económicos como la recaudación de los impuestos o la realización de obras públicas, y un Tribunal de Distrito para la burocracia provincial. En segundo lugar, la reforma de la administración local con el Estatuto municipal de 1785. Era una especie de carta de privilegio, inspirada en la Carta de Riga, que dividía a los habitantes de las ciudades en seis categorías, y todas ellas con derecho a representación en el Consejo municipal, máximo organismo del gobierno local, con un alcalde a su frente y éste dependiente del gobernador provincial. De esta manera también quedarían supeditadas las ciudades al control del Gobierno central. En tercer lugar, la reforma educativa (1782-1786), disponiendo una instrucción adecuada a las necesidades del país. Primeramente se organiza la enseñanza primaria creándose escuelas en muchas ciudades, para ello se funda una escuela de maestros que proporciona los docentes necesarios, que enseñarían la lectura, escritura, matemáticas, geografía e historia.

En segundo lugar se regula la enseñanza secundaria, en la que se incluyen nociones de historia natural, física y mecánica; por último se crean cuatro universidades para los estudios superiores. Hay que destacar que la enseñanza es un privilegio de la nobleza, quedando la gran mayoría de la población sin acceder a ella, y que por primera vez se contempla la posibilidad de proporcionar una instrucción a las niñas, creándose para ellas en Moscú el Instituto Smolny. Por último, dictó la Carta de la nobleza (1785) que legitima sus privilegios a nivel jurídico. Con ella desaparece la obligación del servicio al Estado; se equipara la nobleza de servicio a la antigua nobleza; se consolida su riqueza patrimonial; se renueva sus inmunidades legales y fiscales; se reafirma el monopolio a la posesión de siervos; se mantiene el cuerpo de cadetes para sus miembros, y se le amplía su capacidad de movimientos al permitirles viajar al extranjero libremente. Con ella se estrechan los lazos de cooperación entre el estamento y el Estado, toda vez que interviene en las asambleas provinciales y de distrito respaldando la política real. En cuanto a la política exterior podemos resaltar cuatro directrices constantes: en primer lugar, la intervención en los asuntos internos de Polonia, participando en los tratados de reparto en los que consiguió la mayor parte de Ucrania, Bielorrusia, Lituania, Curlandia y el oeste de Livonia; en segundo lugar, el expansionismo por el Báltico, abandonado al quedar asegurada Curlandia bajo el dominio ruso; tercero, agresiones constantes al Imperio otomano, materializadas en varias guerras en las que obtendría ventajosos acuerdos comerciales, importantes cesiones territoriales y una salida al Mediterráneo a través de los estrechos; por último, amistad ininterrumpida con Austria.

Al margen de estos asuntos, declaró su neutralidad en la guerra de independencia de los colonos ingleses, y en los años noventa se unió a la coalición antirrevolucionaria formada por Austria, Inglaterra y Prusia para detener la Revolución Francesa; en 1795 refuerza sus acuerdos con Austria para frenar el expansionismo prusiano. En los últimos años de su vida, Catalina podía sentirse orgullosa de la tarea realizada: había contribuido a hacer de su país la potencia predominante del este europeo y una nación relevante en la comunidad internacional. Por otra parte, se había convertido en uno de los monarcas más populares de la época, exaltada por ilustrados e intelectuales, por haber favorecido la Ilustración y las Luces, tratando de difundir el pensamiento moderno.

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