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Datos principales
Desarrollo
SESION QUINTA Trátase de las extorsiones que padecen los indios por medio de los curas, con distinción de las que cometen con ellos los eclesiásticos seculares y los regulares, y el extravío de su conducta, de donde redunda la tibieza con que los indios guardan la religión, y el que la miren con indiferencia trátase del estado de las iglesias 1. Parece que, a vista de lo que se ha dicho en la sesión pasada, no caben más crueldades en el juicio humano que las que los corregidores practican con los indios, o que sus fuerzas, cansadas con el grave peso de aquellas tiránicas imposiciones, deben, rendidas, abatirse antes que soportar el acrecentamiento de la carga. Mas, como se halla fortaleza en su naturaleza y disposición en la humildad y sencillez de sus genios para resistir y para obedecer, no se cansa la codicia, ni se satisface la falta de consideración, de combatirlos por todas partes, de suerte que, aun por donde habían de experimentar el alivio, por donde habían de recibir el consuelo y donde habían de hallar acogida sus miserias, se les acrecienta el trabajo, se les aumenta la congoja y son conducidos a la infelicidad. 2. Esto experimentan los indios con sus curas, que debiendo ser sus padres espirituales y sus defensores contra las sinrazones de los corregidores, puestos de conformidad con éstos, se emulan a sacar el usufructo en competencia, a costa de la sangre y del sudor de tan mísera y desdichada gente, a quien faltando el pan para sustentarse sobran riquezas para engrandecer a otros.
Este fue el fin de aquel cura de quien se hizo mención en la sesión pasada, para concurrir con su apoyo a hacer persuasible el supuesto y falso cúmulo de delitos que fraguó la intención depravada del corregidor contra los caciques y principales de aquellos pueblos para lograr por su parte el ingreso que antes no podía sacar de los indios. Y éstas son las razones que tienen todos los curas para no contradecir a los corregidores en sus depravados establecimientos y en tan injustas imposiciones. 3. Los curatos del Perú son en dos maneras: unos, administrados por clérigos, y otros, por religiosos regulares. De cada una de estas especies será preciso que tratemos en particular para mejor inteligencia de lo que pasa en ellos. 4. Los curatos de clérigos se proveen por oposición, y una de las circunstancias que ha de concurrir en los opositores es el ser hábiles en la lengua del inca (que es como allí denominan la común de los indios), y para ello han de ser examinados en ella. Concluidas las oposiciones pertenecientes a todos los curatos que a la sazón se hallan vacantes, cuyos actos se tienen en los palacios arzobispales u obispales, con la asistencia de las dignidades de la Iglesia que vienen a ser los jueces de ellas, se vota para la elección, y, según la pluralidad de los dictámenes en los sujetos que se han señalado más, forma nóminas el obispo, nombrando tres para cada curato, que, presentados al virrey o al presidente como vicepatronos, elige de ellos el que le parece, y se le dan los despachos correspondientes.
5. Estos curas, recibidos ya en sus iglesias, por lo general aplican todo su conato en hacer caudal, y para ello tienen varios establecimientos con los cuales atraen lo poco que les queda a los indios y ha podido escapar de la mano de los corregidores. Uno de sus arbitrios consiste en las hermandades, y son tantas las que forman en cada pueblo que los altares están llenos de santos por todas partes, y cada uno tiene la correspondiente hermandad; pero para que los indios no se abstraigan del trabajo se transfiere a los domingos la celebridad de aquellos santos que caen entre semana. 6. Llega el domingo en que se hace la festividad de un santo, y entre los mayordomos han de haber juntado, y llevarle al cura, la limosna de la misa cantada, que son cuatro pesos y medio; otros tantos por el sermón, que se reduce a decirles dos palabras en alabanza del santo, sin más trabajo ni estudio que como les vienen a la idea, en la misma lengua, y después pagan un tanto por el incienso, cera y procesión; pero a esto, que debe ser en dinero físico, se agrega después el camarico, que se reduce a un regalo de dos, tres o más docenas de gallinas, otras tantas de pollos, cuyes, huevos, carneros y algún cerdo si lo tienen. Con que, en llegando este día, arrastra el cura con todo lo que el indio ha podido juntar en el discurso del año, y con las aves y demás ganado que entre su mujer e hijos han criado en sus chozas a costa de quitarse el propio sustento, y de reducirse a hierbas campestres y a las semillas que recogen de las pequeñas chacaritas que cultivan; aquel que no lo tiene de suyo lo ha de comprar precisamente, y si le falta uno y otro se ha de empeñar o alquilarse por el tiempo necesario para llevarlo con prontitud.
Así que el sermón se ha terminado, lee el cura en un papel, donde los lleva sentados, los nombres de los que han de ser mayordomos y fiscales de aquella fiesta para el año siguiente, y el que no lo acepta con voluntad lo admite a fuerza de azotes. Y en llegando su día no hay excusa que le liberte de aprontar el dinero, porque hasta que está junto y entregado al cura no se dice la misa, y espera aquél hasta las tres o las cuatro de la tarde, si es menester, para que se junte, como experimentamos en algunas ocasiones. 7. Del cuidado de los curas en que no falten las festividades de Iglesia resultan unas consecuencias tan nocivas como las que se experimentan con frecuencia, porque a la función de Iglesia se sigue la que tienen los mayordomos y fiscales, con la concurrencia de todos los indios que han asistido a la festividad, y reduciéndose a sus comunes festejos, que son los de desreglarse en la bebida de la chicha, no sólo se acaban de destruir consumiendo en ella la corta cantidad de maravedís que tienen para alimentarse, sino que, privados del sentido, se junten padre con hijas, hermanos con hermanas, y por este tenor todos entre sí, sin respeto de parentesco ni atención a proximidad. Los curas, que por el interés que reciben en estas fiestas no pueden reprenderles el desorden, porque ellos mismos les solicitan la ocasión, es preciso que lo disimulen y que, no ignorándolo, se hagan los desentendidos. Con que, a vista de esto, podrá reflexionarse si a una conducta tan extraviada en los que debían contenerlos y evitarles todos los motivos de desorden, debe corresponder más religión o cristiandad que la superficial, y aún peor ejecutada por la que se nota en los indios, pues si bien se examina se hallará que, aunque aquellas gentes estén reducidas, es tan poco el progreso en la religión que será difícil discernir la diferencia que hay de cuando se conquistaron al tiempo presente.
8. Además de las fiestas de hermandad, que no hay domingo ni día de precepto en que deje de celebrarse alguna, tienen el mes de finados. Y está establecido que todos los indios hayan de llevar ofrendas a la iglesia, las cuales se reducen a las mismas especies que las de los camaricos, y puestas sobre los sepulcros va diciendo el cura un responso sobre cada una, y sus criados recogiendo las ofrendas. Esto dura todo el mes de noviembre, y para que no falte día los reparte el cura entre las haciendas y pueblos anexos del curato; los indios de cada una concurren en el que les pertenece, y fuera de las ofrendas han de pagar la limosna de la misa. Se hace digno de reparo lo que sucede en cuanto al vino, porque siendo costumbre ponerlo con lo demás que ofrecen, y siendo escaso en aquellas provincias retiradas, sólo el arbitrio pudiera suplir su falta; para esto hace poner el cura un poco del mismo que tiene para celebrar, dentro de una o dos botellas, y según la cantidad se lo alquila por dos o tres reales a la primera india que le espera con su ofrenda para que diga el responso; concluye en aquélla, y pasa la botella a la que sigue, pagando otro tanto por el alquiler, y de este modo da la vuelta a toda la iglesia y sirve la botella todo el tiempo que duran los finados. 9. Para que más sólidamente se conozca al exceso que esto llega y la crecida utilidad que sacan los curas de estas fiestas de hermandad y del mes de finados, nos parece conveniente citar aquí lo que un cura de la provincia de Quito nos dijo transitando por su curato.
Y fue que entre fiestas y finados recogía todos los años más de 200 carneros, 600 gallinas y pollos, de tres a cuatro mil cuyes y de 40.000 a 50.000 huevos, cuya memoria se conserva como se escribió en los originales de los diarios; siendo de suponer que el curato no era de los más aventajados, hágase, pues, sobre este principio el cómputo de lo que recogía en plata. Y supuesto que todo sale de una gente que no tiene más patrimonio que su trabajo personal y tantas obenciones sobre sí, se habrá de concluir que solamente teniéndolos continuamente atareados a ellos y a sus familias y desposeyéndolos de lo que les había de quedar para su sustento, se pueden exigir semejantes contribuciones. 10. Todos los días de domingo, que por obligación se les ha de decir la doctrina antes de la misa, ha de llevar cada india un huevo para el cura, en cuya forma está mandado por ordenanza, o en su lugar otra cosa equivalente; pero además de esto, que es a lo que se extien-de la obligación, precisan los curas a los indios a que les lleven un haz de leña cada uno, y los cholitos y cholas, que son los indios muchachos, asistiendo a la doctrina, todas las tardes han de llevar un haz de hierba proporcionado a sus endebles fuerzas para que se mantengan con ella las cabalgaduras y demás ganado que tienen los curas. Con estos arbitrios no necesitan gastar en nada, y al paso que están mantenidos por los indios se enriquecen a sus expensas, porque todo lo que juntan lo envían a vender a las ciudades, villas y asientos inmediatos y lo convierten en dinero.
De este modo pueden levantar tanto la renta del curato que, reduciéndose su sínodo cuando más a 700 u 800 pesos, les reditúa 5.000 y 6.000 cada año, y algunos hay que exceden considerablemente a esta cantidad. 11. Todo lo antecedente es nada comparado con lo que sucede en los curatos administrados por los regulares, porque en éstos parece que subió de punto el interés para estrechar a los pobres indios, naciendo esto de que los curas, no siendo perpetuos, tiran a sacar, en el tiempo que les corresponde, todo lo que pueda dar de sí el curato, sin atender más que a quedar con caudal después de fenecido su tiempo. 12. En este particular de la mutación de los curas regulares se siguen en el Perú dos métodos: el uno se practica en la provincia de Quito, y es el de mudar los curas y proveer de nuevo, en los mismos y en otros sujetos, en cada capítulo, y el otro, que se observa en todo lo restante del Perú, es el de conservarlos todo el tiempo que ellos quisieren permanecer, a menos que, sobreviniendo algún poderoso motivo, se haga preciso quitar un sujeto y poner otro, lo cual queda a discreción de los provinciales de cada religión. En ellos no hay oposición, sino sólo la circunstancia de formarse nóminas con tres sujetos para que elija el vicepatrono, al modo que lo hace con los seculares. De cualquiera de los dos modos, siempre es preciso que el cura que ha de entrar, o el que ha de permanecer, contribuya al provincial lo estipulado por cada curato, pero si se presenta otro que dé más, en tal caso es menester que adelante la cantidad el que esta-ba, porque de no ser así se provee en el competidor.
Lo que se da por cada curato son sumas tan crecidas que se hacen increíbles, y así bastará decir por ahora que esto se regula por el usufructo que se puede sacar por él. Esta contribución redunda en perjuicio de los indios directamente, porque además de lo que el cura pretende sacar para sí es preciso saque la suma que ha de dar al provincial, y como esto se repite en cada capítulo, nace de aquí el que vivan con más pensión los indios pertenecientes a curas regulares que los que lo son de seculares. 13. Los medios que buscan aquellos para enriquecerse, y que se van a referir, podrán excandecer los oídos y hacer titubear el concepto negándoles la credulidad, por lo que nos es preciso advertir que en lo que se dijere no se añade nada ni se pondera, y que lo que hu-biéramos visto se notará, como asimismo lo que supiéramos de informes, pues estamos persuadidos a que, habiéndosenos dispensado el honor y confianza de que se hagan estas relaciones privadas del estado de aquellos reinos para la mejor inteligencia de los ministros, ni nos fuera lícito ni justo omitir en ningún asunto. 14. Ellos los curas regulares hacen la siembra, deshierban y cosechan sin más costa en ello que mandarlo, pues los días de precepto se trabaja en su chácara, y para ello ha de asistir el un indio con los bueyes, y el que no, con su persona. Así, los días que Dios manda que se dediquen enteramente para su culto y adoración, y para que descansen todos del trabajo de la semana, dispensa el cura este precepto tan recomendable, porque es en beneficio suyo o en utilidad de una manceba.
Pero porque estas cosas repugnan a toda razón, nos parece conveniente citar un caso experimentado por uno de nosotros, el cual será bastante para que después no se extrañe lo demás. 15. Es costumbre en todos los curatos repartir los días de cuaresma entre las haciendas que pertenecen al curato, para que vayan enviando sus indios a que se confiesen, a fin de que lo puedan estar todos, o la mayor parte, para el tiempo que manda la Iglesia. Hallábase uno de nosotros, en el año de 1744, en la hacienda de Colimbuela, inmediata a un páramo donde teníamos que hacer observaciones, en la provincia de Quito, y no lejos de un curato a quien pertenecía la jurisdicción eclesiástica de ella. Con este motivo, pasando a aquel pueblo a oír misa en un día de fiesta, concurrieron parte de los indios pertenecientes a la misma hacienda para confesarse, que para ello habían ido desde bien temprano, pero en lugar de suministrarles el cura este sacramento, los tenía ejercitados: a las indias, en los corredores o galerías del patio donde vivía, hilando las tareas de lana y algodón que les había dado, y a los indios, arando y haciendo siembra en su cosecha, de suerte que en la iglesia no había ninguno confesándose, y para aprovechar el tiempo se les había dicho una misa temprano. El administrador de la hacienda, que se hallaba allí, no excusó informar que, después que concluían las tareas, se volvían a sus casas, pero que el modo que tenían para confesarlos no lo sabía, y aseguró que aquello se practicaba generalmente con los indios de las demás haciendas, y que todo lo que duraba la cuaresma y cosa de mes y medio después, gozaba el cura la misma conveniencia, porque para todo este tiempo tenía indios a su disposición.
16. Lo más escandaloso fue que el coro de la iglesia estaba ocupado con los telares, y aunque empezó a decirse la misa, no por eso dejaron de trabajar en ellos, y su ruido causaba la irreverencia que se puede considerar. Después que se acabó la misa y que salió la gente cerraron la iglesia y quedaron los indios en ella, como se practica en los obrajes, lo que no podía disimularse, porque el ruido de los telares se dejaba sentir desde afuera. 17. Al tenor de la conducta con que los tratan mientras viven es la impiedad que usan con ellos después de muertos, de modo que primero consienten que los cadáveres queden expuestos en los caminos a ser destrozados de los perros y engullidos de los buitres, que se muevan a compasión y les den sepultura cuando no se ha juntado de limosna el importe de los derechos por entero, cuyos ejemplares se están viendo a cada paso, caminando de unas partes a otras. Pero si el difunto deja alguna cosa, se hace entonces el cura universal heredero, recogiendo los bienes y ovejas, y despojando de todo a la mujer, hijos y hermanos. El modo de hacerlo y el de que les pertenezca de derecho es bien particular; redúcese a hacerle un entierro ostentoso, aunque lo repugnen los interesados, y con esto es bastante para que quede todo embebido en él. Y así, aunque se quejen los herederos y su protector fiscal solicite la satisfacción, la da el cura con la cuenta de las honras, posas y misas que le han dicho, y queda absuelto de la acusación y el cargo.
18. Es, pues, de suponer que después de haber sacado los curas todo el útil que pueden de los indios, no omiten el hacer lo mismo con las indias y cholas, para lo cual, a proporción que él se ingenia por su parte (que así se llama entre los curas el tiranizar), le aconsejaban a la concubina que haga lo mismo por la suya. Esta mujer, que está conocida por tal, y sin causar novedad en el pueblo por ser tan común en todos que en ninguno es reparable, toma a su disposición indias y cholas y, formando un obraje de todo el pueblo, a unas indias les da tarea de lana o algodón para que lo hilen, a otras de telar, a otras, las más viejas, inútiles para estos trabajos, les reparte gallinas y las pone en la obligación de que, dentro del término regular, le entreguen por cada una diez o doce huevos, quedando a su cargo el mantenerlas, y si se mueren, reemplazarlas con otras. Y de este modo no se escapa ninguna de concurrir a su utilidad. 19. Del desorden de los curas, de lo mucho que los pensionan los corregidores y del mal trato que reciben generalmente de todos los españoles nace la infelicidad en que vive aquella gente, pues huyendo de la tiranía y deseando salir de la esclavitud se han sublevado muchos y pasado a las tierras no conquistadas, para continuar en las bárbaras costumbres de la gentilidad. Porque, si bien se repara, ¿qué ejemplo pueden sacar del escándalo perpetuo que están viendo en los curas, mayormente cuando es gente tan rústica que aprende más con el ejemplo que con lo que se les predica? Ni ¿qué impresión puede hacer en ellos la doctrina que se les enseña si todo lo experimentan al contrario? Porque, aunque se les dice que amen al prójimo, que sirven y amen a Dios guardando los preceptos de su santa ley, si no ven cumplido ni lo uno ni lo otro por lo que les habían de enseñar el camino, ¿qué mucho que ellos tengan tanta indiferencia en la religión, y que la estimen en tan poco que entren en ella y se mantengan, con la suma tibieza que se nota, teniéndola por cosa tan superficial y exterior como si consistiese sólo en las palabras y no en las obras y en la fe? 20.
Ejemplo lastimoso de los perjuicios que sobrevienen por la mala conducta de los curas puede ser el que se nos representa en el pueblo de Pimampiro, perteneciente al corregimiento de la villa de San Miguel de Ibarra, en la provincia de Quito, cuyo vecindario, que según las vivas memorias que se conservan constaba de más de cinco mil personas, todos indios, no pudiendo soportar las muchas extorsiones a que los tenían reducidos, se sublevaron, y en una noche pasaron a la cordillera y se unieron con los indios infieles, con quienes han permanecido desde entonces, estando los sitios que ocupan tan inmediatos de la jurisdicción de aquella villa que sólo con la diligencia de subir en algunos cerros se dejan ver sus humaredas. Algunos de estos indios se han aparecido repentinamente en el pueblo de Mira, que es de los más cercanos a ellos, y se han vuelto a retirar con la misma prontitud. 21. También lo puede ser la pérdida de la famosa ciudad de Logroño y población de Guamboya, que componían lo más principal del gobierno de Macas, cuya capital, Sevilla del Oro, reducida ya a ruina, sólo existe como memoria triste del fin que tuvieron aquéllas. Este país es tan abundante de oro que, por el mucho que se sacaba de él, se le dio el nombre a la ciudad principal, y todavía se conserva en ella una romana con que se pesaba en la Caja Real el que se quintaba. Pero los corregidores por una parte y los curas por otra estrechaban tanto a los indios para que trabajaran en su beneficio, que los pusieron en el extremo de sublevarse, y, a imitación de lo que hicieron con Pedro Valdivia los de Arauco y Tucapel, en Chile, derritieron gran porción de oro y se lo infundieron al gobernador don Martín García Oñez de Loyola por todos los sentidos, dieron muerte a la mayor parte de los españoles, y apoderados de las mujeres, arrasaron aquella ciudad y las demás poblaciones, escapando solamente Sevilla del Oro y Zuña, una y otra tan menoscabadas ya con las frecuentes correrías que hacen los indios sobre ellas, que son sus vecindarios muy reducidos y tan pobres que no corre ninguna moneda en ellos.
Pero para que se vea cuán contraria es la conducta que tienen los curas y, particularmente, la escandalosa de los regulares a facilitar la permanencia de los pueblos y naciones de antigua reducción, y mucho más para que se conviertan los que no lo están, referiremos un caso, sucedido en estos últimos años, que lo comprueba bastantemente. 22. Salió de la población o del sitio donde estaba la de Guamboya, un indio que repentinamente se apareció en la villa de Riobamba y se encaminó directamente a la casa de un clérigo avecindado allí y de conocida virtud, a quien le dijo que iba de parte de los suyos y de otras naciones muy cuantiosas, vecinas de aquélla, para hacerle saber que le querían tener por cura, que los bautizase y dijese misa, y en recompensa ellos le mantendrían si aceptaba el partido, le darían cuanto oro quisiese y las mujeres que fuesen de su gusto, pero que había de entrar solo, porque ni querían que llevase compañía de españoles o mestizos ni que fuese otro eclesiástico ninguno, dando por razón que el inclinarse a él era porque según las noticias que tenían, sabían que no era su codicia tan desmesurada como la de los demás; el clérigo, temiéndose de la barbaridad que es común en los indios, le respondió que por entonces no podía responderle, pero que dentro de un cierto tiempo lo haría. El indio dio muestras de quedar desconsolado, pero habiendo convenido en el día en que podría recibir la respuesta, señaló un paraje entre los páramos adonde había de ir el tal clérigo solo, y salir a recibirlo él con alguno de los suyos, para comboyarlo a sus tierras caso que aceptase la proposición, pero con la precisa circunstancia de que no le había de acompañar nadie.
Con esto volvió a desaparecer, y, lleno de confusión, el eclesiástico pasó a Quito a consultar el caso con el obispo de aquella ciudad, don Andrés de Paredes (que había entrado en esta dignidad poco antes que nosotros llegásemos a aquella provincia). Este, con cristiano celo, lo alentó para que entrase a convertir tanta alma infiel como se disponía a recibir la fe por su medio. Resuelto a practicarlo, con aquel primer fervor que concibió del católico influjo y cristiana persuasión del obispo, se restituyó a Riobamba, mas la pusilanimidad de su ánimo, corto e irresoluto, empezó a hacer tanto efecto en él que, desalentándolo totalmente, no hubo términos que lo pudiesen reducir a que pasase al sitio señalado. Cuando se cumplió el plazo determinado, el indio lo ejecutó con otros de los suyos, y estuvo oculto algunos días, mas viendo que no aparecía el clérigo, volvió a entrar otra noche en Riobamba repentinamente y visitó a su deseado cura, el cual, aunque se ofrecía a condescender con su pretensión, ponía la circunstancia de que había de ser llevando, para su seguridad, algunos seglares, que era lo que los indios repugnaban más; con esta respuesta, no habiendo podido conseguir su fin a fuerza de ruegos y de darle todas las rústicas seguridades de confianza que le dictaba su limitada capacidad, volvió a ausentarse la misma noche, lleno de desconsuelo. El clérigo divulgó luego en Riobamba la segunda visita que le había hecho el indio, y dando aviso del lugar donde le había dicho que le esperaban los suyos, pasaron algunos sujetos a reconocerlo, y encontraron señales ciertas de haber habido gente, pero aunque pretendieron internarse con el fin de descubrir las veredas por donde habían andado los indios, no lo pudieron conseguir, porque a corta distancia perdieron totalmente el rastro.
23. Este caso causó bastante ruido en aquella provincia, y aunque se hace reparable el que se dirigiesen a aquel sacerdote y se hallase enterados de sus buenas costumbres, faltando absolutamente con ellos la comunicación, no lo será si se atiende a que, hostigados de los curas, aniquilados por los corregidores y sentidos del mal trato que se les da en las haciendas, se desaparecen muchos indios, y éstos se retiran a aquellos parajes no conquistados a vivir entre los gentiles, a los cuales informan muy pormenor de todo lo que pasa en los países y pueblos reducidos e indisponen sus ánimos de tal suerte que cada vez se imposibilita más su reducción. De estos que se huyen era el que, por las dos ocasiones, salió a Riobamba, y se dejaba entender porque, además de conocer al clérigo, hablaba con perfección la lengua del inca, que no está en uso entre aquellas naciones. 24. En este ejemplar se halla bastante prueba de la codicia y escandalosa conducta de los curas y del concepto que les es forzoso tener de ellos a los indios por las obras que experimentan. Bien claramente lo dio a entender éste en la expresión de que no querían otro que los doctrinase y gobernase sino a él, porque no los esclavizaría como hacían los demás españoles; ni querían que entrasen con él ningunos otros, temerosos de que, una vez que conociesen el camino, tuviesen ocasión de entrar después en cantidad y apoderarse de sus tierras y personas. 25. La más graciosa oferta de la sencillez y simplicidad de aquella gente, que puede servir de norma para su conocimiento, es la de darle cuantas mujeres fuesen de su gusto.
Y nace esto de que, instruidos los indios en que los curas tienen consigo una mujer, del mismo modo que los seglares casados, y con ella una entera familia de hijos, están persuadidos a que este crimen tan horrible es cosa lícita, mediante que ellos y todo el mundo está continuamente siendo testigo de la repetición del sacrilegio que cometen. Y estos curas son capaces de causar terror y confusión en el espíritu más agigantado, al ver la libertad y el desahogo con que del lecho de la más horrible culpa pasa uno de aquellos sacerdotes a celebrar el más alto sacrificio que cabe en la imaginación. Cuyo asunto, aunque era más para ser llorado con sigilo que para ser estampado en el papel, el buen celo y el deseo de que se corrijan desórdenes tan execrables, nos obliga a no disimularlo, y para que se compruebe la demasiada liviandad de aquellos eclesiásticos se nos permitirá asimismo que citemos un caso muy divulgado en toda la provincia de Quito, aunque no fue de nuestro tiempo. 26. En uno de los pueblos de la jurisdicción de Cuenca, cuyo curato pertenece a una de las religiones regulares, se hallaba de cura un religioso de ella, en ocasión que el cacique del pueblo tenía una hija doncella que, en lo que cabe en indias, sobresalía a las demás en perfección. El cura la había solicitado con grandes instancias, pero su mucha honradez le había librado de caer en los torpes pensamientos de que se veía combatida, y el honor con que su padre procuraba portarse la tenía defendida.
El cura no se contuvo con los desprecios de la india, y de resultas de ello se declaró con el padre, quien tuvo motivo bastante en la distinguida calidad de su sangre y en ser su hija la única heredera del cacicazgo, para resistir a tan depravados intentos. Viendo el cura que el cacique se declaraba contrario a sus ideas, dispuso un enredo para allanar las dificultades, tan perverso como lo podría inspirar un infernal espíritu, y fue el pedírsela al cacique en matrimonio, suponiéndole, para desvanecer la repugnancia que tanta novedad podía ocasionarle, que pediría licencia a su prelado, con cuya circunstancia le era lícito desposarse, y al mismo tiempo satisfizo aquellas dudas que se le ofrecían al cacique sobre este particular, diciéndole que, aunque esto no se practicaba con regularidad, era porque los prelados se negaban a tales licencias por no quedar gravados en la carga de mujeres e hijos de tanto religioso, que estaban obligados a mantener cuando las concedían, pero que en él no militaba esta circunstancia, porque, hallándose con bienes y caudal bastante para mantener su familia, estaba cierto que no se le negaría, por ser también la amistad que tenía con el prelado muy estrecha; a lo que añadió ejemplares falsos y relaciones imaginadas, con lo cual quedó convencido el cacique, y dada la palabra de que se casaría con su hija luego que tuviese corriente la licencia para ello. A este fin, aunque con distinto asunto, despachó inmediatamente un propio al provincial de su religión en Quito, y en el ínterin que volvía dispuso, con el auxilio del compañero que tenía en el curato, una patente falsa en que se suponía que aquel prelado le daba licencia para que se desposase; volvió el propio, y pasando el cacique a su casa a saber la resulta, le enseñó la patente y, lleno de contento, le dio el parabién del buen despacho.
Aquella misma noche quedó hecho el fingido desposorio, y el teniente de cura hizo la función de párroco, sin concurrencia de testigos ni otra circunstancia, porque para tales casos dio a entender la malicia que no se necesitaban, y desde entonces quedaron viviendo juntos. Los indios del pueblo divulgaron la novedad de haberse casado su cura con la hija del cacique, pero ninguno se persuadió a que hubiese sido con tanta formalidad, y creyendo que sería haberla recibido por concubina, siendo tan común el tenerla, no causó ser entonces novedad. De este modo estuvieron viviendo algunos años, y después de haber tenido varios hijos se descubrió la maldad, y fue castigada con desterrar al religioso de un convento a otro y privarle de las funciones del sacerdocio por algún tiempo. La desdichada india quedó cargada de hijos, y el cacique, lleno de pesar de tanta burla, murió en breve tiempo, y vino a recaer la mayor parte del castigo sobre los que habían menos culpa. 27. La certidumbre de este caso consiste en la memoria que hay de él en aquellos países; en otros donde hubiera más recato pudiera atribuirse a historia fabulosa, pero donde es tan común la desarreglada vida, hay lugar para todo. Nosotros no lo podemos asegurar a ciencia cierta, pero, por lo que experimentábamos, no se nos hizo repugnante su credulidad, ya que, siempre que caminábamos, era la regular diversión, en la molestia de la jornada, la conversación con los indios que servían de guías, la cual estaba reducida a informarnos de la familia que tenía el cura del pueblo adonde nos encaminábamos, siendo bastante preguntarles el modo de portarse la mujer del cura para que ellos nos instruyesen en el número de las que le habían conocido, los hijos o hijas que tenía en cada una, sus linajes, y hasta las más pequeñas circunstancias de lo que con ellas sucedía en los pueblos.
28. Convéncese por lo que se experimenta en los curatos, que todo el conato de aquellos religiosos en solicitar semejantes empleos se reduce al fin de estrechar a los indios para enriquecerse a su costa y vivir con toda libertad, y así no hay entre ellos quien apetezca los de montaña, que son los de modernas conversiones, cuyos indios, no estando sujetos a algunas obvenciones, los curas no son árbitros para exigirlas y hacer que les contribuyan, como sucede con los otros; y aunque trabajan los indios voluntariamente, entre sus chácaras, una particular que dedican para el cura, como su producto sólo alcanza a lo necesario para mantenerse y no se extiende a atesorar, no es bastante para llenar los ensanches de la codicia. Así, los que van a ellos más es por castigo o extravagancia, o por el fin de hacer este mérito para conseguir después curato de pueblo antiguo, que por el desnudo de emplearse en la educación de los indios. Por lo cual se experimenta que aun estos pocos que admiten tales curatos se pasan la mayor parte o casi todo el año en los pueblos o ciudad donde les parece, y sólo entran a su iglesia una o dos veces para la celebridad que se hace de todas las fiestas del año en el corto tiempo de quince o veinte días, y volverse a salir de ellos luego que las han concluido. 29. Dáseles el nombre de curatos de montaña a los que caen a las faldas de las altas cordilleras de los Andes, en aquellos países que se extienden hacia el Oriente, de la de esta parte, y para el Occidente, de la que corresponde a la otra.
El clima de ellos es cálido y húmedo, y por esta razón no muy cómodo para los que están acostumbrados al de la sierra. Esto contribuye a que sean poco o nada apetecibles y a que tengan motivo para no residir en ellos los sujetos que los admiten; pero si los moviera el celo de ensalzar la religión y los estimulara el deseo de que se salvaran aquellas almas, no repararían en las incomodidades ni les sería extraña la diferencia del temple. Pero reducido su conato al ingreso de los bienes temporales y no a la propagación de la fe, se les transforma en dificultades y se les convierte en repugnancia lo que no es vivir con la licenciosa costumbre que tienen entablada en los pueblos antiguos. 30. Habiendo tratado de lo que los curas tiranizan a los indios y de su mala conducta y pervertidas costumbres, podremos entrar a examinar el régimen y gobierno espiritual que tienen para educarlos y para instruirlos en los preceptos de la fe, sobre cuyo particular queda ya advertido que en los días de domingo se les recita la doctrina cristiana, lo cual se hace un rato antes que se diga la misa. A este fin acuden todos los indios, varones y hembras, grandes y pequeños, y juntos en el cementerio o plaza que está delante de la iglesia, sentados en el suelo, con separación de sexos y edades, empiezan a recitarla en la forma siguiente. 31. Cada cura tiene un indio ciego destinado para decir la doctrina a los demás; éste se pone en medio de todos y, formando una tonada que ni bien es cántico ni bien rezo, va diciendo las oraciones palabra por palabra, y el auditorio corresponde con su repetición; unas veces se hace esto en la lengua del inca o de los indios, que es lo más común, y otras en la castellana, que para ninguno de ellos es inteligible; media hora o poco más dura este rezo, y en ello queda terminada toda la enseñanza.
De lo cual se saca tan poco fruto, por causa del método que siguen, que los indios e indias viejas, de sesenta o más años, no saben más que los cholitos pequeños, de seis u ocho años, y ni éstos ni aquéllos adelantan nada a los papagayos, porque ni se les pregunta en particular, ni se les explican los misterios de la fe con la formalidad necesaria, ni se examina si comprenden lo que dicen para dárselo entender con mayor claridad a los que por su rudeza la necesitasen, circunstancia tanto más precisa en aquella nación cuanto es menos el estímulo que tienen ellos en sus conciencias para instruirse, y mayor la tibieza propia de sus genios para las cosas de religión. Así, como toda la enseñanza se reduce más al aire de la tonada que al sentido de las palabras, solamente cantando saben por sí solos repetir a retazos algunas cosas; pero cuando se les pregunta en otra forma no aciertan a concertar palabra, y de lo muy poco que saben tienen tan escasa comprensión y firmeza de su sentido, que preguntándoles quién es la Santísima Trinidad, unas veces dicen que el Padre y otras que la Virgen Santísima; mas, si se les reconviene con alguna formalidad para fondear sus alcances, mudan de dictamen, inclinándose siempre a aquello que se les dice, aunque sean grandísimos despropósitos. Todo el cuidado de los curas consiste en que ninguno deje de llevar el camarico que le pertenece, y una vez recogido, que es a lo que se halla presente regularmente para conocer los que dejan de llevarlo y hacerles cargo de la deuda, les parece que han cumplido.
Tan regular en este método de doctrinar los indios en todos los pueblos, que aun en aquellos en donde los curas se tienen por más celosos no se practica otro. 32. En todas las haciendas tienen asimismo otro ciego, al cual mantienen de limosna los dueños de ellas para el mismo fin. Y con esto concurren los que pertenecen a cada una, dos días o tres en la semana, en el patio de ella, y a las tres de la mañana, para que no pierdan tiempo del trabajo que deben hacer en el discurso del día, se les repite con el mismo tenor que se observa en la iglesia. Pero ni en una ni en otra parte se les predica sobre la fe ni se practica más diligencia en este asunto. 33. En la primera parte de la Historia de nuestro viaje advertimos ser tan corta la capacidad de los indios, después de tanto tiempo de su conquista, que aun todavía no son capaces, la mayor parte de ellos, de recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, y que entre ciento habrá apenas cuatro o cinco a quienes se les suministre, siendo así que éstos de quien se habla son descendientes de los primeros conquistados. En el lugar citado se atribuye toda la culpa a la cortedad de sus talentos y a la indiferencia con que miran las cosas de la religión, porque allí no correspondía decir otra cosa; pero sin apartarnos totalmente de aquella aserción, es preciso convenir en que mucha parte de la ignorancia procede del total descuido de los curas y de la falta de enseñanza, sin cuya ayuda no es fácil que ningún gentil deje los falsos ritos de su religión por no conocer perfectamente el engaño, ni lograr la ilustración su entendimiento con las brillantes antorchas de la fe.
34. A una enseñanza de la doctrina tan pasajera y sin más explicación que el aire, ¿qué inteligencia puede corresponder? Y de una vida tan desastrada y escandalosa como la que se les representa en el espejo del que tienen por padre espiritual y por maestro, ¿qué continencia, qué virtud o qué estímulo a seguir lo bueno se puede esperar? En un pueblo donde estuvo uno de nosotros con toda la compañía francesa, quedó ésta escandalizada de ver que el cura principal estaba viviendo con tres mujeres, hermanas entre sí unas de otras, entre las cuales remudaba, y dos ayudantes de cura (que tenía por ser dilatado el curato) hacían vida maridable cada uno con otra mujer distinta; de esto, además de ser tan público como los matrimonios legítimos, pudimos ser más inmediatos testigos de ello, porque todos estábamos aposentados en casa del cura, y vivían también en ella los dos coadjutores con sus familias. A vista de esto, ¿cómo será extraño que los indios cometan desórdenes y se hallen arraigados en los vicios de la embriaguez y de la deshonestidad? Lastimosa cosa es lo que allí se experimenta sobre este particular, pero mucho más digna de llorarse la poca enmienda que puede esperarse en ello, porque hecha ya costumbre envejecida la mala vida, es empresa ardua el corregirla. 35. Una dificultad se está viniendo a los ojos sobre lo dicho acerca de tanto desorden, y es que, siendo tan públicos, no tengan corrección por los obispos y prelados de las órdenes religiosas, en quien se debe considerar un cristiano celo.
Mas esto nace de que, cuando hacen las visitas de los pueblos, lo encuentran todo tan arreglado que no hallan qué reformar, porque, siendo vida introducida comúnmente en aquellas partes, es muy rara la persona eclesiástica que no se encuentra comprendida en ella, y así estas culpas no se regulan delito en los curas de los pueblos cuando los primeros que incurren en ellas suelen ser los de la propia familia de los prelados, con sólo la diferencia de que los unos guardan más recato que los otros. En el palacio de uno de los obispos que conocimos en las provincias por donde transitamos, era tanto el desorden con que vivían los de su familia, confiados en la mansedumbre de su prelado y en la sencillez de su ánimo, que no se diferenciaba de las casas de los curas. Y por esto se reduce la visita a examinar los libros de la iglesia para ver si están corrientes; a registrar los ornamentos y a indagar si se les dice la doctrina a los indios en los días que esté mandado, con otras cosas de este tenor, con que queda concluida. En otra parte nos explayaremos más sobre las visitas que hacen los prelados de las religiones en los curatos de sus pertenencias, porque es más propio del asunto que se tratará en ella, siendo preciso advertir que hay tan poco recato en los curas sobre el desordenado régimen de sus costumbres, que no es suficiente temor el de las visitas para que se separen de la concubina, aunque no sea más que por el corto tiempo de aquellos días que dura.
A vista de lo cual, ya no puede hacerse reparable que dejen de hacerlo cuando tienen otros huéspedes a quien no deben el temor, respeto y veneración que a aquéllos. 36. Para concluir el asunto de los curas, nos ha parecido conveniente decir algo tocante al régimen de hacer las fiestas de la Iglesia en aquellos pueblos que no tienen curas particulares, el cual es el mismo que se observa en los curatos de montaña, y asimismo daremos razón del estado de sus iglesias. Para esto es preciso suponer que los curatos se componen de varios pueblos, como queda ya explicado en el primer tomo de la Historia de nuestro viaje, tratando de la provincia de Quito, lo cual es regular también en los curatos de las demás provincias del Perú. Unos comprenden más poblaciones que otros, y, asimismo, están más o menos distantes del pueblo principal los anexos, pues hay muchos que están apartados catorce, veinte y más leguas; cuando estos anexos son grandes, mantiene el cura un coadjutor o ayudante de cura, pero no así cuando son pequeños. Séase teniendo coadjutor, o no habiéndolo, las festividades no se hacen en ellos sin la asistencia del cura principal, que va no por la devoción, sino a recoger el producto de ellas, y para que no se haga fraude por su teniente. 37. Cuando se acerca el día del santo a quien tiene el pueblo por patrón, pasa allá el cura con toda su familia, y adornada la iglesia, que está cerrada todo el año en los que no hace residencia algún teniente, empieza la hermandad del patrono (que se reduce a los mayordomos y fiscales) a hacer la primera fiesta, y en los días que se van siguiendo continúan todas las demás, hasta que se concluyen; de modo que, entonces, se celebra, una en pos de otra, la Pascua de Navidad, la de Resurrección, la de Espíritu Santo, la festividad del Corpus, la de la Virgen, y todas las clásicas que hay entre año.
Y, en el término de ocho o diez días, recoge el cura todo lo que en el discurso del año han podido agenciar los indios e indias, y se vuelve al pueblo adonde tiene su residencia, no retornando hasta el año siguiente. 38. Consisten las hermandades, como se ha dicho, en los mayordomos y fiscales de ellas, solamente, y los demás indios se consideran cofrades de todas, y como tales, por ser así la voluntad de los curas, hacen elección en los indios que les parece para que tengan aquellos ejercicios en el año siguiente, sin que en todo el intermedio se les ofrezca ocasión de usar de ellos. En los curatos de montaña, por lo regular, como no hay esperanza de tener aquel ingreso, aunque consten de varias poblaciones, sólo se hace en una la festividad, que comprende muchas, y el cura sale de él luego que las ha concluido; entonces confiesa a sus feligreses para todo el año, y bautiza a los que no lo están, dejando encargado al sacristán que eche agua a los que naciesen, cuando se tema peligro en sus vidas, a cuyo fin están instruidos en la forma del bautismo. 39. En los anejos de curatos de conversiones antiguas hay otro régimen algo más regular, y se reduce a que, luego que enferma algún indio y que avisan al cura, pasa éste a confesarlo o envía al teniente de cura (que regularmente mantienen consigo para este fin). Mas como las distancias suelen ser tan largas que a veces necesitan hacer una jornada o dos para llegar al sitio, si el accidente es violento muere el paciente antes que le haya llegado la providencia del confesor.
Esto mismo se practica en las haciendas que corresponden a la jurisdicción de cada curato, cuya vecindad compone una población bien capaz, según los indios que la forman. 40. Todo el remedio que se podía aplicar para evitar las extorsiones de los curas, consiste en que se les prohibiese a éstos, no sólo con órdenes reales, sino también con censuras pontificias, y otras penas que pareciesen al propósito, el que hiciesen entre año, ni en su pueblo ni en los anejos, ninguna fiesta a costa de los indios, aunque éstos quisiesen voluntariamente contribuir con su limosna y gasto. Y al mismo respecto, que el cura no pudiese admitir de los indios, ni por modo de regalo, ni con el disfraz de camarico, ni con otro ninguno pretexto, otra cosa más que aquellos derechos de Iglesia justos y precisos, y el huevo del camarico que deben llevar cuando van a oír la doctrina. 41. Y mediante que esto no bastaría para librar a los indios enteramente de las obvenciones que los curas les imponen con la autoridad de tener aún mayor jurisdicción y dominio sobre ellos que los corregidores, o que sus propios amos, sería justo el prohibir que los curas pudiesen nombrar a los indios que han de ser alcaldes, como lo practican en los pueblos cortos, y que tengan sobre los indios ninguna otra jurisdicción, o intervención en ellos, que aquella que les pertenece para su enseñanza y gobierno espiritual, porque hasta el presente se extiende a tanto que tienen ceñida su libertad a su arbitrio, de tal suerte que aun los mismos corregidores no pueden mandarlos sin que los curas consientan en ello.
Esta autoridad se han ido apropiando los curas insensiblemente, de suerte que ya se hallan con más despotiquez en los pueblos que la que puede pertenecer a los señores naturales, y de aquí nace el que los indios les tributen todo lo que puede rendir su trabajo, temiendo de su indignación el castigo que regularmente experimentan de ella. 42. Quitada de la jurisdicción de los curas el absoluto mando que tienen sobre los indios, y prohibidos los camaricos y fiestas de Iglesia, sólo resta que prohibirles, con penas muy severas, el que para ningún fin, ni propio ni público, pudiesen emplear a los indios en cosa de trabajo propio, porque los hacen trabajar en todos los ejercicios para que son capaces, y no les pagan nada valiéndose del privilegio de curas para justificar este derecho público, porque se valen de este pretexto para emplearlos en su propia utilidad; en cuyas ocasiones, si legítimamente fuese cosa en que el público se interesase, como sucede en la composición de caminos, puentes y tambos de su jurisdicción, esto debería ser mandado por el corregidor o alcaldes mayores, y, en su defecto, por el cacique gobernador y alcaldes de los pueblos, y no por el cura, porque a éste no le pertenece, ni es de su estado, el gobierno político y civil de los pueblos, como se lo han apropiado sin más fundamento que el de suponer que los indios no tienen capacidad para gobernarse, pero, pues conocen las extorsiones que padecen, y distinguen lo tiránico de lo justo en lo que los curas y corregidores les hacen contribuir, no son tan incapaces como quieren suponerlos, y si ha corrido así aquel gobierno, y sin contradicción la incapacidad de los indios, es porque en la firmeza de este sentir consiste el usufructo de los que los tienen avasallados.
43. De la reforma de los abusos introducidos por los curas contra los indios, se saca que éstos vivan menos pensionados y que, no siéndoles tan pesado el vasallaje a los reyes de España, se les haga el gobierno menos aborrecible; que viendo desinterés en los curas y celo en ganar sus almas para Dios, sea para ellos más respetable la religión y la abracen con más amor, poniendo más atención en la veneración y comprensión de sus misterios, y más cuidado en guardar sus preceptos; y, últimamente, que estando menos pensionados, les sea mucho más fácil el pagar los tributos reales con puntualidad, y puedan soportar cualquier otra pequeña obvención que la necesidad y la ocasión precisaren a imponerles. Y en conclusión de ello, se debe esperar nazca el servicio de Dios, beneficio al rey y a la justicia, y utilidad a los indios en librarles de las pensiones injustas a los que los tienen reducidos la ambición y la codicia. 44. No es desigual a lo que queda dicho, la vigilancia y el amor que tienen los curas al buen estado y adorno de sus iglesias, las cuales están llenas de indecencias, impropias para celebrar en ellas el divino culto, siendo cosa regular que el cura críe caudal crecido para gastar y triunfar, y para mantener su casa con toda decencia, y que la de Dios carezca de ella enteramente. 45. Tal es la pobreza en que están la mayor parte de las iglesias de los curatos de indios, que en todo semeja a la que esta miserable gente tiene en sus casas; muchas están medio arruinadas, otras sin techumbre, o solamente la hay en aquel corto ámbito del presbiterio; los altares, tan pobres y mal cuidados que no se puede llegar a más; los ornamentos, tan rotos, viejos y sucios, que es cosa lastimosa que el culto divino se celebre en paraje tan impropio y con preparativos tales que hacen perder la veneración al sacerdote cuando sale revestido con ellos.
Y todo procede de la ambición con que, apropiándose a sí los derechos de fábrica que pertenecen a la Iglesia, nunca llega a suceder que haya con qué repararla, ni con qué mantener siempre los ornamentos en el estado que corresponde para un ministerio tan alto como el de celebrar el divino culto. 46. Para que se vea el extremo a que esto llega, podemos asegurar que en un pueblo oímos misa que se decía con una vela de sebo, y habiendo estrechado al cura sobre este particular, dio por solución que en aquellos parajes tan retirados se dispensaba la materia de la vela por la escasez que se padecía de cera. A no haber visto el ejemplar, no pudiéramos creerlo, pero el mismo cura nos aseguró que en todos los pueblos donde la iglesia era tan pobre como en aquél, sucedía lo mismo. Asimismo notamos, como más regular en todos, que, por hacer más corto el gasto de la cera, dicen la misa (en casi todos los pueblos) con una vela solamente, extendiéndose la economía de los curas a tanto que las hacen fabricar como candelillas, y con un pávilo muy delgado, para que duren mucho y se consuma poca cera. ¡Excusando tanto los costos en el divino culto los que sacan tan cuantioso usufructo del curato, y que tan crecida suma desperdician en el desenfreno de sus vicios! 47. También observamos que las luces del depósito del Señor, desde el jueves al viernes santo, a excepción de una o dos que se ponen de cera, son de sebo todas las demás; y lo mismo sucede cuando descubren el Santísimo con el motivo de alguna festividad, siendo así que la cera con que se celebran las misas, y toda la que se usa en estas iglesias, en cera criolla, llamada también cera de palo, y es la que se cría allá, la cual es entre colorada y amarilla, y vale muy poco.
Pero su propio precio no basta todavía para que los curas se dediquen a servirse de ella enteramente, abandonando el uso del sebo. 48. Las iglesias de valles no están en la misma conformidad, pues los curas procuran mantenerlas con decencia; sus fábricas materiales son, en lo exterior, vistosas y aseadas, y en lo interior se deja percibir el celo que falta en las otras. No proviene esto de que los curatos de valles sean de más utilidad que los de la sierra, ni de que el país sea más barato, pues antes bien, por el contrario, en todo lo que es valle están las cosas más caras, y no tan abundantes como en la sierra, sino de que los curas de valles han permanecido con más constancia en el celo de sus iglesias, manteniéndolas pundonorosamente con el aseo y decencia que les corresponde, cuando en la sierra se han dejado poseer del descuido enteramente, porque no están tan a la vista.
Este fue el fin de aquel cura de quien se hizo mención en la sesión pasada, para concurrir con su apoyo a hacer persuasible el supuesto y falso cúmulo de delitos que fraguó la intención depravada del corregidor contra los caciques y principales de aquellos pueblos para lograr por su parte el ingreso que antes no podía sacar de los indios. Y éstas son las razones que tienen todos los curas para no contradecir a los corregidores en sus depravados establecimientos y en tan injustas imposiciones. 3. Los curatos del Perú son en dos maneras: unos, administrados por clérigos, y otros, por religiosos regulares. De cada una de estas especies será preciso que tratemos en particular para mejor inteligencia de lo que pasa en ellos. 4. Los curatos de clérigos se proveen por oposición, y una de las circunstancias que ha de concurrir en los opositores es el ser hábiles en la lengua del inca (que es como allí denominan la común de los indios), y para ello han de ser examinados en ella. Concluidas las oposiciones pertenecientes a todos los curatos que a la sazón se hallan vacantes, cuyos actos se tienen en los palacios arzobispales u obispales, con la asistencia de las dignidades de la Iglesia que vienen a ser los jueces de ellas, se vota para la elección, y, según la pluralidad de los dictámenes en los sujetos que se han señalado más, forma nóminas el obispo, nombrando tres para cada curato, que, presentados al virrey o al presidente como vicepatronos, elige de ellos el que le parece, y se le dan los despachos correspondientes.
5. Estos curas, recibidos ya en sus iglesias, por lo general aplican todo su conato en hacer caudal, y para ello tienen varios establecimientos con los cuales atraen lo poco que les queda a los indios y ha podido escapar de la mano de los corregidores. Uno de sus arbitrios consiste en las hermandades, y son tantas las que forman en cada pueblo que los altares están llenos de santos por todas partes, y cada uno tiene la correspondiente hermandad; pero para que los indios no se abstraigan del trabajo se transfiere a los domingos la celebridad de aquellos santos que caen entre semana. 6. Llega el domingo en que se hace la festividad de un santo, y entre los mayordomos han de haber juntado, y llevarle al cura, la limosna de la misa cantada, que son cuatro pesos y medio; otros tantos por el sermón, que se reduce a decirles dos palabras en alabanza del santo, sin más trabajo ni estudio que como les vienen a la idea, en la misma lengua, y después pagan un tanto por el incienso, cera y procesión; pero a esto, que debe ser en dinero físico, se agrega después el camarico, que se reduce a un regalo de dos, tres o más docenas de gallinas, otras tantas de pollos, cuyes, huevos, carneros y algún cerdo si lo tienen. Con que, en llegando este día, arrastra el cura con todo lo que el indio ha podido juntar en el discurso del año, y con las aves y demás ganado que entre su mujer e hijos han criado en sus chozas a costa de quitarse el propio sustento, y de reducirse a hierbas campestres y a las semillas que recogen de las pequeñas chacaritas que cultivan; aquel que no lo tiene de suyo lo ha de comprar precisamente, y si le falta uno y otro se ha de empeñar o alquilarse por el tiempo necesario para llevarlo con prontitud.
Así que el sermón se ha terminado, lee el cura en un papel, donde los lleva sentados, los nombres de los que han de ser mayordomos y fiscales de aquella fiesta para el año siguiente, y el que no lo acepta con voluntad lo admite a fuerza de azotes. Y en llegando su día no hay excusa que le liberte de aprontar el dinero, porque hasta que está junto y entregado al cura no se dice la misa, y espera aquél hasta las tres o las cuatro de la tarde, si es menester, para que se junte, como experimentamos en algunas ocasiones. 7. Del cuidado de los curas en que no falten las festividades de Iglesia resultan unas consecuencias tan nocivas como las que se experimentan con frecuencia, porque a la función de Iglesia se sigue la que tienen los mayordomos y fiscales, con la concurrencia de todos los indios que han asistido a la festividad, y reduciéndose a sus comunes festejos, que son los de desreglarse en la bebida de la chicha, no sólo se acaban de destruir consumiendo en ella la corta cantidad de maravedís que tienen para alimentarse, sino que, privados del sentido, se junten padre con hijas, hermanos con hermanas, y por este tenor todos entre sí, sin respeto de parentesco ni atención a proximidad. Los curas, que por el interés que reciben en estas fiestas no pueden reprenderles el desorden, porque ellos mismos les solicitan la ocasión, es preciso que lo disimulen y que, no ignorándolo, se hagan los desentendidos. Con que, a vista de esto, podrá reflexionarse si a una conducta tan extraviada en los que debían contenerlos y evitarles todos los motivos de desorden, debe corresponder más religión o cristiandad que la superficial, y aún peor ejecutada por la que se nota en los indios, pues si bien se examina se hallará que, aunque aquellas gentes estén reducidas, es tan poco el progreso en la religión que será difícil discernir la diferencia que hay de cuando se conquistaron al tiempo presente.
8. Además de las fiestas de hermandad, que no hay domingo ni día de precepto en que deje de celebrarse alguna, tienen el mes de finados. Y está establecido que todos los indios hayan de llevar ofrendas a la iglesia, las cuales se reducen a las mismas especies que las de los camaricos, y puestas sobre los sepulcros va diciendo el cura un responso sobre cada una, y sus criados recogiendo las ofrendas. Esto dura todo el mes de noviembre, y para que no falte día los reparte el cura entre las haciendas y pueblos anexos del curato; los indios de cada una concurren en el que les pertenece, y fuera de las ofrendas han de pagar la limosna de la misa. Se hace digno de reparo lo que sucede en cuanto al vino, porque siendo costumbre ponerlo con lo demás que ofrecen, y siendo escaso en aquellas provincias retiradas, sólo el arbitrio pudiera suplir su falta; para esto hace poner el cura un poco del mismo que tiene para celebrar, dentro de una o dos botellas, y según la cantidad se lo alquila por dos o tres reales a la primera india que le espera con su ofrenda para que diga el responso; concluye en aquélla, y pasa la botella a la que sigue, pagando otro tanto por el alquiler, y de este modo da la vuelta a toda la iglesia y sirve la botella todo el tiempo que duran los finados. 9. Para que más sólidamente se conozca al exceso que esto llega y la crecida utilidad que sacan los curas de estas fiestas de hermandad y del mes de finados, nos parece conveniente citar aquí lo que un cura de la provincia de Quito nos dijo transitando por su curato.
Y fue que entre fiestas y finados recogía todos los años más de 200 carneros, 600 gallinas y pollos, de tres a cuatro mil cuyes y de 40.000 a 50.000 huevos, cuya memoria se conserva como se escribió en los originales de los diarios; siendo de suponer que el curato no era de los más aventajados, hágase, pues, sobre este principio el cómputo de lo que recogía en plata. Y supuesto que todo sale de una gente que no tiene más patrimonio que su trabajo personal y tantas obenciones sobre sí, se habrá de concluir que solamente teniéndolos continuamente atareados a ellos y a sus familias y desposeyéndolos de lo que les había de quedar para su sustento, se pueden exigir semejantes contribuciones. 10. Todos los días de domingo, que por obligación se les ha de decir la doctrina antes de la misa, ha de llevar cada india un huevo para el cura, en cuya forma está mandado por ordenanza, o en su lugar otra cosa equivalente; pero además de esto, que es a lo que se extien-de la obligación, precisan los curas a los indios a que les lleven un haz de leña cada uno, y los cholitos y cholas, que son los indios muchachos, asistiendo a la doctrina, todas las tardes han de llevar un haz de hierba proporcionado a sus endebles fuerzas para que se mantengan con ella las cabalgaduras y demás ganado que tienen los curas. Con estos arbitrios no necesitan gastar en nada, y al paso que están mantenidos por los indios se enriquecen a sus expensas, porque todo lo que juntan lo envían a vender a las ciudades, villas y asientos inmediatos y lo convierten en dinero.
De este modo pueden levantar tanto la renta del curato que, reduciéndose su sínodo cuando más a 700 u 800 pesos, les reditúa 5.000 y 6.000 cada año, y algunos hay que exceden considerablemente a esta cantidad. 11. Todo lo antecedente es nada comparado con lo que sucede en los curatos administrados por los regulares, porque en éstos parece que subió de punto el interés para estrechar a los pobres indios, naciendo esto de que los curas, no siendo perpetuos, tiran a sacar, en el tiempo que les corresponde, todo lo que pueda dar de sí el curato, sin atender más que a quedar con caudal después de fenecido su tiempo. 12. En este particular de la mutación de los curas regulares se siguen en el Perú dos métodos: el uno se practica en la provincia de Quito, y es el de mudar los curas y proveer de nuevo, en los mismos y en otros sujetos, en cada capítulo, y el otro, que se observa en todo lo restante del Perú, es el de conservarlos todo el tiempo que ellos quisieren permanecer, a menos que, sobreviniendo algún poderoso motivo, se haga preciso quitar un sujeto y poner otro, lo cual queda a discreción de los provinciales de cada religión. En ellos no hay oposición, sino sólo la circunstancia de formarse nóminas con tres sujetos para que elija el vicepatrono, al modo que lo hace con los seculares. De cualquiera de los dos modos, siempre es preciso que el cura que ha de entrar, o el que ha de permanecer, contribuya al provincial lo estipulado por cada curato, pero si se presenta otro que dé más, en tal caso es menester que adelante la cantidad el que esta-ba, porque de no ser así se provee en el competidor.
Lo que se da por cada curato son sumas tan crecidas que se hacen increíbles, y así bastará decir por ahora que esto se regula por el usufructo que se puede sacar por él. Esta contribución redunda en perjuicio de los indios directamente, porque además de lo que el cura pretende sacar para sí es preciso saque la suma que ha de dar al provincial, y como esto se repite en cada capítulo, nace de aquí el que vivan con más pensión los indios pertenecientes a curas regulares que los que lo son de seculares. 13. Los medios que buscan aquellos para enriquecerse, y que se van a referir, podrán excandecer los oídos y hacer titubear el concepto negándoles la credulidad, por lo que nos es preciso advertir que en lo que se dijere no se añade nada ni se pondera, y que lo que hu-biéramos visto se notará, como asimismo lo que supiéramos de informes, pues estamos persuadidos a que, habiéndosenos dispensado el honor y confianza de que se hagan estas relaciones privadas del estado de aquellos reinos para la mejor inteligencia de los ministros, ni nos fuera lícito ni justo omitir en ningún asunto. 14. Ellos los curas regulares hacen la siembra, deshierban y cosechan sin más costa en ello que mandarlo, pues los días de precepto se trabaja en su chácara, y para ello ha de asistir el un indio con los bueyes, y el que no, con su persona. Así, los días que Dios manda que se dediquen enteramente para su culto y adoración, y para que descansen todos del trabajo de la semana, dispensa el cura este precepto tan recomendable, porque es en beneficio suyo o en utilidad de una manceba.
Pero porque estas cosas repugnan a toda razón, nos parece conveniente citar un caso experimentado por uno de nosotros, el cual será bastante para que después no se extrañe lo demás. 15. Es costumbre en todos los curatos repartir los días de cuaresma entre las haciendas que pertenecen al curato, para que vayan enviando sus indios a que se confiesen, a fin de que lo puedan estar todos, o la mayor parte, para el tiempo que manda la Iglesia. Hallábase uno de nosotros, en el año de 1744, en la hacienda de Colimbuela, inmediata a un páramo donde teníamos que hacer observaciones, en la provincia de Quito, y no lejos de un curato a quien pertenecía la jurisdicción eclesiástica de ella. Con este motivo, pasando a aquel pueblo a oír misa en un día de fiesta, concurrieron parte de los indios pertenecientes a la misma hacienda para confesarse, que para ello habían ido desde bien temprano, pero en lugar de suministrarles el cura este sacramento, los tenía ejercitados: a las indias, en los corredores o galerías del patio donde vivía, hilando las tareas de lana y algodón que les había dado, y a los indios, arando y haciendo siembra en su cosecha, de suerte que en la iglesia no había ninguno confesándose, y para aprovechar el tiempo se les había dicho una misa temprano. El administrador de la hacienda, que se hallaba allí, no excusó informar que, después que concluían las tareas, se volvían a sus casas, pero que el modo que tenían para confesarlos no lo sabía, y aseguró que aquello se practicaba generalmente con los indios de las demás haciendas, y que todo lo que duraba la cuaresma y cosa de mes y medio después, gozaba el cura la misma conveniencia, porque para todo este tiempo tenía indios a su disposición.
16. Lo más escandaloso fue que el coro de la iglesia estaba ocupado con los telares, y aunque empezó a decirse la misa, no por eso dejaron de trabajar en ellos, y su ruido causaba la irreverencia que se puede considerar. Después que se acabó la misa y que salió la gente cerraron la iglesia y quedaron los indios en ella, como se practica en los obrajes, lo que no podía disimularse, porque el ruido de los telares se dejaba sentir desde afuera. 17. Al tenor de la conducta con que los tratan mientras viven es la impiedad que usan con ellos después de muertos, de modo que primero consienten que los cadáveres queden expuestos en los caminos a ser destrozados de los perros y engullidos de los buitres, que se muevan a compasión y les den sepultura cuando no se ha juntado de limosna el importe de los derechos por entero, cuyos ejemplares se están viendo a cada paso, caminando de unas partes a otras. Pero si el difunto deja alguna cosa, se hace entonces el cura universal heredero, recogiendo los bienes y ovejas, y despojando de todo a la mujer, hijos y hermanos. El modo de hacerlo y el de que les pertenezca de derecho es bien particular; redúcese a hacerle un entierro ostentoso, aunque lo repugnen los interesados, y con esto es bastante para que quede todo embebido en él. Y así, aunque se quejen los herederos y su protector fiscal solicite la satisfacción, la da el cura con la cuenta de las honras, posas y misas que le han dicho, y queda absuelto de la acusación y el cargo.
18. Es, pues, de suponer que después de haber sacado los curas todo el útil que pueden de los indios, no omiten el hacer lo mismo con las indias y cholas, para lo cual, a proporción que él se ingenia por su parte (que así se llama entre los curas el tiranizar), le aconsejaban a la concubina que haga lo mismo por la suya. Esta mujer, que está conocida por tal, y sin causar novedad en el pueblo por ser tan común en todos que en ninguno es reparable, toma a su disposición indias y cholas y, formando un obraje de todo el pueblo, a unas indias les da tarea de lana o algodón para que lo hilen, a otras de telar, a otras, las más viejas, inútiles para estos trabajos, les reparte gallinas y las pone en la obligación de que, dentro del término regular, le entreguen por cada una diez o doce huevos, quedando a su cargo el mantenerlas, y si se mueren, reemplazarlas con otras. Y de este modo no se escapa ninguna de concurrir a su utilidad. 19. Del desorden de los curas, de lo mucho que los pensionan los corregidores y del mal trato que reciben generalmente de todos los españoles nace la infelicidad en que vive aquella gente, pues huyendo de la tiranía y deseando salir de la esclavitud se han sublevado muchos y pasado a las tierras no conquistadas, para continuar en las bárbaras costumbres de la gentilidad. Porque, si bien se repara, ¿qué ejemplo pueden sacar del escándalo perpetuo que están viendo en los curas, mayormente cuando es gente tan rústica que aprende más con el ejemplo que con lo que se les predica? Ni ¿qué impresión puede hacer en ellos la doctrina que se les enseña si todo lo experimentan al contrario? Porque, aunque se les dice que amen al prójimo, que sirven y amen a Dios guardando los preceptos de su santa ley, si no ven cumplido ni lo uno ni lo otro por lo que les habían de enseñar el camino, ¿qué mucho que ellos tengan tanta indiferencia en la religión, y que la estimen en tan poco que entren en ella y se mantengan, con la suma tibieza que se nota, teniéndola por cosa tan superficial y exterior como si consistiese sólo en las palabras y no en las obras y en la fe? 20.
Ejemplo lastimoso de los perjuicios que sobrevienen por la mala conducta de los curas puede ser el que se nos representa en el pueblo de Pimampiro, perteneciente al corregimiento de la villa de San Miguel de Ibarra, en la provincia de Quito, cuyo vecindario, que según las vivas memorias que se conservan constaba de más de cinco mil personas, todos indios, no pudiendo soportar las muchas extorsiones a que los tenían reducidos, se sublevaron, y en una noche pasaron a la cordillera y se unieron con los indios infieles, con quienes han permanecido desde entonces, estando los sitios que ocupan tan inmediatos de la jurisdicción de aquella villa que sólo con la diligencia de subir en algunos cerros se dejan ver sus humaredas. Algunos de estos indios se han aparecido repentinamente en el pueblo de Mira, que es de los más cercanos a ellos, y se han vuelto a retirar con la misma prontitud. 21. También lo puede ser la pérdida de la famosa ciudad de Logroño y población de Guamboya, que componían lo más principal del gobierno de Macas, cuya capital, Sevilla del Oro, reducida ya a ruina, sólo existe como memoria triste del fin que tuvieron aquéllas. Este país es tan abundante de oro que, por el mucho que se sacaba de él, se le dio el nombre a la ciudad principal, y todavía se conserva en ella una romana con que se pesaba en la Caja Real el que se quintaba. Pero los corregidores por una parte y los curas por otra estrechaban tanto a los indios para que trabajaran en su beneficio, que los pusieron en el extremo de sublevarse, y, a imitación de lo que hicieron con Pedro Valdivia los de Arauco y Tucapel, en Chile, derritieron gran porción de oro y se lo infundieron al gobernador don Martín García Oñez de Loyola por todos los sentidos, dieron muerte a la mayor parte de los españoles, y apoderados de las mujeres, arrasaron aquella ciudad y las demás poblaciones, escapando solamente Sevilla del Oro y Zuña, una y otra tan menoscabadas ya con las frecuentes correrías que hacen los indios sobre ellas, que son sus vecindarios muy reducidos y tan pobres que no corre ninguna moneda en ellos.
Pero para que se vea cuán contraria es la conducta que tienen los curas y, particularmente, la escandalosa de los regulares a facilitar la permanencia de los pueblos y naciones de antigua reducción, y mucho más para que se conviertan los que no lo están, referiremos un caso, sucedido en estos últimos años, que lo comprueba bastantemente. 22. Salió de la población o del sitio donde estaba la de Guamboya, un indio que repentinamente se apareció en la villa de Riobamba y se encaminó directamente a la casa de un clérigo avecindado allí y de conocida virtud, a quien le dijo que iba de parte de los suyos y de otras naciones muy cuantiosas, vecinas de aquélla, para hacerle saber que le querían tener por cura, que los bautizase y dijese misa, y en recompensa ellos le mantendrían si aceptaba el partido, le darían cuanto oro quisiese y las mujeres que fuesen de su gusto, pero que había de entrar solo, porque ni querían que llevase compañía de españoles o mestizos ni que fuese otro eclesiástico ninguno, dando por razón que el inclinarse a él era porque según las noticias que tenían, sabían que no era su codicia tan desmesurada como la de los demás; el clérigo, temiéndose de la barbaridad que es común en los indios, le respondió que por entonces no podía responderle, pero que dentro de un cierto tiempo lo haría. El indio dio muestras de quedar desconsolado, pero habiendo convenido en el día en que podría recibir la respuesta, señaló un paraje entre los páramos adonde había de ir el tal clérigo solo, y salir a recibirlo él con alguno de los suyos, para comboyarlo a sus tierras caso que aceptase la proposición, pero con la precisa circunstancia de que no le había de acompañar nadie.
Con esto volvió a desaparecer, y, lleno de confusión, el eclesiástico pasó a Quito a consultar el caso con el obispo de aquella ciudad, don Andrés de Paredes (que había entrado en esta dignidad poco antes que nosotros llegásemos a aquella provincia). Este, con cristiano celo, lo alentó para que entrase a convertir tanta alma infiel como se disponía a recibir la fe por su medio. Resuelto a practicarlo, con aquel primer fervor que concibió del católico influjo y cristiana persuasión del obispo, se restituyó a Riobamba, mas la pusilanimidad de su ánimo, corto e irresoluto, empezó a hacer tanto efecto en él que, desalentándolo totalmente, no hubo términos que lo pudiesen reducir a que pasase al sitio señalado. Cuando se cumplió el plazo determinado, el indio lo ejecutó con otros de los suyos, y estuvo oculto algunos días, mas viendo que no aparecía el clérigo, volvió a entrar otra noche en Riobamba repentinamente y visitó a su deseado cura, el cual, aunque se ofrecía a condescender con su pretensión, ponía la circunstancia de que había de ser llevando, para su seguridad, algunos seglares, que era lo que los indios repugnaban más; con esta respuesta, no habiendo podido conseguir su fin a fuerza de ruegos y de darle todas las rústicas seguridades de confianza que le dictaba su limitada capacidad, volvió a ausentarse la misma noche, lleno de desconsuelo. El clérigo divulgó luego en Riobamba la segunda visita que le había hecho el indio, y dando aviso del lugar donde le había dicho que le esperaban los suyos, pasaron algunos sujetos a reconocerlo, y encontraron señales ciertas de haber habido gente, pero aunque pretendieron internarse con el fin de descubrir las veredas por donde habían andado los indios, no lo pudieron conseguir, porque a corta distancia perdieron totalmente el rastro.
23. Este caso causó bastante ruido en aquella provincia, y aunque se hace reparable el que se dirigiesen a aquel sacerdote y se hallase enterados de sus buenas costumbres, faltando absolutamente con ellos la comunicación, no lo será si se atiende a que, hostigados de los curas, aniquilados por los corregidores y sentidos del mal trato que se les da en las haciendas, se desaparecen muchos indios, y éstos se retiran a aquellos parajes no conquistados a vivir entre los gentiles, a los cuales informan muy pormenor de todo lo que pasa en los países y pueblos reducidos e indisponen sus ánimos de tal suerte que cada vez se imposibilita más su reducción. De estos que se huyen era el que, por las dos ocasiones, salió a Riobamba, y se dejaba entender porque, además de conocer al clérigo, hablaba con perfección la lengua del inca, que no está en uso entre aquellas naciones. 24. En este ejemplar se halla bastante prueba de la codicia y escandalosa conducta de los curas y del concepto que les es forzoso tener de ellos a los indios por las obras que experimentan. Bien claramente lo dio a entender éste en la expresión de que no querían otro que los doctrinase y gobernase sino a él, porque no los esclavizaría como hacían los demás españoles; ni querían que entrasen con él ningunos otros, temerosos de que, una vez que conociesen el camino, tuviesen ocasión de entrar después en cantidad y apoderarse de sus tierras y personas. 25. La más graciosa oferta de la sencillez y simplicidad de aquella gente, que puede servir de norma para su conocimiento, es la de darle cuantas mujeres fuesen de su gusto.
Y nace esto de que, instruidos los indios en que los curas tienen consigo una mujer, del mismo modo que los seglares casados, y con ella una entera familia de hijos, están persuadidos a que este crimen tan horrible es cosa lícita, mediante que ellos y todo el mundo está continuamente siendo testigo de la repetición del sacrilegio que cometen. Y estos curas son capaces de causar terror y confusión en el espíritu más agigantado, al ver la libertad y el desahogo con que del lecho de la más horrible culpa pasa uno de aquellos sacerdotes a celebrar el más alto sacrificio que cabe en la imaginación. Cuyo asunto, aunque era más para ser llorado con sigilo que para ser estampado en el papel, el buen celo y el deseo de que se corrijan desórdenes tan execrables, nos obliga a no disimularlo, y para que se compruebe la demasiada liviandad de aquellos eclesiásticos se nos permitirá asimismo que citemos un caso muy divulgado en toda la provincia de Quito, aunque no fue de nuestro tiempo. 26. En uno de los pueblos de la jurisdicción de Cuenca, cuyo curato pertenece a una de las religiones regulares, se hallaba de cura un religioso de ella, en ocasión que el cacique del pueblo tenía una hija doncella que, en lo que cabe en indias, sobresalía a las demás en perfección. El cura la había solicitado con grandes instancias, pero su mucha honradez le había librado de caer en los torpes pensamientos de que se veía combatida, y el honor con que su padre procuraba portarse la tenía defendida.
El cura no se contuvo con los desprecios de la india, y de resultas de ello se declaró con el padre, quien tuvo motivo bastante en la distinguida calidad de su sangre y en ser su hija la única heredera del cacicazgo, para resistir a tan depravados intentos. Viendo el cura que el cacique se declaraba contrario a sus ideas, dispuso un enredo para allanar las dificultades, tan perverso como lo podría inspirar un infernal espíritu, y fue el pedírsela al cacique en matrimonio, suponiéndole, para desvanecer la repugnancia que tanta novedad podía ocasionarle, que pediría licencia a su prelado, con cuya circunstancia le era lícito desposarse, y al mismo tiempo satisfizo aquellas dudas que se le ofrecían al cacique sobre este particular, diciéndole que, aunque esto no se practicaba con regularidad, era porque los prelados se negaban a tales licencias por no quedar gravados en la carga de mujeres e hijos de tanto religioso, que estaban obligados a mantener cuando las concedían, pero que en él no militaba esta circunstancia, porque, hallándose con bienes y caudal bastante para mantener su familia, estaba cierto que no se le negaría, por ser también la amistad que tenía con el prelado muy estrecha; a lo que añadió ejemplares falsos y relaciones imaginadas, con lo cual quedó convencido el cacique, y dada la palabra de que se casaría con su hija luego que tuviese corriente la licencia para ello. A este fin, aunque con distinto asunto, despachó inmediatamente un propio al provincial de su religión en Quito, y en el ínterin que volvía dispuso, con el auxilio del compañero que tenía en el curato, una patente falsa en que se suponía que aquel prelado le daba licencia para que se desposase; volvió el propio, y pasando el cacique a su casa a saber la resulta, le enseñó la patente y, lleno de contento, le dio el parabién del buen despacho.
Aquella misma noche quedó hecho el fingido desposorio, y el teniente de cura hizo la función de párroco, sin concurrencia de testigos ni otra circunstancia, porque para tales casos dio a entender la malicia que no se necesitaban, y desde entonces quedaron viviendo juntos. Los indios del pueblo divulgaron la novedad de haberse casado su cura con la hija del cacique, pero ninguno se persuadió a que hubiese sido con tanta formalidad, y creyendo que sería haberla recibido por concubina, siendo tan común el tenerla, no causó ser entonces novedad. De este modo estuvieron viviendo algunos años, y después de haber tenido varios hijos se descubrió la maldad, y fue castigada con desterrar al religioso de un convento a otro y privarle de las funciones del sacerdocio por algún tiempo. La desdichada india quedó cargada de hijos, y el cacique, lleno de pesar de tanta burla, murió en breve tiempo, y vino a recaer la mayor parte del castigo sobre los que habían menos culpa. 27. La certidumbre de este caso consiste en la memoria que hay de él en aquellos países; en otros donde hubiera más recato pudiera atribuirse a historia fabulosa, pero donde es tan común la desarreglada vida, hay lugar para todo. Nosotros no lo podemos asegurar a ciencia cierta, pero, por lo que experimentábamos, no se nos hizo repugnante su credulidad, ya que, siempre que caminábamos, era la regular diversión, en la molestia de la jornada, la conversación con los indios que servían de guías, la cual estaba reducida a informarnos de la familia que tenía el cura del pueblo adonde nos encaminábamos, siendo bastante preguntarles el modo de portarse la mujer del cura para que ellos nos instruyesen en el número de las que le habían conocido, los hijos o hijas que tenía en cada una, sus linajes, y hasta las más pequeñas circunstancias de lo que con ellas sucedía en los pueblos.
28. Convéncese por lo que se experimenta en los curatos, que todo el conato de aquellos religiosos en solicitar semejantes empleos se reduce al fin de estrechar a los indios para enriquecerse a su costa y vivir con toda libertad, y así no hay entre ellos quien apetezca los de montaña, que son los de modernas conversiones, cuyos indios, no estando sujetos a algunas obvenciones, los curas no son árbitros para exigirlas y hacer que les contribuyan, como sucede con los otros; y aunque trabajan los indios voluntariamente, entre sus chácaras, una particular que dedican para el cura, como su producto sólo alcanza a lo necesario para mantenerse y no se extiende a atesorar, no es bastante para llenar los ensanches de la codicia. Así, los que van a ellos más es por castigo o extravagancia, o por el fin de hacer este mérito para conseguir después curato de pueblo antiguo, que por el desnudo de emplearse en la educación de los indios. Por lo cual se experimenta que aun estos pocos que admiten tales curatos se pasan la mayor parte o casi todo el año en los pueblos o ciudad donde les parece, y sólo entran a su iglesia una o dos veces para la celebridad que se hace de todas las fiestas del año en el corto tiempo de quince o veinte días, y volverse a salir de ellos luego que las han concluido. 29. Dáseles el nombre de curatos de montaña a los que caen a las faldas de las altas cordilleras de los Andes, en aquellos países que se extienden hacia el Oriente, de la de esta parte, y para el Occidente, de la que corresponde a la otra.
El clima de ellos es cálido y húmedo, y por esta razón no muy cómodo para los que están acostumbrados al de la sierra. Esto contribuye a que sean poco o nada apetecibles y a que tengan motivo para no residir en ellos los sujetos que los admiten; pero si los moviera el celo de ensalzar la religión y los estimulara el deseo de que se salvaran aquellas almas, no repararían en las incomodidades ni les sería extraña la diferencia del temple. Pero reducido su conato al ingreso de los bienes temporales y no a la propagación de la fe, se les transforma en dificultades y se les convierte en repugnancia lo que no es vivir con la licenciosa costumbre que tienen entablada en los pueblos antiguos. 30. Habiendo tratado de lo que los curas tiranizan a los indios y de su mala conducta y pervertidas costumbres, podremos entrar a examinar el régimen y gobierno espiritual que tienen para educarlos y para instruirlos en los preceptos de la fe, sobre cuyo particular queda ya advertido que en los días de domingo se les recita la doctrina cristiana, lo cual se hace un rato antes que se diga la misa. A este fin acuden todos los indios, varones y hembras, grandes y pequeños, y juntos en el cementerio o plaza que está delante de la iglesia, sentados en el suelo, con separación de sexos y edades, empiezan a recitarla en la forma siguiente. 31. Cada cura tiene un indio ciego destinado para decir la doctrina a los demás; éste se pone en medio de todos y, formando una tonada que ni bien es cántico ni bien rezo, va diciendo las oraciones palabra por palabra, y el auditorio corresponde con su repetición; unas veces se hace esto en la lengua del inca o de los indios, que es lo más común, y otras en la castellana, que para ninguno de ellos es inteligible; media hora o poco más dura este rezo, y en ello queda terminada toda la enseñanza.
De lo cual se saca tan poco fruto, por causa del método que siguen, que los indios e indias viejas, de sesenta o más años, no saben más que los cholitos pequeños, de seis u ocho años, y ni éstos ni aquéllos adelantan nada a los papagayos, porque ni se les pregunta en particular, ni se les explican los misterios de la fe con la formalidad necesaria, ni se examina si comprenden lo que dicen para dárselo entender con mayor claridad a los que por su rudeza la necesitasen, circunstancia tanto más precisa en aquella nación cuanto es menos el estímulo que tienen ellos en sus conciencias para instruirse, y mayor la tibieza propia de sus genios para las cosas de religión. Así, como toda la enseñanza se reduce más al aire de la tonada que al sentido de las palabras, solamente cantando saben por sí solos repetir a retazos algunas cosas; pero cuando se les pregunta en otra forma no aciertan a concertar palabra, y de lo muy poco que saben tienen tan escasa comprensión y firmeza de su sentido, que preguntándoles quién es la Santísima Trinidad, unas veces dicen que el Padre y otras que la Virgen Santísima; mas, si se les reconviene con alguna formalidad para fondear sus alcances, mudan de dictamen, inclinándose siempre a aquello que se les dice, aunque sean grandísimos despropósitos. Todo el cuidado de los curas consiste en que ninguno deje de llevar el camarico que le pertenece, y una vez recogido, que es a lo que se halla presente regularmente para conocer los que dejan de llevarlo y hacerles cargo de la deuda, les parece que han cumplido.
Tan regular en este método de doctrinar los indios en todos los pueblos, que aun en aquellos en donde los curas se tienen por más celosos no se practica otro. 32. En todas las haciendas tienen asimismo otro ciego, al cual mantienen de limosna los dueños de ellas para el mismo fin. Y con esto concurren los que pertenecen a cada una, dos días o tres en la semana, en el patio de ella, y a las tres de la mañana, para que no pierdan tiempo del trabajo que deben hacer en el discurso del día, se les repite con el mismo tenor que se observa en la iglesia. Pero ni en una ni en otra parte se les predica sobre la fe ni se practica más diligencia en este asunto. 33. En la primera parte de la Historia de nuestro viaje advertimos ser tan corta la capacidad de los indios, después de tanto tiempo de su conquista, que aun todavía no son capaces, la mayor parte de ellos, de recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, y que entre ciento habrá apenas cuatro o cinco a quienes se les suministre, siendo así que éstos de quien se habla son descendientes de los primeros conquistados. En el lugar citado se atribuye toda la culpa a la cortedad de sus talentos y a la indiferencia con que miran las cosas de la religión, porque allí no correspondía decir otra cosa; pero sin apartarnos totalmente de aquella aserción, es preciso convenir en que mucha parte de la ignorancia procede del total descuido de los curas y de la falta de enseñanza, sin cuya ayuda no es fácil que ningún gentil deje los falsos ritos de su religión por no conocer perfectamente el engaño, ni lograr la ilustración su entendimiento con las brillantes antorchas de la fe.
34. A una enseñanza de la doctrina tan pasajera y sin más explicación que el aire, ¿qué inteligencia puede corresponder? Y de una vida tan desastrada y escandalosa como la que se les representa en el espejo del que tienen por padre espiritual y por maestro, ¿qué continencia, qué virtud o qué estímulo a seguir lo bueno se puede esperar? En un pueblo donde estuvo uno de nosotros con toda la compañía francesa, quedó ésta escandalizada de ver que el cura principal estaba viviendo con tres mujeres, hermanas entre sí unas de otras, entre las cuales remudaba, y dos ayudantes de cura (que tenía por ser dilatado el curato) hacían vida maridable cada uno con otra mujer distinta; de esto, además de ser tan público como los matrimonios legítimos, pudimos ser más inmediatos testigos de ello, porque todos estábamos aposentados en casa del cura, y vivían también en ella los dos coadjutores con sus familias. A vista de esto, ¿cómo será extraño que los indios cometan desórdenes y se hallen arraigados en los vicios de la embriaguez y de la deshonestidad? Lastimosa cosa es lo que allí se experimenta sobre este particular, pero mucho más digna de llorarse la poca enmienda que puede esperarse en ello, porque hecha ya costumbre envejecida la mala vida, es empresa ardua el corregirla. 35. Una dificultad se está viniendo a los ojos sobre lo dicho acerca de tanto desorden, y es que, siendo tan públicos, no tengan corrección por los obispos y prelados de las órdenes religiosas, en quien se debe considerar un cristiano celo.
Mas esto nace de que, cuando hacen las visitas de los pueblos, lo encuentran todo tan arreglado que no hallan qué reformar, porque, siendo vida introducida comúnmente en aquellas partes, es muy rara la persona eclesiástica que no se encuentra comprendida en ella, y así estas culpas no se regulan delito en los curas de los pueblos cuando los primeros que incurren en ellas suelen ser los de la propia familia de los prelados, con sólo la diferencia de que los unos guardan más recato que los otros. En el palacio de uno de los obispos que conocimos en las provincias por donde transitamos, era tanto el desorden con que vivían los de su familia, confiados en la mansedumbre de su prelado y en la sencillez de su ánimo, que no se diferenciaba de las casas de los curas. Y por esto se reduce la visita a examinar los libros de la iglesia para ver si están corrientes; a registrar los ornamentos y a indagar si se les dice la doctrina a los indios en los días que esté mandado, con otras cosas de este tenor, con que queda concluida. En otra parte nos explayaremos más sobre las visitas que hacen los prelados de las religiones en los curatos de sus pertenencias, porque es más propio del asunto que se tratará en ella, siendo preciso advertir que hay tan poco recato en los curas sobre el desordenado régimen de sus costumbres, que no es suficiente temor el de las visitas para que se separen de la concubina, aunque no sea más que por el corto tiempo de aquellos días que dura.
A vista de lo cual, ya no puede hacerse reparable que dejen de hacerlo cuando tienen otros huéspedes a quien no deben el temor, respeto y veneración que a aquéllos. 36. Para concluir el asunto de los curas, nos ha parecido conveniente decir algo tocante al régimen de hacer las fiestas de la Iglesia en aquellos pueblos que no tienen curas particulares, el cual es el mismo que se observa en los curatos de montaña, y asimismo daremos razón del estado de sus iglesias. Para esto es preciso suponer que los curatos se componen de varios pueblos, como queda ya explicado en el primer tomo de la Historia de nuestro viaje, tratando de la provincia de Quito, lo cual es regular también en los curatos de las demás provincias del Perú. Unos comprenden más poblaciones que otros, y, asimismo, están más o menos distantes del pueblo principal los anexos, pues hay muchos que están apartados catorce, veinte y más leguas; cuando estos anexos son grandes, mantiene el cura un coadjutor o ayudante de cura, pero no así cuando son pequeños. Séase teniendo coadjutor, o no habiéndolo, las festividades no se hacen en ellos sin la asistencia del cura principal, que va no por la devoción, sino a recoger el producto de ellas, y para que no se haga fraude por su teniente. 37. Cuando se acerca el día del santo a quien tiene el pueblo por patrón, pasa allá el cura con toda su familia, y adornada la iglesia, que está cerrada todo el año en los que no hace residencia algún teniente, empieza la hermandad del patrono (que se reduce a los mayordomos y fiscales) a hacer la primera fiesta, y en los días que se van siguiendo continúan todas las demás, hasta que se concluyen; de modo que, entonces, se celebra, una en pos de otra, la Pascua de Navidad, la de Resurrección, la de Espíritu Santo, la festividad del Corpus, la de la Virgen, y todas las clásicas que hay entre año.
Y, en el término de ocho o diez días, recoge el cura todo lo que en el discurso del año han podido agenciar los indios e indias, y se vuelve al pueblo adonde tiene su residencia, no retornando hasta el año siguiente. 38. Consisten las hermandades, como se ha dicho, en los mayordomos y fiscales de ellas, solamente, y los demás indios se consideran cofrades de todas, y como tales, por ser así la voluntad de los curas, hacen elección en los indios que les parece para que tengan aquellos ejercicios en el año siguiente, sin que en todo el intermedio se les ofrezca ocasión de usar de ellos. En los curatos de montaña, por lo regular, como no hay esperanza de tener aquel ingreso, aunque consten de varias poblaciones, sólo se hace en una la festividad, que comprende muchas, y el cura sale de él luego que las ha concluido; entonces confiesa a sus feligreses para todo el año, y bautiza a los que no lo están, dejando encargado al sacristán que eche agua a los que naciesen, cuando se tema peligro en sus vidas, a cuyo fin están instruidos en la forma del bautismo. 39. En los anejos de curatos de conversiones antiguas hay otro régimen algo más regular, y se reduce a que, luego que enferma algún indio y que avisan al cura, pasa éste a confesarlo o envía al teniente de cura (que regularmente mantienen consigo para este fin). Mas como las distancias suelen ser tan largas que a veces necesitan hacer una jornada o dos para llegar al sitio, si el accidente es violento muere el paciente antes que le haya llegado la providencia del confesor.
Esto mismo se practica en las haciendas que corresponden a la jurisdicción de cada curato, cuya vecindad compone una población bien capaz, según los indios que la forman. 40. Todo el remedio que se podía aplicar para evitar las extorsiones de los curas, consiste en que se les prohibiese a éstos, no sólo con órdenes reales, sino también con censuras pontificias, y otras penas que pareciesen al propósito, el que hiciesen entre año, ni en su pueblo ni en los anejos, ninguna fiesta a costa de los indios, aunque éstos quisiesen voluntariamente contribuir con su limosna y gasto. Y al mismo respecto, que el cura no pudiese admitir de los indios, ni por modo de regalo, ni con el disfraz de camarico, ni con otro ninguno pretexto, otra cosa más que aquellos derechos de Iglesia justos y precisos, y el huevo del camarico que deben llevar cuando van a oír la doctrina. 41. Y mediante que esto no bastaría para librar a los indios enteramente de las obvenciones que los curas les imponen con la autoridad de tener aún mayor jurisdicción y dominio sobre ellos que los corregidores, o que sus propios amos, sería justo el prohibir que los curas pudiesen nombrar a los indios que han de ser alcaldes, como lo practican en los pueblos cortos, y que tengan sobre los indios ninguna otra jurisdicción, o intervención en ellos, que aquella que les pertenece para su enseñanza y gobierno espiritual, porque hasta el presente se extiende a tanto que tienen ceñida su libertad a su arbitrio, de tal suerte que aun los mismos corregidores no pueden mandarlos sin que los curas consientan en ello.
Esta autoridad se han ido apropiando los curas insensiblemente, de suerte que ya se hallan con más despotiquez en los pueblos que la que puede pertenecer a los señores naturales, y de aquí nace el que los indios les tributen todo lo que puede rendir su trabajo, temiendo de su indignación el castigo que regularmente experimentan de ella. 42. Quitada de la jurisdicción de los curas el absoluto mando que tienen sobre los indios, y prohibidos los camaricos y fiestas de Iglesia, sólo resta que prohibirles, con penas muy severas, el que para ningún fin, ni propio ni público, pudiesen emplear a los indios en cosa de trabajo propio, porque los hacen trabajar en todos los ejercicios para que son capaces, y no les pagan nada valiéndose del privilegio de curas para justificar este derecho público, porque se valen de este pretexto para emplearlos en su propia utilidad; en cuyas ocasiones, si legítimamente fuese cosa en que el público se interesase, como sucede en la composición de caminos, puentes y tambos de su jurisdicción, esto debería ser mandado por el corregidor o alcaldes mayores, y, en su defecto, por el cacique gobernador y alcaldes de los pueblos, y no por el cura, porque a éste no le pertenece, ni es de su estado, el gobierno político y civil de los pueblos, como se lo han apropiado sin más fundamento que el de suponer que los indios no tienen capacidad para gobernarse, pero, pues conocen las extorsiones que padecen, y distinguen lo tiránico de lo justo en lo que los curas y corregidores les hacen contribuir, no son tan incapaces como quieren suponerlos, y si ha corrido así aquel gobierno, y sin contradicción la incapacidad de los indios, es porque en la firmeza de este sentir consiste el usufructo de los que los tienen avasallados.
43. De la reforma de los abusos introducidos por los curas contra los indios, se saca que éstos vivan menos pensionados y que, no siéndoles tan pesado el vasallaje a los reyes de España, se les haga el gobierno menos aborrecible; que viendo desinterés en los curas y celo en ganar sus almas para Dios, sea para ellos más respetable la religión y la abracen con más amor, poniendo más atención en la veneración y comprensión de sus misterios, y más cuidado en guardar sus preceptos; y, últimamente, que estando menos pensionados, les sea mucho más fácil el pagar los tributos reales con puntualidad, y puedan soportar cualquier otra pequeña obvención que la necesidad y la ocasión precisaren a imponerles. Y en conclusión de ello, se debe esperar nazca el servicio de Dios, beneficio al rey y a la justicia, y utilidad a los indios en librarles de las pensiones injustas a los que los tienen reducidos la ambición y la codicia. 44. No es desigual a lo que queda dicho, la vigilancia y el amor que tienen los curas al buen estado y adorno de sus iglesias, las cuales están llenas de indecencias, impropias para celebrar en ellas el divino culto, siendo cosa regular que el cura críe caudal crecido para gastar y triunfar, y para mantener su casa con toda decencia, y que la de Dios carezca de ella enteramente. 45. Tal es la pobreza en que están la mayor parte de las iglesias de los curatos de indios, que en todo semeja a la que esta miserable gente tiene en sus casas; muchas están medio arruinadas, otras sin techumbre, o solamente la hay en aquel corto ámbito del presbiterio; los altares, tan pobres y mal cuidados que no se puede llegar a más; los ornamentos, tan rotos, viejos y sucios, que es cosa lastimosa que el culto divino se celebre en paraje tan impropio y con preparativos tales que hacen perder la veneración al sacerdote cuando sale revestido con ellos.
Y todo procede de la ambición con que, apropiándose a sí los derechos de fábrica que pertenecen a la Iglesia, nunca llega a suceder que haya con qué repararla, ni con qué mantener siempre los ornamentos en el estado que corresponde para un ministerio tan alto como el de celebrar el divino culto. 46. Para que se vea el extremo a que esto llega, podemos asegurar que en un pueblo oímos misa que se decía con una vela de sebo, y habiendo estrechado al cura sobre este particular, dio por solución que en aquellos parajes tan retirados se dispensaba la materia de la vela por la escasez que se padecía de cera. A no haber visto el ejemplar, no pudiéramos creerlo, pero el mismo cura nos aseguró que en todos los pueblos donde la iglesia era tan pobre como en aquél, sucedía lo mismo. Asimismo notamos, como más regular en todos, que, por hacer más corto el gasto de la cera, dicen la misa (en casi todos los pueblos) con una vela solamente, extendiéndose la economía de los curas a tanto que las hacen fabricar como candelillas, y con un pávilo muy delgado, para que duren mucho y se consuma poca cera. ¡Excusando tanto los costos en el divino culto los que sacan tan cuantioso usufructo del curato, y que tan crecida suma desperdician en el desenfreno de sus vicios! 47. También observamos que las luces del depósito del Señor, desde el jueves al viernes santo, a excepción de una o dos que se ponen de cera, son de sebo todas las demás; y lo mismo sucede cuando descubren el Santísimo con el motivo de alguna festividad, siendo así que la cera con que se celebran las misas, y toda la que se usa en estas iglesias, en cera criolla, llamada también cera de palo, y es la que se cría allá, la cual es entre colorada y amarilla, y vale muy poco.
Pero su propio precio no basta todavía para que los curas se dediquen a servirse de ella enteramente, abandonando el uso del sebo. 48. Las iglesias de valles no están en la misma conformidad, pues los curas procuran mantenerlas con decencia; sus fábricas materiales son, en lo exterior, vistosas y aseadas, y en lo interior se deja percibir el celo que falta en las otras. No proviene esto de que los curatos de valles sean de más utilidad que los de la sierra, ni de que el país sea más barato, pues antes bien, por el contrario, en todo lo que es valle están las cosas más caras, y no tan abundantes como en la sierra, sino de que los curas de valles han permanecido con más constancia en el celo de sus iglesias, manteniéndolas pundonorosamente con el aseo y decencia que les corresponde, cuando en la sierra se han dejado poseer del descuido enteramente, porque no están tan a la vista.