Compartir
Datos principales
Desarrollo
SEGUNDA PARTE DEL LIBRO SEGUNDO DE LA HISTORIA DE LA FLORIDA DEL INCA Donde se verán las muchas y bravas peleas que en pasos dificultosos, indios y españoles tuvieron en la gran provincia de Apalache; los trabajos que pasaron en descubrir la mar; los sucesos e increíbles afanes que a ida y vuelta padecieron los treinta caballeros que volvieron por Pedro Calderón; la fiereza de los de Apalache; la prisión de su cacique, su extraña huida y la fertilidad de aquella gran provincia. Contiene veinte y cinco capítulos. CAPÍTULO I Llegan los españoles a la famosa provincia de Apalache, y de la resistencia de los indios El gobernador y sus capitanes, habiendo sabido en el pueblo de Osachile que la provincia de Apalache --de quien habían oído tantos loores y grandezas así de la abundancia y fertilidad de la tierra como de los hechos en armas y bravosidades de la gente-- estaba ya cerca, con cuya ferocidad y valentía tantas amenazas les habían hecho los indios por el camino, diciéndoles que los de Apalache los habían de asaetear, descuartizar, quemar y destruir, deseando verla ya e invernar en ella, si fuese tan fértil como decían, no quisieron parar en Osachile más de dos días. Al fin de ellos salieron del pueblo, y, en otros tres, caminaron sin contradicción alguna doce leguas de despoblado que hay en medio de las dos provincias, y, a las doce del cuarto día, llegaron a una ciénaga muy grande y mala de pasar, porque solamente de agua, sin el monte que de una parte y otra había, tenía media legua de ancho y de largo era como un río.
A las orillas de la ciénaga, fuera del agua, había un monte de mucha arboleda, gruesa y alta, con mucha maleza de zarzas, y otro monte bajo, que, entretejiéndose con los árboles gruesos, espesaban y cerraban de tal manera el monte que parecía un fuerte muro, por lo cual no había paso alguno por donde pasar el monte y la ciénaga sino por una senda que los indios tenían hecha, tan angosta que apenas podían ir por ella dos hombres juntos. Antes de llegar al monte, en un buen llano, se alojó el real, y, porque era temprano, mandó el gobernador que cien infantes entre ballesteros y arcabuceros y rodeleros, y treinta de a caballo, con doce nadadores señalados para tentar la hondura del agua, fuesen a reconocer el paso de la ciénaga y advirtiesen bien las dificultades que en ella hubiese para llevarlas prevenidas el día siguiente. Los españoles fueron, y a pocos pasos que entraron por el callejón del monte, hallaron indios apercibidos para defenderles el paso; mas, como el callejón era tan estrecho, ni los fieles ni los infieles podían pelear, sino los dos delanteros de cada banda. Por lo cual, poniéndose dos españoles, los más bien armados en delantera con sus espadas y rodelas, y otros dos ballesteros y arcabuceros en pos de ellos, antecogieron los indios por todo lo que había de monte hasta salir al agua. Donde, como los unos y los otros se pudieron esparcir y derramar, hubo gran pelea y muchos y muy buenos tiros de una parte a otra, con muertes y heridas de ambas partes.
Por la mucha resistencia que los indios hicieron en el agua, no pudieron por entonces reconocer los cristianos cuánta fuese la hondura de ella, de lo cual dieron aviso al general, el cual fue en persona al socorro. Llevó consigo los mejores infantes del ejército. Los enemigos, asimismo, por su parte acudieron muchos más que los que antes había en la pelea; con los cuales se reforzó e hizo más cruel y sangrienta la batalla. Los unos y los otros andaban peleando, el agua a medios muslos y a la cinta, con mucha dificultad y aspereza que había para andar por ella, por las malezas de zarzas y matas y árboles caídos que hallaban debajo del agua; mas con todas estas contradicciones, viendo los españoles que no les convenía volver atrás sin haber reconocido el paso, hicieron gran ímpetu en los enemigos y los echaron de la otra parte del agua, y hallaron que toda se vadeaba a la cinta y a los muslos, salvo en medio de la canal, que por espacio de cuarenta pasos, por su mucha hondura, se pasaba por una puente hecha de dos árboles caídos y otros maderos atados unos con otros. Vieron también que, de la misma manera que por el monte, había un callejón debajo del agua, limpio de las matas y malezas que a una parte y a otra había fuera del callejón. Pasada la ciénaga de la otra parte fuera del agua había otro monte tan cerrado y espeso como el que hemos dicho que había destotra parte, por el cual tampoco se podía andar, sino por otro callejón y camino angosto, hecho a mano.
Estos dos montes y la ciénaga, cada uno de por sí, tenía media legua de traviesa, de manera que en todo había legua y media. El gobernador, habiendo reconocido bien el paso, y consideradas las dificultades que en él había, se volvió con los suyos a su alojamiento para ordenar, conforme a lo visto y notado, lo que el día siguiente se hubiese de hacer. Y habiendo consultado con los capitanes los inconvenientes y peligros que en el paso había, mandó apercibir cien hombres de los de a caballo, que por ser gente más bien armada que la infantería recibía siempre menos daño de las flechas, los cuales, tomando rodelas (porque no eran menester los caballos), fuesen a pie delante haciendo escudo a otros cien infantes, entre ballesteros y arcabuceros, que les habían de seguir en pos. Mandó asimismo que todos ellos fuesen apercibidos de hachas y hocinos y otros instrumentos para desmontar un pedazo del monte que de la otra parte de la ciénaga había para alojamiento del ejército, porque, habiendo de pasar los españoles uno a uno, por ser el camino estrecho, y habiendo de resistirles el paso los enemigos, que tan feroces se habían mostrado aquel día, le pareció al gobernador imposible que su gente pudiese atravesar de claro en un día los dos montes de la ciénaga, por lo cual quiso apercibirse de alojamiento hecho a fuerza de brazos en el segundo monte, pues no lo podía haber de otra suerte.
A las orillas de la ciénaga, fuera del agua, había un monte de mucha arboleda, gruesa y alta, con mucha maleza de zarzas, y otro monte bajo, que, entretejiéndose con los árboles gruesos, espesaban y cerraban de tal manera el monte que parecía un fuerte muro, por lo cual no había paso alguno por donde pasar el monte y la ciénaga sino por una senda que los indios tenían hecha, tan angosta que apenas podían ir por ella dos hombres juntos. Antes de llegar al monte, en un buen llano, se alojó el real, y, porque era temprano, mandó el gobernador que cien infantes entre ballesteros y arcabuceros y rodeleros, y treinta de a caballo, con doce nadadores señalados para tentar la hondura del agua, fuesen a reconocer el paso de la ciénaga y advirtiesen bien las dificultades que en ella hubiese para llevarlas prevenidas el día siguiente. Los españoles fueron, y a pocos pasos que entraron por el callejón del monte, hallaron indios apercibidos para defenderles el paso; mas, como el callejón era tan estrecho, ni los fieles ni los infieles podían pelear, sino los dos delanteros de cada banda. Por lo cual, poniéndose dos españoles, los más bien armados en delantera con sus espadas y rodelas, y otros dos ballesteros y arcabuceros en pos de ellos, antecogieron los indios por todo lo que había de monte hasta salir al agua. Donde, como los unos y los otros se pudieron esparcir y derramar, hubo gran pelea y muchos y muy buenos tiros de una parte a otra, con muertes y heridas de ambas partes.
Por la mucha resistencia que los indios hicieron en el agua, no pudieron por entonces reconocer los cristianos cuánta fuese la hondura de ella, de lo cual dieron aviso al general, el cual fue en persona al socorro. Llevó consigo los mejores infantes del ejército. Los enemigos, asimismo, por su parte acudieron muchos más que los que antes había en la pelea; con los cuales se reforzó e hizo más cruel y sangrienta la batalla. Los unos y los otros andaban peleando, el agua a medios muslos y a la cinta, con mucha dificultad y aspereza que había para andar por ella, por las malezas de zarzas y matas y árboles caídos que hallaban debajo del agua; mas con todas estas contradicciones, viendo los españoles que no les convenía volver atrás sin haber reconocido el paso, hicieron gran ímpetu en los enemigos y los echaron de la otra parte del agua, y hallaron que toda se vadeaba a la cinta y a los muslos, salvo en medio de la canal, que por espacio de cuarenta pasos, por su mucha hondura, se pasaba por una puente hecha de dos árboles caídos y otros maderos atados unos con otros. Vieron también que, de la misma manera que por el monte, había un callejón debajo del agua, limpio de las matas y malezas que a una parte y a otra había fuera del callejón. Pasada la ciénaga de la otra parte fuera del agua había otro monte tan cerrado y espeso como el que hemos dicho que había destotra parte, por el cual tampoco se podía andar, sino por otro callejón y camino angosto, hecho a mano.
Estos dos montes y la ciénaga, cada uno de por sí, tenía media legua de traviesa, de manera que en todo había legua y media. El gobernador, habiendo reconocido bien el paso, y consideradas las dificultades que en él había, se volvió con los suyos a su alojamiento para ordenar, conforme a lo visto y notado, lo que el día siguiente se hubiese de hacer. Y habiendo consultado con los capitanes los inconvenientes y peligros que en el paso había, mandó apercibir cien hombres de los de a caballo, que por ser gente más bien armada que la infantería recibía siempre menos daño de las flechas, los cuales, tomando rodelas (porque no eran menester los caballos), fuesen a pie delante haciendo escudo a otros cien infantes, entre ballesteros y arcabuceros, que les habían de seguir en pos. Mandó asimismo que todos ellos fuesen apercibidos de hachas y hocinos y otros instrumentos para desmontar un pedazo del monte que de la otra parte de la ciénaga había para alojamiento del ejército, porque, habiendo de pasar los españoles uno a uno, por ser el camino estrecho, y habiendo de resistirles el paso los enemigos, que tan feroces se habían mostrado aquel día, le pareció al gobernador imposible que su gente pudiese atravesar de claro en un día los dos montes de la ciénaga, por lo cual quiso apercibirse de alojamiento hecho a fuerza de brazos en el segundo monte, pues no lo podía haber de otra suerte.