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Datos principales
Rango
demo-soc XVIII
Desarrollo
El Setecientos fue, ante todo, un siglo aristocrático. La aristocracia desempeñó un papel importantísimo en la vida política y en las instituciones; siguió ocupando el vértice de la pirámide social y disponiendo de unos recursos económicos inmensos y, cada vez más culta, educada y refinada, difundía por toda la sociedad un estilo de vida que perduraría y sería imitado incluso mucho después de su desaparición como estamento privilegiado. La nobleza estaba presente prácticamente en todos los países de Europa, aunque no constituía un grupo homogéneo, ni siquiera en el interior de cada país. Únicamente la pequeña Suiza, por su peculiar evolución histórica, carecía de ella, aunque no faltaran grupos sociales que, desde el punto de vista funcional y del disfrute de privilegios, resultaban equivalentes. Y en todas partes siguió desempeñando, como en siglos anteriores, un papel político de primer orden. No hubo ya en el siglo XVIII levantamientos armados por parte de la nobleza. La única revuelta nobiliaria de importancia es la protagonizada en Hungría por F. Rakóczy (1703-1711), pero hay que inscribirla en el peculiar marco de un territorio presionado históricamente por turcos y habsburgos, en el que la nobleza asumía y defendía la identidad nacional frente a ambos. Con todo, la derrota de los insurrectos, tras la que se confirmaron los más importantes privilegios nobiliarios y su dominio exclusivo de la Dieta, fue seguida por un largo periodo de paz en que la resistencia, que no terminó de desaparecer, se llevó a cabo de una forma más sutil, aflorando de nuevo como oposición a las reformas emprendidas por José II .
En el conjunto europeo, el cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en el marco estatal y que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio. Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su influencia política era considerable. En Polonia el predominio de los intereses aristocráticos había conseguido impedir la consolidación de un poder monárquico fuerte. Y Suecia conocerá durante la denominada era de la libertad (1720-1772), una reacción a la política autocrática de los monarcas Carlos XI y Carlos XII, y la nobleza ejercerá una considerable influencia de gobierno no sólo a través de la Dieta (Riksdag), sino sobre todo por el control del Comité Secreto. En un régimen tan distinto como el de la Prusia de Federico II los junkers monopolizaron los cargos políticos y militares, aunque perfectamente sometidos al poder absoluto del monarca. En Francia, entre 1714 y 1789, sólo hubo tres ministros sin título... Formas diversas y casos concretos. Pero en todos ellos puede apreciarse la importancia política de la nobleza durante este siglo. Numéricamente constituía una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos países a otros.
En la mayor parte de Europa occidental (Francia, Imperio, Suecia, gran parte de los Estados italianos) no representaban más del uno o, como máximo, el 1,5 por 100 de la población. En Francia, concretamente, G. Chaussinand-Nogaret la evalúa hacia 1789 en unas 110.000-120.000 personas, es decir, 25.000 familias aproximadamente. En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, con algo más del 2 por 100 en Rusia, pero llegando al 5 por 100 en Hungría y al 10 por 100, e incluso más, en Polonia. España estaba entre los países de nobleza numerosa, con 480.000 nobles censados en 1786-1787, si bien no es fácil calcular la proporción que representaban, ya que la cifra de nobles recoge indistintamente datos referidos a familias y a individuos (no se siguió el mismo criterio en todos los municipios) y sólo conocemos la población total en habitantes. Ahora bien, casi las tres cuartas partes se concentraba en los territorios vascos y en la cornisa cantábrica, donde por razones históricas se gozaba de hidalguía universal o quasi universal. Inglaterra, por su parte, era el país de nobleza más escasa y donde los limites del estamento estaban más nítidamente señalados, ya que, jurídicamente, tal distinción correspondía en exclusiva a los pares (menos de 400 familias), quienes la transmitían únicamente a su primogénito. La opinión general, sin embargo, consideraba nobles también a los segundones de los pares y a la gentry, grupo destacado de terratenientes que adoptaba formas de vida más propias de la nobleza que de la burguesía.
La cifra final era, pues, más elevada: quizá de 50.000 a 70.000 individuos; pero, en cualquier caso, estaba entre las más bajas de Europa. Ningún grupo social mitificó tanto la cuna como la nobleza. Se nacía noble y, en principio, era la nobleza de sangre (heredada) la más apreciada, llegándose a esgrimir incluso supuestas diferencias raciales (los nobles franceses descenderían de los antiguos francos; los españoles, de los godos refugiados en Asturias con la invasión musulmana... ¿Hay que recordar extravagancias tales como la que asignaba sangre azul a este grupo?) para justificar la transmisión de condición social, privilegios y hasta virtudes por vía genética. Pero, contra lo que pretendían demostrar sus frondosos árboles genealógicos, raros eran los que en el siglo XVIII podían remontar sus orígenes más allá de la Baja Edad Media o principios de la Moderna, cuando las turbulencias civiles y religiosas y la evolución política propiciaron la quiebra de la nobleza tradicional y la creación de otra nueva más vinculada a las nuevas monarquías. Incluso es probable que la mayoría procediera de ennoblecimientos producidos a lo largo del Seiscientos y del mismo Setecientos. Porque, pese a los prejuicios en torno a la sangre, la nobleza, de hecho, no constituía un grupo cerrado. Los monarcas contaron entre sus atribuciones (aunque en países como Polonia y Suecia, limitadas por la Dieta, lo que equivale a decir por la propia nobleza) la de ennoblecer a sus súbditos, concediendo estatutos, privilegios o cartas de nobleza para premiar servicios eminentes en la milicia, la política, la administración, las finanzas reales o, ya en el siglo XVIII, el mérito civil e incluso económico (noción, evidentemente, más burguesa que propiamente nobiliaria).
En las repúblicas del norte de Italia el acceso al patriciado se realizaba por un sistema de cooptación presentación por parte de la propia nobleza- que podía llevar emparejado el pago de una elevada cantidad de dinero (Venecia) y, siempre, el cumplimiento de determinados requisitos por parte del candidato. En Francia había, además, cargos que ennoblecían a sus titulares y descendencia en determinadas condiciones; por ejemplo, a quienes morían ejerciéndolos o a quienes los ejercían durante veinte años o varias generaciones continuadamente. La lista de estos cargos, relativamente amplia, se reducía considerablemente por la designación sistemática de nobles para ocuparlos. Pero algunos de ellos eran venales y constituyeron la principal puerta abierta para que elementos adinerados (los precios a que se cotizaban eran elevadísimos) accedieran a la nobleza. Consejeros de parlamentos y secretarios del rey (cargo este último sin apenas obligaciones y denominado despectivamente savonnette à vilains jaboncillo de villanos-)fueron los más codiciados y llegó a establecerse toda una estrategia en torno a su compra (preferiblemente, por personas mayores que morirían pronto y ejerciendo el cargo), ejercicio (durante el mínimo tiempo imprescindible) y reventa para obtener el más rápido ennoblecimiento y el reembolso de las cantidades previamente invertidas. Los matrimonios mixtos constituyeron otro modo de aportar savia nueva (y solidez económica) a la nobleza.
Pero se practicaban más controladamente de lo que ha podido suponerse y se solía preferir, a la hora de realizar matrimonios más o menos desiguales, entroncar con familias ya ennoblecidas, aunque fuera muy recientemente. Un tópico ampliamente difundido caracterizaba a la sociedad inglesa como la más abierta y flexible de Europa en este sentido. Pero, aunque el número de pares casi se duplicó a lo largo del siglo XVIII, la inmensa mayoría de los nuevos títulos recayó en individuos previamente entroncados de alguna forma con la nobleza. Y si la gentry carecía de perfiles jurídicos que la delimitaran, la doble necesidad de efectuar un enorme desembolso para la adquisición de tierras (que tampoco abundaban en el mercado) y de obtener la aceptación psicológica por parte del grupo establecido (lo que podía resultar harto problemático) dificultaba mucho el acceso a ella, mientras que la exclusión se materializaba prácticamente a partir de los segundones (y en cualquier caso, de los hijos de éstos), cuya base económica ya no estaba en la tierra, sino que ocupaban puestos en el ejército o el clero. Y nunca faltaron, por otra parte, caminos más o menos sinuosos o abiertamente fraudulentos (quizá con la connivencia interesada de algún funcionario) para llegar a un estado que, en última instancia, se basaba en la universal aceptación. La frontera del estamento no dejaba de ser, pues, un tanto difusa y siempre permeable. La tendencia dominante en el XVIII fue, no obstante, la de clarificar esa frontera, limitar la concesión real de ennoblecimientos (no así la de títulos aristocráticos a los ya nobles) y reducir el volumen del estamento nobiliario.
Las propias capas altas nobiliarias reconocían la exigüidad en el número como algo necesario para la nobleza. J. Meyer estima que en el período comprendido entre 1780 y 1800 la nobleza europea, en conjunto, pudo reducirse entre un tercio y la mitad de sus efectivos, lo que sólo en parte podría achacarse a los efectos de la Revolución Francesa. En Francia, las principales medidas para excluir de la nobleza a quienes no pudieran demostrarla fehacientemente se remontan a 1660. En España hubo disposiciones restringiendo el acceso a la nobleza por parte de Fernando VI (1758) y Carlos III (1760, 1785). También la nobleza popular de origen polaco fue reducida considerablemente por las potencias que se repartieron el territorio, y sobre todo por Prusia, para adecuar la situación a la propia y ante el temor de que pudiera aglutinar en torno a sí la oposición nacionalista. Y las ya aludidas estrategias familiares nobiliarias tuvieron, igualmente, su parte de responsabilidad en la disminución. Los privilegios nobiliarios eran, por una parte, de naturaleza jurídico-procesal, destacando el derecho a ser juzgados por tribunales propios, con un procedimiento del que se excluía el tormento y con penas que eludían las consideradas ignominiosas (azotes, por ejemplo) y que, por lo general, eran más suaves que las ordinarias; inmunidad al encarcelamiento por deudas, prisión -cuando se imponía- mitigada o sustituida por arresto domiciliario, decapitación y no ahorcamiento en el caso de condenas a muerte.
.. Con la excepción de los nobles ingleses y de los de algunas repúblicas italianas, gozaban, además, de inmunidad fiscal, total o parcial, frente a los impuestos ordinarios y, más concretamente, frente a los impuestos directos. Pero aunque fue éste el privilegio más socavado por las monarquías modernas, que recurrieron a las tributaciones indirectas y a otras formas de contribuciones específicas, siguieron disfrutando de cierto trato de favor. Y los intentos más ambiciosos de igualación fiscal, pese a contar con el apoyo de una parte la misma nobleza, terminaron fracasando, como ocurrió en Francia con las operaciones para el establecimiento del vingtième o en España con las de la única contribución emprendida por el marqués de la Ensenada en tiempos de Fernando VI. En la Europa del Este el señorío era también patrimonio exclusivo de los nobles, aunque no todos los poseyeran. No ocurría lo mismo en Occidente, pero el señorío conservó siempre un fuerte carácter nobiliario y la casi totalidad de sus titulares fueron, de hecho, nobles, por lo que las atribuciones señoriales podían identificarse con atribuciones nobiliarias. Diversas exenciones de cargas municipales estaban vigentes también en muchos países. Habría que añadir ciertos privilegios de hecho, como la mayor facilidad para acceder a cargos y sinecuras, en algún caso convertida en privilegio abiertamente reconocido. Es lo que, por ejemplo, ocurría en el ejército francés a partir del Edicto de Ségur, de 1781, que reservaba el acceso directo a la oficialidad a los nobles con antigüedad de cuatro generaciones, en vez de precisar de toda la línea de ascensos para llegar a ella.
Es esta medida una de las más destacadas de la reacción aristocrática, tendencia observada en la Francia del XVIII y que tuvo por fin preservar más celosamente los viejos privilegios y prerrogativas nobiliarios frente al ascenso de otros grupos. Por último, una serie de distinciones puramente honoríficas preeminencia en actos públicos o ceremonias religiosas, por ejemplo- de gran importancia, puesto que eran el reflejo en la vida cotidiana de la misma concepción jerárquica en que se basaba aquella sociedad. Si la nobleza, en principio, constituía una unidad desde el punto de vista jurídico, cuestiones como titulación, antigüedad, función, riqueza y hábitat -rural o urbano- establecían una gran heterogeneidad y una clara jerarquización interna. La ostentación de un título aristocrático suponía la principal barrera divisoria en el seno del estamento, acentuada con el paso del tiempo, dado que fue ganando terreno progresivamente la identificación psicológica de nobleza con nobleza titulada y será ésta la única que sobreviva en el tiempo. En España sobresalía una minoría de entre los títulos, los grandes -todos los duques, más los marqueses y condes sobre quienes hubiese recaído la concesión real-, que gozaban de determinadas preeminencias y privilegios honoríficos exclusivos, destacando entre ellos la mayor facilidad para acceder a la presencia real o la facultad de permanecer cubiertos en determinadas ocasiones en presencia del monarca.
En Francia eran los príncipes de la sangre, con teóricas vinculaciones familiares con la realeza y, por lo tanto, con vagos derechos a la sucesión de la Corona, la minoría destacada. La antigüedad del linaje confería, un mayor prestigio a la nobleza y las familias que se jactaban del más rancio abolengo tendían a desestimar a las más recientes. La frecuencia de los ennoblecimientos mediante compra de cargos llevó a diferenciar en Francia entre una antigua nobleza de espada, y una más reciente nobleza de toga, todavía calificada despectivamente de vil burguesía por Saint-Simon -quien, por cierto, tenía lazos con togas o financieros por medio de su madre, su suegra y su nuera-. Sin embargo, la separación, al avanzar el siglo XVIII, era más teórica que real y las alianzas matrimoniales entre ambos grupos fueron frecuentes. La pertenencia a las órdenes militares, en España, había introducido un elemento de distinción basado en la calidad de la nobleza (antigüedad del linaje, limpieza de sangre...), pero en el Setecientos, aunque poseer un hábito seguía representando un honor añadido, habían perdido ya buena parte de su eficacia en este sentido y su principal valor consistía en la posibilidad de acceder vitaliciamente a una encomienda, lo que, por otra parte, solía recaer en la nobleza titulada. La situación económica pese a que los teóricos mantenían que no era una cualidad esencial de la nobleza- constituía un elemento de suma importancia, ya que el mantenimiento del ideal de vida noble exigía solidez económica.
Y para asegurarla base económica, en casi todos los países existían costumbres sucesorias o figuras jurídicas que trataban de preservar el patrimonio nobiliario y su permanencia en el seno de la familia, haciendo de su titular un mero usufructuario, mediante la constitución de vínculos sobre todos o gran parte de los bienes que, formando una unidad indivisible e inalienable, se transmitía a un solo heredero, siguiéndose, normalmente, el orden de primogenitura masculina. Es el caso del mayorazgo español, el morgado portugués, el fideicomiso italiano, el fideikommis austriaco o el strict settlement inglés, aunque de hecho no todos los nobles lo poseyeran, no siempre tuviera la misma rigidez (en Inglaterra, por ejemplo, podía retocarse el patrimonio vinculado en cada transmisión) ni en algún caso (España) fueran facultad exclusiva de la nobleza. Los vínculos, lógicamente, constituían un elemento básico en la política familiar de la nobleza y condicionaban fuertemente el destino de los segundones, al tener que buscar su mantenimiento en el ejército, la burocracia o la Iglesia, en el supuesto de tener preparación para ello, o depender enteramente del titular; para las hijas no quedaba otro camino que un matrimonio favorable, si se conseguía reunir la dote apropiada, o la soltería o el convento en caso contrario. Pero no todo el estamento disfrutaba de una situación económica saneada. Había nobles pobres que pasaban todo tipo de privaciones. Sobre todo, en los países donde el estamento era más numeroso.
Suele hablarse habitualmente a este respecto de parte de los hidalgos del norte de Castilla, de los más humildes miembros de la szlachta polaca o de la nobleza desheredada húngara, sometida casi servilmente a los no más de 200 o 300 grandes magnates que detentan de hecho el poder; de los barnabotti venecianos -así llamados porque en algún momento abundaban en la parroquia de san Bernabé-, que vendían su voto en el Gran Consejo y se involucraban en mil intrigas para conseguir alguno de los cargos menores de la Administración; o, finalmente, de los hobereaux (literalmente: baharí, pequeña ave parecida al halcón) franceses, ávidos como la rapaz que les dio nombre por cobrar sus escasos derechos señoriales. Y en más de una ocasión una situación de pobreza prolongada sin otro tipo de apoyatura (familiar o funcional), terminó por convertir la pertenencia al estamento en algo meramente psicológico que, sobre todo en este siglo, tendía a olvidarse por parte de la sociedad. Sin llegar a estos extremos, en todos los países había nobles que vivían ajustadamente y podían pasar dificultades en momentos concretos, como, por ejemplo, a la hora de educar convenientemente a sus hijos en una época en que se necesitaba una preparación cada vez mayor para poder abrirse paso en la vida. Y es que el abanico de las fortunas nobiliarias era muy amplio. A los casos de pobreza citados se contraponen los inmensos patrimonios de los Osuna (España), Potocki (Polonia), Esterhazy (Hungría), Mocenigo (Venecia) u Orleans (Francia), entre otros; y en medio, casi todas las situaciones posibles.
En Inglaterra, por ejemplo, G. E. Mingay describió la pirámide nobiliaria con una amplia base de gentlemen cuyos ingresos, de 300 a 1.000 libras anuales, estaban al nivel de los de la capa media de arrendatarios, e iba ascendiendo con los 3.000 o 4.000 squires que percibían de 1.000 a 3.000 libras, los 700 u 800 knights o baronets que contaban con 3.000 o 4.000 libras anuales (todos ellos pertenecían a la gentry) hasta llegar a la reducida minoría (no más de 400 familias) que superaba las 10.000 libras y aun se situaban, como los duques de Bedford o Northumberland, en torno a las 30.000 libras. Para la nobleza francesa, G. Chaussinand-Nogaret, basándose en las cuotas de la capitación, ha establecido hasta cinco grupos. Casi la quinta parte conformaría esa nobleza rural de ingresos muy bajos y vida nada regalada; algo más del 40 por 100 de las familias nobles dispondrían de 1.000 a 4.000 libras de renta anual, lo que les permitiría una vida de cierto acomodo, sin más; otra cuarta parte, con ingresos de 4.000 a 10.000 libras anuales, disfrutaban de un amplio bienestar; por encima, un 13 por 100 que constituiría la denominada nobleza provincial, en la que se incluyen los consejeros de las cortes soberanas, disponía de 10.000 a 50.000 libras de rentas anuales, y el resto, unas 160 familias (menos del 1 por 100 del total), superaban las 50.000 libras anuales llegando hasta las 200.000; ni que decir tiene que en esta minoría del vértice se incluye la nobleza cortesana.
Aunque las diferencias internas sean considerables, hay una constatación general: la inmensa riqueza que, en conjunto, poseía la nobleza europea. Una riqueza que giraba, en primer lugar, en torno a la tierra, aunque los beneficios obtenidos de su explotación no siempre fueran muy elevados. Algunos ejemplos de los países en que se han podido hacer evaluaciones globales -aun con importantes variaciones regionales- nos lo muestran. La nobleza inglesa era la que mayor proporción de tierra cultivable controlaba: cerca de las tres cuartas partes a finales del siglo. En Bohemia las cien familias más importantes poseían, aproximadamente, la tercera parte de la tierra y el conjunto de la nobleza, casi el 60 por 100. En Suecia, las tierras en poder de la nobleza suponían a principios del XVII la tercera parte de la tierra arable. En el norte y centro de Italia las proporciones van del 35 al 50 por 100. En Francia, del 20 al 25 por 100, llegando en algunas regiones del Norte hasta la tercera parte y reduciéndose considerablemente la proporción en el Sureste. Federico II de Prusia pretendió restringir el acceso a la tierra de la burguesía, declarando el monopolio de su posesión en manos de la nobleza (1775), aunque, eso sí, previamente le había exigido impresionantes contribuciones para las guerras que protagonizó. Las formas de explotación eran enormemente variadas, ya que, además, en muchas regiones el control de la tierra se ejercía en el cuadro más amplio del régimen señorial (vide infra), que, a su vez, presentaba mil variantes.
Pero en el siglo XVIII los patrimonios nobiliarios, en general, solían estar mejor administrados que en tiempos anteriores, ya fuera por la procedencia burguesa de una parte del estamento, o por la general influencia de su mentalidad. No era raro, aunque tampoco pueda generalizarse del todo, encontrar en Europa nobles de tipo medio, y más frecuentemente de la pequeña nobleza, que explotaban directamente sus posesiones. En cuanto a la alta nobleza, la generalización es más difícil. Allí donde las formas señoriales estaban casi disueltas, como en Inglaterra, los Países Bajos o ciertas zonas del norte de Italia, o donde el señorío se limitaba prácticamente a los aspectos jurisdiccionales, como en gran parte de España, era frecuente el arrendamiento capitalista. Y no está de más subrayar que, por ello, la frecuentemente repetida vinculación de la alta nobleza inglesa con los cambios agrarios acaecidos durante el siglo no deja de ser, en general, un tópico sin apenas fundamento. Pero también hay casos de explotación directa y pocos tan bien conocidos como el estudiado por J. Georgelin de la familia Tron en la Terra Ferma veneciana -modelo, además, de explotación plenamente capitalista, como también se daba en el Piamonte-, en cuya finca de 500 hectáreas de extensión trabajaban 360 empleados, la mitad, aproximadamente, fijos, y la otra mitad, jornaleros temporales, o como, en otra escala, M. A. Melón ha demostrado para los duques de Abrantes y su hacienda cacereña durante la primera mitad del siglo (la abandonarán más tarde para, instalándose en Madrid, pasar a la explotación indirecta).
La explotación directa solía ser habitual en los grandes dominios nobiliarios del centro y este de Europa, en Prusia, Polonia y Rusia, por ejemplo, donde el campesino estaba aún forzado a prestaciones de trabajo obligatorio en las tierras del señor, lo que reducía sensiblemente los costes de explotación. Pero, por lo demás, abundan, sobre todo, los modelos intermedios, con todo tipo de arrendamientos, aparcerías y cesiones enfitéuticas, y éstas, a su vez, de muy diversos tipos. Los derechos de tipo señorial, independientemente de su forma concreta, formaban también parte, aunque variable en extremo -de un país a otro, entre regiones de un mismo país y de unos nobles a otros-, de los ingresos típicamente nobiliarios y, normalmente, eran mucho más sustanciosos allí donde afectaban a una parte de la cosecha. En Francia se observa una tendencia durante los dos últimos tercios del siglo, acentuada desde 1770, aproximadamente, a preservar y cobrar mejor los derechos señoriales, resucitando incluso algunos caídos en desuso. La finalidad, aumentar la rentabilidad de los dominios señoriales, es evidente. Pero el impulso de este complejo fenómeno denominado reacción señorial, que en 1776 recibió el apoyo del Parlamento de París, no obedece exclusivamente a intereses nobiliarios: en su origen se encuentran, por supuesto, nobles empobrecidos y otros de reciente origen burgués, pero también burgueses arrendatarios de los derechos señoriales de nobles asentistas; y no pocas veces, eran éstos los más intransigentes a la hora de exigir su pago a los campesinos.
Sin embargo, no todos los derechos señoriales implicaban ingresos para los señores. En concreto, la facultad jurisdiccional de administración de justicia llevaba consigo una serie de gastos por la necesidad de pagar salarios a los oficiales. Ahora bien, por muy costosa que resultara y no está de más recordar que hallaríamos muy significativas variaciones en el interés de los señores por cubrir dignamente este capítulo-, pocos serían los que renunciaran a dicha carga: la administración de justicia implicaba el reconocimiento explícito de ese señorear sobre hombres (por utilizar la expresión española) que era uno de los elementos clave de la mentalidad y aspiraciones nobiliarias no sólo del siglo XVIII, sino de todo el Antiguo Régimen. A partir de aquí, ya no es posible ofrecer un cuadro homogéneo de la procedencia de los ingresos nobiliarios. Se encuentran salarios de oficios públicos, militares y eclesiásticos; rentas e intereses de deuda pública y de préstamos a particulares; alquileres de fincas urbanas, que a veces llegan a constituir una parte fundamental de los patrimonios nobiliarios; hay nobles que ejercen determinadas profesiones liberales, y en Francia los hay también que participan en la ferme générale (arrendamiento de impuestos)... En definitiva, nada que no pudiera encontrarse en los patrimonios de otros grupos sociales. Pero había una serie de actividades, relacionadas fundamentalmente con el comercio y el trabajo manual o mecánico, tradicionalmente vetadas a los nobles.
J. Meyer distingue tres amplias zonas en Europa al respecto. En la Europa del Suroeste, incluyendo Francia y una parte de Italia, los prejuicios en este sentido eran muy fuertes y se podía llegar a la dérogeance -derogación, pérdida de la condición noble- en determinados supuestos. En la Europa del Este la rigidez de los principios no se correspondía con una realidad mucho más permisiva, por la necesidad de subsistir de las noblezas populares, que habrían de ocuparse en todo tipo de tareas, y porque la alta nobleza asumía en sus dominios buena parte de las funciones teóricamente propias de la burguesía, obteniendo importantes ingresos del comercio de exportación (granos, ganados, etc.), de la explotación minera (ejercicio que, por cierto, no solía implicar en ningún sitio desdoro para la nobleza) o del control de ciertas actividades artesanales. En Rusia, por ejemplo, fueron nobles (una minoría entre los más poderosos, no generalicemos) quienes, desde los años sesenta y explotando los recursos de sus dominios con mano de obra servil, impulsaron, además de otras industrias, la minería y las empresas metalúrgicas en los Urales, donde el burgués de origen campesino (y posteriormente ennoblecido) Nikita Demidov había fundado, en tiempos de Pedro el Grande, la primera gran industria. Se ha calculado que a principios del siglo XIX poseían las dos terceras partes de las minas del país, en torno al 80 por 100 de las pañerías y de las fábricas de potasa, el 60 por 100 de los molinos de papel.
.. Finalmente, en la Europa del Noroeste no había, en principio, actividades económicas vetadas a la nobleza. Pese a todo, en países como Suecia, la muy minoritaria nobleza estaba integrada fundamentalmente por cargos públicos, militares, marinos y propietarios de tierras. Y en Inglaterra, L. Stone ha discutido la habitualmente admitida dedicación de los segundones de la elite inglesa al comercio y la industria, al menos durante el siglo XVIII. Nada se lo impedía, en efecto, pero, en la práctica, disponiendo de una asignación anual por parte de la familia, resultándoles fácil (aunque no hubiera ni privilegios ni disposiciones legales que les favorecieran, sí lo hacía el sistema clientelar que dominaba las relaciones políticas) conseguir un oficio público o entrar en el Ejército y la Iglesia, y pudiendo acceder a matrimonios ventajosos dentro de su grupo social, prácticamente ninguno se dedicó al comercio o la industria. Por lo que respecta al área citada en primer lugar, habrá intentos, más o menos tímidos, más o menos decididos, por parte de los gobiernos ilustrados y de algunos intelectuales y escritores económicos -sobre todo, por parte de éstos- por estimular la participación de la nobleza en actividades industriales y comerciales, arrinconando los viejos prejuicios. Es, por ejemplo, muy conocida la Real Cédula de 18 de marzo de 1783 por la que Carlos III de España declaraba la honra legal de todos los oficios, su compatibilidad con la hidalguía y la posibilidad de alegar su ejercicio continuado durante tres generaciones como un mérito para acceder a la nobleza, pero sus repercusiones prácticas fueron muy escasas.
Algunos destacados nobles potenciaron actividades industriales en sus señoríos. Pero los casos que suelen citarse no son reflejo precisamente de una situación generalizada. Como tampoco lo es el ascenso social, durante el reinado de Felipe V, de don Juan de Goyeneche por sus múltiples actividades económicas. En Francia, desde 1701, la participación en el gran comercio de la nobleza no implicaba derogéance, pero todavía a mediados de siglo la publicación de La noblesse commerçante (1756), por el abate Coyer, en la que se defendía el ejercicio del comercio por los nobles, provocó alguna réplica airada (La. noblesse militaire, opposée á la noblesse comerçante, también de 1756, cuyo autor, el chevalier D´Arc, se oponía al aburguesamiento de la vieja nobleza) y una polémica que se prolongó durante algunos años. Pero la participación de la nobleza -sobre todo, de la alta nobleza- en actividades capitalistas estuvo mucho más extendida que en España, sobre todo en los últimos treinta o cuarenta años del siglo. Si no era, de hecho, nueva la participación nobiliaria, especialmente de la radicada en ciudades portuarias, en el comercio marítimo y al por mayor, ahora se multiplicará e intensificará su presencia en las grandes compañías marítimas; hubo igualmente destacados nobles que impulsaron el desarrollo de industrias en sus señoríos, donde, por otra parte, casi monopolizaban las empresas mineras y de fundición del hierro; e invirtieron una parte de sus capitales en compañías industriales por acciones.
No escatimaron, pues, medios para extraer la mayor rentabilidad a sus fortunas. Creemos, no obstante, que negar a concluir, con G. Chaussinand-Nogaret, que la nobleza francesa, a finales del siglo, estaba a la vanguardia del progreso económico es, sin duda, excesivo. Pero, recuerda el italiano C. Campra, "puede servir de contrapeso al tradicional cliché de una aristocracia fatua y ociosa, dedicada sólo al juego y la disipación". La enorme riqueza de la aristocracia posibilitaba un estilo de vida brillante y caracterizado por la ostentación y el boato, que llevó a más de una familia al borde de la ruina y que fue duramente criticado por quienes, como Fénelon, el duque de Saint-Simon o Henri de Boulanvilliers, veían en el lujo un cáncer que iba destruyendo a la nobleza, atenta sólo a conseguir riquezas aunque fuera mediante alianzas anti-natura, y que, fomentado por el mismo monarca, la sometía a su poder, restándole independencia. Una de las manifestaciones de este estilo de vida era el mantenimiento de residencias suntuosas con un servicio doméstico numerosísimo. Baste citar, a título de ejemplo, las cerca de 3.000 personas que percibían salarios en los palacios del duque de Orleans en Francia; o la impresionante residencia de verano que el príncipe Nicolás Esterhazy se hizo construir, saneando previamente un terreno pantanoso, cerca de Eisenstadt (núcleo de sus posesiones), vinculada a la historia de la cultura por haber sido testigo de gran parte de la creación musical de Joseph Haydn, maestro de capilla del citado príncipe.
Tal grado de esplendor, forzosamente, se limitaba a unos pocos, aunque sí era frecuente entre la nobleza la doble residencia, urbana y rural, que posibilitaba el retiro veraniego u otoñal (a veces, para supervisar las tareas agrarias) a los que habitualmente vivían en el medio cortesano o urbano y el acceso a los entretenimientos ciudadanos a quienes residían en el medio rural (caso frecuente en la gentry inglesa, por ejemplo). Mantenía un elevadísimo concepto de sí misma, rayano en el orgullo; no renunciaba a reconocimientos y preeminencias y en el trato con los demás exigía deferencia e incluso sumisión. Sólo en algunos casos (en España, por ejemplo) se permitía cierta actitud de campechanía y superficial confianza de quien se sabe incontestablemente superior (actitud que nunca tendría un miembro de la baja nobleza al que sólo unos privilegios, a veces discutidos, distinguían de sus convecinos). Se iba extendiendo paulatinamente la educación y cada vez quedaba menos del noble rudo de los siglos anteriores (quizá salvo en ciertos casos rurales), pero sólo los estratos más elevados tenían acceso a la cultura superior, bien por medio de instructores privados, por su asistencia a costosos colegios de jesuitas, a la universidad o a los gimnasios nórdicos; y cuidaban igualmente la educación femenina, en la propia casa, en colegios especializados o en conventos que preparaban a la mujer para el papel que se esperaba cumpliera en la sociedad. Aumentó el número de nobles que poseían bibliotecas, así como el tamaño de éstas, y al menos en Francia, eran más numerosas, estaban más nutridas y tenían una mayor orientación hacia la modernidad (sin faltar libros prohibidos y críticos con el ordenamiento social) las de la nobleza capitalina que las de la nobleza provincial.
Pero en conjunto fueron los nobles ingleses, educados frecuentemente en las universidades de Oxford y Cambridge, los más cultos de Europa. Y, probablemente, los más cosmopolitas y aficionados a viajar por otros países. Ni siquiera se consideraba completa su formación si no se había realizado el grand tour, viaje por las principales ciudades europeas entre las que nunca faltaban París y Venecia, costumbre que se extenderá también a la nobleza de otros países. Y en todos ellos, una selecta minoría acudía periódicamente a las estaciones termales de moda, viajaba de una corte a otra, se expresaba en francés, la lengua culta de la época, y constituía algo así como una internacional aristócrata -la expresión es de J. Meyer- capaz de reconocerse y encontrarse a sí misma en los salones de cualquier capital europea. Y no falta quien cree ver cómo, de la mano del cosmopolitismo, se abrían paso en su mentalidad los gérmenes del liberalismo... Riqueza, privilegios, poder, reconocimiento social, refinamiento... Todo ello confluía en la nobleza europea del siglo XVIII y continuaba ejerciendo una irresistible atracción sobre el resto de la sociedad y, especialmente, sobre sus elementos más destacados. Pero en la Europa occidental se había iniciado un proceso de cambio que se acentuaba progresivamente a lo largo del siglo y, sobre todo, en las últimas décadas. Como recuerda O. Huffton, el desarrollo de la burocracia estatal y de los ejércitos regulares contribuyó a hacer la relación del noble con sus gobernantes cada vez más ambivalente.
Los monarcas tendían a servirse de sus noblezas, pero tratando, al mismo tiempo, de neutralizarlas e insistían en la disminución de sus privilegios. Por su parte, la propia nobleza se cuestionó su origen, la justificación de sus privilegios y su papel político. Y en este contexto se elaboraron y difundieron teorías como la del conde de Boulanvilliers (1727-1732) que apelaba a la historia y a una raza vencedora, de la que descendía la nobleza, para justificar los privilegios de la sangre, o la del barón de Montesquieu en L`Esprit des Lois (1748), que veía a la nobleza como intermediaria y templadora del absolutismo monárquico y, por lo tanto, como defensora del pueblo. Pero ciertos ilustrados, nobles también entre ellos, llevaron a cabo un ataque sistemático contra todo lo que significaba la nobleza, especialmente (aunque no sólo) en el área suroccidental de Europa. Elegimos -un ejemplo entre cientos- la dura crítica contenida en la Enciclopedia francesa (1750-1772), enmarcada en la ofensiva contra todos los elementos esenciales de lo que después se denominará Ancien Régime. Lo que, no obstante, no implicaba necesariamente un pensamiento igualitario en sus autores, que en bastantes casos despreciaban al pueblo con idéntica o mayor fuerza que a los privilegios nobiliarios. Paralelamente, la ambigüedad en cuanto a las funciones económicas de los distintos grupos sociales fue creciendo. Hemos visto a destacados elementos de la aristocracia participando en actividades propias de la burguesía; por su parte, los burgueses ennoblecidos abandonarán menos decididamente que en siglos anteriores los negocios que permitieron su ascenso.
Desde este punto de vista, no les faltaba razón a los críticos del lujo nobiliario: la necesidad de disponer de unos ingresos inmensos para poder llevar un modo de vida noble, y su búsqueda, sin renunciar a cualquier vía, contribuía a introducir una ambigüedad creciente en la visión tradicional del rol de los distintos grupos sociales y un germen de erosión de aquella sociedad. Y de la misma manera que se lamentaban las injusticias derivadas "de haber considerado la sociedad más como una unión de familias que como una unión de individuos" (Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene, 1764), se iba desarrollando un ideal social opuesto al viejo modelo nobiliario, que aprecia cada vez más al negociante -no "hay miembros más útiles a la sociedad que los mercaderes", dirá, por ejemplo, el inglés Joseph Addison en uno de sus ensayos periodísticos publicados a principios de siglo en The Spectator- que tendía a sustituir el valor, el orgullo de "ser quien se es" y la visión de la sociedad dividida en compartimentos prácticamente estancos aceptados por principio e incuestionablemente valores esencialmente nobiliarios y de la sociedad estamental- por el trabajo, el esfuerzo personal, la economía, la utilidad social, la bondad y el deseo de ascenso social en esa sociedad de individuos, es decir, por valores burgueses y que prefiguran una sociedad distinta. Aunque estos valores no se impusieron implacablemente ni la aristocracia se mostró incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos: más reducida numéricamente, más infiltrada por elementos de orígenes ajenos a ella, pero aún poderosa económicamente, tenía mucho que decir y hacer todavía en el siglo XIX...
En el conjunto europeo, el cuadro dominante es el de una nobleza insertada definitivamente en el marco estatal y que colabora en su desarrollo, tratando siempre de mantener su situación de privilegio. Ejercía, por ejemplo, el poder en régimen de monopolio y casi sin traba, desde mucho tiempo atrás, en las viejas repúblicas oligárquicas del norte de Italia. Pero también en Inglaterra controlaba la práctica totalidad de los escaños parlamentarios, con lo que su influencia política era considerable. En Polonia el predominio de los intereses aristocráticos había conseguido impedir la consolidación de un poder monárquico fuerte. Y Suecia conocerá durante la denominada era de la libertad (1720-1772), una reacción a la política autocrática de los monarcas Carlos XI y Carlos XII, y la nobleza ejercerá una considerable influencia de gobierno no sólo a través de la Dieta (Riksdag), sino sobre todo por el control del Comité Secreto. En un régimen tan distinto como el de la Prusia de Federico II los junkers monopolizaron los cargos políticos y militares, aunque perfectamente sometidos al poder absoluto del monarca. En Francia, entre 1714 y 1789, sólo hubo tres ministros sin título... Formas diversas y casos concretos. Pero en todos ellos puede apreciarse la importancia política de la nobleza durante este siglo. Numéricamente constituía una minoría, aunque su peso demográfico variaba de unos países a otros.
En la mayor parte de Europa occidental (Francia, Imperio, Suecia, gran parte de los Estados italianos) no representaban más del uno o, como máximo, el 1,5 por 100 de la población. En Francia, concretamente, G. Chaussinand-Nogaret la evalúa hacia 1789 en unas 110.000-120.000 personas, es decir, 25.000 familias aproximadamente. En la Europa del Este, se sobrepasaba esta proporción, con algo más del 2 por 100 en Rusia, pero llegando al 5 por 100 en Hungría y al 10 por 100, e incluso más, en Polonia. España estaba entre los países de nobleza numerosa, con 480.000 nobles censados en 1786-1787, si bien no es fácil calcular la proporción que representaban, ya que la cifra de nobles recoge indistintamente datos referidos a familias y a individuos (no se siguió el mismo criterio en todos los municipios) y sólo conocemos la población total en habitantes. Ahora bien, casi las tres cuartas partes se concentraba en los territorios vascos y en la cornisa cantábrica, donde por razones históricas se gozaba de hidalguía universal o quasi universal. Inglaterra, por su parte, era el país de nobleza más escasa y donde los limites del estamento estaban más nítidamente señalados, ya que, jurídicamente, tal distinción correspondía en exclusiva a los pares (menos de 400 familias), quienes la transmitían únicamente a su primogénito. La opinión general, sin embargo, consideraba nobles también a los segundones de los pares y a la gentry, grupo destacado de terratenientes que adoptaba formas de vida más propias de la nobleza que de la burguesía.
La cifra final era, pues, más elevada: quizá de 50.000 a 70.000 individuos; pero, en cualquier caso, estaba entre las más bajas de Europa. Ningún grupo social mitificó tanto la cuna como la nobleza. Se nacía noble y, en principio, era la nobleza de sangre (heredada) la más apreciada, llegándose a esgrimir incluso supuestas diferencias raciales (los nobles franceses descenderían de los antiguos francos; los españoles, de los godos refugiados en Asturias con la invasión musulmana... ¿Hay que recordar extravagancias tales como la que asignaba sangre azul a este grupo?) para justificar la transmisión de condición social, privilegios y hasta virtudes por vía genética. Pero, contra lo que pretendían demostrar sus frondosos árboles genealógicos, raros eran los que en el siglo XVIII podían remontar sus orígenes más allá de la Baja Edad Media o principios de la Moderna, cuando las turbulencias civiles y religiosas y la evolución política propiciaron la quiebra de la nobleza tradicional y la creación de otra nueva más vinculada a las nuevas monarquías. Incluso es probable que la mayoría procediera de ennoblecimientos producidos a lo largo del Seiscientos y del mismo Setecientos. Porque, pese a los prejuicios en torno a la sangre, la nobleza, de hecho, no constituía un grupo cerrado. Los monarcas contaron entre sus atribuciones (aunque en países como Polonia y Suecia, limitadas por la Dieta, lo que equivale a decir por la propia nobleza) la de ennoblecer a sus súbditos, concediendo estatutos, privilegios o cartas de nobleza para premiar servicios eminentes en la milicia, la política, la administración, las finanzas reales o, ya en el siglo XVIII, el mérito civil e incluso económico (noción, evidentemente, más burguesa que propiamente nobiliaria).
En las repúblicas del norte de Italia el acceso al patriciado se realizaba por un sistema de cooptación presentación por parte de la propia nobleza- que podía llevar emparejado el pago de una elevada cantidad de dinero (Venecia) y, siempre, el cumplimiento de determinados requisitos por parte del candidato. En Francia había, además, cargos que ennoblecían a sus titulares y descendencia en determinadas condiciones; por ejemplo, a quienes morían ejerciéndolos o a quienes los ejercían durante veinte años o varias generaciones continuadamente. La lista de estos cargos, relativamente amplia, se reducía considerablemente por la designación sistemática de nobles para ocuparlos. Pero algunos de ellos eran venales y constituyeron la principal puerta abierta para que elementos adinerados (los precios a que se cotizaban eran elevadísimos) accedieran a la nobleza. Consejeros de parlamentos y secretarios del rey (cargo este último sin apenas obligaciones y denominado despectivamente savonnette à vilains jaboncillo de villanos-)fueron los más codiciados y llegó a establecerse toda una estrategia en torno a su compra (preferiblemente, por personas mayores que morirían pronto y ejerciendo el cargo), ejercicio (durante el mínimo tiempo imprescindible) y reventa para obtener el más rápido ennoblecimiento y el reembolso de las cantidades previamente invertidas. Los matrimonios mixtos constituyeron otro modo de aportar savia nueva (y solidez económica) a la nobleza.
Pero se practicaban más controladamente de lo que ha podido suponerse y se solía preferir, a la hora de realizar matrimonios más o menos desiguales, entroncar con familias ya ennoblecidas, aunque fuera muy recientemente. Un tópico ampliamente difundido caracterizaba a la sociedad inglesa como la más abierta y flexible de Europa en este sentido. Pero, aunque el número de pares casi se duplicó a lo largo del siglo XVIII, la inmensa mayoría de los nuevos títulos recayó en individuos previamente entroncados de alguna forma con la nobleza. Y si la gentry carecía de perfiles jurídicos que la delimitaran, la doble necesidad de efectuar un enorme desembolso para la adquisición de tierras (que tampoco abundaban en el mercado) y de obtener la aceptación psicológica por parte del grupo establecido (lo que podía resultar harto problemático) dificultaba mucho el acceso a ella, mientras que la exclusión se materializaba prácticamente a partir de los segundones (y en cualquier caso, de los hijos de éstos), cuya base económica ya no estaba en la tierra, sino que ocupaban puestos en el ejército o el clero. Y nunca faltaron, por otra parte, caminos más o menos sinuosos o abiertamente fraudulentos (quizá con la connivencia interesada de algún funcionario) para llegar a un estado que, en última instancia, se basaba en la universal aceptación. La frontera del estamento no dejaba de ser, pues, un tanto difusa y siempre permeable. La tendencia dominante en el XVIII fue, no obstante, la de clarificar esa frontera, limitar la concesión real de ennoblecimientos (no así la de títulos aristocráticos a los ya nobles) y reducir el volumen del estamento nobiliario.
Las propias capas altas nobiliarias reconocían la exigüidad en el número como algo necesario para la nobleza. J. Meyer estima que en el período comprendido entre 1780 y 1800 la nobleza europea, en conjunto, pudo reducirse entre un tercio y la mitad de sus efectivos, lo que sólo en parte podría achacarse a los efectos de la Revolución Francesa. En Francia, las principales medidas para excluir de la nobleza a quienes no pudieran demostrarla fehacientemente se remontan a 1660. En España hubo disposiciones restringiendo el acceso a la nobleza por parte de Fernando VI (1758) y Carlos III (1760, 1785). También la nobleza popular de origen polaco fue reducida considerablemente por las potencias que se repartieron el territorio, y sobre todo por Prusia, para adecuar la situación a la propia y ante el temor de que pudiera aglutinar en torno a sí la oposición nacionalista. Y las ya aludidas estrategias familiares nobiliarias tuvieron, igualmente, su parte de responsabilidad en la disminución. Los privilegios nobiliarios eran, por una parte, de naturaleza jurídico-procesal, destacando el derecho a ser juzgados por tribunales propios, con un procedimiento del que se excluía el tormento y con penas que eludían las consideradas ignominiosas (azotes, por ejemplo) y que, por lo general, eran más suaves que las ordinarias; inmunidad al encarcelamiento por deudas, prisión -cuando se imponía- mitigada o sustituida por arresto domiciliario, decapitación y no ahorcamiento en el caso de condenas a muerte.
.. Con la excepción de los nobles ingleses y de los de algunas repúblicas italianas, gozaban, además, de inmunidad fiscal, total o parcial, frente a los impuestos ordinarios y, más concretamente, frente a los impuestos directos. Pero aunque fue éste el privilegio más socavado por las monarquías modernas, que recurrieron a las tributaciones indirectas y a otras formas de contribuciones específicas, siguieron disfrutando de cierto trato de favor. Y los intentos más ambiciosos de igualación fiscal, pese a contar con el apoyo de una parte la misma nobleza, terminaron fracasando, como ocurrió en Francia con las operaciones para el establecimiento del vingtième o en España con las de la única contribución emprendida por el marqués de la Ensenada en tiempos de Fernando VI. En la Europa del Este el señorío era también patrimonio exclusivo de los nobles, aunque no todos los poseyeran. No ocurría lo mismo en Occidente, pero el señorío conservó siempre un fuerte carácter nobiliario y la casi totalidad de sus titulares fueron, de hecho, nobles, por lo que las atribuciones señoriales podían identificarse con atribuciones nobiliarias. Diversas exenciones de cargas municipales estaban vigentes también en muchos países. Habría que añadir ciertos privilegios de hecho, como la mayor facilidad para acceder a cargos y sinecuras, en algún caso convertida en privilegio abiertamente reconocido. Es lo que, por ejemplo, ocurría en el ejército francés a partir del Edicto de Ségur, de 1781, que reservaba el acceso directo a la oficialidad a los nobles con antigüedad de cuatro generaciones, en vez de precisar de toda la línea de ascensos para llegar a ella.
Es esta medida una de las más destacadas de la reacción aristocrática, tendencia observada en la Francia del XVIII y que tuvo por fin preservar más celosamente los viejos privilegios y prerrogativas nobiliarios frente al ascenso de otros grupos. Por último, una serie de distinciones puramente honoríficas preeminencia en actos públicos o ceremonias religiosas, por ejemplo- de gran importancia, puesto que eran el reflejo en la vida cotidiana de la misma concepción jerárquica en que se basaba aquella sociedad. Si la nobleza, en principio, constituía una unidad desde el punto de vista jurídico, cuestiones como titulación, antigüedad, función, riqueza y hábitat -rural o urbano- establecían una gran heterogeneidad y una clara jerarquización interna. La ostentación de un título aristocrático suponía la principal barrera divisoria en el seno del estamento, acentuada con el paso del tiempo, dado que fue ganando terreno progresivamente la identificación psicológica de nobleza con nobleza titulada y será ésta la única que sobreviva en el tiempo. En España sobresalía una minoría de entre los títulos, los grandes -todos los duques, más los marqueses y condes sobre quienes hubiese recaído la concesión real-, que gozaban de determinadas preeminencias y privilegios honoríficos exclusivos, destacando entre ellos la mayor facilidad para acceder a la presencia real o la facultad de permanecer cubiertos en determinadas ocasiones en presencia del monarca.
En Francia eran los príncipes de la sangre, con teóricas vinculaciones familiares con la realeza y, por lo tanto, con vagos derechos a la sucesión de la Corona, la minoría destacada. La antigüedad del linaje confería, un mayor prestigio a la nobleza y las familias que se jactaban del más rancio abolengo tendían a desestimar a las más recientes. La frecuencia de los ennoblecimientos mediante compra de cargos llevó a diferenciar en Francia entre una antigua nobleza de espada, y una más reciente nobleza de toga, todavía calificada despectivamente de vil burguesía por Saint-Simon -quien, por cierto, tenía lazos con togas o financieros por medio de su madre, su suegra y su nuera-. Sin embargo, la separación, al avanzar el siglo XVIII, era más teórica que real y las alianzas matrimoniales entre ambos grupos fueron frecuentes. La pertenencia a las órdenes militares, en España, había introducido un elemento de distinción basado en la calidad de la nobleza (antigüedad del linaje, limpieza de sangre...), pero en el Setecientos, aunque poseer un hábito seguía representando un honor añadido, habían perdido ya buena parte de su eficacia en este sentido y su principal valor consistía en la posibilidad de acceder vitaliciamente a una encomienda, lo que, por otra parte, solía recaer en la nobleza titulada. La situación económica pese a que los teóricos mantenían que no era una cualidad esencial de la nobleza- constituía un elemento de suma importancia, ya que el mantenimiento del ideal de vida noble exigía solidez económica.
Y para asegurarla base económica, en casi todos los países existían costumbres sucesorias o figuras jurídicas que trataban de preservar el patrimonio nobiliario y su permanencia en el seno de la familia, haciendo de su titular un mero usufructuario, mediante la constitución de vínculos sobre todos o gran parte de los bienes que, formando una unidad indivisible e inalienable, se transmitía a un solo heredero, siguiéndose, normalmente, el orden de primogenitura masculina. Es el caso del mayorazgo español, el morgado portugués, el fideicomiso italiano, el fideikommis austriaco o el strict settlement inglés, aunque de hecho no todos los nobles lo poseyeran, no siempre tuviera la misma rigidez (en Inglaterra, por ejemplo, podía retocarse el patrimonio vinculado en cada transmisión) ni en algún caso (España) fueran facultad exclusiva de la nobleza. Los vínculos, lógicamente, constituían un elemento básico en la política familiar de la nobleza y condicionaban fuertemente el destino de los segundones, al tener que buscar su mantenimiento en el ejército, la burocracia o la Iglesia, en el supuesto de tener preparación para ello, o depender enteramente del titular; para las hijas no quedaba otro camino que un matrimonio favorable, si se conseguía reunir la dote apropiada, o la soltería o el convento en caso contrario. Pero no todo el estamento disfrutaba de una situación económica saneada. Había nobles pobres que pasaban todo tipo de privaciones. Sobre todo, en los países donde el estamento era más numeroso.
Suele hablarse habitualmente a este respecto de parte de los hidalgos del norte de Castilla, de los más humildes miembros de la szlachta polaca o de la nobleza desheredada húngara, sometida casi servilmente a los no más de 200 o 300 grandes magnates que detentan de hecho el poder; de los barnabotti venecianos -así llamados porque en algún momento abundaban en la parroquia de san Bernabé-, que vendían su voto en el Gran Consejo y se involucraban en mil intrigas para conseguir alguno de los cargos menores de la Administración; o, finalmente, de los hobereaux (literalmente: baharí, pequeña ave parecida al halcón) franceses, ávidos como la rapaz que les dio nombre por cobrar sus escasos derechos señoriales. Y en más de una ocasión una situación de pobreza prolongada sin otro tipo de apoyatura (familiar o funcional), terminó por convertir la pertenencia al estamento en algo meramente psicológico que, sobre todo en este siglo, tendía a olvidarse por parte de la sociedad. Sin llegar a estos extremos, en todos los países había nobles que vivían ajustadamente y podían pasar dificultades en momentos concretos, como, por ejemplo, a la hora de educar convenientemente a sus hijos en una época en que se necesitaba una preparación cada vez mayor para poder abrirse paso en la vida. Y es que el abanico de las fortunas nobiliarias era muy amplio. A los casos de pobreza citados se contraponen los inmensos patrimonios de los Osuna (España), Potocki (Polonia), Esterhazy (Hungría), Mocenigo (Venecia) u Orleans (Francia), entre otros; y en medio, casi todas las situaciones posibles.
En Inglaterra, por ejemplo, G. E. Mingay describió la pirámide nobiliaria con una amplia base de gentlemen cuyos ingresos, de 300 a 1.000 libras anuales, estaban al nivel de los de la capa media de arrendatarios, e iba ascendiendo con los 3.000 o 4.000 squires que percibían de 1.000 a 3.000 libras, los 700 u 800 knights o baronets que contaban con 3.000 o 4.000 libras anuales (todos ellos pertenecían a la gentry) hasta llegar a la reducida minoría (no más de 400 familias) que superaba las 10.000 libras y aun se situaban, como los duques de Bedford o Northumberland, en torno a las 30.000 libras. Para la nobleza francesa, G. Chaussinand-Nogaret, basándose en las cuotas de la capitación, ha establecido hasta cinco grupos. Casi la quinta parte conformaría esa nobleza rural de ingresos muy bajos y vida nada regalada; algo más del 40 por 100 de las familias nobles dispondrían de 1.000 a 4.000 libras de renta anual, lo que les permitiría una vida de cierto acomodo, sin más; otra cuarta parte, con ingresos de 4.000 a 10.000 libras anuales, disfrutaban de un amplio bienestar; por encima, un 13 por 100 que constituiría la denominada nobleza provincial, en la que se incluyen los consejeros de las cortes soberanas, disponía de 10.000 a 50.000 libras de rentas anuales, y el resto, unas 160 familias (menos del 1 por 100 del total), superaban las 50.000 libras anuales llegando hasta las 200.000; ni que decir tiene que en esta minoría del vértice se incluye la nobleza cortesana.
Aunque las diferencias internas sean considerables, hay una constatación general: la inmensa riqueza que, en conjunto, poseía la nobleza europea. Una riqueza que giraba, en primer lugar, en torno a la tierra, aunque los beneficios obtenidos de su explotación no siempre fueran muy elevados. Algunos ejemplos de los países en que se han podido hacer evaluaciones globales -aun con importantes variaciones regionales- nos lo muestran. La nobleza inglesa era la que mayor proporción de tierra cultivable controlaba: cerca de las tres cuartas partes a finales del siglo. En Bohemia las cien familias más importantes poseían, aproximadamente, la tercera parte de la tierra y el conjunto de la nobleza, casi el 60 por 100. En Suecia, las tierras en poder de la nobleza suponían a principios del XVII la tercera parte de la tierra arable. En el norte y centro de Italia las proporciones van del 35 al 50 por 100. En Francia, del 20 al 25 por 100, llegando en algunas regiones del Norte hasta la tercera parte y reduciéndose considerablemente la proporción en el Sureste. Federico II de Prusia pretendió restringir el acceso a la tierra de la burguesía, declarando el monopolio de su posesión en manos de la nobleza (1775), aunque, eso sí, previamente le había exigido impresionantes contribuciones para las guerras que protagonizó. Las formas de explotación eran enormemente variadas, ya que, además, en muchas regiones el control de la tierra se ejercía en el cuadro más amplio del régimen señorial (vide infra), que, a su vez, presentaba mil variantes.
Pero en el siglo XVIII los patrimonios nobiliarios, en general, solían estar mejor administrados que en tiempos anteriores, ya fuera por la procedencia burguesa de una parte del estamento, o por la general influencia de su mentalidad. No era raro, aunque tampoco pueda generalizarse del todo, encontrar en Europa nobles de tipo medio, y más frecuentemente de la pequeña nobleza, que explotaban directamente sus posesiones. En cuanto a la alta nobleza, la generalización es más difícil. Allí donde las formas señoriales estaban casi disueltas, como en Inglaterra, los Países Bajos o ciertas zonas del norte de Italia, o donde el señorío se limitaba prácticamente a los aspectos jurisdiccionales, como en gran parte de España, era frecuente el arrendamiento capitalista. Y no está de más subrayar que, por ello, la frecuentemente repetida vinculación de la alta nobleza inglesa con los cambios agrarios acaecidos durante el siglo no deja de ser, en general, un tópico sin apenas fundamento. Pero también hay casos de explotación directa y pocos tan bien conocidos como el estudiado por J. Georgelin de la familia Tron en la Terra Ferma veneciana -modelo, además, de explotación plenamente capitalista, como también se daba en el Piamonte-, en cuya finca de 500 hectáreas de extensión trabajaban 360 empleados, la mitad, aproximadamente, fijos, y la otra mitad, jornaleros temporales, o como, en otra escala, M. A. Melón ha demostrado para los duques de Abrantes y su hacienda cacereña durante la primera mitad del siglo (la abandonarán más tarde para, instalándose en Madrid, pasar a la explotación indirecta).
La explotación directa solía ser habitual en los grandes dominios nobiliarios del centro y este de Europa, en Prusia, Polonia y Rusia, por ejemplo, donde el campesino estaba aún forzado a prestaciones de trabajo obligatorio en las tierras del señor, lo que reducía sensiblemente los costes de explotación. Pero, por lo demás, abundan, sobre todo, los modelos intermedios, con todo tipo de arrendamientos, aparcerías y cesiones enfitéuticas, y éstas, a su vez, de muy diversos tipos. Los derechos de tipo señorial, independientemente de su forma concreta, formaban también parte, aunque variable en extremo -de un país a otro, entre regiones de un mismo país y de unos nobles a otros-, de los ingresos típicamente nobiliarios y, normalmente, eran mucho más sustanciosos allí donde afectaban a una parte de la cosecha. En Francia se observa una tendencia durante los dos últimos tercios del siglo, acentuada desde 1770, aproximadamente, a preservar y cobrar mejor los derechos señoriales, resucitando incluso algunos caídos en desuso. La finalidad, aumentar la rentabilidad de los dominios señoriales, es evidente. Pero el impulso de este complejo fenómeno denominado reacción señorial, que en 1776 recibió el apoyo del Parlamento de París, no obedece exclusivamente a intereses nobiliarios: en su origen se encuentran, por supuesto, nobles empobrecidos y otros de reciente origen burgués, pero también burgueses arrendatarios de los derechos señoriales de nobles asentistas; y no pocas veces, eran éstos los más intransigentes a la hora de exigir su pago a los campesinos.
Sin embargo, no todos los derechos señoriales implicaban ingresos para los señores. En concreto, la facultad jurisdiccional de administración de justicia llevaba consigo una serie de gastos por la necesidad de pagar salarios a los oficiales. Ahora bien, por muy costosa que resultara y no está de más recordar que hallaríamos muy significativas variaciones en el interés de los señores por cubrir dignamente este capítulo-, pocos serían los que renunciaran a dicha carga: la administración de justicia implicaba el reconocimiento explícito de ese señorear sobre hombres (por utilizar la expresión española) que era uno de los elementos clave de la mentalidad y aspiraciones nobiliarias no sólo del siglo XVIII, sino de todo el Antiguo Régimen. A partir de aquí, ya no es posible ofrecer un cuadro homogéneo de la procedencia de los ingresos nobiliarios. Se encuentran salarios de oficios públicos, militares y eclesiásticos; rentas e intereses de deuda pública y de préstamos a particulares; alquileres de fincas urbanas, que a veces llegan a constituir una parte fundamental de los patrimonios nobiliarios; hay nobles que ejercen determinadas profesiones liberales, y en Francia los hay también que participan en la ferme générale (arrendamiento de impuestos)... En definitiva, nada que no pudiera encontrarse en los patrimonios de otros grupos sociales. Pero había una serie de actividades, relacionadas fundamentalmente con el comercio y el trabajo manual o mecánico, tradicionalmente vetadas a los nobles.
J. Meyer distingue tres amplias zonas en Europa al respecto. En la Europa del Suroeste, incluyendo Francia y una parte de Italia, los prejuicios en este sentido eran muy fuertes y se podía llegar a la dérogeance -derogación, pérdida de la condición noble- en determinados supuestos. En la Europa del Este la rigidez de los principios no se correspondía con una realidad mucho más permisiva, por la necesidad de subsistir de las noblezas populares, que habrían de ocuparse en todo tipo de tareas, y porque la alta nobleza asumía en sus dominios buena parte de las funciones teóricamente propias de la burguesía, obteniendo importantes ingresos del comercio de exportación (granos, ganados, etc.), de la explotación minera (ejercicio que, por cierto, no solía implicar en ningún sitio desdoro para la nobleza) o del control de ciertas actividades artesanales. En Rusia, por ejemplo, fueron nobles (una minoría entre los más poderosos, no generalicemos) quienes, desde los años sesenta y explotando los recursos de sus dominios con mano de obra servil, impulsaron, además de otras industrias, la minería y las empresas metalúrgicas en los Urales, donde el burgués de origen campesino (y posteriormente ennoblecido) Nikita Demidov había fundado, en tiempos de Pedro el Grande, la primera gran industria. Se ha calculado que a principios del siglo XIX poseían las dos terceras partes de las minas del país, en torno al 80 por 100 de las pañerías y de las fábricas de potasa, el 60 por 100 de los molinos de papel.
.. Finalmente, en la Europa del Noroeste no había, en principio, actividades económicas vetadas a la nobleza. Pese a todo, en países como Suecia, la muy minoritaria nobleza estaba integrada fundamentalmente por cargos públicos, militares, marinos y propietarios de tierras. Y en Inglaterra, L. Stone ha discutido la habitualmente admitida dedicación de los segundones de la elite inglesa al comercio y la industria, al menos durante el siglo XVIII. Nada se lo impedía, en efecto, pero, en la práctica, disponiendo de una asignación anual por parte de la familia, resultándoles fácil (aunque no hubiera ni privilegios ni disposiciones legales que les favorecieran, sí lo hacía el sistema clientelar que dominaba las relaciones políticas) conseguir un oficio público o entrar en el Ejército y la Iglesia, y pudiendo acceder a matrimonios ventajosos dentro de su grupo social, prácticamente ninguno se dedicó al comercio o la industria. Por lo que respecta al área citada en primer lugar, habrá intentos, más o menos tímidos, más o menos decididos, por parte de los gobiernos ilustrados y de algunos intelectuales y escritores económicos -sobre todo, por parte de éstos- por estimular la participación de la nobleza en actividades industriales y comerciales, arrinconando los viejos prejuicios. Es, por ejemplo, muy conocida la Real Cédula de 18 de marzo de 1783 por la que Carlos III de España declaraba la honra legal de todos los oficios, su compatibilidad con la hidalguía y la posibilidad de alegar su ejercicio continuado durante tres generaciones como un mérito para acceder a la nobleza, pero sus repercusiones prácticas fueron muy escasas.
Algunos destacados nobles potenciaron actividades industriales en sus señoríos. Pero los casos que suelen citarse no son reflejo precisamente de una situación generalizada. Como tampoco lo es el ascenso social, durante el reinado de Felipe V, de don Juan de Goyeneche por sus múltiples actividades económicas. En Francia, desde 1701, la participación en el gran comercio de la nobleza no implicaba derogéance, pero todavía a mediados de siglo la publicación de La noblesse commerçante (1756), por el abate Coyer, en la que se defendía el ejercicio del comercio por los nobles, provocó alguna réplica airada (La. noblesse militaire, opposée á la noblesse comerçante, también de 1756, cuyo autor, el chevalier D´Arc, se oponía al aburguesamiento de la vieja nobleza) y una polémica que se prolongó durante algunos años. Pero la participación de la nobleza -sobre todo, de la alta nobleza- en actividades capitalistas estuvo mucho más extendida que en España, sobre todo en los últimos treinta o cuarenta años del siglo. Si no era, de hecho, nueva la participación nobiliaria, especialmente de la radicada en ciudades portuarias, en el comercio marítimo y al por mayor, ahora se multiplicará e intensificará su presencia en las grandes compañías marítimas; hubo igualmente destacados nobles que impulsaron el desarrollo de industrias en sus señoríos, donde, por otra parte, casi monopolizaban las empresas mineras y de fundición del hierro; e invirtieron una parte de sus capitales en compañías industriales por acciones.
No escatimaron, pues, medios para extraer la mayor rentabilidad a sus fortunas. Creemos, no obstante, que negar a concluir, con G. Chaussinand-Nogaret, que la nobleza francesa, a finales del siglo, estaba a la vanguardia del progreso económico es, sin duda, excesivo. Pero, recuerda el italiano C. Campra, "puede servir de contrapeso al tradicional cliché de una aristocracia fatua y ociosa, dedicada sólo al juego y la disipación". La enorme riqueza de la aristocracia posibilitaba un estilo de vida brillante y caracterizado por la ostentación y el boato, que llevó a más de una familia al borde de la ruina y que fue duramente criticado por quienes, como Fénelon, el duque de Saint-Simon o Henri de Boulanvilliers, veían en el lujo un cáncer que iba destruyendo a la nobleza, atenta sólo a conseguir riquezas aunque fuera mediante alianzas anti-natura, y que, fomentado por el mismo monarca, la sometía a su poder, restándole independencia. Una de las manifestaciones de este estilo de vida era el mantenimiento de residencias suntuosas con un servicio doméstico numerosísimo. Baste citar, a título de ejemplo, las cerca de 3.000 personas que percibían salarios en los palacios del duque de Orleans en Francia; o la impresionante residencia de verano que el príncipe Nicolás Esterhazy se hizo construir, saneando previamente un terreno pantanoso, cerca de Eisenstadt (núcleo de sus posesiones), vinculada a la historia de la cultura por haber sido testigo de gran parte de la creación musical de Joseph Haydn, maestro de capilla del citado príncipe.
Tal grado de esplendor, forzosamente, se limitaba a unos pocos, aunque sí era frecuente entre la nobleza la doble residencia, urbana y rural, que posibilitaba el retiro veraniego u otoñal (a veces, para supervisar las tareas agrarias) a los que habitualmente vivían en el medio cortesano o urbano y el acceso a los entretenimientos ciudadanos a quienes residían en el medio rural (caso frecuente en la gentry inglesa, por ejemplo). Mantenía un elevadísimo concepto de sí misma, rayano en el orgullo; no renunciaba a reconocimientos y preeminencias y en el trato con los demás exigía deferencia e incluso sumisión. Sólo en algunos casos (en España, por ejemplo) se permitía cierta actitud de campechanía y superficial confianza de quien se sabe incontestablemente superior (actitud que nunca tendría un miembro de la baja nobleza al que sólo unos privilegios, a veces discutidos, distinguían de sus convecinos). Se iba extendiendo paulatinamente la educación y cada vez quedaba menos del noble rudo de los siglos anteriores (quizá salvo en ciertos casos rurales), pero sólo los estratos más elevados tenían acceso a la cultura superior, bien por medio de instructores privados, por su asistencia a costosos colegios de jesuitas, a la universidad o a los gimnasios nórdicos; y cuidaban igualmente la educación femenina, en la propia casa, en colegios especializados o en conventos que preparaban a la mujer para el papel que se esperaba cumpliera en la sociedad. Aumentó el número de nobles que poseían bibliotecas, así como el tamaño de éstas, y al menos en Francia, eran más numerosas, estaban más nutridas y tenían una mayor orientación hacia la modernidad (sin faltar libros prohibidos y críticos con el ordenamiento social) las de la nobleza capitalina que las de la nobleza provincial.
Pero en conjunto fueron los nobles ingleses, educados frecuentemente en las universidades de Oxford y Cambridge, los más cultos de Europa. Y, probablemente, los más cosmopolitas y aficionados a viajar por otros países. Ni siquiera se consideraba completa su formación si no se había realizado el grand tour, viaje por las principales ciudades europeas entre las que nunca faltaban París y Venecia, costumbre que se extenderá también a la nobleza de otros países. Y en todos ellos, una selecta minoría acudía periódicamente a las estaciones termales de moda, viajaba de una corte a otra, se expresaba en francés, la lengua culta de la época, y constituía algo así como una internacional aristócrata -la expresión es de J. Meyer- capaz de reconocerse y encontrarse a sí misma en los salones de cualquier capital europea. Y no falta quien cree ver cómo, de la mano del cosmopolitismo, se abrían paso en su mentalidad los gérmenes del liberalismo... Riqueza, privilegios, poder, reconocimiento social, refinamiento... Todo ello confluía en la nobleza europea del siglo XVIII y continuaba ejerciendo una irresistible atracción sobre el resto de la sociedad y, especialmente, sobre sus elementos más destacados. Pero en la Europa occidental se había iniciado un proceso de cambio que se acentuaba progresivamente a lo largo del siglo y, sobre todo, en las últimas décadas. Como recuerda O. Huffton, el desarrollo de la burocracia estatal y de los ejércitos regulares contribuyó a hacer la relación del noble con sus gobernantes cada vez más ambivalente.
Los monarcas tendían a servirse de sus noblezas, pero tratando, al mismo tiempo, de neutralizarlas e insistían en la disminución de sus privilegios. Por su parte, la propia nobleza se cuestionó su origen, la justificación de sus privilegios y su papel político. Y en este contexto se elaboraron y difundieron teorías como la del conde de Boulanvilliers (1727-1732) que apelaba a la historia y a una raza vencedora, de la que descendía la nobleza, para justificar los privilegios de la sangre, o la del barón de Montesquieu en L`Esprit des Lois (1748), que veía a la nobleza como intermediaria y templadora del absolutismo monárquico y, por lo tanto, como defensora del pueblo. Pero ciertos ilustrados, nobles también entre ellos, llevaron a cabo un ataque sistemático contra todo lo que significaba la nobleza, especialmente (aunque no sólo) en el área suroccidental de Europa. Elegimos -un ejemplo entre cientos- la dura crítica contenida en la Enciclopedia francesa (1750-1772), enmarcada en la ofensiva contra todos los elementos esenciales de lo que después se denominará Ancien Régime. Lo que, no obstante, no implicaba necesariamente un pensamiento igualitario en sus autores, que en bastantes casos despreciaban al pueblo con idéntica o mayor fuerza que a los privilegios nobiliarios. Paralelamente, la ambigüedad en cuanto a las funciones económicas de los distintos grupos sociales fue creciendo. Hemos visto a destacados elementos de la aristocracia participando en actividades propias de la burguesía; por su parte, los burgueses ennoblecidos abandonarán menos decididamente que en siglos anteriores los negocios que permitieron su ascenso.
Desde este punto de vista, no les faltaba razón a los críticos del lujo nobiliario: la necesidad de disponer de unos ingresos inmensos para poder llevar un modo de vida noble, y su búsqueda, sin renunciar a cualquier vía, contribuía a introducir una ambigüedad creciente en la visión tradicional del rol de los distintos grupos sociales y un germen de erosión de aquella sociedad. Y de la misma manera que se lamentaban las injusticias derivadas "de haber considerado la sociedad más como una unión de familias que como una unión de individuos" (Cesare Beccaria, Dei delitti e delle pene, 1764), se iba desarrollando un ideal social opuesto al viejo modelo nobiliario, que aprecia cada vez más al negociante -no "hay miembros más útiles a la sociedad que los mercaderes", dirá, por ejemplo, el inglés Joseph Addison en uno de sus ensayos periodísticos publicados a principios de siglo en The Spectator- que tendía a sustituir el valor, el orgullo de "ser quien se es" y la visión de la sociedad dividida en compartimentos prácticamente estancos aceptados por principio e incuestionablemente valores esencialmente nobiliarios y de la sociedad estamental- por el trabajo, el esfuerzo personal, la economía, la utilidad social, la bondad y el deseo de ascenso social en esa sociedad de individuos, es decir, por valores burgueses y que prefiguran una sociedad distinta. Aunque estos valores no se impusieron implacablemente ni la aristocracia se mostró incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos: más reducida numéricamente, más infiltrada por elementos de orígenes ajenos a ella, pero aún poderosa económicamente, tenía mucho que decir y hacer todavía en el siglo XIX...