Un libro sobre Yucatán
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Un libro sobre Yucatán De los abundantes escritos sobre las culturas autóctonas del Nuevo Mundo, continuadores en cierto modo de la Embajada a Tamerlán de Ruy González de Clavijo, o de la Crónica del descubrimiento y conquista de Guinea de Gomes Eanes de Azurara --y de tantos y tantos libros de viajes, relaciones y crónicas, que siguieron a su vez la profunda huella de un Estrabón o de un Herodoto--, debemos tratar ahora del manuscrito cuya influencia ha sido decisiva para la cristalización de la disciplina científica llamada mayística. El texto de la Relación de las cosas de Yucatán que se conserva en la biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid es sólo una copia incompleta, llevada al papel años después de que el franciscano Diego de Landa estimara conveniente componer un alegato ante la Corona y el Consejo de Indias con el fin de documentar sus argumentos en el proceso incoado a raíz de la lluvia de acusaciones sobre su proceder en las Indias. Según señala acertadamente Ángel Maria Garibay, experto nahuatlato y presentador de una de las más populares ediciones de la Relación, --que nos ha sido de mucha ayuda en la preparación de la actual (Editorial Porrúa, México, 12? ed., 1982)-- el término que distingue la obra de Landa suena equívoco. Este informe dedicado a los sucesos de Yucatán es descripción, narración y memoria, esboza la historia de la región, esgrime datos y pruebas dirigidos a quien debe oír para fallar, reúne noticias y hechos diversos.
Es un compendio de lo que algunos denominaban historia natural y moral, discurre con aires de asombrosa modernidad por los cauces del relato ordenado de los acontecimientos, de la etnología a la geografía, dibujando un panorama completo de lo que eran Yucatán y sus habitantes hacia 1560, poniendo énfasis en aquello que recordaban los mayas respecto a su pasado inmediato, las tradiciones aún vigentes, las prácticas y creencias prehispánicas que la Iglesia se esforzaba sin éxito en desarraigar. Las fuentes utilizadas por el fraile son los mismos indígenas, bien preguntados por las diferentes cuestiones de su cultura o requeridos para interpretar los viejos libros de corteza iluminados con figuras y jeroglíficos; dos de ellos son conocidos, Juan Nachi Cocom y Gaspar Antonio Chi (también mencionado a veces como Gaspar Antonio Xiu, con el apellido de su madre), cuyos nombres mayas evocan los linajes principales de la península. Chi, traductor a la lengua de los españoles, redactó por su parte otra Relación en 1582 por mandato de don Guillén de las Casas, gobernador y capitán general de Yucatán, que fue descubierta por France Scholes en el Archivo de Indias de Sevilla y cuyo breve contenido, complementa y corrobora el propio trabajo de Landa. El manuscrito que dormía ignorado en el caserón de la calle León, 21, de Madrid es una crónica de primera importancia. Fue hallado por el infatigable investigador abate Charles Etienne Brasseur de Bourbourg y publicado parcialmente en París en 1864.
Ya hemos dicho que se trata de una copia anónima de varias manos preparada con seguridad por el año 1616, es decir, medio siglo después de que Landa escribiera la versión original durante su estancia en España. Era costumbre entonces encargar tales duplicados de documentos valiosos, o de fragmentos de ellos, y, puesto que la Relación fue considerada en seguida trascendental para el conocimiento del antiguo Yucatán, cabe suponer que se hicieran otras reproducciones, algunas de las cuales fueron utilizadas probablemente por historiadores de la talla de Antonio Herrera y Tordesillas, Diego López Cogolludo y Antonio Vázquez de Espinosa. Hasta 1941, fecha en que vio la luz la monumental edición inglesa de Alfred Tozzer, el manuscrito había sido publicado con desigual fortuna en siete ocasiones, destacando la transcripción de Juan de Dios de la Rada y Delgado que apareció en Madrid en 1881, aneja al ensayo de León de Rosny sobre la escritura jeroglífica, y también la edición yucateca de 1938 preparada por el ilustre filólogo Alfredo Barrera Vázquez junto a José Rosado Escalante y Favila Ontiveros. Hoy contamos incluso con una versión rusa (Moscú-Leningrado, 1955) acompañada de interesantes notas y del estudio de Yuri V. Knorozov. Comienza el trabajo de Landa con un ligero esbozo geográfico, negando el pretendido carácter insular de la región y mencionando el aspecto del litoral y de la topografía interior. De inmediato, el autor aborda una cuestión que todavía no ha encontrado solución adecuada: el origen del nombre Yucatán y la diversidad de los que empleaban los nativos para hacer referencia a las zonas que habitaban.
Los mayas contestaron a las preguntas de los españoles diciendo que aquélla era u lu'umil kuts, la tierra de los pavos, kotoche, nuestra casa, peten, isla, comarca o provincia, pero en algún momento debieron citar la lengua hablada por todos, y así Yucatán, procedente tal vez de yuk (la generalidad) y t'an (el habla), quedó para siempre como denominación de la península. Pero tampoco el franciscano se detiene en estas controversias etimológicas, y pasa a relatar la llegada de los primeros castellanos, el célebre naufragio del navío de Valdivia en 1511 y el cautiverio de Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, y las expediciones de Francisco Hernández de Córdoba, Juan de Grijalva y Hernán Cortés, entre 1517 y 1519. A continuación se abre un capítulo sobre la historia de Yucatán desde el reinado de Kukulcán en Chichén Itzá, hasta la destrucción de Mayapán y la dispersión de los principales grupos étnicos. Siguen los episodios sobresalientes de la conquista y el establecimiento final de los colonos y los frailes, con los enfrentamientos iniciales entre unos y otros. Desde aquí, Diego de Landa redacta una curiosa etnografía, apenas sujeta al orden y convenciones que desearían los estudiosos actuales, pero que conjuga eficazmente la abundante información con el gusto por los detalles peregrinos y las costumbres insólitas. Véase una muestra: al autor le llama poderosamente la atención que sean los hombres quienes usen espejos, y no las mujeres, y añade con cierta socarronería que para llamarse cornudos decían que su mujer les había puesto el espejo en el cabello sobrante del colodrillo.
Desde la descripción de las camas de los yucatecos hasta la del calendario y las fiestas, pasando por las comidas, indumentaria, bailes, oficios, comercio, matrimonios, delitos, rituales, guerras y armamento, costumbres funerarias, encontramos en la Relación una verdadera enciclopedia de la cultura maya de época tardía. Landa utiliza preferentemente el tiempo pretérito, pero a menudo se ve obligado a recurrir al presente, porque en la segunda mitad del siglo XVI la gran mayoría de los hábitos objeto de sus pesquisas estaban vivos y llenos de significado; de hecho, se aprecia a veces en el estilo comedido y casi burocrático del texto una leve complacencia, sin duda la del que puede dar cumplida prueba de sus afirmaciones pues ha presenciado personalmente los sucesos que narra, aunque fuera para ponerles coto o procurar inducir a los indígenas a un cambio de conducta. De igual manera, el humor del fraile aflora en varios párrafos, como éste del capítulo en que exalta las buenas cualidades de las mujeres: Son celosas, y algunas tanto, que ponían las manos en quien tienen celos, y tan coléricas y enojadas aunque harto mansas, que algunas solían dar vuelta de pelo a los maridos con hacerlo ellos pocas veces. Más adelante indicaremos que las páginas finales de esta parte de la Relación son las que han servido a los mayistas para poner los cimientos de su ciencia. Ahí están las bases de la cronología prehispánica, y no se debe olvidar que en buena medida las fechas arqueológicas que se aplican al área cultural llamada Mesoamérica (que se extiende desde el norte de México hasta Honduras y El Salvador) arrancan de correlaciones con las inscritas en los monumentos del Mayab.
Landa expone meticulosamente el funcionamiento del calendario y la forma de computar el tiempo, con la profusión de detalles que merece un asunto que era trascendental en el pensamiento indígena. Dibuja los signos de los días y los meses, describe el ciclo de fiestas y ritos, reproduce una rueda de katunes con la que se pasaba del reducido marco del año ordinario al período de 93.600 días, y, por último, para gozo y tormento de los estudiosos, ofrece una breve reseña del sistema de escritura con el supuesto alfabeto de los jeroglíficos. Esa mirada de soslayo a la antigua escritura podía haber constituido la clave del desciframiento de unos símbolos gráficos que se resisten todavía a entregar su secreto, y por ello varios autores compararon la información de Landa con la piedra de Rosetta, que ayudó a Champollion a coronar su trabajo con los jeroglíficos egipcios, pero nuestro fraile fue en este punto excesivamente parco, y aunque los datos que aporta son de inmensa importancia, no han servido para resolver totalmente el grave problema. Termina la Relación con un ensayo de historia natural que comprende la producción de la tierra, la fauna y la flora. Lo más interesante quizá son las observaciones sobre el aprovechamiento de los minerales, los animales y las plantas, pues permiten tener una idea aproximada del volumen y características de la explotación tradicional de los recursos del país, si bien no faltan deliciosos comentarios sobre el extraño aspecto o la peligrosidad de ciertas criaturas; ingenuo nos parece hoy que a los fieros lagartos de Yucatán se les tilde de dragones, subrayando además que engendran como los animales, o que se culpe a una especie de pájaros gritadores de que no dejen ir secretamente a las gentes por los caminos, pero en el siglo XVI, según advertimos al iniciar esta introducción, los hombres todavía poseían la maravillosa virtud del asombro y, favorecidos por las circunstancias, su voluntad era dejarse sorprender cuantas veces fuera necesario.
Esta edición de la famosa obra de Diego de Landa pretende seguir fielmente el manuscrito custodiado en la Real Academia. Aun arrostrando los inconvenientes de una nueva versión, cuando tantas de calidad existen en el mercado bibliográfico, hemos preferido volver al texto original, arreglado desde luego al gusto y comprensión de los lectores modernos, y aceptar el riesgo de posibles tropiezos o desaciertos. La división arbitraria del relato, provechosa para una cómoda lectura, no constituye menoscabo del estilo de la época; los epígrafes que hemos introducido no alteran la continuidad y ofrecen empero, al agrupar la información, mayores facilidades para la consulta. Las notas son cuestión más espinosa; Alfred M. Tozzer publicó en 1941, bajo los auspicios del Museo Peabody de la Universidad de Harvard, una traducción inglesa de la Relación acompañada por 1.154 notas, apéndices e índices de gran valor, fuente todavía hoy de innumerables datos que los especialistas siguen manejando. No es factible en esta ocasión abordar un estudio de tan colosales dimensiones, que debería dirigirse a un corto público de iniciados; conscientes, no obstante, de que en las últimas cuatro décadas la mayística ha avanzado con pasos de gigante, rebasando por tanto muchos de los comentarios de Tozzer, un camino prudente y útil es a nuestro entender, incluir ahora algunas notas que reflejen precisamente tales cambios, o sea, los conocimientos actuales sobre los temas básicos que ocuparon la atención del fraile español. Puede apreciarse en seguida que las apostillas inciden en los consabidos problemas de la historia antigua de la región, en los de organización social y política, religión y cronología. Ojalá que mediante esas notas el lector barrunte la situación de nuestros saberes contemporáneos acerca de la civilización maya y, lo que es más importante, encuentre un acicate complementario para profundizar en el conocimiento de las extraordinarias manifestaciones culturales que florecieron hace siglos en las junglas centroamericanas.
Es un compendio de lo que algunos denominaban historia natural y moral, discurre con aires de asombrosa modernidad por los cauces del relato ordenado de los acontecimientos, de la etnología a la geografía, dibujando un panorama completo de lo que eran Yucatán y sus habitantes hacia 1560, poniendo énfasis en aquello que recordaban los mayas respecto a su pasado inmediato, las tradiciones aún vigentes, las prácticas y creencias prehispánicas que la Iglesia se esforzaba sin éxito en desarraigar. Las fuentes utilizadas por el fraile son los mismos indígenas, bien preguntados por las diferentes cuestiones de su cultura o requeridos para interpretar los viejos libros de corteza iluminados con figuras y jeroglíficos; dos de ellos son conocidos, Juan Nachi Cocom y Gaspar Antonio Chi (también mencionado a veces como Gaspar Antonio Xiu, con el apellido de su madre), cuyos nombres mayas evocan los linajes principales de la península. Chi, traductor a la lengua de los españoles, redactó por su parte otra Relación en 1582 por mandato de don Guillén de las Casas, gobernador y capitán general de Yucatán, que fue descubierta por France Scholes en el Archivo de Indias de Sevilla y cuyo breve contenido, complementa y corrobora el propio trabajo de Landa. El manuscrito que dormía ignorado en el caserón de la calle León, 21, de Madrid es una crónica de primera importancia. Fue hallado por el infatigable investigador abate Charles Etienne Brasseur de Bourbourg y publicado parcialmente en París en 1864.
Ya hemos dicho que se trata de una copia anónima de varias manos preparada con seguridad por el año 1616, es decir, medio siglo después de que Landa escribiera la versión original durante su estancia en España. Era costumbre entonces encargar tales duplicados de documentos valiosos, o de fragmentos de ellos, y, puesto que la Relación fue considerada en seguida trascendental para el conocimiento del antiguo Yucatán, cabe suponer que se hicieran otras reproducciones, algunas de las cuales fueron utilizadas probablemente por historiadores de la talla de Antonio Herrera y Tordesillas, Diego López Cogolludo y Antonio Vázquez de Espinosa. Hasta 1941, fecha en que vio la luz la monumental edición inglesa de Alfred Tozzer, el manuscrito había sido publicado con desigual fortuna en siete ocasiones, destacando la transcripción de Juan de Dios de la Rada y Delgado que apareció en Madrid en 1881, aneja al ensayo de León de Rosny sobre la escritura jeroglífica, y también la edición yucateca de 1938 preparada por el ilustre filólogo Alfredo Barrera Vázquez junto a José Rosado Escalante y Favila Ontiveros. Hoy contamos incluso con una versión rusa (Moscú-Leningrado, 1955) acompañada de interesantes notas y del estudio de Yuri V. Knorozov. Comienza el trabajo de Landa con un ligero esbozo geográfico, negando el pretendido carácter insular de la región y mencionando el aspecto del litoral y de la topografía interior. De inmediato, el autor aborda una cuestión que todavía no ha encontrado solución adecuada: el origen del nombre Yucatán y la diversidad de los que empleaban los nativos para hacer referencia a las zonas que habitaban.
Los mayas contestaron a las preguntas de los españoles diciendo que aquélla era u lu'umil kuts, la tierra de los pavos, kotoche, nuestra casa, peten, isla, comarca o provincia, pero en algún momento debieron citar la lengua hablada por todos, y así Yucatán, procedente tal vez de yuk (la generalidad) y t'an (el habla), quedó para siempre como denominación de la península. Pero tampoco el franciscano se detiene en estas controversias etimológicas, y pasa a relatar la llegada de los primeros castellanos, el célebre naufragio del navío de Valdivia en 1511 y el cautiverio de Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, y las expediciones de Francisco Hernández de Córdoba, Juan de Grijalva y Hernán Cortés, entre 1517 y 1519. A continuación se abre un capítulo sobre la historia de Yucatán desde el reinado de Kukulcán en Chichén Itzá, hasta la destrucción de Mayapán y la dispersión de los principales grupos étnicos. Siguen los episodios sobresalientes de la conquista y el establecimiento final de los colonos y los frailes, con los enfrentamientos iniciales entre unos y otros. Desde aquí, Diego de Landa redacta una curiosa etnografía, apenas sujeta al orden y convenciones que desearían los estudiosos actuales, pero que conjuga eficazmente la abundante información con el gusto por los detalles peregrinos y las costumbres insólitas. Véase una muestra: al autor le llama poderosamente la atención que sean los hombres quienes usen espejos, y no las mujeres, y añade con cierta socarronería que para llamarse cornudos decían que su mujer les había puesto el espejo en el cabello sobrante del colodrillo.
Desde la descripción de las camas de los yucatecos hasta la del calendario y las fiestas, pasando por las comidas, indumentaria, bailes, oficios, comercio, matrimonios, delitos, rituales, guerras y armamento, costumbres funerarias, encontramos en la Relación una verdadera enciclopedia de la cultura maya de época tardía. Landa utiliza preferentemente el tiempo pretérito, pero a menudo se ve obligado a recurrir al presente, porque en la segunda mitad del siglo XVI la gran mayoría de los hábitos objeto de sus pesquisas estaban vivos y llenos de significado; de hecho, se aprecia a veces en el estilo comedido y casi burocrático del texto una leve complacencia, sin duda la del que puede dar cumplida prueba de sus afirmaciones pues ha presenciado personalmente los sucesos que narra, aunque fuera para ponerles coto o procurar inducir a los indígenas a un cambio de conducta. De igual manera, el humor del fraile aflora en varios párrafos, como éste del capítulo en que exalta las buenas cualidades de las mujeres: Son celosas, y algunas tanto, que ponían las manos en quien tienen celos, y tan coléricas y enojadas aunque harto mansas, que algunas solían dar vuelta de pelo a los maridos con hacerlo ellos pocas veces. Más adelante indicaremos que las páginas finales de esta parte de la Relación son las que han servido a los mayistas para poner los cimientos de su ciencia. Ahí están las bases de la cronología prehispánica, y no se debe olvidar que en buena medida las fechas arqueológicas que se aplican al área cultural llamada Mesoamérica (que se extiende desde el norte de México hasta Honduras y El Salvador) arrancan de correlaciones con las inscritas en los monumentos del Mayab.
Landa expone meticulosamente el funcionamiento del calendario y la forma de computar el tiempo, con la profusión de detalles que merece un asunto que era trascendental en el pensamiento indígena. Dibuja los signos de los días y los meses, describe el ciclo de fiestas y ritos, reproduce una rueda de katunes con la que se pasaba del reducido marco del año ordinario al período de 93.600 días, y, por último, para gozo y tormento de los estudiosos, ofrece una breve reseña del sistema de escritura con el supuesto alfabeto de los jeroglíficos. Esa mirada de soslayo a la antigua escritura podía haber constituido la clave del desciframiento de unos símbolos gráficos que se resisten todavía a entregar su secreto, y por ello varios autores compararon la información de Landa con la piedra de Rosetta, que ayudó a Champollion a coronar su trabajo con los jeroglíficos egipcios, pero nuestro fraile fue en este punto excesivamente parco, y aunque los datos que aporta son de inmensa importancia, no han servido para resolver totalmente el grave problema. Termina la Relación con un ensayo de historia natural que comprende la producción de la tierra, la fauna y la flora. Lo más interesante quizá son las observaciones sobre el aprovechamiento de los minerales, los animales y las plantas, pues permiten tener una idea aproximada del volumen y características de la explotación tradicional de los recursos del país, si bien no faltan deliciosos comentarios sobre el extraño aspecto o la peligrosidad de ciertas criaturas; ingenuo nos parece hoy que a los fieros lagartos de Yucatán se les tilde de dragones, subrayando además que engendran como los animales, o que se culpe a una especie de pájaros gritadores de que no dejen ir secretamente a las gentes por los caminos, pero en el siglo XVI, según advertimos al iniciar esta introducción, los hombres todavía poseían la maravillosa virtud del asombro y, favorecidos por las circunstancias, su voluntad era dejarse sorprender cuantas veces fuera necesario.
Esta edición de la famosa obra de Diego de Landa pretende seguir fielmente el manuscrito custodiado en la Real Academia. Aun arrostrando los inconvenientes de una nueva versión, cuando tantas de calidad existen en el mercado bibliográfico, hemos preferido volver al texto original, arreglado desde luego al gusto y comprensión de los lectores modernos, y aceptar el riesgo de posibles tropiezos o desaciertos. La división arbitraria del relato, provechosa para una cómoda lectura, no constituye menoscabo del estilo de la época; los epígrafes que hemos introducido no alteran la continuidad y ofrecen empero, al agrupar la información, mayores facilidades para la consulta. Las notas son cuestión más espinosa; Alfred M. Tozzer publicó en 1941, bajo los auspicios del Museo Peabody de la Universidad de Harvard, una traducción inglesa de la Relación acompañada por 1.154 notas, apéndices e índices de gran valor, fuente todavía hoy de innumerables datos que los especialistas siguen manejando. No es factible en esta ocasión abordar un estudio de tan colosales dimensiones, que debería dirigirse a un corto público de iniciados; conscientes, no obstante, de que en las últimas cuatro décadas la mayística ha avanzado con pasos de gigante, rebasando por tanto muchos de los comentarios de Tozzer, un camino prudente y útil es a nuestro entender, incluir ahora algunas notas que reflejen precisamente tales cambios, o sea, los conocimientos actuales sobre los temas básicos que ocuparon la atención del fraile español. Puede apreciarse en seguida que las apostillas inciden en los consabidos problemas de la historia antigua de la región, en los de organización social y política, religión y cronología. Ojalá que mediante esas notas el lector barrunte la situación de nuestros saberes contemporáneos acerca de la civilización maya y, lo que es más importante, encuentre un acicate complementario para profundizar en el conocimiento de las extraordinarias manifestaciones culturales que florecieron hace siglos en las junglas centroamericanas.