Usos sociales y ordenamiento jurídico

Compartir


Datos principales


Desarrollo


Un matrimonio honorable, una esposa de alcurnia y una profesión respetable eran signos de distinción, pero no excluían la simultaneidad de otro tipo de relaciones irregulares que eran comunes entre los menos acomodados. A la hora de redactar su testamento muchos hombres y mujeres mencionaban a los hijos naturales procreados antes del matrimonio, a los ilegítimos, nacidos de una relación de concubinato, y a los expósitos recogidos o formalmente adoptados. Los varones, solteros o casados, podían incluir a los habidos con esclavas o sirvientas en contactos ocasionales. Era inevitable, por lo tanto, que en los hogares urbanos convivieran vástagos de distintos orígenes, lo que creaba conflictos frecuentes. Hubo casos en los que los herederos vendieron a sus medio-hermanos tras la muerte del padre, porque éste no había hecho pública la legitimación de los hijos nacidos fuera del matrimonio, a pesar de que unos y otros habían recibido el mismo trato y educación. En otras ocasiones, la legitimación se hacía sin dificultad tras la muerte del padre, porque todos reconocían esa igualdad de trato y admitían que no había habido matrimonio para no menoscabar su rango al casarse con una mujer de inferior calidad. Estas complicaciones familiares no eran excepcionales cuando una gran parte de los hogares acogían a grupos domésticos formados por hijos de sucesivos matrimonios, cónyuges casados en segundas o terceras nupcias y parientes o paisanos cuya situación difícilmente se podía identificar como servil o de parentesco.

Los hijos tenían distintas prerrogativas y responsabilidades según el lugar que ocupaban y el sexo. El varón primogénito o la hija mayor -si no existía varón- ocupaban un lugar preeminente. En cuanto a los bienes esa preeminencia estaba asegurada con la institución del mayorazgo: aseguraba al primogénito y a su descendencia una fortuna indivisible. Las mujeres también podían ser cabeza de mayorazgo e incluso llegó a establecerse un mayorazgo a favor de una mujer, con la disposición de que sería siempre heredado por las mujeres de la familia. El hermano mayor debía velar siempre por el sustento de su familia, administrar el patrimonio familiar, cuidar el buen nombre de la familia, el honor de sus hermanas, procurarles buenos matrimonios o buenas dotes para que pudieran ingresar en un convento o tenerlas bajo su custodia mientras permanecieran solteras. A pesar del papel del matrimonio como un medio de consolidar la situación social de la mujer, lo cierto es que la figura de la mujer "sola" o al frente de la unidad familiar no llegó a ser una excepción. Las mujeres que no llegaban a casarse podían vivir con sus padres como hijas de familia, acompañar a un hermano soltero o viudo, haciendo las veces de dueña o ama de llaves; ayudar a una hermana casada a criar a los hijos o entrar en el convento. Se veían obligadas a trabajar en las pocas ocupaciones reservadas para ellas. Podían ser comadronas, curanderas, bordadoras, patronas de huéspedes, aunque en ocasiones necesitaran la sombra protectora de un hombre.

A veces llegaban a reunir una cierta fortuna, que en cualquier caso no les servía para subir en la escala social, pero sí para vivir con mayor dignidad. La viuda fue un personaje corriente en esta sociedad. No era normal que llevara luto, ni vestía de negro. Disfrutaban de capacidad judicial completa y podían ser jefas de su hogar, pero les era negado ser miembro o liderar instituciones y oficinas públicas. Esta autoridad sobre la familia y los asuntos propios explica por qué gran cantidad de viudas tardaban tanto en casarse, si es que llegaban a hacerlo. Un porcentaje de mujeres de familias importante nunca se casó -tal vez un 15%-. Hay indicios de que las mujeres de la élite española se casaban con menor frecuencia que las de las clases sociales más bajas, identificadas como mestizas o indias. Tampoco era común que estas adultas solteras fueran presionadas por sus familias para seguir la vida religiosa. Era una realidad que la legislación otorgaba la autoridad familiar a los hombres y sometía a las mujeres a la obediencia. Ni siquiera las mujeres se atrevieron a rechazar el principio de la autoridad masculina, aunque en la práctica lo ignorasen; porque aunque el modelo tomaba exclusivamente en cuenta los grupos familiares en torno a un varón, fue demasiado frecuente jóvenes, maduras y ancianas tuviesen que mantenerse a sí mismas, vivir solas o acogerse a la caridad de un pariente. Si bien es cierto que el mundo colonial era un mundo dominado por los hombres, una gran cantidad de hogares estaban encabezados por mujeres.

Esto era aún más usual entre las familias de las castas. Generalmente estas mujeres se censaron como viudas o doncellas, nunca como solteras por la connotación peyorativa del término. En algunos casos estas familias polinucleares estaban constituidas por dos o más grupos de mujeres con sus respectivas hijas, que seguramente se brindaban apoyo y compartían el cuidado de los menores y los gastos de la casa. Gráfico Salvo casos especiales y bastantes raros de aristócratas o empresarias viudas, con amplios grupos familiares, las mujeres vivían en hogares pequeños y modestos, nunca registrados como casa grande, rara vez como casa propia y casi siempre identificados como cuartos, accesorios, y en el caso más favorable de viviendas. Tal situación se relaciona con la escasa retribución que recibían ellas por su trabajo, en contraste con los hombres. Los grupos familiares femeninos, aunque más pequeños en número, solían tener una estructura más compleja. Convivían hermanas, parientes, o personas sin lazos de consanguinidad, unidas en una misma vivienda por solidaridad o necesidad. Por lo común eran mujeres adultas o madres con sus hijos legítimos o naturales, junto con niños adoptados, internados, recogidos o recibidos como sirvientes. La actividad que desarrollaban era muy amplia pues firmaban contratos, formaron sociedades, rentaron tiendas y procuraron que los niños a su cargo aprendieran un oficio. Mientras entre las familias prominentes preocupaba el destino de la fortuna familiar y el lustre de los blasones, los vecinos menos afortunados de las ciudades enfrentaban el reto de sobrevivir en un medio que ofrecía pocas oportunidades de obtener un trabajo bien remunerado y un hogar confortable. La situación era doblemente difícil para las mujeres jefas de familia, que debían conseguir recursos para sustentar a las personas dependientes de ellas sin haber obtenido una preparación profesional que les permitiera alcanzar un salario suficiente. En el campo era absolutamente excepcional esta situación, ya que prácticamente no había madres solteras y las viudas y doncellas se acogían al amparo de parientes. En cambio en las ciudades los hogares encabezados por mujeres alcanzaban hasta 24% o 30% según los barrios y grupos sociales.

Obras relacionadas


Contenidos relacionados