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Desarrollo


La evolución de la población japonesa en el siglo XVIII ha podido ser conocida con notable fiabilidad gracias a que el primer censo estadístico del período Tokugawa data de 1721. Si ningún historiador pone en duda el notable crecimiento de población durante la centuria precedente, respecto al comportamiento demográfico del siglo XVIII se oponen distintas versiones que enfrentan a quienes sostienen la existencia de crisis malthusianas con los que hablan de un modesto crecimiento. Para la historiografía clásica se produce un claro retroceso, mientras Hamley y Yamamura, estudiando la evolución de la población en las circunscripciones japonesas o kuni, en el período 1721-1872, prefieren hablar de crecimiento moderado al menos en las dos primeras décadas del siglo, atenuado después por la existencia de crisis agrarias de cíclica periodicidad, en 1726, 1732-1733, 1756 y 1786. Destaca, asimismo, la tendencia a la urbanización, indicativa del alto grado de evolución de la sociedad Tokugawa. Cerca de un 10 por 100 de la población japonesa vivía en las ciudades, algunas de las cuales, como Osaka, habían alcanzado a mediados del siglo XVIII la cifra de 400.000 habitantes, mientras Edo sobrepasaba en la misma fecha el millón de habitantes, por delante, pues, de las principales ciudades europeas. Todas las tendencias apuntan a una importante similitud entre las tendencias de la población japonesa y las de la Europa preindustrial; es decir, altas tasas de natalidad y, salvo excepciones, unas tasas de mortalidad ligeramente inferiores, lo que explica un saldo vegetativo para el siglo XVIII caracterizado por un muy lento crecimiento de la población, que, al finalizar la centuria, alcanza la cifra de los 30 millones de habitantes.

Orden natural, jerarquía y fundamentos legales eran las bases de una división de la sociedad en estamentos. La sociedad Tokugawa se ordenaba en sectores del siguiente modo: samurais (shi), campesinos (no), artesanos (ko) y comerciantes (sho), y por debajo de ellos los parias (eta) y los no personas (hinin). Cada grupo tenía sus códigos de conducta escritos o consuetudinarios. Los campesinos, sin embargo, no estaban sometidos a ningún reglamento oficial, aunque las instrucciones de Keian, de 1649, recogían la mayoría de las prescripciones fundamentales del sistema organizativo de la aldea en los diferentes territorios, y el estilo de vida de sus habitantes. El resultado de estas sistematizaciones fue un inmovilismo casi absoluto, porque las prerrogativas y obligaciones existentes eran consideradas inalterables y hereditarias. Jefes activos de la sociedad, los samurais componían la aristocracia guerrera, con obligaciones militares y administrativas. Constituían el 7 por 100 del total de la población, y a ellos pertenecían todos los guerreros, desde el shogun al soldado de infantería. Habitaban en Edo o en las capitales de los daimios y, con el restablecimiento de la paz, aquellos que no participaban en la administración se dedicaban al ocio. De entre sus privilegios destacaban los de ostentar un apellido, llevar dos espadas, ser tratados con respeto en todo momento por los miembros de los niveles inferiores y disfrutar de prerrogativas suntuarias.

No obstante, las dificultades económicas de finales del siglo determinaron el fenómeno del interclasismo entre los samurais y los comerciantes enriquecidos o chonin. Con carácter excepcional, algunos campesinos y comerciantes ricos alcanzaban ciertos privilegios vitalicios, pero no hereditarios. Lentamente iban formando un nuevo grupo de burgueses capitalistas y, al igual que en Europa, se esforzaban por integrarse en los estratos sociales superiores, comprando tierras nobles y títulos de samurais. Aunque ocupaban el segundo puesto de la pirámide social, los campesinos eran tratados con paternalismo y gran severidad. Conformaban el grupo más numeroso de la población, en torno al 85 por 100 del total y las divisiones internas se basaban en el grado de riqueza. Legalmente no estaban sometidos a servidumbre y el daimio sólo tenia el derecho de veto en la elección de los cargos locales. Sin embargo, se les exigía vinculación a las tierras, gran laboriosidad y vida frugal; se obligaban a satisfacer al señor aproximadamente el 50 por 100 de las rentas de la producción y a estos elevados gravámenes, pagados en dinero o especie, se unían las corveas en carreteras, diques, tierras señoriales o ciudades-castillo. Sólo un minúsculo grupo, los jinushi, consiguió enriquecerse, dando lugar a una incipiente burguesía rural, que tiende a concentrar las tierras en sus manos. Nadie más que los terratenientes disfrutaban del privilegio de participar en el gobierno, compartir las tierras comunales y aprovechar los derechos de agua, e incluso en ocasiones tenían acceso a una buena educación que les elevaba de categoría ante sus convecinos.

En teoría tampoco eran dueños de la tierra, que pertenecía al emperador, sino que gozaban del derecho de cultivo con carácter irrevocable, hereditario y permutable. Considerados por debajo de los campesinos, los artesanos gozaban de cierto respeto, en especial si las habilidades artesanas eran demandadas por el estamento militar. Así, el shogun y los grandes daimios trataban de diferente manera a los armeros en general y a los fabricantes de sables en particular. También gozaban de gran consideración aquellos talleres dedicados a la producción de artículos suntuarios. Peor calificación tenían los artesanos no cualificados que trabajaban en las aldeas o ciudades-castillo por un escaso salario, pero que contaban con la ventaja de disponer de un mercado más seguro. Los más miserables se contrataban como jornaleros y vivían en la pobreza, aunque no solían padecer desempleo. Todas las especialidades de trabajo existentes tenían su propia corporación y aplicaban un sistema de aprendizaje estricto y eficaz basado en la inmutabilidad de las reglas de fabricación. Muy ligados a los artesanos por el ambiente urbano en que se desenvolvían, los comerciantes eran considerados como el escalón más bajo de la sociedad. Pero con el desarrollo económico del período Tokugawa numerosos mercaderes incrementaron su prestigio y su fortuna hasta el punto de que en el siglo XVIII lucharon por abolir las barreras inmovilistas. No contaban con un código especial de conducta, aunque por estar situados en la base de la pirámide social tenían delimitadas sus funciones por exclusión.

Gozaron de un trato especial en las ciudades-castillo de los daimios, pues monopolizaban el mercado urbano y abastecían de todo lo necesario a sus habitantes. Junto a los artesanos formaron el grupo denominado chonin, con unos rasgos de identidad contrapuestos a la cultura aristocrática de los samurais. Vetados para cualquier actividad política y limitados al comercio interno del Japón, los chonin se transformaron en la clase más dinámica y dinamizadora del Japón. Gracias a su papel de capitalistas, financieros y prestamistas, así como de redistribuidores de la producción agrícola, se convirtieron en los dueños de la economía japonesa. La organización social establecida por los Tokugawa excluía de las categorías oficiales a toda la población flotante de trabajadores manuales, braceros, terraceros o portadores, que componía el estrato más bajo de aldeas y ciudades y estaba condenada a la miseria, por sus bajos ingresos y las calamidades naturales sobrevenidas.

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