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Desarrollo


Tras vencer a los austriacos en 1734, Carlos de Borbón se apodera de Nápoles con la ayuda española y crea el reino de las Dos Sicilias; siendo reconocido muy pronto por Francia en virtud del Primer Pacto de Familia, en 1737 lo harían los Estados Pontificios y a continuación el resto de los Estados italianos. En la primera década Carlos VII (1734-1759) quiso afianzar su poder con solidez y para ello llevó a cabo una política continuadora, facilitando la adaptación de la clase dirigente local al nuevo Estado; mantuvo las instituciones existentes (a excepción del Consejo del Colateral, que fue sustituido por el Consejo de Estado), y respetó el equilibrio existente entre los órdenes y clanes. Pasados los primeros años, inicia su labor reformadora en una triple vía: delimitar las relaciones con la Iglesia en el plano económico y político; introducir cambios en el organigrama institucional para dotarlo de mayor eficacia y controlado por el Estado, fuera de influencia baronal, y la reforma económico-fiscal, introduciendo un cierto igualitarismo en el sistema impositivo. La oposición desatada entre las fuerzas conservadoras, la Iglesia y los grupos filoaustriacos, así como la evolución de los acontecimientos internacionales restó dinamismo a esta reforma, que prácticamente resultó un fracaso en la aplicación de las medidas adoptadas. De nuevo en los años cincuenta se volvió a relanzar, cuando se aceptaron muchos presupuestos de la Ilustración.

La política con la Iglesia representa la acción reformista más prolongada y coherente de todas. Carlos retomó una tradición anticlerical existente en la sociedad napolitana, apoyada por dirigentes locales y nobles urbanos. El resultado sería la firma de un Concordato (1741) regulando las futuras relaciones entre los dos poderes: posibilidad al Estado de censar y tasar los bienes eclesiásticos y abolición de la Inquisición (1746). La política administrativa implicaba la recuperación del poder enajenado por la Corona, lo que hizo inevitable el choque contra la nobleza; entre 1734-1735 se ordenó una revisión de los feudos existentes y en 1738 se dicta una ley recortando la jurisdicción feudal. La política económica se despliega en una doble vertiente: impulsar la producción en todos los sectores y reforma de la hacienda. Las medidas mercantilistas se traducen en la creación del Supremo Magistrado del Comercio (1739) para incentivar las transacciones mercantiles, estimular las manufacturas locales, conceder exenciones a la exportación y apoyar la construcción naval. En cuanto a la política fiscal, se hizo un estudio pormenorizado de las finanzas reales, iniciándose la recuperación de una serie de derechos enajenados y asumiendo el Estado la administración y recaudación de todas las rentas. Del mismo modo se procedió a la realización de un catastro de las propiedades para redistribuir los impuestos más equitativamente entre todos los grupos sociales, aligerar las cargas a las comunidades más pobres y verificar la legitimidad de muchas exenciones existentes.

En 1759, a la muerte de su hermano Fernando VI, Carlos abandona Nápoles para recibir la Corona española, dejando el gobierno en manos de un Consejo de Regencia, dada la minoría de edad de su hijo y heredero, Fernando IV (1759-1806), dirigido por B. Tanucci, que había sido su principal colaborador, junto a otros políticos como Genovesi, Filangieri, Longano, Galanti, etc. En estos primeros años se desplegó una intensa acción reformadora; dentro de la política eclesiástica, en 1762 se arbitró un procedimiento legal mediante el cual los eclesiásticos quedaban obligados a pagar al Estado un tercio de sus rentas. Tras el estallido de una violenta carestía en 1764 que se cobró millares de víctimas y dejó una secuela de hambre y ruina por doquier, la acción política se centró en erradicar ciertos problemas estructurales de la sociedad napolitana como la pobreza ancestral, la enorme corrupción de los poderes públicos, la ignorancia de los nobles y el poderío de los barones. En el campo donde todavía manifestó una acción más enérgica fue en la lucha antijesuítica. Como primera medida se dictó un decreto de expulsión similar al dictado en España (1767) donde se preveía la incautación estatal de sus bienes, y preparaba el camino a la reforma educativa realizada por Genovesi. En la enseñanza universitaria se introdujeron nuevos planes de estudio donde se primaban las disciplinas científicas y técnicas y la lengua italiana; las escuelas primarias serían potenciadas en todas partes por los municipios y la enseñanza secundaria también experimentaría cambios.

Donde la expulsión de los jesuitas tuvo mayores repercusiones fue en Sicilia, donde su ingente patrimonio agrario, cercano a las 45.000 hectáreas, fue repartido, mediante contratos enfitéuticos, a los campesinos en lotes medianos, pero la insuficiencia de medidas que acompañaran el proceso como ayudas para la puesta en cultivo de las tierras o exenciones fiscales durante unos años, hizo fracasar el proyecto. Junto a ella, se dictan otras medidas regalistas: reducción de los conventos, abolición de las cárceles eclesiásticas y supresión de los derechos feudales con destino a Roma. Años más tarde, fue enviado como virrey D. Caracciolo, siciliano ilustrado de ideas muy avanzadas en lo social, que desatará una sorda oposición contra el baronado, al decretar la libertad personal y laboral del campesinado, la ampliación de los poderes a los Consejos comunales en detrimento de los poderes feudales y la enajenación del patrimonio eclesiástico, así como proyectar la elaboración de un catastro al estilo piamontés. Su sucesor, Caramanico (1786-1794), continuaría su política; en 1789 suprimió todos los servicios personales acabando así con la servidumbre de la gleba, repartió bienes de la Corona mediante censos, puso trabas a la sucesión de feudos y permitió la transformación de éstos en propiedades alodiales.

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