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La lucha de las Monarquías europeas contra las alzas de precios y la adopción de medidas monetarias para superarlas constituyen, desde comienzos del siglo XVI, una buena prueba de que antes de que se emitieran doctrinas mercantilistas existían prácticas mercantilistas. Sin embargo, es evidente que el mercantilismo comprendía otros elementos. Heckscher ha defendido la tesis de que el mercantilismo, además de ser un sistema preocupado por todos los problemas de índole monetaria, era un sistema de unificación, un sistema de poder y un sistema proteccionista. Como sistema de unificación el mercantilismo estaba estrechamente vinculado al proceso de formación y de desarrollo de los Estados nacionales. En materia económica los Reyes Católicos hicieron una política unificadora protegiendo a la Mesta como organización ganadera estatal contra los intereses locales de los agricultores. De la misma forma, constituyeron el monopolio de Sevilla para el comercio colonial, contra los intereses de otros puertos, reforzando con ello la política de unidad económica y geográfica. Además, la unificación y codificación de las diferentes legislaciones referidas a la industria textil, conseguidas con la promulgación de las Ordenanzas de Sevilla de 1511, constituyó el primer paso hacia la unificación técnica y administrativa necesaria para gobernar con eficacia todo un imperio. En Francia esa tendencia unificadora se retrasó por tres razones: el espacio económico era considerable, estaba cortado por barreras aduaneras sometidas a jurisdicciones distintas y se carecía de unidad de procedimiento administrativo.

Sólo el estatismo nacionalista del siglo XVI, apoyado por la Corona y por la burguesía, modificó la situación y propició las tareas unificadoras. El estatismo mercantilista apareció especialmente en la legislación y la reglamentación industrial. Se reorganizaron los gremios dotándolos de reglamentos comunes para todos, se aumentó su número, se fijaron mediante edictos regulares los precios de los productos, los salarios y los métodos de fabricación, mientras funcionarios reales se encargaban de inspeccionar técnicamente el trabajo y las mercancías, aunque no siempre estas medidas fueron eficaces ni aceptadas. En Inglaterra, en cambio, el espacio económico era semejante al castellano y aventajaba al francés en cuanto a la inexistencia de barreras aduaneras interiores. Su geografía facilitaba las comunicaciones y evitaba los compartimentos estancos. Como sucediera en Francia, la Monarquía inglesa reglamentó a escala nacional el trabajo industrial, aunque su legislación sobre precios, salarios y calidad de las mercancías era más flexible. El mercantilismo era un sistema de poder. Durante los siglos XVI y XVII el poder político estuvo ligado en Occidente tanto a la expansión territorial y comercial como a la conquista de los metales preciosos. Los casos portugués y castellano son a ese respecto paradigmáticos. En Francia los monarcas trataron de conseguir una economía sólida con el apoyo de los hombres de negocios, al mismo tiempo que desde el Estado se tutelaba a la industria, especialmente a la relacionada con las necesidades primarias y básicas del Estado: manufacturas de pólvora, minas e industrias metalúrgicas, etc.

Así pues, se consideraba que el desarrollo industrial constituía un medio para reforzar el poder del Estado. La actitud con respecto a las relaciones que debían establecerse entre el comercio y el poder político era semejante. Eso es lo que Heckscher denomina sistema proteccionista. Cuando la balanza comercial de un Estado era favorable se retenía metal precioso en el interior de las fronteras nacionales, lo cual permitía su fortalecimiento económico y político. Para conseguir este objetivo era preciso proteger y estimular la industria nacional, importando las materias primas precisas, evitando la exportación de determinados productos y materias primas, estableciendo obstáculos aduaneros y trabas legales a la importación de productos manufacturados, eliminando en el interior toda competencia a los productos nacionales. Así pues, asociado al proceso de su fortalecimiento político, actuando como causa y efecto, los Estados de los siglos XVI y XVII practicaron este nacionalismo económico como sistema eficaz de protección de su soberanía. La consecuencia más inmediata fue la intervención directa de los Estados en la actividad económica, controlándola y organizándola gracias a una reglamentación multiforme, recurriendo al estimulo de la producción interior, a la creación de monopolios estatales, a la búsqueda de recursos, ya fuera mediante la colonización, ya fuera mediante la presión militar o política sobre otros Estados más débiles. Y todo ello, sin prescindir de las burguesías nacionales, pues en su participación y su adhesión a estas políticas estaba el germen del éxito de la balanza comercial y de la acumulación de metal precioso, como base del enriquecimiento nacional.

Sin embargo, no todos los Estados consiguieron resultados satisfactorios en sus políticas mercantilistas. En España existió durante el reinado de los Reyes Católicos y de Carlos I una política claramente proteccionista y reglamentista de la industria interior, tanto por lo que se refiere a las limitaciones impuestas a la importación de ciertos productos manufacturados (los tejidos de lana que habrían de someterse a los reglamentos de calidad de los gremios castellanos) como a la prohibición de algunas exportaciones (lino, cáñamo, seda virgen, hierro). La organización del tráfico colonial, por su parte, competía en régimen de monopolio, discriminaba a las empresas marítimas extranjeras e impedía la fuga de metal precioso. De manera semejante, en Francia las medidas políticas en materia económica estuvieron dirigidas durante todo el siglo XVI a proteger fundamentalmente la industria textil contra la competencia exterior y, con ello, impedir la salida de numerario. Tales eran las ideas por las que constantemente luchaban los Estados Generales cuando se reunían. Sin embargo, a pesar de que doctrinalmente el mercantilismo francés había alcanzado una notable madurez gracias a Bodin, a Montchrestien, a Laffemas o al duque de Sully, sería el ministro de Luis XIV, Colbert (1619-1683), quien lo concebiría y lo aplicaría de forma más sistemática y perfecta, hasta tal punto que sus medidas dieron lugar a la acuñación de un nuevo término asociado y confundido con el mercantilismo: colbertismo.

Sus elementos doctrinales no fueron nunca recogidos o publicados, pero eso tampoco niega la existencia de tal corriente en el seno de lo que denominamos mercantilismo francés en sentido amplio. El colbertismo presenta los siguientes rasgos: el punto de partida y el fin de toda política es el poder del rey (del Estado). Su atributo y signo de poderío es la abundancia de dinero. A su vez, el poderío nace de la riqueza y la riqueza procede del comercio. Desde estas dos ideas nace una tercera: no hay ni puede haber más que una masa constante de dinero en toda Europa, al mismo tiempo que el volumen del comercio lo es también, pues los pueblos continúan siendo iguales en número y consumo. De esta concepción estática del mercado, Colbert dedujo que la competencia entre las economías de las diferentes Monarquías tenía que ser agresiva. Sólo aquellos Estados que produjeran en cantidad y calidad prioritariamente para el autoconsumo y luego para la exportación, podrían sobrevivir en medio de la competencia general. El estimulo y la reglamentación de las manufacturas, la política aduanera proteccionista y el desarrollo de la marina y los puertos fueron los medios prioritarios que Colbert dispuso para hacer una Francia rica y hegemónica, aunque a la larga los frutos conseguidos fueron inferiores a los esfuerzos realizados. El modelo mercantilista inglés difiere del continental, al menos en su aplicación. Inglaterra no tuvo necesidad de practicar una política de tarifas protectoras, pues sus industrias textil y metalúrgica se adelantaron a las continentales.

Por lo que se refiere a la aportación doctrinal también se halla el pensamiento inglés en posición avanzada con respecto al Continente. Las ideas más acertadas acerca del capitalismo comercial fueron desarrolladas por Tomas Mun (1571-1641) en su obra "La riqueza de Inglaterra por el comercio exterior" (1630), en la cual se le asigna al comerciante un papel muy destacado en el seno de la comunidad económica, se señala la virtud del comercio exterior para enriquecer a un país, se disocian y se distinguen los conceptos de dinero y capital. Para Mun el capital se emplea con acierto en el comercio exterior cuando se logra una balanza comercial favorable. Y si ese es, a su juicio, el único medio para conseguir metales preciosos para Inglaterra, las importaciones deben restringirse, fomentándose, por el contrario, las exportaciones y reexportaciones. Justamente, si España perdió sus metales fue por causa, según Mun, de la incapacidad de los españoles para proveerse de mercancías extranjeras con sus mercancías nativas. Es por ello por lo que en su pensamiento el comercio tiene mayor importancia que la acumulación de metales preciosos por sí mismos.

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